Nací una noche en la que los búhos se quedaron ciegos dentro de sus nidos. En cuanto abrí los ojos, de caramelo y jengibre, mi madre cerró para siempre los suyos negros. Yo tampoco había sido concebida varón y el designio de Siva tenía que ser que no viera jamás un anochecer rojizo desvanecerse sobre las aguas de ningún río sagrado. Nadie en la aldea podía recordar cuándo había dejado de ser pecado matar a las recién nacidas hijas y por qué era ley que lo hiciera su propia madre. Pero la mía ya no podría. Después de cubrir con una tela blanca todas las figuras del altar de la casa, me sacrificaría Neeja que, envuelta en su kurtah de seda verde y plata, se afanaba por enderezar las flores para Aditi, la madre de los dioses, la favorita de nuestro hogar. El shraddha en honor de su difunta nuera empezaría enseguida y la atareada mujer sabía que debía darse prisa.
El polvillo de la ceniza sagrada que el viudo le había esparcido por la frente a su esposa muerta le resbalaba por un lado de la cara y se la veía serena y clara como si la luz alumbradora de los Devas que la esperaban en el otro mundo se trasluciese a través de su carne y de su piel. De la familia, solo mi abuela Asha y sus hijas deseaban que volviese a reencarnarse pronto en alguien muy cercano y casi nadie más rezó para que sucediera. Los hombres y las mujeres mayores oraban ya frente al altar y a los más jóvenes se los había hecho salir para que sus lloros inconscientes no impidieran que su alma partiese con alegría.
—No la matarás. —Asha intentaba lavar las piernas de su hija desangrada mientras se dirigía en voz baja a su consuegra, que la observaba en silencio. Sabía que no debía hablarle así, pero ella casi nunca hacía lo que debía—. No la matarás —repitió en voz más alta, sin mirarla a la cara—. Ha tenido la desgracia de nacer mujer y ha violado la ahimsa segando la vida de su madre al recibir la suya, pero ¿no te parece demasiado hermosa para morir ahora? El alma de mi amada Barathi aún no ha alcanzado la paz, está aquí todavía; y ya ha expiado su culpa, deja que sepa que su pequeña vivirá. Tal vez ahora sean la misma. Déjala vivir. —Asha levantó por fin los ojos del cuerpo exánime y los clavó en Neeja. Podía verla por dentro: negra y añeja como el principio de los tiempos. Sintió con ella su estremecimiento—. Yo la cuidaré y no te verás obligada a alimentarla. Casi toda mi familia murió ya, bien lo sabes, y mis otras hijas han sido recibidas en sus nuevos hogares, junto a sus esposos, pero todas viven lejos. Estoy sola. Y eso no es bueno. El mundo entero es una familia. Debes cuidar de mí. Pero si permites que la niña se quede conmigo, me mantendré como hasta ahora. Puedo hacerlo. Ella no será una carga para ti, no tendrás que pagar su dote. Tu hijo se volverá a casar y tu nueva nuera te regalará un heredero varón, sano y devoto. Sabes que no miento. Lo dicen los astros.
Neeja no contestó; también sabía que podía disponer de mi vida. Bastaría con hacerme tragar una cucharada de tabaco y mi cuerpo físico se apagaría pronto y mi alma podría reencarnarse en alguien más querido. No sería la primera vez. Si se daba prisa, la comadrona que había asistido al parto aseguraría incluso que había nacido sin aliento. Y el resto de las mujeres que habían tenido hijos varones como ella, las más respetadas en la aldea, la respaldarían. Yo debía morir, la cuarta hembra ya sin que su sacrílega nuera hubiera traído a la vida ningún varón que pudiera encender el fuego sagrado de su pira y la de su marido y permitirles así subir al cielo, un hombre que llevase el apellido de su familia y heredara sus valiosísimas posesiones: los dos bueyes, el carro, los dos acres de terreno donde se alzaba la casa cuyos muros habían sido construidos pensando en la música que crea el viento y, sobre todo, las herramientas y el taller del cuarto más grande, en el que todas las niñas y las jóvenes de la familia trabajaban puliendo y cortando las piedras preciosas con sus entrenados deditos. Neeja oyó croar a uno de los muchos sapos que las intensas lluvias traídas por el monzón habían obligado a huir a la zona alta del pueblo y se apresuró a enderezar la guirnalda de hojas de bambú colgada sobre la entrada para alejar el mal de ojo.
Pero Asha era una enemiga poderosa si así lo decidía. Neeja la observaba en la penumbra: su consuegra ya se había puesto el velo y el kurtah blancos, como si hubiera intuido antes de entrar allí que tendría que vestirse de luto, y con sus manos insultantemente claras lavaba aún a la única nuera laboriosa que los dioses habían concedido a Neeja. Los espíritus danzaban trazando mantras sobre las paredes desoladas. A su lado, las salamandras se contoneaban a la busca de una mosca. Muchas volaban cerca, pero ninguna lo suficiente. Asha mojaba el paño en el agua consagrada que había traído como inestimable tesoro en una vasija de cerámica azul y lo pasaba con suavidad por la piel de su hija muerta. Barathi no debió haber violado la Ley Universal, la inquebrantable hasta para una bruja de la luna plateada, pero ella lo sabía y, aun así, se puso del lado del amor. Asha le juntó los dos pulgares y se los besó. Sus manos hermosas aún conservaban el sudor del esfuerzo de dar la vida a un nuevo ser mezclado con el sudor del esfuerzo de despedirse de la suya. Neeja abrió bien los ojos para distinguirlas mejor, a la madre y a la hija, mientras la vieja intentaba cubrir el cuerpo desnudo antes de que los otros entraran. Le habría correspondido hacerlo a Neeja, pero no se atrevía, Asha todavía la atemorizaba; ahora cantaba en voz baja al oído derecho de Barathi mientras tomaba con amor sus manos y, con los dedos, trazaba extraños dibujos sobre sus palmas. El pelo le caía suelto tras la espalda en varios mechones, unos blancos y otros oscuros, y las arrugas de su rostro se adentraban en la carne flácida. Sus labios despellejados parecían de papel.
En otro tiempo, las dos mujeres incluso se quisieron. Por eso concertaron la boda de sus hijos y los casaron a los pocos días de nacer. Sus horóscopos cuadraban, sus castas eran semejantes, su posición y su fortuna en aquellos tiempos también. Ninguna de las familias tenía que mendigar. Con la ayuda de Siva, podrían llegar a poseer su propia tierra. No es posible tener el mundo entero. Luego ya no hubo marcha atrás, ni siquiera cuando se conoció la verdad. Ahora, de aquel afecto solo quedaban cenizas de recuerdos. Neeja sintió clavada en ella la mirada de Asha; la enjuta india no podía soportar que esos ojos la escudriñaran. Debían haberla echado de la aldea hacía mucho, haberla convencido de que siguiera a su marido en su peregrinaje a la Ciudad Santa para purificarse en las aguas de la madre Ganges o, mejor, haberla quemado viva como había ocurrido hacía pocas lunas con esa desgraciada de la aldea de Shivdaspura, a tres días de carro, que, al igual que ella, solo había sabido parir hijas, hasta ocho, y probó así no servir para nada a su nueva familia, en cuyo hogar la habían acogido sin imaginar que les traería esa ruina.
Pero Asha tenía los favores de los dioses; lo había demostrado muchas veces; la última, en el Jantar Mantar, el observatorio astrológico en el que los maharajás, los yoguis y los extranjeros se adentraban a menudo, cuando vio con los ojos de la sabiduría y supo a tiempo que el gran astrolabio de piedra se desplomaría sobre los curiosos. También conocía el poder de las especias, de los mantras y de las piedras, y tal vez otros que pocos se atrevían siquiera a nombrar.
Neeja se aproximó despacio a la puerta y, antes de franquearla, se volvió hacia mí. Yo seguía acurrucada y envuelta en gasa junto al cuerpo de mi madre, mirándola con los ojos muy abiertos, embelesada por la luz que antecedía a los Devas guardianes. Ellos la guiarían en su nuevo camino hacia el universo invisible de los muertos, en su paso a través de la abertura que comunica una morada astral con otra. Neeja me señaló con el dedo índice de la mano derecha que concentra energía suficiente para mover las fuerzas del mundo e, infringiendo de nuevo el principio de ahimsa, removió sus recuerdos perdidos entre el tiempo y me maldijo ante los ojos rotundos de Siva:
—Jamás amarás. El rostro del hombre al que empieces a mirar con amor será desfigurado por las cuchilladas atroces de la muerte.
Neeja salió de la casa. Un pañuelo violeta le cubría el moño encanecido y parte de la cara ajada, pero Asha le había visto una sonrisa por debajo de la seda. El olor a jazmines se superpuso al hedor de la putrefacción; el cadáver de un perro se descomponía al fondo del patio, sobre las caléndulas aplastadas. Me revolví junto a mi madre y comencé a sollozar entre chillidos. Ya era hora de separarnos en este mundo. Asha me tomó en brazos. Sabía que mi desconcertado cuerpo astral podía haber salido de mi cuerpo físico y tal vez no sabría volver a entrar. Me acunó largo rato y luego acarició mis mejillas. Me parecía a Barathi y tenía la misma mancha clara en forma de media luna encima del vientre. Una hermosa marca plateada. Quizás en ese momento nos habríamos reunido unos instantes; la entrada al mundo interno también se habría vuelto a abrir. Asha sonrió. No debía llorar. Así, su hija conseguiría cerrar antes las puertas del universo material que tal vez tenía que abandonar. Se llevó los dedos a la boca, a la frente y al pecho y recitó mentalmente el mantra para vencer el maleficio. Luego, con una mano me tomó por los pies y, empapando con la otra un paño limpio en lo que quedaba del agua consagrada, me los ungió mientras deseaba para mí otro futuro, tortuoso para una hindú, pero el único posible:
—La esperanza florecerá en un país extraño, al darte en vida a un forastero que consiga reflejarse en el espejo de tu alma.