La luna, en cuarto creciente, contribuía a conferir un aspecto aún más irreal a un paisaje ya de por sí fantasmagórico, puesto que, pese a que su luz no fuera especialmente intensa, se reflejaba en cada grano de sal multiplicándose y dispersándose a tal punto, que distorsionaba los contornos de las sombras de quienes avanzaban todo lo aprisa que les permitían sus piernas.
La sensación de agobio perdía intensidad casi de un minuto al siguiente, por lo que no resultaba extraño que las rocas que en un muy lejano día se esparcieron por el fondo de lo que millones de años atrás había sido un trozo de mar encajonado entre montañas, se hubieran ido partiendo una y otra vez por efecto de tan bruscos cambios de temperatura para acabar por dejar escapar minúsculas partículas de toda clase de los minerales que antaño se ocultaban en su interior.
De igual modo, el agua de mar, al evaporarse, había depositado en la parte norte, la más profunda del valle, las sales que contenía, por lo que cabría asegurar que aquél era el mundo más absolutamente «mineral» sobre la faz del planeta.
Cuando en alguna rarísima ocasión llovía intensamente de noche, con lo que el agua conseguía el extraño milagro de alcanzar el suelo, dichas sales se diluían al instante, pero al mediodía siguiente el inclemente sol evaporaba el agua una vez más, y así el denominado Valle de la Muerte volvía a hacer justo honor a su nombre.
Aunque, a decir verdad, en el extremo norte el nombre justo debía ser Valle sin Vida, puesto que para morir es necesario haber vivido antes, lo que no era el caso en tan desolada inmensidad.
—¡Aprisa, aprisa! —insistía una y otra vez el gomero—. Debemos estar lo más lejos posible cuando amanezca.
No existen pies más rápidos que los que mueve el miedo, ni corazón más fuerte que aquél que bombea la sangre que conduce a la libertad, pero aun así eran ya tantos los días y las noches de interminable huida, que los pulmones y los músculos comenzaban a rebelarse y flaquear exigiendo descanso.
Allá arriba, a lo lejos y a sus espaldas, aún brillaban los restos del incendio que habían provocado en el momento de marcharse, pero no se distinguían luces de antorchas puesto que ese fuego había arrasado con todo lo que sus perseguidores hubieran podido utilizar para iluminarse.
Probablemente, la tenue luz de la luna les bastara para seguir sus huellas, pero no cabía duda de que les exigía un esfuerzo de atención mucho mayor, obligándolos por ello a avanzar considerablemente más despacio de lo que tenían por costumbre.
Consciente de tales dificultades, Cienfuegos cambiaba de rumbo de vez en cuando, girando bruscamente hacia el norte para encaminarse más tarde al noroeste, con el fin de obligarse a ralentizar aún más su ritmo si no querían arriesgarse a perderles la pista.
En cierta ocasión, Silvestre Andújar protestó ruidosamente:
—Pero ¿qué haces? —exclamó—. Lo que ahora importa es salir cuanto antes de la zona más caliente y salada.
—¡Te equivocas! —Fue la segura respuesta—. Cuanto antes salgamos nosotros, antes saldrán ellos, y eso sería lo peor que podría ocurrirnos. ¡Confía en mí!
Hicieron apenas dos cortos altos en el camino para beber y descansar unos minutos, debido a lo cual, en el momento en que la luz del nuevo día comenzó a iluminar la llanura, apenas se distinguía ya el punto desde el que habían partido.
Pero se distinguía, eso sí, aunque muy a lo lejos, a la docena de guerreros que los venían siguiendo.
Y se percibían con nitidez los contornos del alto círculo de montañas que se elevaban hacia poniente.
Transcurrió más de una hora antes de que el inclemente sol descargara toda su furia sobre el profundo valle transformándolo una vez más en la sucursal del infierno, momento en que el gomero ordenó hacer una larga pausa, descansar, beber y prepararse para el difícil día que les esperaba.
Lo primero que hicieron fue calzarse firmemente una especie de rústicos y casi estrafalarios zuecos que se habían fabricado el día anterior con la corteza de los arbustos de las proximidades, lo que los obligaba a caminar tambaleándose y casi como borrachos, pero los mantenía confortablemente aislados de un suelo cuyo calor comenzaba a hacerse insoportable.
A continuación desplegaron un remedo de toldo hecho a base de ramas y lo que quedaba de la vieja vela, y de ese modo pudieron continuar su marcha, ahora mucho más lentamente, pero protegiéndose a la vez del calor del sol y del que ascendía desde la tierra.
Y aún les quedaba agua para aguantar durante toda una jornada.
A poco más de una milla de distancia un grupo de aguerridos guerreros de piel roja capaces de enfrentarse sin pestañear a cualquier ser viviente, por terrible que fuera, comenzaron a advertir que el suelo que pisaban se convertía poco a poco en una plancha ardiente.
Acostumbrados a andar siempre descalzos, la planta de sus pies estaba revestida por un grueso callo con el que podían caminar incluso sobre espinas o cortantes rocas recalentadas por el sol, pero muy pronto descubrieron, alarmados, que la temperatura que alcanzaba la interminable extensión de arena y sal que los rodeaba superaba cualquier límite soportable.
El sudor les empapaba las plantas de los pies, de modo que la sal se les incrustaba en la piel y la reblandecía hasta acabar por provocarles profundas y dolorosas llagas.
El sol caía a plomo, por lo que los fieros comanches hicieron honor a la denominación de la que tanto y tan a menudo se enorgullecían: en esta ocasión se habían convertido, sin lugar a dudas y sin pretenderlo, en unos auténticos sin sombra.
Sin sombra, sin agua y sin un calzado capaz de aislarlos de lo que había acabado siendo una auténtica plancha de asar, pronto comprendieron que los habían conducido a una diabólica trampa de la que no parecían tener escapatoria.
Aquéllos que no optaron por detenerse en mitad de la nada a permitir que el sol del mediodía los deshidratara lentamente, descubrieron que a media tarde tenían las plantas de los pies en carne viva y que, por más que intentaran protegérselas con los pequeños trozos de piel que solían utilizar como taparrabos, el intenso calor que emanaba del suelo les impedía avanzar tan siquiera un paso.
Impotentes, observaron cómo aquéllos a los que con tanto ahínco perseguían, y a los que horas antes creían ya al alcance de la mano, se perdían de vista en la distancia. Y, perteneciendo a una raza orgullosa y fatalista, acabaron por admitir su derrota y se sentaron a esperar estoicamente la muerte.
Únicamente sobrevivieron tres de ellos, que al llegar a viejos les contaron a sus nietos que había sido la Tierra Muerta y no los guerreros de una tribu enemiga, la que había aniquilado muchos años atrás a un selecto grupo de los más valientes guerreros comanches.
Al mediodía, y convencidos como estaban de que ya nadie los seguía, el agotamiento los obligó a detenerse, por lo que, clavando los palos del toldo en la arena, se acurrucaron a su sombra, bebieron largamente y, pese a que el asfixiante calor casi les impedía respirar, consiguieron dormitar a ratos hasta que la noche refrescó de nuevo el ambiente.
Reanudaron la marcha, ahora sin prisas, procurando ante todo conservar las fuerzas, y poco antes de desaparecer en el horizonte, la luna les proporcionó la luz suficiente para comprender que la abominable Tierra Muerta concluía a menos de media legua de distancia.
El amanecer no trajo en esta ocasión tan sólo un nuevo día, sino también un nuevo paisaje.
Tras el círculo de montañas que conformaban la profunda depresión del denominado Valle de la Muerte comenzaba una tierra que algunos siglos más tarde se convertiría en el destino anhelado por millones de seres humanos: un auténtico Eldorado; la mítica California con la que continúan soñando un gran número de seres humanos.
Avanzaron a través de ella, admirados por el hecho de estar vivos y poder recorrer con absoluta libertad y sin peligro lo que a su modo de ver constituía un verdadero paraíso terrenal.
Encontraron a su paso campos de maíz y cabañas aisladas que se encontraban ocupadas por familias de indígenas que se cubrían con pieles de ciervo y que optaban por rehuir su contacto, aunque sin mostrarse en absoluto agresivos.
Por fin una tibia tarde coronaron una pequeña colina cubierta de hermosos bosques de gigantescas secuoyas para enfrentarse a un nuevo, grandioso y casi increíble espectáculo.
Ante ellos se extendía una interminable extensión de agua sorprendentemente pacífica.
Habían alcanzado las orillas de un nuevo océano.
—¡Dios bendito! —No pudo menos que exclamar un asombrado Silvestre Andújar tomando asiento sobre una roca—. ¿Quiere esto decir que hemos llegado donde acaba todo?
—En cierta ocasión te dije que el único lugar en el que acaba todo es aquél en el que lanzamos el último suspiro, y lo mismo da que sea aquí, que al pie de la Giralda —le replicó con cierta sorna el gomero, acomodándose a su lado—. Pero lo que ahora tengo claro, es que el jodido almirante no tenía ni idea a la hora de hacer cálculos; se comió todo un continente y por lo que parece a primera vista, un nuevo océano.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—¿Ya empezamos…?
—Perdona, pero es que con esto no contábamos.
—Nunca hemos «contado» con nada de lo que se nos ha ido presentando, muchachito —le hizo notar Cienfuegos—. Todo ha sido pasar de una sorpresa a la siguiente, y de una desmesura a un auténtico desmadre. Visto lo visto y el tamaño que tienen por aquí las cosas, no me extrañaría que ese océano fuera incluso mayor que el Atlántico.
—¡Pues sí que estaríamos buenos! —se lamentó Andújar—. ¿Significaría eso que en efecto la Tierra es en verdad redonda pero mucho más grande de lo que imaginábamos?
—¡Y yo qué sé…! —protestó sin demasiado entusiasmo su amigo—. Bastantes problemas tengo con procurar volver de una pieza a mi casa, como para ponerme a elucubrar sobre la forma o el tamaño de la dichosa Tierra. —Se encogió de hombros en un claro ademán de que ya nada le importaba lo más mínimo y masculló—: ¡Por mí que le den por culo!
—Apruebo la moción pese a que con ello no resolvamos nuestros problemas. Llevamos meses viajando hacia el oeste, y resulta evidente que se nos acabó el oeste. No podemos volver atrás, y hacia el norte está claro que hace un frío de mil pares de cojones. —Hizo un ademán con la barbilla en dirección a la larga playa que se extendía a su izquierda y añadió—: ¿Qué existirá hacia el sur?
—No tengo ni la menor idea, ni interés en intentar imaginármelo, porque si algo he aprendido en estos últimos meses es que nos podemos tropezar con lo más inesperado. Lo que sea, sonará.
—Hay otro problema.
—¿Sólo uno? —Se asombró el cabrero.
—Éste es grave. —Silvestre Andújar se tomó un tiempo antes de añadir—: ¿Qué hay de L’ardilla?
—¿Qué pasa con ella?
—Que ya se ha convertido en mujer y lo sabes.
—Que le haya bajado la menstruación no significa que se haya convertido en mujer; por lo menos, no para mí.
—Se ha jugado la vida por nosotros, ha matado a un guerrero comanche, ha pasado infinidad de calamidades sin lanzar un lamento, y ha demostrado tener más coraje y ser más mujer que la mayoría de las que conozco. Está esperando su recompensa; que la conviertas en tu esposa, y en mi opinión no tienes derecho a rechazarla.
—¡Pero si no debe de tener más de trece años!
—Es más madura a los trece que mi madre a los cincuenta; la pobre era una santa pero se ahogaba en un vaso de agua.
—No quiero hacerle daño.
—¿Daño? —Se sorprendió el gaditano—. La clase de daño al que te refieres le durará como mucho un par de días, hasta que le coja el gusto, pero el que le estás haciendo al despreciarla la está matando.
—Exageras.
—¡Lo dudo! ¡Ponte en su lugar! Para L’ardilla eres una especie de semidiós que llegó de un mundo muy lejano para salvarla de una esclavitud en la que cualquiera tendría derecho a abusar de ella en cuanto se convirtiera en mujer. Te adora, es ya una fruta madura, sus costumbres le dictan que te pertenece, pero tú la ignoras pese a cuanto ha hecho por nosotros. —El andaluz agitó la cabeza una y otra vez como pretendiendo darle más fuerza a sus palabras al concluir—: ¡No es justo! ¡Nada justo!
—Lo que no sería justo es que me aprovechara de esas circunstancias que hacen que me vea como un semidiós, cuando no soy más que un gomero analfabeto que casi le triplica en edad. Y tras pensármelo mucho he llegado a la conclusión de que, según las leyes de su pueblo, no me pertenece a mí, sino a ti.
—¿Qué diablos pretendes decir con eso? —inquirió el andaluz, que de improviso mostró una visible inquietud.
—Que no fui yo quien la salvó, puesto que ni siquiera tenía la menor idea de su existencia; fuiste tú —le apuntó acusadoramente con el dedo y añadió—: Y lo que más me molesta es que lo has sabido desde el primer momento pero te lo has callado.
—¿Pero qué tonterías estás diciendo? —protestó ruidosamente su interlocutor—. ¿Cómo se te ocurre?
—¿Tontería? ¡Ninguna tontería! —insistió el canario—. ¿Cuántos años tienes?
—Veinticuatro.
—La edad justa para fijarse en una muchacha tan bonita, avispada y llena de vida, e insistir en cargar con ella con la disculpa de que el padre podría sernos de utilidad pese a que en esos momentos tu vida corría serio peligro. —Cienfuegos chasqueó la lengua y le guiñó un ojo como si acabara de cogerle en un claro renuncio al insistir—: El mérito no es mío, muchachito, y por lo tanto no estoy dispuesto a aceptar un premio que no me pertenece.
—¡Pero ella te quiere!
—Ése no es mi problema, sino el suyo. Y en todo caso el tuyo, que no supiste luchar por lo que, según la ley de los navajos, te pertenece. Lo que tengo muy claro, es que no voy a ir contra mis convicciones, ni estoy dispuesto a arriesgarme a destrozar a una criatura tan frágil.
—Ahora eres tú el que exagera.
—¡Tal vez! Pero Ingrid me explicó que debo tener mucho cuidado puesto que, dadas mis especiales circunstancias, me arriesgo a desgarrar a una mujer hasta el punto de que se desangre interiormente o no pueda tener hijos. Recuerdo sus palabras: «Lo que la naturaleza te ha proporcionado con tanta generosidad es para hacer disfrutar a las mujeres, no para hacerlas sufrir. Úsalo con prudencia».
—¿Y fue tu propia esposa quien te dijo algo así?
—Precisamente es mi esposa, y lo será hasta el día de mi muerte, porque es capaz de decir algo así.
—¡Ver para creer! ¡Bien! —añadió el gaditano dando por concluida la discusión—. Haz lo que quieras, pero ten presente que si continúas despreciando a L’ardilla conseguirás que te odie.
Eligieron una tranquila cala rodeada de bosques en la que desembocaba un pequeño arroyo, y decidieron que había llegado el momento de tomarse un más que merecido descanso y coger fuerzas mientras decidían qué camino seguir, pese a que resultaba evidente que no les quedaba otra salida que la larga costa que se abría hacia el sur.
Eran cuatro seres humanos perdidos en el confín del universo, lejos de sus hogares, sin la más mínima esperanza de regresar a ellos, desorientados y abatidos ante la certeza de que jamás volverían a ver a sus seres queridos.
La naturaleza, adversa, hostil e incluso cruel a veces hasta unos días antes, les mostraba ahora su rostro más amable: el de la placidez, la belleza y la abundancia; pero quizás el hecho de no tener que luchar por sobrevivir por primera vez en mucho tiempo, propiciaba que una de las más graves enfermedades que suelen aquejar el alma humana, la nostalgia, comenzara a apoderarse del ánimo de Cienfuegos.
Cuanto le rodeaba era ciertamente hermoso y placentero, pero el simple hecho de no tener que estar siempre atento a la difícil tarea de sobrevivir, y disponer ahora de tiempo para pensar en sí mismo y en su incierto futuro, permitía que los recuerdos llegaran en tropel como si tratara de una manada de bisontes desbocados.
No podía dejar de pensar en Ingrid o en Araya, y seguía teniendo muy presente que la mayor de sus hijas abultaba casi el doble que aquella frágil chicuela que aspiraba a que la convirtiese en su nueva esposa.
Admiraba a L’ardilla. Era en verdad una criatura inteligente, adorable, divertida y sexualmente atractiva; una especie de sorprendente ninfa salvaje de las que suelen excitar a cierta clase de hombres maduros a los que fascina la inocencia, o enamorar a un joven tan inexperto como Silvestre Andújar, pero pese a que la naturaleza se hubiera empeñado en asegurar lo contrario, a sus ojos aún no era una mujer a la que pudiera amar, acariciar, poseer y penetrar con la fuerza con que acostumbraba a hacerlo.
Puede que, como aseguraba el gaditano, «fuera ya una fruta madura», pero a su modo de ver no era una fruta que él debiera arrancar de su rama, por más que la muchacha acabara odiándole por ello.
Existen circunstancias en la vida de un ser humano en que se ve obligado a elegir entre ser injustamente amado o injustamente aborrecido, y es en esos momentos cuando debe demostrar su auténtica valía al elegir la menos gratificante de las opciones.
Del mismo modo que «el corazón tiene razones que la razón desconoce», la conciencia tiene razones que el corazón desconoce, y para ciertos seres humanos los dictados de su conciencia suelen estar por encima de los dictados de su corazón.
Al fin y al cabo, con demasiada frecuencia los dictados del corazón no son más que los dictados del deseo recubiertos de un ligero barniz de romanticismo.
Y por si eso no bastara, su corazón continuaba estando muy lejos de allí; continuaba en una perdida isla, la Escondida, oculta entre las incontables islas de los Jardines de la Reina, frente a las costas de Cuba.
Por ello le alegró sobremanera que, tres días más tarde, Silvestre Andújar acudiera a tomar asiento a su lado para decirle:
—He hablado con L’ardilla; entiende tus razones, y sabe que, según la ley, yo soy su marido. Te quiere y supongo que te seguirá queriendo hasta el fin de sus días, pero estoy seguro de que, si tengo paciencia, conseguiré que se convierta en una buena esposa. Ni ella, ni su padre, ni yo deseamos continuar huyendo, por lo que hemos llegado a la conclusión de que éste es un buen lugar en el que fundar una familia. ¡Nos quedamos!
Una semana más tarde, el canario Cienfuegos emprendió el camino de regreso a un hogar que no sabía dónde estaba, ni cómo ni cuándo llegaría a él.
Madrid-Lanzarote, 2005.