XXI

Los comanches sin sombra tenían justa fama de crueles, despiadados y sanguinarios, y de igual modo tenían justa fama de ser excelentes rastreadores y veloces e incansables corredores.

Constituían una rama escindida de la tribu comanche, escindida a su vez de los poderosos shoshoni originarios del actual estado de Wyoming, y por lo general su forma de vida se limitaba a vagar desde las estribaciones de las nevadas Montañas Rocosas al norte, hasta el corazón de los desiertos del sur, sin instalar campamentos estables más que durante muy cortas temporadas, dado que el punto fuerte de su economía se basaba principalmente en el robo y la caza.

También solían traficar con esclavos, por lo que habían implantado sobre sus extensos territorios de nefasta influencia una especie de imperio del terror contra el que resultaba prácticamente imposible intentar rebelarse.

Durante las diversas ocasiones en que algunas de las tribus que sufrían periódicamente sus desmanes decidieron unirse en un desesperado intento por castigar tanta osadía, se habían encontrado con la desagradable sorpresa de que no conseguían dar con ellos por mucho que buscaran.

Según una vieja leyenda apache, los sin sombra habían establecido un pacto con el demonio —al que al parecer rendían culto— y de ese modo lograban que en los momentos de apuro los convirtiera en invisibles durante un corto período de tiempo.

Tan invisibles, que ni siquiera dejaban a sus espaldas huellas de su paso.

Astutos y escurridizos, solían caer sobre sus desprevenidas presas, tan mortales y silenciosos como la diabólica avispa Hemipepsis, que de improviso atacaba a una tarántula diez veces mayor que ella con el fin de clavarle su aguijón en la espalda e inyectarle un líquido paralizante que la mantenía meses con vida aunque incapaz de hacer un solo movimiento.

A continuación, la avispa depositaba un huevo en el abdomen de su presa y la arrastraba hasta un agujero, que cubría con arena. Cuando la cría rompía el huevo se alimentaba de la tarántula viva hasta consumirla por completo, momento en que decidía salir de su escondite con la evidente intención de buscar un macho, aparearse y lanzarse a la caza de una nueva víctima.

Pese a que no simpatizaran en absoluta con las tarántulas, los habitantes de los desiertos norteamericanos aborrecían a la odiosa Hemipepsis, que a su modo de ver representaba el paradigma de la maldad, tan sólo comparable con la ferocidad de los comanches, por lo que para ellos constituía una especie de obsesión el hecho de perseguirlas y aniquilarlas dondequiera que se encontrasen.

No resultaba por tanto sorprendente que Sheetta se sintiera aterrorizado ante la idea de que su hija cayera en manos de quienes consideraba «unos salvajes», de los que se sabía que disfrutaban sodomizando a las mujeres de otras tribus de una forma auténticamente inhumana.

Se aseguraba que de igual modo tenían la abominable costumbre de violar a los prisioneros enemigos, no por el placer de hacerlo, sino porque consideraban que de ese modo los humillaban hasta el punto de que perdían para siempre su condición de guerreros.

Cada vez que Silvestre Andújar intentaba tranquilizar al navajo haciéndole comprender que ni siquiera era seguro que anduvieran buscándolos, y que en el caso de hacerlo aún se encontrarían muy lejos, la respuesta era siempre la misma:

—Los sin sombra nunca están demasiado lejos porque cuando menos lo esperas están ya demasiado cerca. ¡Corramos!

Y corrían.

¡Dios santo, cómo corrían!

Tanto para el canario como para el andaluz la idea de que pudieran existir unos bujarrones interesados en sus culos, fuera cual fuera la razón que alegaran para ello, resultaba no sólo nueva, sino evidentemente preocupante.

A lo largo de una azarosa existencia, en la que se había enfrentado a toda clase de enemigos, el gomero Cienfuegos a menudo había visto en serio peligro su integridad física o incluso su vida, pero nunca, ni por lo más remoto, su sacrosanto trasero.

—Reales o ficticios, empiezan a caerme mal esos cabrones —masculló resoplando—. Mi culo no está en juego y todo este maldito asunto no se me antoja nada serio.

Al caer la tarde resultó evidente que los sin sombra no hacían en absoluto honor a su nombre, puesto que al coronar una pequeña loma pudieron comprobar que las alargadas sombras de siete ágiles hombres armados de arcos y lanzas avanzaban por la llanura como si en verdad los empujara el viento.

Sheetta no pudo evitar que se le escapara un corto gemido de terror y a continuación le suplicó a su hija que huyera de inmediato aprovechando que era mucho más veloz y resistente que cualquiera de ellos.

—¡Si te vas ahora podrás salvarte! —insistió ante la firme negativa de la chicuela—. Nos seguirán a nosotros, y tú eres capaz de correr más que ellos. Al menos tendrás una oportunidad de salir con vida.

—¿Para ir adónde? —Fue la inmediata respuesta no carente de lógica—. ¿Qué puedo hacer sola en la inmensidad de este desierto? Pronto o tarde acabaría de esclava de cualquier otra tribu y no quiero volver a eso.

—Cualquier cosa, incluso la muerte, es mejor que caer en manos de esos bestias —le hizo notar su padre.

—Procuraré que no me cojan viva —replicó con firmeza la muchacha—. De eso puedes estar seguro.

Cienfuegos, que llevaba largo rato observando el casi increíble progreso de las sombras armadas, hizo un gesto con la mano pidiendo silencio para inquirir de inmediato:

—¿Crees que durante la noche nos seguirán con antorchas tal como hacían los otros?

—Seguro.

—En ese caso supongo que ha llegado el momento de dejar de correr como conejos, cosa que por lo que hemos visto no nos conduce a nada, y plantarles cara de una vez por todas.

—¿Plantarles cara? —Se asombró el gaditano—. Nos superan en número, porque L’ardilla ha demostrado que corre como una liebre y sirve para mucho, pero dudo que sea capaz de enfrentarse a un guerrero con las armas en la mano.

—Son siete, en efecto —admitió el gomero—. Y, por tanto, lo primero que tenemos que hacer es aplicar el viejo dicho: «Divide y vencerás».

—¿Y cómo piensas conseguir que se dividan?

—Dividiéndonos nosotros.

El de Cádiz le observó, a todas luces estupefacto, agitó la cabeza como si lo que acabara de escuchar fuera la perogrullada más grande que se le hubiera ocurrido nunca a nadie, y por último señaló lo que se le antojó —y de hecho lo era— un argumento de lógica aplastante:

—Pero si también nosotros nos dividimos estaremos en las mismas; pues siempre nos superarán en número, digo yo.

—No necesariamente.

—¡Joder con el acertijo! —protestó el otro—. ¿Te quieres explicar de una maldita vez? ¿En qué coño estás pensando?

—En un viejo truco de los caníbales antillanos. Son unas malas bestias capaces de comerse a su madre a la parrilla sin tan siquiera echarle sal, pero al mismo tiempo son los cabrones más condenadamente astutos que he conocido. —Hizo una pausa para indicar con un gesto el extenso desierto que se abría ante ellos, y añadió—: En cuanto volvamos a esa llanura en la que nuestras huellas quedarán claramente marcadas en la arena, nos dividiremos en dos grupos: Sheetta y tú os dirigiréis hacia el sudoeste; L’ardilla y yo hacia el noroeste.

—¿Y eso para qué?

—Para continuar siguiendo la ruta de las estrellas, pero en esta ocasión te desviarás un grado a la izquierda, y yo un grado a la derecha. ¿Lo vas entendiendo?

—Hasta ahora sí.

—Correremos cada uno en su dirección mientras veamos a Ingrid y a Rocío, pero en cuanto Araya haga su aparición en el horizonte, vosotros dos trazaréis un amplio círculo hacia la derecha para ir a esconderos a unos cincuenta metros de las huellas que hayáis dejado a vuestro paso. —El gomero hizo un gesto de puntualización alzando el dedo índice—. Pero procurando sobre todo, y esto es lo más importante, no cruzarlas nunca. ¿Continúa quedando claro?

—¡Muy claro! —dijo el otro—. Damos la vuelta en redondo y nos apostamos junto al punto por el que hemos pasado, pero sin dejar rastros de que hemos vuelto atrás… ¿Qué más?

—En el mismo momento en que Araya haya hecho su aparición en el horizonte, L’ardilla y yo habremos empezado a correr directamente hacia el sur, a reunirnos con vosotros en el punto que hayáis elegido. Para encontrarnos en la oscuridad bastará con que, de vez en cuando, lances un corto silbido. De niño aprendí a captar a la primera de dónde provienen y aún conservo muy buen oído.

—Por lo que veo, lo que pretendes es que les tendamos todos juntos una emboscada.

—¡Exactamente! Los que os estén siguiendo, probablemente cuatro de los siete, cruzarán ante nosotros totalmente desprevenidos puesto que imaginarán que aún les lleváis bastante ventaja. En ese momento los atacaremos por la espalda y sin ningún tipo de compasión, puesto que se trata de auténticas alimañas. Les tiraremos con todo lo que tenemos: el arcabuz, la ballesta, el machete, el cuchillo, la lanza, los famosos «truenos», que aunque no los maten los desconcertarán, y hasta con pedos y patadas si es necesario, porque lo que importa es aniquilarlos antes de que sus compañeros acudan en su ayuda. Si conseguimos acabar con los cuatro, los otros se lo pensarán mucho antes de continuar con una cacería en la que ahora se sabrán inferiores en número y en armamento, puesto que nos habremos apoderado de las armas de sus compañeros.

—Parece un buen plan —admitió con toda honestidad el andaluz—. Cazar a los cazadores. ¿Y dices que te lo enseñaron los caníbales?

—Lo suelen emplear en los bosques y en las praderas que ofrecen lugares en que ocultarse, pero aquí en el desierto sólo podemos tenderles esa trampa de noche. —Hizo un gesto hacia padre e hija para añadir—: Y ahora es mejor que traduzcas lo que te he dicho lo más rápidamente posible, porque, por lo que veo, a esos hijos de la gran puta que vienen echando leches no los para nadie.

Cuando hubo concluido de escuchar la explicación del gaditano Sheetta asintió varias veces para indicar que lo entendía y lo aprobaba, y luego comentó sin el menor empacho:

—Por lo que he podido advertir, tu amigo tiene algo demasiado grande entre las piernas, pero también tiene algo muy grande en la cabeza. Como padre me preocupa lo primero, pero me tranquiliza lo segundo.

Siguieron al pie de la letra el plan que había diseñado el gomero, corriendo a buen ritmo aunque procurando no cansarse en exceso, hasta que la tercera estrella, Araya, hizo su aparición allá por el oeste.

De inmediato, Cienfuegos y L’ardilla se encaminaron directamente hacia el sur, casi en ángulo recto, y en esta ocasión sí que aceleraron el paso, conscientes de que gran parte de su salvación dependía de conseguir reunirse cuanto antes con sus compañeros de evasión.

En aquellos momentos el principal problema del gomero no se centraba en correr, sino en mantenerse a la altura de una chiquilla que parecía volar sobre la arena saltando sobre las rocas y los matojos o esquivando los cactus como si tuviera ojos de gato.

—¡Para un poco, que me vas a matar! —le rogó jadeante en un par de ocasiones—. ¡Maldita cría de lagartija!

Poco después aparecieron a sus espaldas dos grupos de luces, aún muy lejanas, lo que motivó que el canario se detuviera unos instantes con el fin de tomar aliento y comentar como si su acompañante pudiera entenderle:

—¡Han picado! Los cabrones se han dividido.

En esta ocasión la muchacha no necesitó que nadie le tradujera lo que había dicho, y se limitó a repetir una de las primeras frases en castellano que se sabía de carrerilla:

—¡Malditos comanches hijos de puta!

Él la observó a la leve luz de las estrellas y no pudo menos que sonreír al comentar:

—La verdad es que aprendes rápido y eres una criatura ciertamente excepcional. ¿Qué voy a hacer contigo el día que te conviertas en mujer? —Optó por encoger se de hombros con gesto de resignación al tiempo que añadía—: ¡Bueno! Ahora lo que importa es que vivas lo suficiente para convertirte en mujer. Y yo que lo vea. ¡Continúa, pero tómatelo con calma!

Reanudaron la carrera, que duró casi una hora, y cuando nuevamente se detuvieron el gomero necesitó un largo rato hasta conseguir recuperar el resuello y encontrarse en condiciones de lanzar un corto silbido.

Enseguida le respondió otro, lejano pero igualmente corto y seco, que podría haberse confundido muy bien con la llamada de un ave nocturna, por lo que comentó satisfecho:

—¡Ya estamos cerca!

Las luces de dos antorchas se aproximaban mientras que otras dos, más al norte, se habían alejado a ojos vista siguiendo el rastro que ellos habían dejado atrás.

Continuaron avanzando, cada vez con más prudencia y guiándose por los silbidos, hasta alcanzar el punto en que Silvestre Andújar y Sheetta los aguardaban.

Se abrazaron tan felices como si se reencontraran después de meses de ausencia, pese a que apenas hacía unas horas que se habían separado.

A la escasa luz que había, el de Cádiz señaló de inmediato dos gruesos cactus en forma de cruz que se encontraban a unos veinte metros de distancia.

—Pasamos entre ellos con el fin de determinar con exactitud un punto de referencia. Creo que ése es el lugar perfecto para preparar una emboscada.

El canario aguzó la vista observándolo todo a su alrededor, y luego señaló:

—Ahora lo que tenemos que hacer es cavar dos trincheras, en las que ocultarnos y encender fuego sin que lo vean. Las cubriremos con ramas y pieles y no saldremos de ellas hasta que estén pasando justo entre los cactus; ése será el momento de atacar.

Las antorchas se encontraban a menos de quinientos metros de distancia cuando se consideraron ya debidamente preparados; Andújar y el navajo en una de las trincheras, y el gomero y la muchacha en otra en cuyo fondo ardían dos tizones que se veían obligados a soplar continuamente con el fin de que no se apagaran.

Los momentos que siguieron fueron de sudorosa tensión.

Atisbando por una leve ranura, el canario pudo comprobar que efectivamente eran cuatro los hombres que avanzaban a un ritmo acompasado; dos delante, portando antorchas y atentos a las huellas que habían quedado marcadas sobre el terreno, y otros dos detrás cargando con los arcos, las flechas y las lanzas.

Conscientes como estaban de las dificultades que ofrecía disparar con un engorroso y poco fiable arcabuz en plena noche, los españoles habían decidido de común acuerdo que el gomero apuntaría a quien se encontrara más cerca, y Andújar, con la ballesta, al más alejado.

En ese mismo momento L’ardilla se ocuparía de lanzar los «truenos» encendidos, y a continuación y aprovechando la confusión que en buena lógica reinaría entre los comanches, los tres hombres se arrojarían de inmediato sobre quienes no se encontraran heridos.

Aguardaron agazapados en sus minúsculos refugios, sudando a mares, sintiendo que les faltaba el aire, y rezando para que en esta ocasión la pólvora no fallara, el arcabuz no reventara y la artesanal y chapucera bala de oro cumpliera con su obligación.

El golpear de sus propios corazones les impedía percibir con nitidez el golpear de los pies de los comanches, que avanzaban en silencio y sin tan siquiera jadear; los fuegos que los precedían hacían pensar en un inmenso dragón de ojos llameantes que surgiera de las tinieblas dispuesto a devorar a sus presas.

Pasaron a seis metros de las trincheras y continuaron su camino ajenos al peligro que corrían, y, en el preciso momento en que cruzaban entre los cactus, Cienfuegos prendió la mecha del arcabuz, alzó la piel que los cubría, y con el arma apoyada en el suelo apuntó al comanche que tenía más cerca, y esperó.

Jamás había matado a un hombre por la espalda.

Y jamás pensó que tendría que hacerlo.

Pero así estaban las cosas.

El fuego corrió por la mecha, alcanzó la cazoleta del vetusto arcabuz del capitán Barroso, dudó una décima de segundo, y explotó con tal estruendo que por unos instantes ni quien había disparado, ni ninguno de los participantes en la confusa algarada que vino a continuación tuvo oportunidad de saber qué era lo que había ocurrido con exactitud.

Tampoco era el momento ni el lugar de detenerse a averiguarlo, puesto que los «truenos» volaban por los aires y se escucharon gritos de dolor, asombro y terror cuando tanto Cienfuegos como Andújar y el navajo se precipitaron sobre sus enemigos, dos de los cuales yacían en el suelo mientras que los otros dos habían dejado caer sus antorchas y dudaban entre echar mano a las armas o salir corriendo.

Al ver llegar a quienes se abalanzaban sobre ellos aullando como posesos, sus reacciones fueron muy diferentes; uno se inclinó en busca de la lanza que se había escapado de las manos de su compañero muerto, y el otro optó por perderse en la noche todo lo aprisa que le permitían las piernas.

Al primero, el gomero le clavó en la boca del estómago el arpón en que había convertido su garrocha, mientras Andújar le cercenaba un brazo de un solo machetazo.

El segundo desapareció en las tinieblas como si se lo hubiera tragado la tierra.

Poco después, y a la luz de las antorchas, se pudo comprobar que de los tres enemigos abatidos, dos aún sobrevivían, pero se desangraban con notable rapidez.

La flecha de la ballesta había atravesado directamente el corazón a uno de ellos, la bala de oro le había roto la espina dorsal a otro y del brazo cercenado del tercero brotaba a borbotones un incontenible manantial de sangre.

Los heridos clavaron sus negros ojos cargados de odio en quienes les habían tendido tan traicionera emboscada, pero no emitieron ni tan siquiera un lamento.

Los españoles se fundieron en un abrazo con el navajo, y fue en ese momento cuando Cienfuegos preguntó volviéndose a mirar a su alrededor:

—¿Dónde está L’ardilla?