XIX

Al abandonar el valle y coronar la primera cresta les sorprendió de forma harto desagradable descubrir que en la mayor parte de las cumbres que se divisaban, tanto al norte como al sur y al este, ardían hogueras que dejaban escapar un humo negro y denso que se interrumpía de modo intencionado en lo que evidentemente constituía un particular código de señales.

—¿Qué dicen? —Quiso saber el gomero.

—Que hemos abandonado el río pero aún no han encontrado nuestro rastro —replicó Silvestre Andújar traduciendo las palabras del navajo, que no perdía detalle de los cambios que iban sufriendo las columnas de humo. Pero continúan buscándonos.

—¿Y por qué razón no se distingue ninguna fogata ante nosotros, hacia el oeste?

—No lo sé. Y Sheetta tampoco.

—¿Crees que se trata de una trampa? —insistió Cienfuegos—. ¿Que lo hacen con el fin de que nos dirijamos hacia allí?

—No tengo ni idea —admitió con toda honestidad el andaluz—. Pero lo que está claro es que en cualquier otra dirección hacia la que nos dirijamos estarán esperándonos.

Cuando demandaron la opinión del navajo, al que se advertía profundamente preocupado, tardó en responder, pero al fin señaló, aunque no parecía muy seguro sobre lo que iba a decir:

—En alguna ocasión he oído hablar de una tierra muerta y cubierta de sal; nunca he sabido dónde se encuentra exactamente, pero en caso de que se extendiera allá a lo lejos, ante nosotros, se entiende que nadie encienda hogueras en ese punto. Ni siquiera tendrían con qué hacer fuego.

—¿Te refieres a un desierto? —Quiso saber el gaditano.

—¡No! —Fue la rápida respuesta—. Desiertos hay muchos, y tanto los comanches como los apaches, e incluso los sioux o nosotros mismos, los navajos, estamos acostumbrados a atravesarlos, por lo que no nos preocupan demasiado; sabemos cómo sobrevivir en ellos durante largas temporadas. Pero, por lo que me han contado, esa tierra muerta es diferente; es el desierto dentro del desierto.

—Pero ¿no estás seguro de que se encuentre ahí delante?

El otro negó en silencio, por lo que tras traducir el contenido de la conversación al canario, Silvestre Andújar preguntó:

—¿Qué opinas?

—Opino una vez más que agradecería que me dieran a elegir entre una opción difícil y otra ligeramente más sencilla, pero resulta evidente que nunca voy a conseguirlo —masculló un malhumorado Cienfuegos—. El dilema es siempre el mismo: o me jodo o me joden.

—No es momento de hacer frases ni de enredarse con filosofías baratas, sino de adoptar una decisión —le hizo notar el de Cádiz—. ¿Qué coño hacemos?

Cienfuegos, que había tomado asiento en una roca, se volvió a observar una vez más las hogueras que humeaban en la distancia y por último clavó la vista en el horizonte, hacia poniente.

—Da la impresión de que allá abajo, a lo lejos, se abre una gran llanura —dijo al fin—. Y si el terreno es lo suficientemente plano podríamos regresar al viejo sistema de la ruta de las estrellas, que tan buenos resultados nos dio en las praderas.

—¿Caminando de noche y ocultándonos de día?

—¡Exactamente! Sin montañas que se interpongan entre las estrellas y nosotros, en cuanto aparezcan en el horizonte continuarán marcándonos el camino del oeste, que es lo que por lo visto andamos buscando.

—¿Y crees que habrá algo que valga la pena aún más al oeste? —Quiso saber el gaditano—. Porque a veces tengo la amarga impresión de que esto no se va a acabar nunca.

—¡Acláramelo tú! —repuso el canario—. Estamos en lo de siempre: si el Almirante tenía razón pronto llegaremos caminando a China; si eres tú quien tiene razón, lo que alcanzaremos es el precipicio en el que se acaba el mundo.

—¿Y si el lugar en que acaba el mundo es en esa «tierra muerta» a la que se refiere Sheetta?

—En ese caso habremos salido de dudas, querido —contestó el gomero en un tono de absoluta resignación, para añadir enseguida—: Lo que tengo muy claro, es que no podemos pasarnos la vida preguntándonos hacia dónde vamos y qué es lo que vamos a encontrar al final de nuestro camino. Hace tiempo que acepto que lo único que podemos hacer es seguir adelante y confiar en que llegue un momento en que el Señor se apiade de nosotros.

—A veces tengo la impresión de que el Señor ni siquiera sabe que este lugar existe —sentenció Silvestre Andújar—. Y si lo sabe, se perdió en él porque a fe mía que nunca imaginé que pudiera haber creado algo tan disparatadamente grande. —Hizo una pausa antes de añadir—: En ocasiones llego a pensar que no es que la Tierra sea plana, es que es infinita; entra dentro de lo posible que exista un mundo de hombres amarillos, otro de blancos, otro de negros, otro de cobrizos, y más allá, siempre hacia el oeste, otro de hombres verdes o tal vez azules. Puestos a elegir colores, ¿por qué no?

Su compañero de fatigas acabó por encogerse de hombros como queriendo indicar con ello que ya todo le daba absolutamente igual y que no se sentía con fuerzas para intentar discutir tan peregrinas teorías.

—Eso digo yo —replicó con gesto de hastío—. ¿Por qué no? Lo que tenemos que hacer es continuar hacia el oeste intentando mantener el pellejo intacto, sea del color que sea. —Hizo un gesto con la cabeza indicando a la chiquilla que había acudido a sentarse a sus pies y añadió con una leve sonrisa—: Y por si no tenía ya bastantes problemas, ahora me ha salido esta especie de garrapata con trenzas que no me deja en paz ni a sol ni a sombra.

—¿Aún no le has puesto nombre?

—¿Qué tal Ladilla?

—¡No seas cabrón! —lo recriminó el otro—. ¿Qué daño te ha hecho la pobre cría?

—Ninguno, pero no me negarás que el nombre le va al pelo. —Guardó silencio durante unos momentos para añadir luego, como si acabara de tener una brillante idea—: ¡También puedo llamarla Lady Ya, que es sonoro y rotundo pero más fino! ¡Lady Ya! Al fin y al cabo, por estas tierras nadie sabe lo que es una ladilla. ¿Tú has visto alguna?

Silvestre Andújar meditó largamente y acabó por agitar la cabeza negando convencido.

—¡No! La verdad es que no he visto ninguna pese a que he tenido infinidad de oportunidades de verlas muy de cerca. Pero, aunque no existan, se me antoja una absoluta falta de respeto para con tu futura esposa. ¿Cómo vas a decirle a nadie que te has casado con una ladilla?

A decir verdad, el estrafalario apelativo de Ladilla o Lady Ya le duró muy poco a la muchacha debido a la inquieta naturaleza de su carácter, la casi increíble agilidad con que se movía, y su sorprendente capacidad para trepar hasta las más altas copas de los árboles con el fin de camuflarse entre las ramas. A la vista de ello, el gomero decidió añadirle una «r» a su nuevo «nombre», cambiándoselo por el mucho más apropiado de L’ardilla.

Y es que, si bien en un principio tanto él como el andaluz llegaron a temer que una criatura de apariencia tan frágil que daba la impresión de que en cualquier momento iba a sufrir un síncope se convertiría en un engorro, ella misma se ocupó de demostrarles lo equivocados que estaban.

L’ardilla era, a decir verdad, un puro nervio, y podría creerse que un nervio de acero, con la arrolladora vitalidad de una niña capaz de agotar a cualquier adulto que quisiera seguir sus pasos, pero con la mentalidad de una mujer que tenía muy claro qué era lo que se exigía de ella en todo momento.

La naturaleza de su raza, y sobre todo el hecho de haberse criado como esclava con muy escasas probabilidades de sobrevivir si no se despabilaba, la habían convertido en una sorprendente criatura que parecía estar dotada de la vista de un águila, el oído de un jaguar, el olfato de un perdiguero, el sigilo de un puma y la astucia de un zorro.

Se acostaba la última, se despertaba con el primer anuncio del alba y, antes de que los demás hubieran abierto un ojo, ya había inspeccionado los alrededores cerciorándose de que no los acechaba enemigo alguno.

Su padre, perfecto conocedor de sus cualidades, no dudaba en permitir que marchara siempre en avanzadilla, consciente de que era capaz de detectar la presencia de un enemigo mucho antes de que éste reparara en el hecho de que una absurda cosa escurridiza y flaca, que se movía como una sombra, deambulaba por las proximidades.

Su verdadero peligro se centraba en que aparentaba ser la criatura menos peligrosa del mundo.

La primera vez que Silvestre Andújar la vio trepar hasta la copa de un frondoso pino de casi treinta metros, no pudo menos que comentar:

—Si algún día llegáis a tener hijos, serán una extraña mezcla de mono, cabra y ardilla. ¡Esa chica está loca!

Loca o cuerda, la muchacha parecía empeñada en demostrarle al gigantesco semidiós de los cabellos rojos que el día de mañana no sería tan sólo una dulce y apasionada amante, sino también una entusiasta y activa compañera capaz de contribuir eficazmente en la tarea de sacar adelante a una familia por difíciles que fueran las circunstancias en que se vieran obligados a hacerlo.

Fue L’ardilla la primera en detectar que los seguían. Regresó con la primera luz del día de una de aquellas excursiones en las que acostumbraba encaramarse a los más altos árboles con el fin de otear el horizonte, y, tras mostrar las palmas de las manos, indicó hacia el nordeste.

—Son más que mis dedos y descienden por aquella ladera —señaló el andaluz traduciendo lo que la muchacha dijo a continuación—. Calcula que tardarán unas tres horas en llegar.

—¿Crees que saben dónde estamos? —inquirió el canario.

—Espero que no, pero resulta evidente que imaginan que nos encontramos por esta zona puesto que se trata de la única salida que nos han dejado.

—¿Qué opina Sheetta?

—Confía plenamente en la fuerza de tus «truenos». —Hizo un gesto significativo hacia la muchacha—. Al igual que ella.

—Pues te agradecería que les hicieras comprender que aquí no hay truenos que valgan. Una cosa es quemar el techo de una choza o una plantación de maíz, y otra muy diferente enfrentarse a un grupo de guerreros armados. ¿Cuántos son exactamente?

—Ya te advertí que no saben contar más que hasta los dedos de las manos; de ahí en adelante son «muchos».

—Muchos pueden ser doce o cuarenta, aunque para el caso es lo mismo porque basta con cinco para jodernos. ¿Alguna idea?

—Correr.

—No es mala.

—¿Pues a qué estamos esperando?

Iniciaron una rítmica carrera, siempre en dirección al oeste, en un desesperado intento por mantener las distancias al menos hasta que llegara la noche convencido de que si para entonces habían alcanzado las llanuras que se divisaban a lo lejos podrían continuar la marcha guiándose por las estrellas, lo cual probablemente les concedería una mayor ventaja.

Ello significaba no detenerse durante más de veinticuatro horas, pero les constaba que se trataba de una cuestión de vida o muerte.

El sol caía a plomo cuando alcanzaron la orilla de un río de unos treinta metros de ancho y escasa profundidad que fluía mansamente en dirección sur, y que aparecía flanqueado por una espesa vegetación, lo que los invitó a refrescarse, comer algo y descansar unos minutos.

La infatigable L’ardilla aprovechó no obstante para trepar a un árbol, y sus noticias no fueron en absoluto reconfortantes: sus perseguidores habían ganado terreno a ojos vista.

Al oírlo, su padre comentó que por su parte se daba por vencido; era el de más edad, se encontraba agotado a causa de la larga carrera y entendía que por su culpa se estaba retrasando la marcha del grupo.

—Si me enseñaran cómo se encienden esos «truenos» podría alejarme en otra dirección y los haría explotar cuando los guerreros estén a punto de cruzar el río, para llamar su atención —dijo—. De ese modo los atraería hacia mí haciéndoles perder tiempo.

—Como idea no es mala —admitió el gomero cuando Andújar le hubo traducido lo que el navajo proponía—. Si consiguiéramos desviarles aunque tan sólo fuera una legua en cualquier otra dirección, caería la noche antes de que nos dieran alcance.

—Pero no considero justo que se sacrifique por nosotros —le hizo notar el andaluz—. Y tampoco creo que la chica acepte dejar atrás a su padre a sabiendas de que le van a matar.

—Tal vez no sea necesario que se sacrifique —señaló Cienfuegos mientras observaba con especial detenimiento el paisaje circundante.

—¿En qué estás pensando? —Quiso saber Andújar.

—En que otro haga ese trabajo…

—¿Se te ha ocurrido alguna idea?

—Cuando una partida de salvajes pretenden cortarte en pedacitos, o se te ocurren ideas o acabas troceado. —El cabrero indicó con un gesto el machete al tiempo que añadía—: Enciende una hoguera y ve cortando unas cuantas ramas gruesas, que ahora vuelvo.

Se alejó aguas arriba hasta que calculó que una de las muchas colmenas que colgaban de los árboles que bordeaban las orillas reunía las condiciones apropiadas para lo que se había propuesto, por lo que súbitamente echó a correr, se lanzó sobre ella aferrándola en el aire como si se tratara de una pelota y fue a caer al río antes de que las abejas tuvieran tiempo de comprender qué era lo que estaba ocurriendo.

Se mantuvo sumergido dejándose llevar por la corriente hasta que consideró que los insectos que ocupaban la colmena se habían ahogado, pero aun así cuando emergió de nuevo aún la mantuvo largo rato bajo el agua.

A los pocos instantes ponía el pie en la orilla, justo en el punto en que se encontraban sus compañeros de viaje, y comentaba con una leve sonrisa:

—Miel para merendar y cera para velas —guiñó un ojo con picardía—. Es un viejo truco que me enseñó mi buen amigo Papepac, un indígena de Tierra Firme; si eres lo suficientemente rápido a la hora de lanzarte al agua no recibes ni una sola picadura.

Puso a calentar la cera y con un pedazo de cuerda que hacía las veces de pabilo fabricó en pocos minutos un grueso velón, aunque bastante antiestético, de unos veinte centímetros de altura por diez de diámetro.

A continuación unió con lianas los troncos que el andaluz había cortado, y le colocó encima una rústica caseta construida a base de ramas y un pedazo de piel de ciervo.

Por último situó la vela en el centro, rellenó la caseta con hierba seca hasta media altura y depositó en el fondo cuatro de los «truenos» que había preparado días atrás con pedazos de caña.

—¿Me quieres explicar para qué coño sirve todo esto? —No pudo menos que inquirir un intrigado Silvestre Andújar, que había seguido todos sus movimientos con la misma curiosidad y desconcierto que el navajo y su hija.

—Es muy sencillo —fue la inmediata respuesta—. Cuando encendamos la vela, que estará muy bien protegida del viento por la caseta, dejaremos que la corriente arrastre la balsa río abajo. Calculo que la llama tardará un par de horas en consumir la cera lo suficiente como para llegar a la altura de la hierba seca y prenderle fuego; ese fuego se transmitirá a las mechas, y éstas harán, ¡con suerte!, que al menos un par de «truenos» exploten. El ruido y el humo provocará que los pieles rojas se desvíen en aquella dirección, con lo que ganaremos un tiempo precioso.

—¡Caray!

—Calculo que si, al menos por una vez, las cosas salieran como deberían salir, obtendríamos tres o cuatro horas de ventaja.

—¿Esto también te lo enseñó tu amigo Papepac? —Quiso saber el sorprendido gaditano.

—No, querido, no. Esto es el fruto de veinte años de tener que ingeniármelas para conseguir que no me maten. Otros, mucho más fuertes o más valientes, se quedaron en el camino porque no supieron sacar provecho de lo que tenían a mano, o no fueron capaces de reaccionar con la suficiente celeridad. Sobrevivir en este Nuevo Mundo no es tarea sencilla ni que esté al alcance de los torpes; o te despabilas o acabas bajo tierra.

Le prendió fuego a la vela, aguardó hasta cerciorarse de que había prendido con fuerza, y a continuación colocó la balsa en el agua y vadeó hasta el centro de la corriente con el fin de dejarla allí.

Observó cómo se alejaba lentamente rumbo al sur, para acabar por alzar la mano y gritarle como si se tratara de un ser vivo:

—¡Recuerda que nos jugamos la vida! ¡No me falles…!

Minutos después, los cuatro habían atravesado el río, pero no lo abandonaron hasta encontrar una zona de piedra y rocas en la que podían salir del agua sin dejar sus huellas en la orilla.

Sheetta hizo especial hincapié en que procurasen no romper las ramas, que se esforzaran por pisar sobre rocas que no corrieran peligro de moverse, y que no se les ocurriera hacer ningún tipo de necesidad fisiológica.

—Lo que diferencia a un hombre perseguido de un animal perseguido, es que este último caga y mea sin tener en cuenta que al hacerlo está dejando tras sí un rastro que un buen cazador encuentra e interpreta de inmediato —dijo—. Y si han llegado hasta aquí es de suponer que esos guerreros son buenos cazadores.

Continuaron por tanto la marcha, no a la carrera, pero sí a buen ritmo, hasta que la muchacha se detuvo de improviso, prestó atención y se volvió hacia el sur.

—Han sonado los truenos… —dijo.

—Yo no he oído nada —reconoció el andaluz.

—Yo tampoco.

No obstante, aguzaron la vista en la dirección que indicaba, y al fin pudieron advertir cómo a unos cinco kilómetros de distancia se elevaba una columna de humo que nada tenía en común con las que solían encender los guerreros en la cima de las montañas.

—¿Seguro que ha sido una explosión? —preguntó el gomero.

L’ardilla afirma que la ha oído claramente.

—En tal caso, los que nos siguen, que están mucho más cerca, también la habrán oído, correrán hacia allí y no encontrarán nada porque lo que quede de la balsa, si es que queda algo, se lo habrá llevado el río. ¡Me gustaría ver su cara!

—¡A mí, no! —replicó el de Cádiz—. Ya les he visto la cara más que suficiente.