Ocultó entre los arbustos la balsa y el arcabuz, que en semejantes circunstancias constituía más un engorro que una ayuda, y ascendió sin prisas hasta la extensa meseta, a la búsqueda de lo que estaba necesitando y de cuya existencia había reparado durante sus largas caminatas por aquellos lugares desolados e inhóspitos.
Pese a tener constancia de que abundaba, tardó día y medio en encontrar un yacimiento que, a su modo de ver, pudiera proporcionarle la suficiente materia prima, y casi otro tanto en recoger, moler y limpiar de escoria unos dos kilos de azufre que consideró de aceptable calidad.
Mucho más fácil de conseguir le resultó el salitre, en un lugar que millones de años atrás debía de encontrarse en el fondo del océano, y, aunque no existían por los alrededores tilos o sauces, sustituyó su madera por la de un arbusto que se le antojó apropiado.
Cortó diez o doce troncos de aproximadamente medio metro de largo por diez centímetros de ancho, los apiló tal como había visto hacer de niño a los carboneros de la Gomera y tras cubrirlos de tierra, practicó cuatro o cinco respiraderos por los que introdujo fuego con el fin de que ardieran muy lentamente durante toda la noche.
A la mañana siguiente raspó con sumo cuidado la parte exterior de los troncos hasta reunir unos tres kilos de un polvo de carbón vegetal que se parecía, al menos exteriormente, al que tantas veces había utilizado en la Escondida.
Con todo ello se instaló en una de las innumerables cuevas de las proximidades y se concentró en la tarea de medir con el mayor rigor posible las partes exactas que la milenaria fórmula china exigía.
Siete y media de salitre, una y media de carbón, y una de azufre.
Las primeras pruebas resultaron, a decir verdad, harto decepcionantes: la mezcla chisporroteaba y en ocasiones incluso parecía estar dispuesta a arder con alegría, pero al poco rato lanzaba una especie de suspiro de aburrimiento y se quedaba tan inerte como un puñado de arena.
Algo fallaba.
Y mucho.
Decidió tomarse las cosas con calma para intentar descubrir dónde radicaba la raíz del problema y al fin llegó a la conclusión de que tanto el azufre como el salitre parecían ofrecer garantías de calidad, por lo que el fallo debía encontrarse en un carbón que había obtenido de madera recién cortada, razón por la cual la combustión no debía resultar tan correcta como era de esperar.
Así pues, fue aumentando poco a poco la proporción de carbón hasta que al fin la mezcla se comportó como si se tratara de auténtica pólvora, pese a que resultaba arriesgado confiar ciegamente en su eficacia.
Cuando al día siguiente la comprimió en varios pedazos de caña hueca advirtió que, al prender fuego a las mechas, en ocasiones reventaban, pero en otras se limitaban a lanzarle una ridícula pedorreta.
—¡Magnífico! —exclamó—. Si el explosivo falla no me quedará otro recurso que insultar a los guerreros, pero no creo que sirva de mucho porque ni siquiera me entenderán.
Se planteó una vez más que un arcabuz para el que no tenía más que una sola bala recuperada de un montón de mierda, y unos ridículos «fuegos artificiales» propensos a lanzar pedorretas, no constituían en verdad un armamento apropiado para enfrentarse a medio centenar de salvajes pieles rojas.
—David contaba con una buena honda, una piedra digna de toda confianza, y un enemigo grande y lento al que resultaba muy fácil atinarle en plena cabezota. ¡Así cualquiera!
Personalmente, el cabrero siempre había opinado que el famoso rey David, también pastor como él, no debía haber sido en absoluto un personaje heroico y valiente, sino más bien por el contrario un maldito y cobarde ladino que había abusado de la buena fe de un pobre hombre dispuesto a luchar según las reglas de honor de su tiempo, pero al que ni siquiera le había dado la oportunidad de desenvainar la espada.
Estaba convencido de que, en el caso de haber fallado con la honda, el escurridizo David no hubiera parado de correr hasta Samaria, donde el buenazo de Goliat aún lo andaría buscando.
Una cosa era plantar cara al enemigo, y otra muy distinta darle con un pedrusco en la cara sin darle tiempo a presentarse.
Resultaba evidente que la historia la escribían los vencedores, sin importar qué clase de sucias estratagemas hubieran empleado a la hora de conseguir la victoria.
—¡Necesito encontrar una estratagema! —concluyó convencido—. ¡Por sucia que sea…!
Descendió una vez más a la orilla del río, cargando con las cañas rellenas de pólvora, para pasar el resto del día descansando, pero apenas hicieron su aparición las primeras sombras lo colocó todo con sumo cuidado sobre la balsa.
A continuación se introdujo en el agua sin subirse a la frágil embarcación, que prefirió ir empujando suavemente.
En el momento de partir había tomado una firme resolución que se prometió a sí mismo respetar: tan sólo actuaría si consideraba que existía una aceptable posibilidad de éxito; en caso contrario, continuaría su viaje río abajo e intentaría olvidar para siempre al infeliz Silvestre Andújar.
La oscuridad era total en el momento en que alcanzó el poblado, en el que tan sólo brillaba una tímida luz en el fondo de una de las cuevas, pero a los pocos minutos incluso ésta se extinguió por completo.
Aguardó dentro del agua, con los antebrazos apoyados en la almadía, la vista clavada en la orilla y el oído atento al más mínimo rumor.
Le constaba que el sigilo y la paciencia eran sus únicos aliados en una larga noche en la que cualquier movimiento en falso lo conduciría a un irremediable desastre.
Ni el centinela más atento que fuera capaz de permanecer absolutamente inmóvil y con la vista clavada en el río podría haber advertido cómo media hora después el gomero avanzaba centímetro a centímetro sin agitar el agua, con la suavidad de movimientos del felino que se aproxima a su presa conteniendo el aliento.
Tan pausado era su avance que tardó casi otra media hora en aferrarse a la proa de la más cercana de las canoas que permanecían varadas en tierra.
Comenzó a tirar de ella muy lentamente, y lo primero que le sorprendió fue comprobar lo poco que pesaba. No tardó en comprender la razón: pese a lo que hubiera imaginado al verlas desde lejos, no se trataba de embarcaciones talladas en un grueso tronco de árbol al estilo de las consistentes piraguas de los indígenas del Caribe o Tierra Firme, sino que, por lo que de inmediato comprobó al tacto, habían sido construidas tensando pieles muy bien curtidas sobre un ligero armazón de ramas flexibles.
Gracias a ello resultaban extraordinariamente livianas, pero por la misma razón eran increíblemente inestables.
Cuando consiguió que una de ellas flotara a un par de metros de la orilla comprendió que le resultaría imposible embarcarse ascendiendo desde el agua, puesto que de intentarlo la «bailarina» canoa se voltearía a las primeras de cambio.
Aquél constituía un primer imponderable con el que no había contando ni por lo más remoto.
¡Piraguas de piel!
¿A quién se le ocurre?
¡País de locos!
—Está claro que estos zoquetes no han visto el mar en su puta vida —masculló el canario para sus adentros—. La primera ola mandaría a estas cáscaras de nuez a tomar por culo.
A la postre se vio obligado a admitir que quienes las habían construido no eran en absoluto unos zoquetes, ya que tales embarcaciones estaban pensadas para navegar por lagos y ríos de aguas tranquilas o para ser cargadas al hombro y atajar por tierra a la hora de enfrentarse a una pequeña cascada o a un rápido salpicado de peligrosas rocas.
Su principal problema estribaba, no obstante, en que se hacía necesario convertirse en una especie de funámbulo profesional desde el momento mismo de subir a ellas hasta el de acomodar las posaderas en el fondo, dado que a partir de ese momento se pasaba de funámbulo profesional a simple equilibrista aficionado.
¡Mierda!
Hacía ya casi tres horas que se había metido en el agua por lo que empezaba a sentirse incómodo, agarrotado y confuso.
Las cosas se le estaban complicando, puesto que incluso se veía obligado a desechar aquella última opción que se centraba en apoderarse de una de las pintarrajeadas piraguas y continuar sólo río abajo. Ahora, al observarlas de cerca, le constaba que no llegaría muy lejos antes de quedar con la quilla —y el culo— al aire.
Decidió por tanto salir a tierra, ocultarse entre las canoas, entrar en calor y darse un tiempo para reflexionar la mejor manera de salir de semejante atolladero.
No resultaba en absoluto tarea sencilla pensar con claridad sentado en mitad de la noche a la orilla de un sucio río encajonado en un profundo cañón, y a unos cincuenta metros del lugar en que dormían una pandilla de salvajes que no dudarían en esclavizarlo y ponerlo a partir piedras por el resto de su vida.
No, no resultaba en absoluto sencillo concentrarse en encontrar una solución al inesperado problema de que aquel tipo de embarcación resultaba demasiado inestable para llevar a cabo el plan que llevaba días preparando con especial esmero.
Silvestre Andújar era un buen amigo y un cristiano que necesitaba ayuda, pero Cienfuegos tenía esposas e hijos que también lo necesitaban y que probablemente se pasarían las horas pidiéndole a san Cristóbal que lo ayudara a encontrar el camino de regreso, por lo que no podía permitirse el lujo de que con el nuevo amanecer aquellos puñeteros pieles rojas lo capturaran.
La conciencia suele ser una mala consejera egoísta, no piensa más que en su propia satisfacción sin tener en cuenta que en ocasiones exige sacrificios que luego sufrirá el resto del cuerpo mientras ella permanece oculta en su rincón, tranquila y satisfecha.
La conciencia tiene demasiados muertos sobre su conciencia.
Cuando al cabo de un rato el canario hubo reflexionado y entrado en calor, llegó a la conclusión de que no podía hacer nada a favor del gaditano, de modo que se introdujo de nuevo en el agua y comenzó a empujar la rústica balsa de ramas unidas entre sí hacia el punto en que el río volvía a estrecharse para continuar su larga andadura.
Pero, cuando ya se disponía a dejar que la corriente lo arrastrara corriente abajo, lanzó una corta exclamación:
—¡Estúpido de mí! ¡Naturalmente!
Seis horas más tarde amaneció despacio porque, pese a que allá arriba, en la meseta, un violento sol brillaba hacía ya largo rato, en el fondo del cañón los altos riscos jugaban a intentar que la claridad llegara lo más tarde posible hasta la superficie de las aguas.
Una anciana que caminaba torpemente surgió de su cueva, alcanzó el lugar de la laguna en que acostumbraba hacer sus necesidades y se acuclilló trabajosamente; pero, al fijar la mirada a su derecha, agitó repetidamente la cabeza como si le costara admitir que lo que estaba viendo fuera cierto, y al fin dio un salto y echó a correr, olvidando por el momento sus achaques, al tiempo que lanzaba desesperados aullidos en demanda de auxilio.
A los pocos minutos, la totalidad de los semidesnudos habitantes del poblado contemplaban atónitos cómo una extraña balsa construida con media docena de sus propias canoas unidas borda con borda, permanecía anclada en el centro de la laguna, a unos cincuenta metros de distancia de la orilla.
En su interior, y con un pie en el fondo de dos de las embarcaciones, que ahora habían ganado en consistencia y estabilidad, se destacaba la figura de un hombre muy alto y extraordinariamente fuerte, que lucía una llamativa melena rojiza que le caía sobre los hombros, al igual que una larga barba del mismo color.
Como si semejante visión no bastara para que la mayoría de ellos, en especial las mujeres y los niños, se hubieran quedado embobados y con la boca abierta, el extraño personaje elevó lentamente lo que parecía ser un extraño arco horizontal con el fin de lanzar sobre sus cabezas una pequeña flecha que cruzó el cielo dejando tras sí una delgada columna de humo.
Mientras seguía con la vista la flecha cuya punta había sustituido por un canuto de caña relleno de la pólvora de su propia cosecha, Cienfuegos rezó para que la mecha, en la que había empleado la poca pólvora «auténtica» que le quedaba, no se apagara en el aire y cumpliera su cometido, por lo que, a decir verdad, fue el primero en asombrarse al comprobar que el artilugio funcionaba y que, cuando se encontraba sobre una de las cabañas, explotaba como si se tratara de un verdadero cohete de feria.
Se escucharon gritos de espanto y varios indígenas se arrojaron al suelo cubriéndose la cabeza con las manos.
Pasado el desconcierto y acallados los gritos y lamentos, un guerrero armado con un hacha de piedra avanzó hasta el borde del agua para dirigirse al pelirrojo agresor inquiriendo algo en su incomprensible idioma.
El aludido se limitó a alzar el brazo señalando la cueva de la que días antes había visto salir a los cautivos y a continuación se llevó la mano a la barba mesándosela varias veces.
El otro pareció entender lo que pretendía decirle y emitió una seca orden. Dos hombres treparon hasta la cueva y poco después regresaron conduciendo a Silvestre Andújar, quien no puedo evitar un grito de alegría para a continuación echarse a llorar, agradecido.
Cienfuegos le gritó de inmediato:
—¡Deja de hacer el tonto y diles que te suelten o les aniquilaré con todos los truenos y rayos del infierno!
El andaluz intercambió unas palabras con el guerrero que parecía comandar el grupo, quien negó de inmediato con desconcertante firmeza.
El andaluz tradujo lo que le había dicho, aunque a decir verdad poca traducción necesitaba:
—Asegura que me matará antes de dejarme marchar.
—¡Como quiera…!
Cienfuegos cargó de nuevo la ballesta, prendió la mecha con las brasas que ardían en el fondo de la cacerola que se encontraba bajo uno de sus pies y apuntó con sumo cuidado hacia la mayor de las cabañas.
La flecha surcó el aire seguida por la atemorizada mirada de los pieles rojas y golpeó en efecto contra el techo de la choza, pero se limitó a lanzar un chisporroteo y una pequeña columna de humo, para quedar inerte definitivamente.
—¡La madre que te parió! —murmuró por lo bajo el decepcionado y a todas luces preocupado cabrero—. ¡Por favor, no me falles ahora!
Lo intentó de nuevo, esta vez con absoluto éxito. Retumbó una sonora explosión y enseguida la paja comenzó a arder ante el asombro de los presentes, incluido él mismo, que no pudo evitar dejar escapar una exclamación de entusiasmo:
—¡La leche! ¡Si no lo veo, no lo creo!
Por toda respuesta el guerrero obligó al gaditano a arrodillarse y, alzando el hacha, hizo inequívocos signos de que estaba dispuesto a descargarla sobre la cabeza del cautivo si el intruso no cesaba en sus agresiones.
Silvestre Andújar hizo gestos con la mano indicando al canario que se alejara de allí al tiempo que gritaba:
—¡Déjalo! ¡Márchate o este hijo de puta me mata! Has hecho todo lo que has podido y te lo agradezco, pero vete.
Cienfuegos se lo tomó con calma, cargó de nuevo la ballesta, y en esta ocasión la volvió ostensiblemente hacia la enorme plantación de maíz que se extendía a todo lo largo del cañón que se encontraba a la derecha del poblado.
Luego declaró con firmeza:
—¡Adviérteles que si te matan le prenderé fuego al maíz y tendrán que comer carbón durante un año!
Silvestre Andújar tradujo la amenaza en voz lo suficientemente alta para que pudieran oírla hasta en el último rincón del poblado, por lo que al instante se elevó un murmullo mientras la mayor parte de las mujeres elevaban los brazos al cielo o se llevaban las manos a la cabeza, gimiendo y gritando.
Evidentemente la pérdida de una cosecha de maíz a punto de madurar debía de significar una auténtica catástrofe para la tribu.
En respuesta a las súplicas de las mujeres, tres ancianos avanzaron algunos metros, y el de más edad interpuso la mano abierta entre el hacha y la cabeza del andaluz.
Desde el punto en que se encontraba, Cienfuegos pudo asistir a lo que parecía ser una acalorada discusión entre un impulsivo guerrero que por lo visto se empeñaba en cumplir su amenaza, y un prudente anciano de cuyos gestos se deducía que intentaba hacerle comprender que el bienestar de la comunidad debía prevalecer sobre la vida de un miserable esclavo.
Poco después, el andaluz se irguió para intervenir en una conversación que se prolongó durante tanto tiempo, que el desconcertado gomero acabó por decir nerviosamente:
—¡Que se decidan de una vez porque se me están consumiendo las brasas y en ese caso sí que nos veremos en aprietos!
El gaditano le hizo un claro gesto pidiéndole que tuviera un poco de paciencia, habló de nuevo con el anciano y al cabo echó a correr hacia la cueva de la que lo habían sacado.
Apenas tardó un par de minutos en reaparecer empujando ante sí al grupo de esclavos, a los que animaba para que se encaminaran lo más rápidamente posible hacia la orilla.
Cienfuegos no podía dar crédito a lo que estaba viendo, por lo que rugió furioso:
—Pero ¿qué haces? ¿Es que te has vuelto loco?
No recibió respuesta y se vio obligado a presenciar cómo una docena de hombres y mujeres seguían las indicaciones de Silvestre Andújar y echaban a correr hacia el punto donde la laguna se estrechaba nuevamente, más allá de los límites de la plantación de maíz.
Por su parte, el andaluz se lanzó de cabeza al agua, nadó como si lo persiguiera una docena de caimanes y acabó por aferrarse a la borda de una de las canoas.
—¡Gracias! —Fue lo primero que dijo—. ¡Una vez más te debo la vida!, y ahora suelta el lastre, que yo te empujo hacia allí.
—¡Pero no podemos cargar con toda esa gente! —Le hizo notar su amigo—. ¡Nos retrasarán!
—¡No te preocupes! —respondió el otro, seguro de lo que decía—. ¡Sé lo que me hago!
—¡Pues serás el único!
Minutos después todas las canoas habían sido separadas de las centrales, que continuaban unidas borda con borda formando una especie de catamarán de dos cascos.
La mayor parte de los cautivos habían trepado a las que quedaban libres y se alejaban aguas abajo remando como alma que lleva el diablo.
Andújar rogó a un hombre de aspecto altivo que tomara asiento en la parte delantera del costado de la doble embarcación que él ocupaba, y a una muchachita de unos trece años que lo hiciera delante del canario, y sin perder más tiempo aferró un canalete y comenzó a remar al tiempo que exclamaba:
—¡Larguémonos de aquí!
Ya en el centro de la corriente, y tras volverse un instante a observar cómo las gentes del pueblo habían comenzado a correr de un lado a otro, su compañero de andanzas inquirió molesto:
—¿Me puedes explicar a qué demonios viene todo esto?
—¡Luego!
—¡Ahora! —insistió—. ¿Quiénes son estos dos y por qué los llevamos con nosotros?
—Un cacique de la tribu de los navajos, que por lo que he podido averiguar son gente pacífica, y su hija. Se me ha ocurrido que salvándolos conseguiremos un par de aliados que conocen perfectamente el territorio.
El gomero señaló las canoas que desaparecían en el siguiente recodo del río, para inquirir de nuevo:
—¿Y ésos que pierden el culo y ni siquiera se han detenido a darnos las gracias?
El gaditano se limitó a encogerse de hombros.
—Simples esclavos a los que no me sentía con fuerzas para permitir que los obliguen a partir piedras el resto de su vida. Se las arreglarán como puedan. ¡Y ahora calla y rema que dentro de diez minutos tendremos a una pandilla de hijos de la gran puta pisándonos los talones!
—No te preocupes —replicó con una sonrisa el canario—. Rajé el fondo de las piraguas que dejamos en tierra.
—¡Sí que me preocupo! —replicó el otro sin dejar de bogar como un poseso—. Guardan muchas más en la mayor de las cuevas.
—¡No jodas!
—No jodo, pero ellos sí que nos van a joder si nos agarran. ¡Y ahora calla y rema!
Remaron con todas sus fuerzas ayudados por el cacique navajo y su hija, pero al llegar al final de una de las escasas rectas del sinuoso río y volverse a mirar hacia atrás advirtieron que, en efecto, varias canoas, ocupada cada una de ellas por cinco guerreros, se encontraban a unos dos kilómetros de distancia, y ganaban terreno a ojos vista.