XVI

Incluso en el caso de que el gomero Cienfuegos se mostrara absolutamente decidido a poner en peligro su libertad, y tal vez su vida, en un desesperado intento de ayudar a su compañero de viaje, el primer obstáculo se centraba en una simple pregunta: ¿dónde demonios se encontraba en aquellos momentos Silvestre Andújar?

Por lo que cabía deducir del estado del fuego y los excrementos humanos, secos ya a causa del sol y el viento, el grupo de guerreros indígenas y su prisionero debían de haber acampado en aquel lugar tres o cuatro noches antes, pero no existía la menor señal razonable de que las embarcaciones en las que habían llegado y en las que evidentemente se habían marchado, lo hicieran navegando aguas arriba o aguas abajo.

Lo mismo podía tratarse de una partida de cazadores nómadas que se habían dejado empujar por la corriente, como de otra que se dedicara a explorar el gigantesco y desértico territorio que siglos más tarde se llamaría «meseta del Colorado» remontando el río a fuerza de remos.

También podían ser los guerreros de un poblado establecido no lejos de allí, y que tuvieran por costumbre realizar de vez en cuando correrías por las proximidades.

En ese caso el problema seguía estribando en decidir si el supuesto poblado lo habían levantado en una dirección o en la opuesta.

Tras meditar largamente sobre ello, el canario llegó a la única decisión que consideró oportuna en semejantes circunstancias:

—No estoy en condiciones de remontar este jodido río sin una embarcación apropiada —comentó como si le estuviera hablando directamente al gaditano—. Y tengo la casi absoluta seguridad de que las aguas vienen de las montañas que dejamos atrás hace semanas. Por lo tanto, lo único que puedo hacer es dejarme llevar por la corriente y, si te encuentro por el camino, te prometo que intentaré echarte una mano, pero si te han llevado aguas arriba lo siento por ti.

Nadie, ni tan siquiera un superviviente nato como el gomero, podía hacer milagros en un lugar en el que conservar la propia vida era ya de por sí un auténtico milagro.

Si no pasaba hambre se debía únicamente a que era capaz de comerse todo lo que saltara, nadara, volara, se arrastrara o se moviera, e incluso muchas de las cosas que no se movían pero que su especial olfato y una larga experiencia le indicaban que podían proporcionarle algún alimento sin poner en peligro un estómago que se diría capaz de digerir piedras.

Lagartos, lagartijas, serpientes, topos, ratones, aves, polluelos, huevos, peces, tunas, bayas y hasta gran cantidad de insectos contribuían a mantenerlo con vida, visto que, desde el momento en que decidió no arrojarse desde lo alto de la columna de roca, había puesto todo su empeño en regresar a su casa o alcanzar el punto en que según las teorías del andaluz concluía la Tierra.

Por fortuna, y ése era quizás uno de los pocos golpes de suerte que llegó a tener a todo lo largo de su interminable periplo a través de un ilimitado y desconocido continente, se trataba del verano de un año especialmente seco, por lo que el río bajaba con muy poco caudal.

Tal vez debido a ello, los indígenas se habían aventurado a navegarlo, lo cual debía de resultarles harto difícil en épocas de crecida. Así pues, tras estudiar detenidamente la situación, Cienfuegos llegó a la conclusión de que cabía arriesgarse a dejarse llevar por la corriente, procurando, eso sí, no alejarse excesivamente de la orilla.

Recurrió al manido truco de llenar de aire el odre, afirmó a él con ayuda de la red y las cuerdas sus cada vez más escasas posesiones e, introduciéndose en un agua barrosa, permitió que la corriente lo arrastrase mansamente.

Impresionaba mirar hacia lo alto y descubrir que en algunos momentos se encontraba encajonado entre paredes que superaban los mil metros de altura.

Más que impresionar, acojonaba.

Nunca, ni en la inmensidad del océano durante una interminable noche de tormenta, se había sentido tan minúsculo.

La Creación original lo rodeaba por todas partes.

Continuaba sin poder entender cómo aquel pequeño cauce de agua había conseguido erosionar el terreno de una forma tan espectacular, y con el rostro alzado hacia los altivos picachos no pudo menos que preguntarse cuántos millones de años habría necesitado semejante ridiculez de río para descender hasta donde ahora se encontraba.

¡País de locos!

A media tarde distinguió en la distancia espuma blanca, de modo que se apresuró a aproximarse a la orilla para avanzar por tierra calculando el peligro.

Se trataba de un rápido que descendía unos cinco metros de nivel, y cuyo único peligro estribaba en la posibilidad de ser golpeado contra las rocas, por lo que prefirió bordearlo, descansar un rato y continuar «navegando» desde el punto en que las aguas volvían a mostrase tan tranquilas como de costumbre.

Esa noche durmió sobre la arena, arrullado por el murmullo de la corriente.

Al día siguiente descubrió que en la mayor parte de las laderas o en el fondo de los incontables cañones que se formaban ahora a uno y otro lado del cauce principal, y que en aquellos momentos aparecían casi secos, crecía una abundante vegetación de arbustos, monte bajo e incluso algún que otro bosquecillo en los que anidaban infinidad de aves de todo tipo, y resultaba sencillo encontrarse con alguna liebre o una familia de ardillas.

Dedicó por tanto un par de días a cazar, atracarse a gusto y ahumar carne para los momentos de apuro, al tiempo que cortaba y trenzaba ramas con el fin de construirse una rústica balsa que le permitiera continuar río abajo sin necesidad de mojarse más que las posaderas y los muslos.

Su inseparable garrocha le sirvió más tarde para apartar la almadía de las rocas o cambiar de rumbo clavándola en el fondo, de tal forma que la larga travesía comenzó a resultar, si no cómoda, al menos soportable.

Soportable, sí, pero infinita.

Si a la desmesura de las praderas sin horizontes había sucedido la desmesura de la meseta de rocas rojas, la nueva desmesura de aquel universo absolutamente desmesurado se concretaba ahora en las mil vueltas y revueltas de un río que discurría por entre inconcebibles picachos como si su única misión en este mundo fuera la de retrasar lo más posible su llegada al mar o a donde diablos tuviera que llegar.

Se dirigía al sudeste pero de pronto giraba al norte, dudaba, volvía hacia el este, hacía un quiebro entre dos montañas, y tomaba de nuevo el primitivo rumbo, tan desesperadamente lento y enrevesado que el indignado Cienfuegos no podía menos que exclamar a voz en cuello:

—Pero ¿a dónde coño vas ahora, hijo de la gran puta? ¿Es que te has propuesto que me haga viejo con el culo en remojo? ¡Decídete de una condenada vez!

Pero el Colorado parecía empeñado en demostrar desde un principio que era, y sería siempre, el río más indeciso del planeta, y el que más recorrido necesitaba para unir entre sí dos puntos concretos.

El cabrero llegó a la conclusión de que cuando había nacido aquel maldito río aún no se había inventado la línea recta.

Perdió la noción de los días que llevaba con el trasero empapado, porque al fin y al cabo poco le importaba el tiempo teniendo en cuenta que había perdido ya toda esperanza de regresar junto a su familia.

«Si por casualidad Silvestre estuviera equivocado y es Colón quien tiene razón y la Tierra es redonda —se dijo en un momento de absoluto desconcierto—, más posibilidades tengo de llegar a pie a Barcelona que de regresar a Cuba».

Pero personalmente empezaba a sospechar que la Tierra no era ni plana ni redonda; era pura y sencillamente enrevesada.

«Quien la creó, si es que en verdad hubo alguien que perdió su tiempo en tan disparatada obra, no tenía el menor sentido de las proporciones —se dijo—. En un lugar puso montañas a puñados, en otro llanos hasta aburrir, más allá océanos sin fin, en un rincón áridos y calurosos desiertos, y ni él mismo sabe dónde, selvas en las que no para de llover. —Lanzó un reniego de los que tenían la virtud de tranquilizarlo un rato—. ¡Y para colmo este maldito río! La verdad es, señor Creador, que siendo sincero contigo mismo deberías admitir que has demostrado ser un inepto. Mi hijo menor hubiera distribuido mejor las cosas».

Se esforzó por no pensar en sus hijos, ni en Ingrid, ni en Araya, ni en lo hermosa y placentera que era su vida hasta la malhadada noche en que se le había ocurrido salir a pescar, consciente de que en cuanto comenzaba a hacerlo la mente se le quedaba en blanco.

No sólo había empezado a perder la noción del tiempo; también estaba perdiendo la noción del espacio y de quién era en realidad.

Llegó serpenteando sobre la superficie del río, apenas a unos metros sobre el nivel del agua, invisible en la oscuridad de la noche, silencioso e imperceptible para quien no tuviera, como Cienfuegos, todos los sentidos alerta, sabedor de que de cada uno de esos sentidos dependían sus posibilidades de continuar en el mundo de los vivos.

Años de esquivar a la muerte, de presentir los peligros, o de advertir el más mínimo cambio en el entorno le alertaron de inmediato y le hicieron erguirse y prestar atención.

Humo y olor a leña quemada, pero no olor a fuego descontrolado, fruto del capricho de la naturaleza, sino un olor en el que podía captarse un ligero punto de carne asada, casi imperceptible para un olfato menos agudo que el suyo.

El fuego de los hombres.

Y el fuego que tantas veces lo había avisado de la presencia de quienes en este caso se sentían del todo seguros puesto que permitían que el escandaloso olor de su fuego se extendiera con absoluta libertad por los alrededores.

Ocultó bajo un montón de piedras la mayor parte de sus pertenencias, así como la pequeña balsa, y, armado únicamente con su inseparable garrocha, el cuchillo y el machete, se dejó llevar por la corriente aunque continuó manteniéndose muy pegado a la orilla.

Al poco trecho el río giró, continuó serpenteando unos trescientos metros y torció de nuevo, esta vez a la izquierda, para acabar por desembocar en un ensanchamiento que conformaba una tranquila laguna cuya verdadera extensión no consiguió calcular en la oscuridad.

En la orilla opuesta brillaban varias hogueras, en torno a las cuales se distinguían gran cantidad de figuras humanas que poco después comenzaron a cantar y danzar al ritmo de sonoros tambores, y por un momento Cienfuegos temió que aquella pandilla de salvajes se encontraran celebrando un banquete en el que el «invitado especial» fuera su buen amigo Silvestre Andújar.

Le vinieron a la mente no obstante las afirmaciones del andaluz, que en más de una ocasión había insistido en el hecho de que ninguna de las familias sioux ni las tribus vecinas habían practicado nunca el canibalismo, que estaba considerado por los pieles rojas como una de las peores aberraciones en que podía caer un ser humano.

—Confío por tu bien en que no te equivocaras —musitó como si el gaditano pudiera escucharle—. Y confío en que esos salvajes sepan que se trata de una aberración porque, como nadie se lo haya advertido, me temo que estás perdido.

Tras un largo rato de observar los cantos, los bailes y las idas y venidas de hombres y mujeres, que comían, reían y bebían, el canario llegó a la conclusión de que el animado y ruidoso sarao iba para largo y que no estaba en disposición de hacer nada de provecho hasta que la luz del día le permitiera formarse una clara idea de cuál era la situación del poblado y en qué forma se encontraba vigilado o protegido.

Salió por tanto del agua por la orilla opuesta de la laguna, a poco menos de quinientos metros del poblado, para ascender sigilosamente y casi a tientas por la escarpada ladera hasta que localizó un grupo de rocas tras las que, a su modo de ver, podía mantenerse fuera del campo de visión de los nativos cuando llegara el día.

Durmió a pierna suelta, pese a que los cantos y bailes continuaron casi hasta el amanecer y cuando las primeras sombras comenzaron a diluirse descubrió a su izquierda, a unos treinta metros de distancia, una pequeña cueva, por lo que no dudó en arrastrarse hasta ella.

No era muy profunda, apenas el largo de su cuerpo, pero constituía un magnífico refugio, y desde la altura en que se encontraba disfrutaba de una perfecta visión sobre el poblado indígena.

Éste estaba constituido por seis amplias cabañas de madera, sin paredes pero con un grueso techo de paja, y ocho o diez grandes cuevas distribuidas a todo lo largo de una escarpada ladera y comunicadas entre sí por medio de anchos senderos y cortas escalinatas talladas en la roca.

De momento no se advertía más presencia humana que una pareja que dormía a la orilla del agua, no lejos del punto en que aparecían varadas en tierra una docena de canoas pintadas de vivos colores entre los que predominaba el rojo.

A la derecha del poblado se distinguía la entrada de un ancho cañón que aparecía recubierto por una compacta plantación de maíz a punto de madurar, y poco más allá el punto por el que el río se estrechaba nuevamente para perderse de vista en dirección sur.

Mediada la mañana, cuando el sol coronó la montaña que se alzaba a espaldas del cabrero y dejó caer sus rayos directamente sobre el techo de las cabañas, los somnolientos nativos comenzaron a dar señales de vida y resultó evidente que lo hacían con la desgana propia de quien ha pasado una larga y agitada noche de parranda.

Algunos se alejaron río abajo a hacer sus necesidades y dejaron que la corriente se llevara sus excrementos y algún que otro vómito; al poco rato, hizo su aparición en la entrada de la mayor de las cavernas un grupo de cautivos atados los unos a los otros, a los que empujaban dos guerreros que los condujeron hasta un punto en el que se distinguían montones de piedras de todos los tamaños. Los obligaron a tomar asiento, y muy pronto tanto las mujeres como los hombres se pusieron a golpear unas piedras contra otras.

Cienfuegos lanzó un hondo suspiro de alivio al descubrir que el gaditano se encontraba entre ellos.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó en voz alta—. ¡Mil veces bendito! Por lo menos está vivo.

Prestó atención a lo que estaban haciendo y al cabo de un largo rato llegó a la conclusión de que al parecer los cautivos se dedicaban a la pesada tarea de partir piedras, tallándolas y afilándolas con objeto de convertirlas en hachas y puntas de flecha.

—¡Qué jodidos! —No pudo menos que exclamar—. Siempre imaginé que ése era un trabajo de guerreros, y ahora resulta que los muy cabrones se lo traspasan a los esclavos.

Poco después, un joven piel roja armado de un largo arco trepó desganadamente por la colina, tropezando y dando muestras de que aún no se había recuperado de la sonada juerga, para ir a tomar asiento en la cima de un otero desde el que al parecer dominaba una gran extensión de terreno en todas direcciones, en especial el cauce del río, tanto aguas abajo como aguas arriba.

Quien había elegido el emplazamiento del poblado sabía lo que hacía, ya que un puñado de arqueros apostados en la cima de la montaña y en la entrada de las cuevas lo convertían en prácticamente inexpugnable.

Difícil desafío para un solo hombre armado de un viejo arcabuz y una única bala.

Por más que esa bala fuera de oro.

El día se le hizo infinitamente largo debido a que la noche anterior no había tenido la precaución de cargar con el odre del agua, por lo que la sed empezó a martirizarlo a media tarde.

Ver la laguna tan cerca y no poder aproximarse a ella por miedo a ser descubierto desde la otra orilla aumentaba su desazón, y la necesidad de beber comenzó a hacerse perentoria cuando los rayos del sol de poniente penetraron hasta el fondo de la diminuta cueva, lo que la convirtió en poco tiempo en una especie de horno en el que el mero hecho de respirar exigía un notable esfuerzo.

Se maldijo en voz baja por haberse metido sin ayuda de nadie en tan absurda ratonera, lo que resultaba a todas luces impropio de su experiencia en situaciones difíciles. Se sabía capaz de resistir varios días sin comer, pero sabía de igual modo que el agua resultaba imprescindible, especialmente en un lugar tan árido y caluroso como aquél.

Se acurrucó en posición fetal y, sudando a mares y deshidratándose por minutos, y se esforzó en un vano intento de dejar la mente en blanco con el fin de no permitir que lo venciera la tentación de echar a correr ladera abajo para lanzarse de cabeza a un agua que parecía estar, llamándolo a gritos.

La angustiosa sensación que experimentaba podía compararse a la de quien se está ahogando en el fondo del mar, pero a pesar de ello lucha con todas sus fuerzas por no ascender a una superficie en la que sabe que le espera la muerte.

Una vez más el tiempo vino a demostrar cuán caprichoso puede llegar a ser cuando decide alargarse a su antojo.

Una hora en el interior de una sofocante cueva abrasada por el sol en pleno corazón del cañón del río Colorado podía convertirse en un año, y dos horas en toda la eternidad.

La oscuridad no acababa de llegar y aquél fue, probablemente, el día más largo en la vida del canario.

Ninguna tortura puede compararse de ningún modo a la sed, puesto que cada tipo de tortura, por sofisticada que sea, actúa sobre uno o varios puntos muy concretos del cuerpo, mientras que la sed actúa sobre todos ellos, incluida la última célula del último rincón del cerebro.

Y cuando ese cerebro ordena lanzarse de cabeza a un agua que se encuentra a tan sólo unos metros de distancia, resulta muy difícil desobedecer.

Aquella tarde, el gomero padeció en carne propia el suplicio de Tántalo.

Cierto que no había sido tan soberbio como el mítico rey de Lidia, que sacrificó a su hijo con el fin de ofrecérselo a los dioses en un exclusivo banquete, por lo que Zeus castigó su prepotencia obligándolo a sufrir eternamente el tormento de la sed mientras tenía el agua al alcance de la mano; pero igualmente cierto era que Cienfuegos había sobrevalorado sus fuerzas, y ahora no era el severo Zeus sino su padre, el vengativo Cronos, quien castigaba su soberbia por el sencillo procedimiento de avanzar por la bóveda del cielo mucho más lentamente de lo que tenía por costumbre.

Las tinieblas debían de tener una cita importante en cualquier otro lugar de una Tierra plana, puesto que ni siquiera daban señales de vida. Mientras tanto, el sol semejaba un doblón de oro incandescente clavado en un cielo de un azul impoluto.

El canario siempre juró que aquella tarde le sudaron hasta los dientes y las uñas.

Advirtió que comenzaba a renacer con el tardío ocaso, pero tan sólo regresó a la vida en el momento en que, ya noche cerrada, se dejó caer de bruces en el río para beber con tanta ansiedad que casi se atraganta.

Luego permaneció largo rato contemplando el poblado, en el que ahora no brillaba más que una pequeña hoguera que se consumió al poco rato, y cuando las tinieblas se adueñaron por completo del mundo comenzó a nadar muy lentamente aguas arriba en busca del punto en el que había ocultado su diminuta balsa.

El día siguiente lo dedicó a reflexionar sobre cuanto había visto, tratando de calcular las posibilidades que tenía de volver a arrancar al andaluz de manos de sus captores, y tras darle muchas vueltas llegó a la dolorosa conclusión de que no es que se le antojaran escasas: es que no existía ninguna.

En caso de intentarlo tendría que enfrentarse a casi medio centenar de guerreros armados de largos arcos, afiladas lanzas y contundentes hachas de piedra, parapetados en lo que podía considerarse un fortín al que todo un regimiento de arcabuceros le hubiera costado un notable esfuerzo asaltar.

—Aquí me gustaría ver a don Alonso de Ojeda —murmuró entre dientes—. Cuando capturó a Canoabo tenía un caballo y una armadura, mientras que yo ando semidesnudo y descalzo.

Tras reflexionar largamente decidió que lo más sensato que podía hacer era aproximarse de noche al poblado, apoderarse de una de las muchas canoas que se encontraban varadas justo al borde del agua, y continuar con ella su viaje río abajo lo más aprisa posible.

Con suerte obtendría unas ocho horas de ventaja antes de que los pieles rojas advirtieran que les faltaba una embarcación, y ésa era sin duda una notable ventaja si sabía aprovecharla.

El plan resultaba a su modo de ver bastante lógico, aunque presentara, eso sí, un notable inconveniente: no le apetecía en absoluto la idea de alcanzar el confín de la Tierra a solas.

Una y otra vez acudía a su mente la imagen del grupo de esclavos sentados al sol, e imaginaba lo que significaría pasarse el resto de la vida golpeando una piedra contra otra hasta que fallaran las fuerzas, por lo que admitió a regañadientes que tenía que buscar una forma de intentar ayudar al andaluz.

Pero ¿cómo?

No contaba más que con un viejo arcabuz capaz de realizar un solo disparo, una herrumbrosa ballesta poco fiable y alrededor de una libra de pólvora.

Ni aunque consiguiera sentar a todos los guerreros del poblado sobre el triste barrilito de explosivos lograría acabar con ellos.

Esa noche cerró los ojos convencido de que tenía que pensar.

Y mucho.