XII

Si hay algo que ha permitido al ser humano sobreponerse a todas las adversidades y convertirse a la larga en el rey de la creación, ha sido su portentosa capacidad de adaptarse a cualquier circunstancia por dura y difícil que pueda parecer.

Tan indestructible especie sobrevive de igual modo en los helados polos que en las ardientes arenas del desierto, y de igual modo se alimenta de grasa de ballena que de leche de camella.

Tras atravesar el Missouri —que, como el gomero sospechaba, era el mayor de los afluentes de aquel portentoso Mississippi que había conocido en su desembocadura meses atrás—, la pareja de incansables andarines decidió continuar su peregrinación con la naturalidad de quien ha convertido el hecho de viajar de noche y esconderse de día, en una rutina que no ofrece ningún tipo de alternativa.

Antes de reemprender la marcha se zamparon, eso sí, mano a mano y sin dejar más que los huesos, una de aquellas extrañas aves negras a las que colgaba un rojo y largo moco que el canario había visto en un corral del campamento indígena, y al que Andújar daba el nombre de «pavipavo», alabando entusiasmado la excelencia de su carne, ya que era el manjar predilecto de los pieles rojas a la hora de celebrar un banquete con el que dar gracias por algún acontecimiento feliz.

Los llamados pavipavos no sólo se dejaban atrapar sin el menor esfuerzo, sino que tenían la estúpida costumbre de anunciar su presencia entre la maleza con un cántico monótono y chirriante.

Al parecer, su insistente llamada estaba destinada a atraer a una pareja en celo, pero con demasiada frecuencia lo que solía atraer era a un hambriento depredador.

Pavipavos, liebres, perrillos de las praderas, peces, serpientes, huevos de todo tipo y algún que otro venado constituían principalmente el régimen alimenticio de los expedicionarios, que preferían evitar aproximarse a los bisontes, conscientes de que no disponían de armas lo suficientemente potentes para abatirlos.

La vieja ballesta no podía compararse, ni remotamente, a los poderosos arcos de los sioux, ni sus pequeñas flechas de punta de hierro a las largas y pesadas flechas de punta de piedra pulimentada.

El andaluz admitía que, pese a considerarse un hombre de evidente corpulencia, jamás había sido capaz de tensar un arco dakota hasta el punto de que la flecha llegara a más de veinte metros, y no por el hecho de que los indígenas fueran más fuertes, sino porque aprendían desde niños la forma de concentrar toda esa fuerza en el movimiento de los brazos y especialmente en la presión de los dedos.

—Cuando un guerrero dakota aprieta el pulgar contra el índice es como si cerrara una tenaza —aseguraba—. ¡Nada se les escapa! Estoy convencido de que hubiera sido capaz de tensar al máximo uno de esos malditos arcos, pero antes de que llegara a la mitad del recorrido la jodida flecha se me escapaba de entre los dedos y los muy cabrones se partían de risa. En una ocasión le hice una muesca a la flecha en la que encajar la uña del dedo gordo, y me quedé sin uña.

A Cienfuegos le encantaba escuchar las historias de Silvestre Andújar, no sólo porque le amenizaran un viaje asaz aburrido, sino especialmente porque le enseñaban cosas de unos nativos que sin duda habitaban desde hacía siglos en aquellas tierras, pero que en cierto modo se comportaban como fantasmas que rara vez se dejaran sorprender.

Resulta relativamente fácil ocultarse entre intrincadas montañas o espesas selvas, pero se necesita una especial habilidad para permanecer prácticamente invisible en la desolada inmensidad de unas llanuras en las que no crece más que la hierba.

El gaditano aseguraba que, en tiempos difíciles, cuando se encontraban en guerra con otras tribus o transitaban por zonas en las que la seguridad no estaba absolutamente garantizada, los pieles rojas solían montar sus campamentos a la orilla de una laguna, pero en ellos tan sólo dormían las mujeres, los ancianos y los niños.

Los guerreros cavaban fosas a una cierta distancia, se ocultaban en su interior y se camuflaban con hierba y ramas, para luego permanecer allí toda la noche, despiertos y al acecho, porque de ese modo sorprendían por la espalda a cualquier intruso que se dispusiera a atacarlos.

—Tienen extraordinariamente desarrollados la vista, el oído y el olfato; los he visto pasarse todo un día sin mover un músculo, pero de improviso atacan con la velocidad del rayo. Por eso sus enemigos los llaman «los hombres serpiente».

Recordando el maravilloso recibimiento que les habían hecho los nativos de la isla de Guanahaní, y hasta qué punto sus gentes eran abiertas, amistosas y apasionadas, el gomero no pudo menos que preguntarse cómo era posible que en el mismo Nuevo Mundo, descubierto hacía apenas diecisiete años, pudieran convivir gentes de costumbres tan diferentes.

Si la memoria no le fallaba, la isla de Guanahaní, o San Salvador, como había preferido llamarla el Almirante, se encontraba al este de Cuba, es decir, casi equidistante entre la isla de La Española y las costas de aquella especie de enorme continente al que lo habían arrastrado las corrientes mientras se encontraba inconsciente. No obstante, los nativos de Guanahaní se parecían mucho a los de La Española, pero nada en absoluto a los pieles rojas de aquellas inmensas praderas.

¿Acaso no establecían contactos entre sí pese a que sus respectivas playas no estuvieran separadas más que por un par de jornadas de navegación?

Ni siquiera Silvestre Andújar, que tanto sabía sobre los habitantes de la llanura, se sentía capaz de dar una respuesta convincente a semejante pregunta.

—Los sioux únicamente hacen referencia a las siete familias en que se divide su pueblo, que son las que hablan su misma lengua y practican sus mismos ritos y costumbres. El resto son «extraños», el solo hecho de mencionarlos constituye una especie de ofensa, y lo único que admiten de ellos es el maíz y la sal, pero ni tan siquiera se rebajan a comerciar directamente. Siempre se hace a través de una tippba.

—¿Y eso en qué consiste?

—En unas enormes cabañas, o «casas de intercambio», que se alzan en un territorio que se considera neutral y que están consideradas como una especie de refugio al que únicamente se acude a comerciar.

—Parece algo muy civilizado e impropio de pueblos primitivos —señaló el canario.

—El comercio es lo único que en ocasiones puede hacer que los pueblos más primitivos se comporten de una forma civilizada —le hizo notar el gaditano—. ¡Ojalá tropezáramos con alguna de esas benditas tippbas!

Por primera vez desde el malhadado día en que, por una u otra razón, tanto el gomero Cienfuegos como el gaditano Andújar tuvieron la desgracia de recalar en aquel desconocido territorio, se hizo realidad uno de sus deseos: cinco días más tarde, y cuando el sol comenzó a iluminar con sus primeros rayos la desesperante llanura, hizo su aparición allá a lo lejos, elevada sobre gruesos pilares de nogal y a la orilla de una laguna poco profunda, una sólida construcción de madera de unos veinte metros de largo por diez de ancho.

De inmediato, el andaluz comenzó a dar tantos gritos y saltos de alegría que cabría imaginar que acababa de distinguir en la distancia la mismísima bocana del puerto de Cádiz.