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—Es lo más repugnante que he visto en mi vida.

—Pero la única forma que tenía de vencer. Era el truco predilecto de Vasco Núñez de Balboa, al que ni siquiera Alonso de Ojeda se atrevía a enfrentarse, porque el muy cerdo no necesitaba meterse los dedos en la boca; vomitaba con la misma facilidad con que otros se tiran un pedo.

—¡Menudo guarro! Ha sido una pelea de lo más rastrera y asquerosa.

—Estoy de acuerdo, y por ello te rogaría que no volviéramos a hablar de este asunto; me avergüenza.

En efecto, ni Cienfuegos ni Silvestre Andújar volvieron a mencionar jamás tan desagradable incidente, pero conscientes de que pronto o tarde nuevas partidas de pieles rojas acabarían por descubrirles, tomaron de común acuerdo una sensata decisión: lo mejor que podían hacer era dormir de día y caminar de noche.

Para ello, lo primero que tenían que establecer era el rumbo que pretendían seguir, para lo cual debían seleccionar una serie de estrellas que les sirvieran de guía en la oscuridad.

Muy pronto llegaron a la conclusión de que el mejor rumbo era el oeste, ya que de esa forma podrían comenzar a avanzar con las primeras sombras, guiados por la última claridad de poniente, y aprovechar de igual modo los amaneceres, cuando los primeros rayos se anunciaran a sus espaldas.

Aguardaron por tanto a que esa misma tarde se ocultara el sol y marcaron con una flecha extendida en el suelo el punto exacto por el que había desaparecido.

Luego observaron con mucho detenimiento cuál era la estrella que hacía su aparición en el horizonte lo más cerca posible de la punta de dicha flecha.

Cuando esa primera estrella se elevó casi una cuarta en el horizonte, eligieron otra que surgía un poco a la izquierda y marcaron en un pedazo de piel de conejo cuántos grados tenían que desviarse con el fin de seguir siempre la misma dirección.

De ese modo, eligiendo las siete estrellas o conjuntos de estrellas que iban surgiendo una tras otra sin apartarse más de un grado a cada lado del punto de destino, podían tener la casi absoluta seguridad de que, cuanto más tenebrosa fuera la noche, mejor avanzarían en la dirección correcta.

Se trataba de un sistema muy simple, pero muy eficaz si el viaje no se prolongaba demasiado, y resultaba evidente que no corrían peligro de tropezarse con nada en la oscuridad; no había nada con lo que tropezar, dado que una capa de suave hierba cubría el suelo como si se tratase de una mullida alfombra.

Cada estrella recibió su propio nombre: Ingrid, Rocío, Araya, Catalina, Garaona, Gaditana y Postrera, que era la que al hacer su aparición les anunciaba que había llegado el momento de andarse con ojo porque muy pronto el alba haría acto de presencia, de modo que les convenía buscar un lugar que les sirviera de refugio si no querían pasarse el día durmiendo entre la hierba y bajo un sol de justicia.

Dedicaron dos días a sangrar los árboles que se alzaban junto al río, a fin de recoger la resina que rezumaba, con la que pegaron largos haces de hierba seca sobre pieles de ciervo.

Durante sus años de esclavitud entre los cazadores de la pradera, el gaditano había adquirido una gran habilidad para confeccionar ese tipo de camuflajes. Cuando un hombre, por corpulento que fuera, se tumbaba sobre la hierba y se cubría con una de tales pieles, se convertía de inmediato en parte del paisaje.

Se podría pasar a cinco metros de él sin advertir su presencia.

Convencidos de que contaban con cuanto necesitaban, el tercer día lo emplearon en dormir y con las primeras sombras iniciaron su larga caminata hacia el oeste. No tenían ni la menor idea de hacia dónde se dirigían pero, al fin y al cabo, les daba igual un lugar que otro. Lo que en verdad importaba era abandonar cuanto antes la mayor cárcel que jamás había sido creada.

La «ruta de las estrellas» era, sin lugar a dudas, la más fiel aliada de que pudieran disponer dos desesperados fugitivos que avanzaban a ciegas por la mayor planicie conocida.

Se ataron el uno al otro por la cintura con una cuerda de unos cinco metros de largo, lo que evitaba que pudieran separarse y perderse en las tinieblas, y cada hora se alternaban en la cabecera debido a que muy pronto comprobaron que ése era el tiempo máximo que cada uno de ellos podía permanecer con la vista clavada en una distante estrella sin que los ojos acabaran por engañarlo haciéndole creer que era otra cualquiera de los millones de estrellas que constantemente hacían su aparición en la distancia.

Al gomero, nacido y criado entre montañas que determinaban con absoluta nitidez cuál era su entorno natural, le desconcertaba el hecho de que no existiera ni al frente ni a su espalda, ni a la izquierda ni a la derecha, un solo punto que sirviera de referencia, y por más esfuerzos que hacía aún no había conseguido acostumbrarse a que todo, absolutamente todo a su alrededor, fuera planicie.

Instintivamente se volvía a uno u otro lado, «buscando», y la desolación que descubría le producía una especie de angustioso vacío en la boca del estómago.

El viento era el único que de vez en cuando, y siempre de día, confería una pincelada diferente al paisaje al inclinar la alfombra de hierba en una u otra dirección, con lo que sus tonalidades variaban levemente, pero por las noches ese viento arreciaba hasta convertirse en un engorro, pues tanto los empujaba de costado como los frenaba en su avance.

Curiosamente, casi nunca soplaba llegando por la espalda, desde el este, como si también él se confabulara para impedirles la huida.

En un par de ocasiones incluso tuvieron que detenerse porque el esfuerzo que exigía luchar contra lo que acababa por convertirse en un auténtico vendaval los agotaba hasta el punto de que eran más las fuerzas que perdían que lo que conseguían avanzar.

Al fin y al cabo, no tenían prisa.

El gaditano reconoció que nadie que le importara lo más mínimo lo esperaba en parte alguna, y el canario llegó a la conclusión de que a su numerosa familia igual le daba que regresara un año antes o un año después, con tal de que regresara.

La experiencia de sus infinitas vicisitudes le había enseñado que en los tiempos en que le había tocado vivir, y cuando el destino parecía haberlo elegido como testigo de primera fila y «adelantado» de la vieja Europa en nuevos mundos de los que hasta aquel momento ni tan siquiera se tenía noticia, lo más importante era siempre intentar conservar el pellejo intacto confiando en que el caprichoso destino que lo había arrancado de su casa tuviera a bien devolverlo a ella.

En el fondo, su casa estaba donde estuvieran sus mujeres y sus hijos, y Cienfuegos confiaba en sí mismo y en su capacidad de ingeniárselas, como se las había ingeniado hasta el presente, a la hora de reencontrarse con ellos.

Tanto el canario como el andaluz caminaban como autómatas desde que las primeras sombras se adueñaban del cielo, hasta que ese mismo cielo les anunciaba que el sol había hecho ya un primer guiño en la distancia, momento en el que esforzaban la vista buscando una laguna, un riachuelo o un simple grupo de arbustos que los pusieran a salvo de miradas indiscretas.

Cuando no lo conseguían se camuflaban entre la hierba y descansaban un par de horas; luego, atisbaban en todas direcciones con tanta paciencia y dedicación como el camaleón que aguarda, inmóvil sobre una rama, a que un desprevenido insecto se ponga al alcance de su pegajosa lengua.

Silvestre Andújar había aprendido de los nativos a ser paciente hasta el límite de la exasperación, porque en una infinita llanura en la que nada especial había sucedido durante los últimos mil años, nada especial sucedería a no ser que el ser humano lo provocara en uno de sus muchos actos de alocada precipitación.

Valorar el tiempo ha sido una de las tareas más difíciles a las que se ha enfrentado el hombre a lo largo de la historia.

El tiempo es oro en unos determinados momentos, pero en otros ese mismo tiempo debe convertirse en plomo que frene los impulsos y aplaque los ánimos.

Vidas, batallas, culturas e inclusos civilizaciones se han perdido por el simple hecho de que alguien no fue capaz de determinar cuál era el momento exacto de actuar y cuál el de mantener la calma, ya que tal como Alonso de Ojeda solía decir: «El mejor espadachín no es quien mejor maneja la espada, sino quien sabe lanzar la estocada cuando está la guardia bajada».

El capitán conquense, pequeño, delgado y aparentemente frágil, había demostrado la validez de su teoría en más de un centenar de ocasiones por la sencilla razón de que la naturaleza, que no le había dotado de altura, ni de fuerza, ni de una especial resistencia, le había proporcionado sin embargo el inapreciable don de saber elegir la décima de segundo precisa en que debía avanzar un paso y penetrar como una flecha por entre las defensas de su enemigo.

Desde que hicieron su aparición sobre la faz del planeta, los hombres han sido esclavos del tiempo, no por el hecho de que éste corra y los haga envejecer, sino porque no han sabido dominarlo y por lo tanto han acabado por convertirse en dominados.

Millones de esos hombres, y de igual modo millones de mujeres, han muerto con el convencimiento de que, si hubieran sido capaces de conseguir que el tiempo volviera atrás un día, unas horas e incluso a veces tan sólo un minuto, su vida hubiera sido muy diferente, más plena, más feliz, o con toda seguridad, menos desgraciada.

Por su parte, Silvestre Andújar era de la opinión de que esa absoluta carencia de valor del tiempo en las grandes praderas era el culpable de que los pieles rojas continuaran siendo unos seres extremadamente primitivos.

—He escuchado cómo proclamaban, con innegable orgullo, que sus antepasados de hace treinta o cuarenta generaciones vivían y cazaban tal como ellos lo continúan haciendo, convirtiendo de ese modo la tradición en la principal de sus virtudes —comentó un mediodía en el que descansaban a la sombra de un copudo roble que había crecido en mitad de la llanura por algún extraño capricho de la naturaleza o porque un ave emigrante había tenido tiempo atrás la feliz ocurrencia de aliviarse las tripas al pasar por aquel punto exacto—. Mi impresión es que nada nuevo, o fuera de lo normal, ha sucedido en estas praderas durante los últimos ochocientos años, y frente a semejante monotonía los nativos han respondido dejándose llevar por la apatía. Si les bastaba con puntas de flecha de piedra, nunca se preocuparon por mejorarlas, y si les bastaba con una tienda de piel de bisonte, nunca pretendieron construir una casa más sólida. La carencia de incentivos ha acabado por abotargar sus mentes, y sabido es que el conformismo se convierte en el peor enemigo del progreso.

—Cierto es que probablemente han ocurrido más cosas en el último siglo en Europa que aquí en ocho… —reconoció el canario—. Pero lo que cabe preguntarse es si allá son más felices que aquí.

—«La piedra es más feliz que el cactus, el cactus más feliz que la rosa, la rosa más feliz que la cabra, la cabra más feliz que el pastor y el pastor más feliz que el sabio —recitó el andaluz repitiendo la frase predilecta de su padre—. Pero yo sería más feliz siendo sabio que siendo piedra».

—A mí no me iba nada mal como pastor hasta que conocí a Ingrid. Por ella intenté ser más sabio, con lo que se me acumularon los problemas —admitió el gomero—. Pero, en mi modesta opinión, a los pieles rojas no les queda mucho tiempo para continuar viviendo como lo han hecho hasta ahora —puntualizó—. Hemos llegado nosotros.

—¿Acaso crees que les cambiaremos la vida? —Se sorprendió su interlocutor—. ¿Tan importantes nos consideras?

—¡No, por supuesto que no! Tú y yo no cambiaremos nada, de la misma manera que en la Gomera la llegada de un par de saltamontes africanos no altera la vida de los lugareños. Pero los gomeros saben que tras semejante avanzadilla acabará por llegar una plaga de langosta que devorará las cosechas y les condenará a pasar un año de penuria.

—¿Acaso nos consideras la avanzadilla de la plaga de langosta?

—Contra nuestra voluntad, sin duda alguna; al igual que el par de saltamontes que llegan a la Gomera empujados por el viento contra su voluntad. Pero ese primer paso es siempre el más importante. Y, si no, pregúntaselo a los nativos de La Española, que en diez años pasaron de ser libres y felices a su modo, a ser desgraciados y esclavos a nuestro modo.

—Eso es muy cierto —admitió el gaditano—. En los meses que pasé en La Española no encontré ni a un solo indígena que pareciera mínimamente satisfecho.

—Cuando los europeos invadamos estas praderas tampoco se podrá ver a un solo piel roja satisfecho, porque lo peor que les aportaremos no serán nuestras enfermedades o nuestras malas costumbres; lo peor es algo que desconocen y contra lo que jamás serán capaces de luchar.

—¿Y es…?

—La avaricia. No he conocido a un nativo del Nuevo Mundo que desee más de lo que puede necesitar en ese justo momento, ni a un originario de nuestro Viejo Mundo que no desee más de lo que podrá necesitar nunca. —El canario hizo un amplio gesto con las manos como si con ello quisiera dar más énfasis a sus palabras al añadir—: Ésa es, a mi modo de ver, la insalvable diferencia, que existe entre nosotros.

—De hecho, ningún sioux que haya conocido ha demostrado tenerle apego a nada que no fuera sus hijos —reconoció Andújar al tiempo que asentía con un leve ademán de cabeza—. Los adoran, se desviven por ellos, y cuando un niño muere, no sólo sus padres sino la tribu entera parece sumirse en una profunda desesperación. Lo lloran durante meses en los que casi no comen y apenas se mantienen con unos sorbos de agua.

—¿Y acaso no sienten el mismo amor por sus mujeres? —Quiso saber Cienfuegos.

—Supongo que no. Y, si en verdad lo sienten, a los guerreros les está vedado manifestarlo. Un verdadero sioux debe mostrarse estoico e impertérrito ante la adversidad o el dolor, por lo que tan sólo le está permitido ser tierno con los niños. Nunca los he visto reprenderlos, y de hecho les consienten barrabasadas que un padre europeo zanjaría al instante con una buena azotaina. Sin embargo… —añadió el de Cádiz—, aquí un hombre y su mujer pueden enzarzarse en una feroz trifulca en la que se zurran de lo lindo hasta cansarse ante la indiferencia de sus vecinos. Cuando se cansan de pegarse, pero sin utilizar nunca ningún tipo de armas, uno de ellos se marcha del poblado, se pasa una temporada fuera, y cuando vuelve todos se comportan como si nada hubiera sucedido.

—¡Sorprendente!

—¡Y tanto! A mi modo de ver, no conocen el resentimiento ni el rencor, por lo menos entre miembros de la misma tribu, porque cuando dos hombres o dos mujeres se pelean entre sí se comportan de idéntica manera. Es como si no tuvieran memoria.

—¿Pero la tienen…?

El otro asintió convencido.

—Para todo, excepto para los enfrentamientos de tipo doméstico.

—¡Curioso! —señaló el canario—. Cuando, en muy raras ocasiones, he discutido con Ingrid o con Araya, se pasan una semana de morros y sin dirigirme apenas la palabra.

—Nuevo mundo, nuevas costumbres…

Las costumbres de aquel Nuevo Mundo eran en verdad muy diferentes, y Cienfuegos pudo comprobarlo tres días más tarde, cuando, al atisbar a media mañana sobre la hierba de la pradera, distinguió sentado en mitad de la llanura, y casi a tiro de piedra de donde habían dormido, a un anciano cubierto con una piel de bisonte, tan inmóvil que más parecía una estatua de mármol que un ser viviente.

Se apresuró a despertar al andaluz con el fin de mostrarle lo que había descubierto, pero éste se limitó a comentar, como si se tratara de lo más natural del mundo:

—No te preocupes; no es más que un muerto que camina.

—¿Un qué…?

—Un muerto que camina. Un viejo que se siente ya muy cansado, no quiere seguir siendo una carga para los suyos y ha decidido alejarse del campamento para morir en paz.

—Pues éste ni siquiera camina —le hizo notar el gomero—. Y no me extrañaría que estuviera muerto, porque no mueve un músculo.

—Recuerda algo que puede salvarte la vida —puntualizó Andújar—: En las praderas nada está muerto hasta que los buitres certifican que lo está. Nunca te fíes ni de una bestia ni de un hombre tendido en la llanura a no ser que compruebes que los carroñeros le han sacado los ojos.

—Así pues, ¿crees que ese pobre viejo puede hacernos daño?

—¡No! Ése no, desde luego. Ése lo único que pretende es que la muerte lo alcance cuanto antes.

—¿Y a sus hijos no les importa que muera en mitad de la nada y como un perro?

—¿Y qué otra cosa pueden hacer? —Fue la respuesta—. Éstos son pueblos nómadas que viven de seguir a las manadas de bisontes, por lo que no pueden quedarse en un mismo lugar a la espera de que un viejo impedido tarde tres meses o tres años en morir. Sería tanto como condenar al hambre a toda la tribu, y los ancianos demuestran su amor a la familia alejándose solos en mitad de la noche. Como suelen decir: «El hombre debe nacer rodeado de risas y alegrías, pero no debe morir rodeado de lágrimas y llantos. Es mejor el silencio».

—Veo que has aprendido mucho de ellos.

—Mucho. ¡Lástima que lo aprendí como esclavo!

—¿Cuál hubiera sido la diferencia?

—Que yo habría aprendido muchas más cosas de ellos, pero ellos habrían aprendido de mí cosas que les hubieran resultado tremendamente útiles.

—¿Como por ejemplo?

—Como por ejemplo el uso de la rueda.

El cabrero canario tardó en responder; recorrió con la vista por enésima vez la obsesiva llanura de una hierba cuyas raíces se afirmaban firmemente al suelo hasta convertirlo en una especie de mullido tapiz interminable, y se vio en la obligación de reconocer que probablemente no existía un lugar más apropiado sobre el planeta para que un carruaje de anchas llantas avanzase casi como sobre una nube.

—¿Realmente no conocen la existencia de la rueda? —inquirió al fin como si le costase admitir semejante disparate.

—No creo que la conozcan, puesto que no la usan… —le hizo notar su compañero de fatigas—. Cuando llega el momento de seguir a una manada, desmontan el campamento, lo cargan todo a la espalda, incluidas las pesadas pieles de bisonte y los largos palos de las tiendas, e inician una lenta marcha a pie que en ocasiones se prolonga durante semanas. Cada día de viaje, con frío, con viento, con calor o con lluvia, constituye un auténtico suplicio, y te lo dice alguien que lo ha padecido en sus propias espaldas. No existe peor pesadilla que uno de esos agónicos viajes en los que, en cuanto te retrasas unos pasos, te azotan con una fusta.

—¡Lo imagino! Y ahora entiendo que ese pobre viejo prefiera sentarse ahí, a morir en paz.

—Sin embargo —añadió el andaluz—, la vida de estos mendrugos cabezotas sería muy diferente si dispusieran de carromatos que les sirvieran de viviendas, como las de los gitanos europeos. Podrían marchar tranquilamente en pos de los búfalos y no pasarían tantas calamidades. Si tienen el agua y la comida asegurada lo único que necesitarían sería un buen medio de transporte, pero han sido incapaces de procurárselo pese a que lleven en estas llanuras miles de años.

—Tal vez no hayan inventado los carromatos porque no tienen con qué arrastrarlos —le hizo notar Cienfuegos—. No he visto ni un solo burro, mulo o caballo.

—Es que no los hay —admitió el otro—. En alguna ocasión les he hablado de ellos, pero se niegan a admitir que pueda existir un animal tan grande y sobre el que se pueda montar un hombre. Cuando una vez les hice un dibujo, bastante bueno por cierto, rompieron a reír asegurando que estaba completamente loco y se estuvieron burlando de mí durante meses. Perdí mucho prestigio ese día —confesó pesaroso—. Mucho, y a partir de ese momento llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era callarme. Hace tiempo aprendí que no hay nadie más obtuso, vengativo y cruel que el ignorante que prefiere continuar siéndolo.

—Sin embargo, de poco les hubieran servido los carromatos sin mulas ni caballos —puntualizó el canario.

—En mi tierra las carretas las arrastran los bueyes —fue la rápida respuesta—. Y estoy convencido de que con tiempo, ¡cientos de años!, y su infinita paciencia, estos cretinos habrían conseguido domesticar bisontes y enseñarles a tirar de los carros.

Cienfuegos observó largo rato a su interlocutor con el ceño fruncido, tal vez un tanto confundido por sus palabras, y al fin no pudo menos que inquirir:

—¿Los odias o los admiras?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que en ocasiones hablas de los pieles rojas con respeto y admiración, y otras con un absoluto desprecio. Aún no he conseguido averiguar qué es lo que sientes por ellos.

El andaluz Silvestre Andújar, quien pese a haberse enrolado como contramaestre en una estúpida aventura a la búsqueda de la inexistente isla de Bímini y su prodigiosa Fuente de la Eterna Juventud, demostraba, no obstante, haber sabido aprovechar las enseñanzas de un cura gaditano y poseer unas notables dosis de sentido común, se tomó un tiempo antes de responder:

—Ningún pueblo, nación o raza, ni de aquí, ni de Europa, ni supongo que de cualquier otro lugar del mundo, es digno de una total admiración, ni merecedor de un absoluto desprecio. Los sioux, dakotas, pieles rojas o como queramos llamarlos, tienen, al igual que todos los demás, incluidos naturalmente los españoles, virtudes y defectos, y yo no soy tan lerdo como para no reconocerlo. —Hizo una corta pausa, para añadir luego, seguro de lo que decía—: Sin embargo, tú has dicho algo en lo que reconozco que tienes muchísima razón: en cuanto los europeos aparezcan por aquí, de esta gente no va a quedar ni el recuerdo porque son incapaces de adaptarse a cualquier tipo de cambios y por lo tanto no acertarían a enfrentarse a aquello que desconocen.

—¡Lástima!

—¡Lástima, en efecto, pero así es!