Durante el resto del día le resultó imposible orientarse.
El polvo lo cubría todo, le costaba un gran esfuerzo respirar, se le irritaban constantemente los ojos, y era como si de improviso hubiese anochecido sobre la extensa llanura.
Al igual que él, venados, coyotes, lobos, crótalos, liebres, perrillos de las praderas e incluso algún que otro bisonte que se había apartado de la manada, vagaban como atontados, y a su alrededor no distinguía más que cadáveres de animales y troncos de árboles tronchados.
Por suerte, en el desigual lance con la furibunda naturaleza no había perdido ninguno de sus míseros enseres, por lo que podía darse por satisfecho dado que lo único qué se advertía en lo poco que alcanzaba la vista era desolación y caos.
El tornado se alejaba en la dirección que había seguido el grupo de cazadores, de modo que no pudo menos que preguntarse qué les podría haber ocurrido, o más bien, qué estaría a punto de ocurrirles en cuanto aquel terrorífico fenómeno atmosférico les sorprendiera en campo abierto.
Era de suponer que sabrían cómo enfrentarse a las inclemencias de un mundo en el que habitaban desde hacía cientos o tal vez miles de años, por muy difícil que resultara predecir que, sin la más mínima señal de aviso y en mitad de una tranquila jornada de caza, se pudieran desatar todas las furias del infierno.
¡País de locos!
Al bramido, a la brutal fuerza y a la velocidad del viento siguió una noche muerta, quizás la más muerta que el gomero hubiera visto, pues el polvo en suspensión impedía que se distinguiera una sola estrella, y podría creerse que incluso los incontables pobladores de la llanura que aprovechaban la oscuridad para procurarse alimento habían decidido que por el momento resultaba más prudente quedarse «en casa».
Optó por acurrucarse en posición fetal, oculto entre la maleza, y hacer lo que mejor sabía hacer: esperar.
Al amanecer comenzó a llover y pronto descubrió que lo que llovía no era agua, sino una especie de fango pringoso debido a que cada gota de agua arrastraba al caer parte del polvo en suspensión que había quedado flotando en el ambiente.
El resultado lógico fue que, cuando a media mañana los primeros rayos del sol consiguieron vencer los incontables obstáculos que se interponían en su camino, iluminaron un paisaje monocolor en el que pradera, ríos, lagunas, árboles, animales e incluso el propio canario, sus ropas y sus armas, parecían haber sido pintados de marrón por un artista asaz poco imaginativo.
Cuando se contempló de aquella guisa, el atribulado cabrero no pudo menos que exclamar por enésima vez: «¡País de locos!».
No tuvo más remedio que esperar a que las aguas del río se aclararan, con el fin de poder desprenderse del barro, y al concluir inició de un modo casi instintivo el camino rumbo al noroeste sin volver a plantearse si el hecho de seguir las huellas de los nativos era ciertamente la opción más lógica o, por el contrario, la más peligrosa.
Tal vez fuera, al mismo tiempo, la más lógica y también la más peligrosa.
Pero lo aceptó de buen grado porque por un lado se veía obligado a intentar ayudar a un cristiano en apuros, y por el otro se encontraba cansado de vagar como alma en pena o como una sombra intangible por unas tierras que a cada paso se le antojaban más extensas.
Ocurriera lo que quiera que ocurriese, siempre sería preferible a la incertidumbre, y debido a ello se sorprendió a sí mismo acelerando el paso como si, tomada la decisión, le corriera prisa reencontrarse con la partida de cazadores.
A media tarde encontró a uno.
Muerto.
Aplastado contra el suelo en el que había enterrado la cabeza, con el cuello roto como si se tratara de una caña seca, daba la impresión de que había caído como una piedra desde una enorme altura, y el canario no pudo menos que preguntarse qué habría experimentado aquel pobre hombre, por muy salvaje que fuera, en el momento en que una mano invisible lo alzaba como si se tratara de una pluma y lo hacía girar y girar en el aire hasta acabar por arrojarlo como la piedra de una honda.
¡Joder!
Al contemplar tan tristes despojos, Cienfuegos acabó, por convencerse de que el principal enemigo al que tendría que enfrentarse a lo largo de su peregrinar de regreso a casa no sería nunca el ser humano, por muy aguerrido o cruel que pudiera resultar, sino una naturaleza que ofrecía todo el aspecto de ser mucho más desmesurada allí que en cualquier otro lugar que él conociera o del que hubiera oído hablar.
Un río en el que cabían todos los ríos conocidos; unas praderas mil veces más extensas que todas las praderas imaginables; unas manadas de vacas chepudas que hubieran pasado sin inmutarse sobre todas las manadas de vacas de Europa, y unos tornados frente a los cuales cualquier otro tornado sonaba a pedo de vieja.
¡Pues sí que estamos buenos!
No volvió a encontrar rastro alguno de vida humana, ni casi animal, hasta cuatro o cinco días más tarde, en que distinguió a lo lejos varias delgadas columnas de humo que se elevaban al cielo formando caprichosos dibujos.
Por fortuna, las altas gramíneas lo cubrían hasta el pecho, por lo que apenas necesitaba inclinarse para desaparecer de la vista de posibles centinelas.
No obstante, pronto llegó a la conclusión de que los nativos no eran tan descuidados como pudiera parecer, ya que llegó un momento en que le resultó imposible avanzar un solo paso sin correr el peligro de ser descubierto.
El campamento, porque era evidente que se trataba de un campamento nómada, y no de un poblado definitivamente asentado, aparecía enclavado en la curva de un riachuelo, y no tardó en comprobar que la hierba había sido cuidadosamente segada en una amplia zona en rededor con el fin de que ni bestias, ni enemigos, ni probablemente un fuego que se prendiera de improviso en la llanura, pudiera sorprenderle.
El fuego debía de constituir sin duda alguna la peor amenaza en aquellas épocas del año en que la hierba no estuviera lo suficientemente húmeda, y el canario no quiso ni imaginar lo que tendría que llegar a correr en caso de incendio un ser humano en unos territorios en los que continuaba sin distinguirse un solo accidente hasta donde alcanzaba la vista.
Lo primero que le llamó la atención del campamento fue la forma cónica de las viviendas, confeccionadas con lo que parecía ser piel de bisonte, y la mayoría de ellas vistosamente decoradas con extraños dibujos de un color rojo sangre o un negro intenso y brillante.
Calculó que todas menos una, considerablemente mayor y que debía de servir de punto de reunión de la tribu, tenían un diámetro de unos tres metros en su base y algo menos de altura, con un hueco en la parte alta en la que se entrecruzaban los palos que las mantenían en pie, y que era el lugar por donde salían las columnas de humo que lo habían alertado de su existencia.
Contó hasta quince, incluida aquélla en torno a la cual se agrupaban las demás, y se sorprendió al descubrir que apenas se advertía presencia humana por los alrededores.
Cuatro o cinco chicuelos se bañaban en el río, no lejos de donde un par de mujeres pescaban, mientras a escasa distancia de allí una tercera recogía lo que parecían ser bayas rojas, que iba depositando en un cesto que cargaba a la espalda.
Tardó en percatarse de que en la copa del árbol más alto había un muchacho sentado a horcajadas sobre una gruesa rama, oteando continuamente en todas direcciones.
Pero no consiguió distinguir ni a un solo guerrero.
De vez en cuando le llegaba, apagado por la distancia pero en cierto modo estridente, un extraño cántico, monótono y reiterativo, y al aguzar la vista llegó a la conclusión de que quienes lo emitían eran unas extrañas aves, bastante mayores que una oca pero de color gris muy oscuro, que se encontraban encerradas en un cercado de cañas.
La sotabarba, de un escarlata intenso, les colgaba como un flácido moco y parecían exhibirla con especial orgullo.
Permaneció varias horas agazapado, estudiando las escasas idas y venidas de los nativos, hasta que el muchacho del árbol sopló una especie de cuerno dejando escapar un sonido ronco y profundo con el que al parecer saludaba a un grupo de cazadores que se aproximaban desde el otro lado del río.
En esta ocasión no transportaban trozos de bisonte, sino varias aves y un par de venados, el mayor de los cuales lo cargaba a la espalda el prisionero blanco que había visto por primera vez en la laguna.
De inmediato, la vida se animó en el poblado; mujeres, niños y ancianos salieron al encuentro de los recién llegados, y, mientras las primeras se apresuraban a desplumar o desollar las piezas capturadas, los pequeños suplicaban con gestos a los recién llegados que los alzaran en brazos.
Al canario se le antojó que era aquélla una escena de lo más apacible y bucólica, salvo por el hecho de que su compatriota, si es que se trataba en realidad de un compatriota, acababa de ser maniatado y sujeto a una gruesa estaca que se alzaba bastante lejos de la orilla del río.
Advirtió cómo de inmediato se envolvía en una piel de bisonte y se dejaba caer, agotado, para quedar muy quieto, como si acabara de fulminarle un rayo.
Su imagen, sucio, desgreñado y cubierto de sangre, constituía la viva estampa de la desolación.
En el momento en que el sol comenzaba a iniciar su descenso hacia el horizonte, hizo su aparición un frío viento que calaba hasta los huesos, por lo que antes de cerrar la noche ya no se distinguía más ser humano que un nuevo muchacho, ahora envuelto en pieles, que había ido a sustituir al que vigilaba desde la copa del árbol.
Durante un largo rato se mantuvo, casi imperceptible, el resplandor del fuego en el interior de las «viviendas», pero al fin las tinieblas se adueñaron definitivamente del lugar.
Cienfuegos agradeció que fuera aquélla una noche en la que la luna se exhibía apenas como una leve mueca en el cielo, y comprendió que debía moverse cuanto antes si no quería quedarse allí clavado, a riesgo de morirse de frío.
Reptó como un lagarto, sin hacer el menor ruido y deteniéndose a cada instante a prestar atención, por lo que necesitó casi una hora para llegar al punto en el que calculó que debía de encontrarse el hombre al que venía buscando, y si consiguió localizarlo en la oscuridad fue únicamente gracias a sus ronquidos.
Se arrastró hasta quedar a su espalda, lo abrazó con fuerza, le tapó la boca con la mano y le musitó al oído:
—¡Cristiano, no grites! ¡Soy cristiano!
El otro hizo un primer gesto de intentar zafarse, pero de inmediato se quedó muy quieto y en evidente tensión.
El gomero insistió:
—Soy cristiano y vengo a ayudarte. ¿Entiendes lo que te digo?
El infeliz asintió varias veces, y mientras sostenía el cuchillo en una mano, decidido a degollarlo al menor intento que hiciera de gritar, Cienfuegos aflojó la presión de la mano con la que le tapaba la boca, al tiempo que inquiría con un susurro:
—¿Español…? —Como percibió un nuevo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Quieres que te saque de aquí?
Más que una respuesta lo que obtuvo fue un sollozo:
—¡Por Dios!
Se apresuró a cortarle las ligaduras y juntos comenzaron a arrastrarse de nuevo muy despacio y con idénticas precauciones que a la ida, hasta que alcanzaron la zona de hierba crecida.
Se alejaron entonces a toda prisa, aún inclinados, y tan sólo cuando no les cupo la menor duda de que resultaba absolutamente imposible que desde el poblado los vieran o los oyeran, decidieron erguirse y echar a correr como si les fuera en ello la vida.
De hecho les iba, y sabiéndolo no se detuvieron hasta que la primera claridad se apoderó de la pradera, momento en que el cautivo se dejó caer de rodillas, completamente exhausto.
—¡Espera! —dijo implorante—. ¡No puedo más…! —Y cuando el canario se aproximó, le aferró las manos y comenzó a besárselas una y otra vez—. ¡Gracias, gracias! —exclamó entre lágrimas y sollozos—. Me has salvado la vida. ¡Más que la vida, porque aquello es un infierno!
—Aún no estás a salvo… —le recordó el cabrero—. Puede que nos sigan.
—Lo estoy por mucho que me sigan —fue la decidida respuesta—. Antes de que vuelvan a cogerme me corto las venas.
—¡No lo digas ni en broma! ¿Cómo te llamas?
—Silvestre Andújar.
—¡Vaya por Dios! —No pudo evitar comentar el gomero con una leve sonrisa burlona—. ¡Algo silvestre sí que pareces! ¿De dónde eres?
—De Cádiz. ¿Y tú quién eres y de dónde has salido?
—Me llamo Cienfuegos y he salido del mismo sitio que tú: del mar.
—¿Cienfuegos? —Pareció sorprenderse el gaditano—. ¿No serás por casualidad el famoso grumete Cienfuegos que iba con Colón, al que llamaban Brazofuerte y que según cuentan fue el único que escapó de la matanza del fuerte de la Natividad?
—El mismo.
—¿Y qué haces aquí?
—Eso quisiera saber yo.
—¿Y dónde estamos?
—Confiaba en que tú me lo aclararas… —le hizo notar el cabrero tomando asiento a su lado.
—¿Yo…? —Se asombró el llamado Silvestre Andújar—. ¿Y yo qué diablos puedo saber que no sepas tú? Veníamos buscando la isla de Bímini, pero hace tiempo que llegué a la conclusión de que ni esto es Bímini, ni mucho menos una isla.
—¿Eras uno de los tripulantes del Princesa del Mar?
—El contramaestre… ¿Cómo puedes saber que ése era mi barco?
—Encontré sus restos en la playa, y no creo que ningún otro barco cristiano haya llegado nunca a estas tierras. ¿Qué ha sido de tus compañeros?
La respuesta rezumaba absoluta sinceridad:
—No tengo ni la menor idea. Una tarde estaba haciendo mis necesidades entre unos arbustos cuando me dieron un golpe en la cabeza y no he vuelto a saber nada de ellos. Me cogieron cagando, y nunca mejor dicho.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unos tres años.
—¡Dios sea loado! ¿Y has soportado tres años de esa vida?
—¿Y qué otra cosa podía hacer? —replicó el infeliz Andújar encogiéndose de hombros—. ¡A la fuerza ahorcan! —Se puso cansinamente en pie al tiempo que señalaba—: Y es mejor que dejemos la charla para otro momento, porque conozco a esos cafres y me consta que son capaces de seguir el rastro de una lagartija sobre una roca. No nos dejarán marchar tan fácilmente.
El gaditano sabía muy bien de lo que hablaba, pues a media mañana pudieron comprobar que una veintena de diminutos puntos se movían en el horizonte avanzando directamente hacia ellos.
Aceleraron el paso todo lo posible, pero pronto resultó evidente que el agotado y maltratado Silvestre Andújar jamás conseguiría mantener el infernal ritmo que imponían unos salvajes que parecían haber nacido para correr por las praderas en persecución de sus presas, fueran hombres o bestias.
Al coronar una de las escasísimas ondulaciones del terreno y comprobar hasta qué punto habían perdido terreno, el excautivo se dejó caer de rodillas con gesto de profunda resignación al tiempo que exclamaba:
—¡Continúa tú que puedes! ¡Déjame el cuchillo y márchate!
—¿Estás loco? —Se sorprendió el gomero—. Si quieren guerra tendrán guerra. ¡Vamos, anímate! Al fin y al cabo apenas llegan a veinte.
—¿Y te parecen pocos? —Se asombró el otro—. ¡Lo único que podría salvarnos es conseguir un pedazo de madera con que hacer fuego!
El canario se limitó a meter la mano en la bolsa que le colgaba del hombro con el fin de mostrarle un pedazo de yesca y pedernal al tiempo que le hacía notar:
—Con esto resulta mucho más sencillo, pero si le prendes fuego a esta maldita llanura vamos a terminar convertidos en chicharrones. Aquí no hay un solo lugar en el que refugiarse, y el fuego lo mismo abrasa a paganos que a cristianos.
El otro no respondió, limitándose a apoderarse de la yesca y el pedernal que se llevó a los labios para besarlos con tanto entusiasmo como si se tratara del mismísimo Santo Grial.
—¡No es eso! ¡No es eso! ¡Ven, corre, ayúdame! —pidió mientras comenzaba a arrancar la hierba a su alrededor con la desesperación de un poseso—. ¡Vamos! Tenemos que despejar toda esta zona y amontonar la hierba en el centro. ¡Date prisa!
—¿Pero para qué? —Quiso saber Cienfuegos.
—No pierdas el tiempo y haz lo que te digo, por favor —fue el perentorio ruego—. Luego te lo explico.
Concluida la tarea, arrancada la hierba en un radio de unos diez metros y agrupada en el centro, el gaditano se apresuró a introducir las manos dentro del considerable montón de paja y golpear el pedernal con el fin de conseguir que saltaran las primeras chispas.
—Pero si enciendes fuego descubrirán dónde estamos —le hizo notar el canario en buena lógica.
—¡Eso ya lo saben…! —Fue la respuesta—. Pero lo que no saben, aunque muy pronto lo descubrirán, es que tenemos fuego. ¡Menuda sorpresa!
Efectivamente, a los pocos instantes la pajiza hierba comenzó a arder, con lo que una pequeña columna de humo se alzó al cielo para inclinarse poco a poco en dirección este.
En cuanto las llamas ganaron en intensidad, Silvestre Andújar las regó con sus orines procurando esparcir el chorro de uno a otro lado sin concentrarlo en ningún punto.
—¡Mea, mea! —suplicó a su compañero de fatigas—. Humedece la hierba, pero sin apagar el fuego… ¡Venga! Haz lo que te digo y no discutas.
El cada vez más perplejo gomero lo imitó, pero no pudo menos que inquirir:
—¿Y qué demonios conseguiremos meándonos en el fuego?
—Que la paja se humedezca, con lo que el humo será negro.
—¡Ya! ¿Y eso para qué?
El otro se limitó a hacer un gesto hacia donde sus perseguidores parecían haberse detenido en su rápida carrera, al tiempo que señalaba:
—Ellos lo entienden, y eso es lo que importa.
Cuando la columna de humo, ahora mucho más oscura, se elevó suficientemente, Silvestre Andújar tomó la piel de bisonte con la que se cubría y, pidiendo al canario que la agarrara por el otro extremo, la situó a poco más de un metro sobre el fuego.
La mantuvo allí casi un minuto y de un solo golpe la apartó permitiendo que el humo que se había concentrado debajo surgiera de un solo golpe.
Repitió la extraña maniobra por tres veces; luego dejó la piel a un lado, cargó la ballesta, ató a la flecha un haz de hierba seca y la lanzó muy alta en dirección a los indígenas.
Por último, se sentó a observar los movimientos de sus perseguidores.
Apenas habían pasado cinco minutos cuando el que parecía comandarlos clavó en el suelo una larga lanza de cuya parte posterior colgaba un vistoso penacho de plumas rojas y blancas.
A continuación, dio media vuelta y se alejó por donde había venido seguido por todos sus compañeros.
—¡Bien, hijos de puta! ¡Bien! —exclamó sin poder contenerse quien había sido su esclavo durante tres largos años—. ¡A tomar por el culo! ¡Así os pudráis en el infierno!
Cienfuegos, que se había acomodado junto a él a contemplar cómo sus perseguidores renunciaban a la caza para perderse de vista, vencidos y cabizbajos, permitió que disfrutara a gusto de su innegable e incruenta victoria, antes de inquirir:
—¿Me explicarás ahora qué significado ha tenido todo esto?
El otro se volvió a mirarlo sonriente mientras asentía una y otra vez con la cabeza.
—Todos los indios de las grandes praderas cuentan con dos grandes aliados que son también sus dos mayores enemigos: el fuego y los bisontes —dijo—. Las inmensas manadas de bisontes, o búfalos, como ellos les llaman, les proporcionan comida, vestidos y pieles con las que construir sus viviendas. Sin embargo, cuando se asustan y provocan una estampida, lo arrasan todo a su paso, y cuando les apetece se marchan muy lejos, a terrenos que pertenecen a otras tribus, lo cual trae aparejado el hambre y en ocasiones la guerra.
—Se entiende al ver esas gigantescas manadas que serían capaces de alimentar a medio mundo.
—Los salvajes consideran a los bisontes el gran regalo de los dioses, al igual que el fuego que les permite cocinar sus alimentos y no morirse de frío en invierno. Pero al mismo tiempo el fuego se convierte en su principal amenaza cuando la hierba de la llanura se encuentra, como ahora, reseca. Un incendio en estas inmensas praderas sin accidentes constituye una pesadilla, puesto que se prolonga por días, semanas e incluso meses, arrasándolo todo y ahuyentando la caza que puede no regresar en años.
—Eso también lo entiendo —reconoció por segunda vez el canario.
—Por eso, al encender un fuego que pudieran ver claramente les enviamos un primer mensaje: «Somos dueños del fuego». —El gaditano hizo una corta pausa antes de añadir—: Si la columna de humo es blanca significa que se viene en son de paz, a parlamentar, comerciar, participar en una fiesta o comprar esposas que lleven sangre nueva a la tribu. Pero, si el humo es negro, quiere decir que la intención es agresiva. El hecho de interrumpir varias veces la columna de humo con la piel indica que se está intentando contener a la bestia, pero que en cuanto se la deje en libertad arrasará con todo.
—¿Y la flecha?
—Que les estamos enviando un haz de hierba apagado, pero que del mismo modo se lo podríamos enviar encendido, con lo que el fuego los rodearía en cuestión de minutos y en ese caso no tendrían salvación. Es una especie de oferta de paz de alguien que demuestra estar bien preparado a la hora de hacer la guerra.
—Y evidentemente han elegido la paz.
—Tienen mucho que perder a cambio de la libertad de un simple esclavo. Por eso, durante todos estos años de cautiverio nunca me permitieron aproximarme al fuego, ni echar mano de nada que pudiera provocarlo. Saben perfectamente que en las praderas un solo hombre sin otra ayuda que el fuego es más peligroso que un ejército sin él.
El canario hizo un gesto hacia la lanza cuyas plumas destacaban sobre la hierba, e inquirió:
—¿Y ése es el símbolo de la paz?
—Y el límite de la frontera —asintió su acompañante—. La lanza indica que se comprometen a no pasar de ese punto, pero que si regresamos nos matarán; con fuego, representado por las plumas rojas, o sin él, representado por las plumas blancas.
—Nunca te acostarás sin saber una cosa más… —sentenció Cienfuegos al tiempo que extraía de su zurrón de piel unos trozos de carne que comenzó a asar aprovechando los rescoldos de la hoguera—. La verdad es que no tengo el menor interés en volver atrás, pero resulta evidente que esa supuesta frontera nos empuja indefectiblemente hacia el oeste.
—O hacia el norte.
—Odio el norte —fue la contundente afirmación—. Y tengo la impresión de que en esta maldita tierra, en invierno, el norte es algo parecido a lo que me contaba Ingrid que ocurre en Alemania: un frío de mil pares de cojones y nieve en cuanto te descuidas.
—Para frío y nieve en invierno no se necesita ir al norte —afirmó el gaditano, seguro de lo que decía—. Aquí mismo he visto nevar en más de cien ocasiones, y en cuanto sopla el cierzo te congelas.
—¿Y cuando nevaba también te obligaban a dormir al raso…? —Quiso saber un impresionado gomero.
El otro tardó en responder, se llevó a la boca uno de los apetitosos bocados que se habían tostado, y al fin, como si le costara un gran esfuerzo admitirlo, señaló:
—Excepto cuando tenía que cumplir con alguna de las viejas.
Cienfuegos estuvo a punto de atragantarse, tosió, escupió lo que tenía en la boca y abrió unos ojos como platos al inquirir:
—¿Pretendes hacerme creer que…?
—¿… que no sólo me utilizaban como burro de carga, sino como garañón de ancianas? —concluyó el de Cádiz la pregunta—. ¡En efecto! Así ha sido.
—¡No puedo creerlo!
—¡Pues créelo! Y te garantizo que, salvo un par de viudas de mediana edad, el resto eran viejas brujas malolientes que tan sólo de verlas se me revolvía el estómago.
—¿Y en ese caso cómo podías cumplir con tan difíciles «obligaciones»?
—Cerrando los ojos, porque si no quedaban satisfechas me arañaban hasta hacerme sangrar. Pero por suerte eran ellas las que más se esforzaban.
—¿Qué quieres decir con eso de que eran las que más se esforzaban? —preguntó el gomero.
—Que en cuanto me cogían por su cuenta se lanzaban ansiosamente sobre lo que les interesaba, se lo metían en la boca, y se pasaban horas gimiendo y resoplando. Cuando ya no lograba contenerme, aunque lo que ellas querían era que aguantara el mayor tiempo posible, se embadurnaban con lo que habían conseguido sacarme y se marchaban tan contentas.
—¡La puta…!
—Todas ellas.
—Pero yo siempre había creído que esas prácticas aberrantes eran más propias de culturas sofisticadas y decadentes, que de pueblos primitivos.
—¡Pues te equivocas! —Fue la rápida y convencida respuesta—. Allá en Cádiz se encontraban con frecuencia platos y vasos de tiempos muy antiguos, y te garantizo que en muchos de ellos se podía ver a las griegas y a las fenicias haciendo lo que tanto les gusta hacer a las indígenas de aquí.
—¡Joder…!
—No exactamente…
—¿Y te obligaban a hacerlo a menudo?
—Lo normal era dos o tres veces por semana, pero nunca en vísperas de salir de caza. Los hombres se lo impedían porque si me tenían toda la noche en danza al día siguiente no podía ni con mi alma. —Silvestre Andújar hizo una corta pausa para añadir enseguida—: En realidad, cuando tienen que salir en busca de las grandes manadas ni siquiera los guerreros tocan a sus mujeres porque están convencidos de que los bisontes perciben su olor y se espantan.
—¡Qué estupidez!
—Tan estúpido como no probar la carne en días de abstinencia aunque te estés muriendo de hambre… —fue la tranquila respuesta—. Cuestión de costumbres.
—También es verdad, aunque yo jamás he respetado ese precepto.
Habían terminado de comer y se encontraban demasiado cansados para reiniciar un camino que no los conduciría a parte alguna, por lo que se tumbaron a descansar de cara al cielo, momento que el gaditano aprovechó para inquirir:
—¿Y tú cómo es que estás aquí? En Santo Domingo se hablaba de ti como de un personaje de leyenda, pero todos te hacían retirado desde hacía años en una isla de las costas de Cuba.
—Y así era.
—¿Entonces…?
El canario le hizo un breve relato de los acontecimientos que habían tenido lugar desde la noche en que había salido a pescar hasta aquella otra en que lo había rescatado en el poblado, por lo que su acompañante no pudo menos que lanzar un sonoro silbido.
—¡Madre del amor hermoso! —exclamó—. Te picó un pez venenoso. ¡Eso sí que es mala suerte!
—La peor.
—Sin embargo, personalmente me alegro de que así fuera porque de lo contrario hubiera seguido en poder de esos malditos degenerados hasta que ya no sirviera ni para mascar cueros.
—¿Mascar qué…?
—Cueros, ¡pieles! Las mujeres y yo nos pasábamos horas mascando pieles de búfalo porque mordiéndolas quedan muy suaves y flexibles. Debido a ello, a partir de los treinta casi ninguna mujer conserva la dentadura.
—¿Y te obligaban a hacerlo?
—No me importaba. Mascar pieles de búfalo mata el hambre y, como me lo tomaba con calma, de momento conservo todos los dientes.
—¡Dios, lo que has debido de pasar…!
—¡No lo sabes tú bien…!
Continuaron charlando hasta que se les cerraron los ojos, y al poco rato ambos dormían, lo que a decir verdad buena falta les hacía.