No tardó en llegar a la conclusión de que le resultaba imposible continuar su avance en dirección norte; no existía forma humana de atravesar por entre una gigantesca manada de enormes «vacas» que lo cornearían sin remedio, o que incluso sin necesidad de atacarlo lo aplastarían hasta dejarlo convertido en una masa informe de la que los coyotes y los lobos acabarían por dar buena cuenta.
Tampoco era cuestión de quedarse allí, aguardando a que le pasaran por encima, por lo que, tras estudiar largo rato su inquietante situación, observando con sumo cuidado los lentos movimientos de los rumiantes, optó por desviarse hacia el noroeste, que era sin duda el punto que al parecer ofrecía una oportunidad más clara a la hora de eludir tan desigual enfrentamiento.
Comenzó a desplazarse casi a cuatro patas, alzando tan sólo de vez en cuando la cabeza con el fin de echar una ojeada en un intento de confirmar la evolución de la impresionante marea de carne, puesto que no tenía ni la más remota idea de cómo podrían reaccionar aquellas bestias de darse el caso de que descubrieran su presencia.
Herbívoros a todas luces, entraba dentro de la lógica más elemental que en caso de no sentirse amenazados ni tan siquiera le dedicaran una simple ojeada, pero la prudencia, ¡siempre la bendita prudencia!, le dictaba una vez más que resultaba preferible no tentar a la suerte.
Y una vez más quedó patente que la prudencia sería siempre su mejor compañera de viaje, puesto que, además de impedir que los bisontes lo descubrieran, le evitó enfrentarse a un enemigo realmente peligroso.
Y es que en uno de aquellos escasos momentos en los que alzó la cabeza con objeto de orientarse y comprobar que se iba alejando de la manada advirtió, sorprendido, que no era el único ser humano sobre la llanura.
Una veintena de sigilosos guerreros armados con fuertes arcos de casi dos metros de altura se deslizaban como sombras por entre los árboles que se alzaban a la orilla de una pequeña laguna, acechando a los miles de animales que se iban aproximando a ellos ajenos al peligro que corrían.
Los indígenas le daban la espalda y, como su única preocupación parecía centrarse en las evoluciones de la manada, no volvieron ni tan siquiera una vez el rostro, por lo que pudo observarlos con absoluta tranquilidad.
Por lo que podía distinguir a tanta distancia eran mucho más parecidos a los guerreros con los que se había cruzado a la orilla del mar, que a los nativos de las islas caribeñas, más altos, más fuertes y de un color más claro, aunque evidentemente cobrizos.
La mayoría vestían una especie de calzón de cuero de venado y una gran capa de piel de bisonte, e incluso un par de ellos se cubrían con sus cornamentas como si pretendieran hacerse pasar por cornudos rumiantes.
El gomero aún no podía saberlo, pero pertenecían a la poderosa tribu de los dakota, una rama de la numerosa familia de los sioux, que se habían convertido con el paso del tiempo en los auténticos dueños de las extensas llanuras que se extendían desde la margen izquierda del río Mississippi, al este, hasta las Montañas Rocosas, al oeste, y desde los Grandes Lagos del norte hasta casi la orilla del mar, al sur.
Los bisontes —que, por lo que resultaba evidente, proliferaban en sus territorios como las sardinas en el océano— constituían su principal fuente de subsistencia dado que se alimentaban de su excelente carne y sus gruesas pieles les servían tanto para abrigarse como para construir sus viviendas.
Nómadas la mayor parte del año, los dakota andaban siempre en pos de unas manadas de las que se limitaban a obtener lo que necesitaban en el momento, conscientes de que cada animal que matasen sin necesidad significaba diez animales menos al cabo de unos años.
Sus rígidas leyes les prohibían atacar a una hembra a no ser que corrieran serio peligro de morir de hambre, y, pese a que conocieran ciertos tipos de agricultura y apreciaran mucho el maíz, se negaban a cultivar las extensas praderas, considerando que los pastizales eran el reino de los bisontes, y ya que tanto obtenían de ellos debían respetar su fuente de alimentos.
La experiencia les había enseñado además que, en cuanto la molestaban, la tierra se volvía en su contra, invocaba al viento del norte y se dejaba llevar por él a lugares lejanos.
Por su parte, quizás debido a ello, los bisontes tan sólo mordisqueaban la parte alta de la hierba con el fin de no dañar las raíces, de modo que un mes más tarde ni el más agudo observador podía asegurar que por allí habían pasado millones de hambrientas reses cuyos excrementos abonaban la tierra y contribuían a que se desarrollasen con fuerza las nuevas semillas.
Aquél era por tanto un perfecto ciclo vital que no había cambiado en miles de años y gracias al cual plantas, bestias y seres humanos convivían en perfecta armonía.
Al saberse ya fuera del camino de la gran manada y advertir que lo que se extendía ahora ante él era un terreno de rala vegetación en el que corría el peligro de ser descubierto por los indígenas, Cienfuegos optó por armarse de paciencia y aguardar a que los cazadores obtuvieran su premio y decidieran marcharse.
Un par de horas más tarde y al atisbar de nuevo por sobre la hierba, descubrió que en el momento en que los últimos animales comenzaban a alejarse hacia el sur, seis cazadores los seguían reptando como serpientes, de tal modo que lo único que se podía percibir era un leve movimiento de la maleza.
Se escuchó, muy claro, el canto de un ánade que llegaba de entre los árboles del río, y a esa señal los seis se alzaron a la vez, tensaron sus arcos y, eligiendo cada dos de ellos el macho que tenían más cerca, dispararon sus largas flechas para desaparecer de la vista incluso antes de que éstas llegaran a su destino.
Casi al instante las tres piezas elegidas lanzaron un hondo mugido y se desplomaron como si las hubieran apuntillado.
Para sorpresa de Cienfuegos, el resto de los animales ni se inmutó siquiera, como si el hecho de que tres de sus compañeros estuvieran pataleando en el estertor de la agonía careciera de importancia.
Con el paso del tiempo aprendería que los bisontes no eran capaces de asociar la idea de peligro y muerte con una silenciosa flecha que llegaba de lejos.
Lo único que en verdad los asustaba era el fuego o, en ciertos casos, el olor y la presencia de una manada de lobos que amenazara a sus crías.
Mientras no percibieran un olor o un movimiento sospechosos, todo parecía seguir estando dentro de los límites de la normalidad.
Sabiendo eso, los cazadores se movían con infinito sigilo, y para disimular su olor se cubrían con pieles de animales de la misma especie.
Pasó un largo rato; el sol avanzó despacio hasta alcanzar su cenit, la manada se alejó parsimoniosa, y tan sólo entonces la cuadrilla de dakotas se aproximó a sus víctimas, remataron de un tajo en el cuello a la única que aún sobrevivía, para comenzar a desollarlas y descuartizarlas con sorprendente habilidad.
Fue en ese mismo momento, en que ya no le daban únicamente la espalda, cuando Cienfuegos descubrió que uno de ellos lucía una larga barba muy negra.
—¡Dios sea loado! —No pudo menos que exclamar—. ¡Un cristiano!
Cristiano o no, era en efecto un hombre barbudo de piel mucho más clara que el resto de la partida, y parecía ser un prisionero, puesto que llevaba una larga cuerda en torno al cuello, cuerda cuyo extremo sujetaba uno de los guerreros.
El sorprendente descubrimiento tuvo la virtud de que el canario se dejara caer horrorizado por el hecho de que la peor de sus sospechas pudiera haberse convertido en realidad: los nativos de aquellas extensas tierras no eran gente tan pacífica como los habitantes de Guanahaní, Cuba o La Española; capturaban y esclavizaban a los extraños tal como solían hacer los salvajes caníbales antillanos.
—¡Que el Señor me proteja!
¿Qué podía hacer él, solo y perdido en un universo tan extenso y desconocido, si quienes lo habitaban no eran amigos?
¿A quién recurriría con el fin de que le indicara cuál era el camino más corto para regresar a su hogar?
Ya no tenía que enfrentarse solamente a la naturaleza y a las bestias; ahora el peligro llegaba sobre todo de quienes al parecer no dudarían a la hora de esclavizarlo.
Le vino de inmediato a la mente la sangrienta batalla del fuerte de la Natividad, de triste memoria. Tantos cayeron en aquella ocasión que al recordar la matanza de la que había sido testigo no pudo evitar que se le escapara un reniego, aunque tal vez la culpa no la tuvieran los recuerdos, sino la seguridad de que su destino se asemejaba al de aquellos desgraciados: o morir, o quedar en manos de unos salvajes que utilizaban a los cautivos como simples mulas de carga.
Era lo que estaban haciendo ahora con aquel desgraciado, al que habían atado a la espalda media res cuya sangre le cubría el rostro y el cuerpo en una escena en verdad patética, visto que además lo fustigaban para que avanzara pese que se advertía claramente que se tambaleaba bajo el enorme peso que se veía obligado a soportar.
De ese modo, cargando con sus presas y dejando tras sí un rastro de sangre, los cazadores se alejaron lentamente rumbo al oeste.
Cienfuegos permaneció largo rato pensativo, observando cómo por un lado se alejaban los bisontes y por el otro lo hacía un cristiano, casi sin lugar a dudas un compatriota, a quien una veintena de indígenas arreaba como a una mula de carga.
¿Qué debía hacer?
Aquélla era desde luego una decisión harto difícil incluso para un hombre que había tenido que enfrentarse en demasiadas ocasiones a situaciones muy complicadas.
La prudencia, ¡santa palabra!, le aconsejaba quedarse donde estaba, esperar un tiempo razonable y continuar luego su marcha hacia el norte pese a que no tenía ni la más remota idea de qué encontraría en su camino.
La segunda opción significaba desandar lo andado para acabar por reencontrarse con un agitado mar que no le ofrecía salida alguna, visto que carecía de cualquier tipo de embarcación.
Y la tercera, evidentemente la más peligrosa, seguir tras las huellas de los indígenas e intentar averiguar si tenían más cristianos en su poder.
—Me gustaría que en alguna ocasión tuviera la oportunidad de elegir entre algo bueno y algo malo —masculló para sus adentros repitiendo una de sus frases preferidas—. Y no de tener que elegir siempre entre algo malo y algo peor.
¿Pero qué era lo malo, y qué era lo peor?
El cerebro le aconsejaba que lo peor que podía hacer era seguir tras los salvajes, pero el corazón le dictaba lo contrario.
Y el gomero sabía muy bien que cuando el corazón y el cerebro de un hombre se enfrentan, quien acaba perdiendo es siempre el hombre.
Al fin y al cabo, poco o nada debía importarle el destino de un estúpido que había sido capaz de arriesgar la vida persiguiendo un sueño tan absurdo como el de encontrar una mítica fuente de la eterna juventud en una isla perdida nadie sabía dónde.
Tenía lo que se había buscado, y por contento podía darse al verse convertido en bestia de carga y no en un cadáver tan maloliente como el de su compañero Dorantes.
Le vino a la mente, no obstante, el tiempo que había pasado como esclavo de los feroces caníbales antillanos, y cuánto había rezado para que se realizara el milagro de que alguien acudiera en su ayuda.
¿Acaso era él el milagro que debía de estar esperando aquel desgraciado?
«Si soy un milagro, los que haga la Virgen escaso valor tienen puesto que conseguir algo mejor que yo no debe resultar nada difícil —se dijo sin poder evitar sonreír para sus adentros—. Lo que ese cretino necesita no es un pendejo sin más armas que una vieja ballesta; necesita todo un ejército».
«¿Qué habría hecho Alonso de Ojeda en este caso?», se preguntó.
El osado capitán Ojeda era el espejo en el que se miraban cuantos aspiraban a ser algo en el Nuevo Mundo; un ejemplo de valor, de astucia y, sobre todo, de honradez y generosidad. Y, si bien era cierto que contaba en su debe con muchas muertes, cierto era también que la mayor parte de dichas muertes había intentado evitarlas a sabiendas de que su diabólica habilidad como espadachín lo colocaba a cien codos de distancia de cuantos casi a diario le retaban.
Derrotar al gran Ojeda con un arma en la mano se había convertido en una especie de obsesión para quienes pretendían hacerse un nombre en la isla de La Española, y por más que el sufrido conquense se empeñara en hacer caso omiso a las afrentas, se veía obligado a desenvainar una y otra vez su acero con la callada resignación de quien ha llegado a la dolorosa conclusión de que cada día nace un estúpido que aspira a un pedacito de gloria a riesgo de acabar malparado.
Se contaban por docenas los descerebrados buscavidas que consideraban que, si tenían un golpe de suerte y conseguían vencer en duelo al mítico Ojeda, el portentoso bagaje de sus increíbles hazañas pasaría a ser de su propiedad, y que tal vez las nobles virtudes de las que había hecho gala a lo largo de una increíble y apasionante vida se convertirían en sus propias virtudes.
La mayoría de ellos ni siquiera habían tenido ocasión de arrepentirse de su error, y algunos pocos, más afortunados, reflexionaban sobre ello contemplando sus profundas cicatrices.
Cienfuegos admiraba a Alonso de Ojeda, de quien se aseguraba que apenas había cumplido quince años cuando fue el primero en penetrar en la sitiada Granada, y que un buen día, para llamar la atención de la reina, se paseó por el asta de la bandera de la Giralda con la misma tranquilidad con que hubiera paseado por la plaza de La catedral.
—Cuando las bebidas se encuentran demasiado calientes… —solía decirse— se le pide a Ojeda que introduzca en ellas un dedo, pues es tan frío que en poco tiempo las congela.
También se contaba de él que había librado varios duelos a espada sin dejar de leer en voz alta el libro que sostenía en la mano izquierda, y que en otra ocasión lo hizo trepado sobre un taburete.
—¡Jodido Ojeda! —exclamó—. ¿Por qué no estás aquí para echarme una mano? Contigo a mi lado no dudaría en intentar ayudar a ese pobre mentecato.
Triste era tener que admitir que Ojeda no lo hubiera necesitado a él para intentarlo, y que el conquense no hubiera dudado un minuto a la hora de correr en ayuda de un desgraciado en apuros.
Pero el gomero admitía que Ojeda era Ojeda, y los demás, incluido él mismo, no eran más que simples seres humanos.
Continuaba, por tanto, rumiando allí sus dudas y librando una dura lucha con su conciencia, cuando lo sorprendió una especie de rugido que llegaba de sus espaldas, y al volverse no pudo menos que abrir la boca de asombro.
Un tornado, pero no un sencillo tornado de los que se formaban a veces en el mar o sobre alguna playa desierta, sino un tornado monstruoso, de casi una milla de diámetro, avanzaba arrasándolo todo hasta el punto de que pudo distinguir lo que se le antojaron lobos y bisontes que volaban pataleando como si se tratara de simples hojas secas.
¡La madre que lo parió!
¡Lo que le faltaba!
Si al parecer no tenía suficiente con la soledad, la desorientación, las inmensas llanuras, los lobos, las serpientes, los bisontes, los salvajes y un cristiano cautivo, el siempre caprichoso destino le enviaba un nuevo regalo en forma de naturaleza desmelenada cuya fuerza se asemejaba, aunque muy concentrada en su corto diámetro, a la del furioso huracán que había sufrido tantos años atrás en el malhadado fuerte de la Natividad de La Española.
Aún recordaba, como si la estuviera viendo, la expresión de terror de la hermosa Sinalinga cuando le anunció que el todopoderoso Hur-ha-can, el rey del viento, el espíritu del mal en persona, se aproximaba desde el sudeste y muy pronto lo arrasaría todo a su paso.
—¿Viento? —Se asombró entonces—. No veo que sople ni gota de viento.
—No sopla porque los vientos pequeños huyen aterrorizados ante la proximidad del gran rey —fue la respuesta—. Mañana estará aquí.
¡Y vaya si lo estuvo!
Apenas dejó nada en pie.
Arrasó lo poco que quedaba del fuerte, destrozó las cabañas de los indígenas, arrancó árboles de cuajo, y si no se lo llevó por delante fue porque se refugió en una profunda cueva.
Pero ahora no existía cueva alguna en la que esconderse y el rugiente monstruo se encaminaba directamente hacia él.
Corrió como alma que lleva el diablo hacia el río en el que había visto a los cazadores, eligió el árbol que se le antojó más capaz de soportar los embates del viento y se ató a él dándole varias vueltas a la gruesa cuerda que llevaba siempre a la cintura.
Cinco minutos más tarde se vio obligado a cerrar los ojos porque la tierra que venía volando amenazaba con dejarlo ciego, y se tapó los oídos porque el ruido amenazaba con dejarlo sordo.
Fue como si una mano gigantesca luchara por arrancarle del suelo, y por unos instantes temió que la gruesa cuerda saltase en pedazos, pero con la misma rapidez con que había llegado pasó el peligro, volvió la calma, y cuando abrió los ojos descubrió que casi la mitad de los árboles vecinos habían desaparecido.
Tenía tanta tierra encima que necesitó sumergirse en el río durante diez minutos para recuperar su aspecto de siempre.
Por suerte, a los caimanes se los había llevado el viento o estaban tan aterrorizados que se les había pasado el apetito.