III

Cuando inició la marcha hacia el oeste lo hizo sin perder nunca de vista el mar aunque buscando al propio tiempo la protección de la espesura, puesto que no tenía ni la más remota idea sobre la clase de indígenas que poblaban aquellas tierras, y tiempo atrás había tenido muy amargas experiencias con los feroces caribes devoradores de hombres que se cenaron a la brasa a dos de sus mejores amigos.

Muy pronto le sorprendió el tamaño y la variedad de los árboles y en especial la abundancia de nogales, cedros, encinas, pinos, robles y laureles que se distinguían por todas partes, lo que le recordaba más a su Gomera natal que a la vegetación que solía encontrarse en Santo Domingo, Cuba o la Tierra Firme del sur del Caribe.

También divisó infinidad de patos, garzas, gaviotas, perdices, halcones y gavilanes, y su asombro no tuvo límite cuando de improviso se topó de manos a boca con una zarigüeya que llevaba su cría en una bolsa, lo cual se le antojó cosa de magia, puesto que hasta aquel momento ningún cristiano le había mencionado jamás que pudiera existir algo tan extraño como los marsupiales.

—Todo esto es muy bonito… —murmuró para sus adentros—. Precioso, a decir verdad, pero no me gusta un pelo. Empiezo a tener la impresión de que estoy en un mundo muy diferente al que conozco. Si esto es Cuba, yo soy fraile.

Pequeños arroyos de aguas cristalinas iban a morir al mar; bastaba alargar la mano para apoderarse de un huevo o un pichón en su nido, y a media tarde una descarada liebre lo observó tan de cerca que no necesitó más que atizarle en la cabeza con la larga pértiga para dejarla atontada.

—¿En qué coño estabas pensando? —le espetó mientras la despellejaba—. ¿Acaso tus padres no te han enseñado que los humanos somos bestias peligrosas?

Probablemente el pobre bicho jamás había visto a un ser humano, pero lo que quedaba claro era que su primera experiencia había resultado harto traumática.

El gomero buscó sal entre las rocas de la orilla, encendió fuego en lo más profundo de la espesura y se atracó a placer de liebre a la brasa.

Esa noche soñó que estaba de regreso y hacía el amor con su mujer, pero cuando se despertó no pudo recordar con cuál de las dos lo había hecho, pese a que sobre su rústica túnica quedaban visibles muestras de que la experiencia había sido ampliamente satisfactoria.

—Desperdiciar de este modo este hermoso pene es una pena… —masculló enfurruñado—. Me gustaría saber qué demonios he hecho para que el destino me gaste tan malas pasadas.

Los vio justo a tiempo, pues se encontraba tan ensimismado en sus recuerdos que a punto estuvo de que lo cazaran con la misma facilidad con la que él había cazado el día anterior a la confiada liebre.

Eran cinco, altivos, esbeltos, cubiertos con largos mantos de ricas pieles. Portaban gruesos arcos tan altos como ellos y avanzaban sin prisas y sin tomar precauciones, con la seguridad de quien se encuentra en un terreno en el que no cabe esperar peligro alguno.

Nada tenían que ver, ni físicamente, ni por su forma de andar o de moverse, con los primitivos y feroces caribes antillanos de piernas torcidas y deformadas, de los que conservaba tan amargos recuerdos, y pese a que abrigó de inmediato la impresión de que era gente pacífica de la que probablemente no debía temer nada malo, optó por la prudencia y se arrojó al suelo para buscar seguro refugio entre la maleza.

Aún tenía muy fresca en la memoria, a pesar de los años transcurridos, la espantosa escena en que una cuadrilla de salvajes asesinaron, descuartizaron y devoraron ante sus ojos a sus buenos amigos Dámaso Alcalde y Mesías el Negro, sin que él, solo, desarmado y trepado como una cabra montés en la cornisa de un abrupto acantilado, pudiera hacer nada por ellos.

Aún resonaban en sus oídos los gritos de terror y desesperación de los pobres desgraciados, y aún se le ponían los vellos de punta al rememorar cómo al concluir el festín aquellas malas bestias lo acosaron con la intención de devorarlo de igual modo.

Fue sin duda el peor día de su vida y no estaba dispuesto a que se repitiera la experiencia, por más que los cinco indígenas de los enormes arcos se le antojaron a primera vista inofensivos.

Del heroico capitán Alonso de Ojeda, uno de los hombres más valientes, inteligentes y sensibles que hubiera conocido nunca, había aprendido algo que siempre tenía muy presente:

—Si difícil resulta prever las reacciones de cristianos que nacieron en nuestra propia tierra y se criaron según nuestras viejas costumbres, imposible es prever cómo reaccionará quien nació al otro lado del océano, se crió en otro ambiente y adora a un dios diferente. Trata siempre a los nativos como a seres humanos, pero recuerda que cuando menos te lo esperes se pueden convertir en fieras.

En el Nuevo Mundo, Cienfuegos había conocido a caníbales cerrilmente monógamos y a promiscuos incapaces de matar a una mosca, y había luchado junto a indígenas de fidelidad a toda prueba contra traidores capaces de asesinar a su propia madre.

Tal vez aquellos cinco que ahora se alejaban playa adelante lo hubieran recibido con los brazos abiertos, pero entraba dentro de lo posible que se hubieran apresurado a maniatarlo con el fin de sacrificarlo ante el altar de un ídolo de barro.

La prudencia debía seguir siendo su norma si aspiraba a regresar a su hogar sano y salvo, y lo peor del caso estribaba en que no existía nadie que pudiera ponerlo al corriente de los hábitos de las gentes que habría de encontrar en su largo camino.

«Tengo dos ojos… —se dijo—. Pero en cierto modo soy como un ciego que avanza a tientas. Y lo peor que me puede pasar no es que me rompa la crisma contra un muro; es que pierda la vida en el intento».

Cuando los guerreros, puesto que no cabía duda de que se trataba de auténticos guerreros fuertemente armados, se perdieron de vista en la distancia, el gomero decidió reemprender la marcha tomando muchas más precauciones que hasta el momento. Al atardecer alcanzó un extenso y bien alineado campo de maíz que lo superaba en altura, lo que le hizo comprender que no se encontraba allí por capricho de la naturaleza, sino que había sido sembrado por la mano del hombre.

Avanzó despacio y a hurtadillas, con el oído atento a cualquier sonido que le advirtiera de un peligro cercano, pero no fue el oído, sino el olfato, el que le indicó que su situación se volvía harto difícil.

Un denso y estimulante olor a leña quemada y a carne asándose junto a piñas de maíz invadía el ambiente, y al dar un salto descubrió una columna de humo a menos de un tiro de piedra de distancia.

Pocos metros más allá pudo percibir voces lejanas.

Decidió tomar asiento y esperar a que cayera la noche.

La tensa espera se prolongó largo rato pues, como ya había apreciado, allí el ocaso era mucho más largo que en Santo Domingo o Cuba, signo inequívoco de que se encontraba bastante más al norte.

De nuevo lo asaltaron los recuerdos, de nuevo lo invadió la nostalgia, y de nuevo se planteó la posibilidad de que si lo descubrían tal vez pasaría a ser parte del asado cuyo olor se extendía como un manto sobre el inmenso campo de maíz.

La oscuridad le permitió aproximarse hasta el punto en que concluía la plantación y desde donde podía vislumbrar la treintena de cabañas que conformaban el poblado, agrupadas y dispuestas en un semicírculo de cara al mar, en torno a una ancha plaza en la que ardía una gran hoguera.

Se distinguían casi medio centenar de figuras humanas, hombres, mujeres y niños, que iban de un lado a otro, y de nuevo lo asaltó la impresión de que se trataba de gente pacífica, pero aun así prefirió no arriesgarse.

El canario no podía saberlo, pero aquellos indígenas eran miembros de la rama más occidental de la tribu de los seminolas, valientes guerreros acostumbrados a defender sus ricas tierras de las invasiones extrañas, pero poco dados a ejercer la violencia si no se los provocaba.

Y desde luego no eran en absoluto antropófagos.

Vivían de sus plantaciones de maíz, melones y calabazas, así como de la pesca, la caza y los abundantes frutos salvajes de sus extensos bosques, y solían cubrirse con preciosas capas de bien curtidas pieles de las martas cibelinas que capturaban con ingeniosas trampas en los profundos pantanos del norte, a los que acudían a refugiarse en caso de correr serio peligro.

Ningún daño le hubieran hecho por tanto a un extranjero llegado del otro lado de un mar que siempre habían considerado el fin del mundo, pero eso era algo que lógicamente Cienfuegos ignoraba, por lo que, tras meditar varias horas, optó una vez más por la prudencia.

En cuanto la hoguera comenzó a perder su fulgor y las figuras humanas fueron desapareciendo una tras otra en el interior de las cabañas hasta quedar a la vista únicamente un par de centinelas, se aproximó a la orilla del mar y, vadeando con el agua al pecho con el fin de no dejar sus huellas en la arena, cruzó frente al poblado. Sólo cuando ya no se advertía rastro alguno de campos cultivados se decidió a abandonar la playa y adentrarse de nuevo en la zona boscosa.

El amanecer lo sorprendió a más de una milla de distancia, por lo que decidió que había llegado el momento de tomarse un merecido descanso. Durmió hasta pasado el mediodía, pero cuando, tras comer frugalmente, se dispuso a reemprender la marcha, descubrió que una hermosa muchacha de larga melena azabache y uno de los fornidos guerreros que había visto el día anterior andaban enzarzados en apasionados juegos amorosos muy cerca del mar, justo en el punto por donde él estaba obligado a pasar si no quería verse obligado a dar un gran rodeo.

«¡Vaya! —No pudo menos que lamentarse—. ¡Tanto espacio abierto y han tenido que venir a echar un polvo justamente aquí!».

No le quedaba más remedio que armarse de paciencia y darles la espalda evitando de ese modo que lo asaltaran malos pensamientos. Casi una hora más tarde, el altivo guerrero y la adorable muchacha de la oscura melena cesaron en sus ardientes aventuras, se refrescaron con un largo baño durante el que saltaron y rieron frente a las olas, y emprendieron poco después, cogidos de la mano, el camino de regreso al poblado.

Evidentemente el eterno rito del amor no hacía diferencias entre razas, costumbres o fronteras. Los escarceos, las caricias, las carantoñas, las risas y la pasión apenas variaban de un continente a otro, y mientras los observaba alejarse, con la mejilla de la mujer apoyada en el hombro de su amado, le pareció estar viéndose a sí mismo conduciendo a Ingrid por la cintura cuando salían del agua allá en la Gomera.

Llegó a la conclusión de que de aquellas gentes no cabía esperar mal alguno…

Pero aun así…

Reemprendió su marcha y durante los dos días que siguieron no hizo otra cosa que andar, comer y dormir.