II

Se necesitaba tenerle mucho apego a la vida para conseguir mantenerse tres largos días con sus correspondientes noches en inestable equilibrio sobre las frágiles ramas de un manglar, pero la vida era cuanto en aquellos momentos poseía Cienfuegos, por lo que, armado con una de esas ramas, se dedicaba a derribar con secos golpes a los insistentes cangrejos que parecían haber tomado una especial afición a su tumefacta carne, razón por la que no cesaban de intentar ascender una y otra vez hasta el precario refugio en que se encontraba encaramado.

Con la subida de la marea, los rojos crustáceos desaparecían en lo más profundo de sus madrigueras enterrándose en el fango u ocultándose bajo las rocas, temerosos de convertirse en presa de los innumerables peces que llegaban con unas aguas que lo inundaban todo hasta casi un metro de altura, y ésas eran las únicas horas durante las cuales el agotado canario conseguía descansar cerrando los ojos y permitiendo que un sueño reparador le devolviera poco a poco las fuerzas.

No obstante, durante la noche un frío viento que llegaba del norte lo hacía tiritar hasta que los dientes le castañeteaban, por lo que se veía obligado a permanecer despierto, golpeándose las piernas y los brazos con las palmas de las manos y sin poder evitar preguntarse en qué situación más difícil que aquélla podría haberse encontrado alguna vez un ser humano.

Lejos de su casa y su familia, en un lugar perdido y absolutamente desconocido, semidesnudo, hambriento, herido, enfermo y sin tan siquiera suelo firme sobre el que pisar, entumecido y acosado por el hambre, el frío y miríadas de pequeños pero irreductibles enemigos decididos a no dejar de él más que los huesos, había llegado sin duda al límite de la resistencia humana.

—Lo único que me faltaba es haberme quedado embarazado… —masculló para sus adentros en un esfuerzo por mantener el humor y la fe en sí mismo y en su capacidad de hacer frente a las desdichas—. ¿Qué más puede ocurrir?

Que lloviera a mares.

Y la tercera noche llovió a mares.

No se trató de un esporádico chaparrón tropical a los que tan acostumbrado estaba en la Escondida, donde el agua caía por lo general cálida y gratificante; fue por el contrario una espesa cortina de una lluvia agresiva y furibunda, que llegaba empujada por fuertes rachas de un viento helado que aullaba entre las ramas sacudiéndolas como si su mayor deseo se centrara en arrojarlo de una vez por todas al suelo con el fin de dejarlo a merced del ejército de cangrejos.

Tentado estuvo de darse por vencido admitiendo que las fuerzas de la naturaleza serían siempre superiores a la capacidad de resistencia del ser humano, pero le vino a la mente el recuerdo de sus dos esposas, la rubia alemana Ingrid y la morena indígena Araya, a las que amaba por igual, y de sus seis hijos, que sin duda lo necesitaban para poder seguir creciendo en libertad en una isla que estaba comenzando a convertir en una antesala del paraíso.

De no haber sido por un desgraciado pez ponzoñoso, se encontraría en aquellos momentos sentado en el porche de su hermosa cabaña, concluyendo de cenar y dispuesto a contar una vez más a cuantos cada noche se lo suplicaban, el apasionante relato de cómo había viajado en la carabela Santa María a las órdenes del mismísimo almirante don Cristóbal Colón, cómo había aprendido a leer de la mano del cartógrafo mayor del reino, el genial y entrañable Juan de la Cosa, que lo trató como a un hijo, y cómo había sido de los primeros en otear el horizonte cuando el estrafalario y siempre sonriente Rodrigo de Triana gritó a voz en cuello desde lo alto de la cofa:

—¡Tierra a la vista!

A sus hijos y a los amigos de sus hijos les encantaba sentarse a su alrededor mientras encendía un grueso cigarro y repetía por enésima vez el horror y el asombro que sintió el día en que un grupo de indígenas cubanos le invitaron a cenar por primera vez sopa de gusanos e iguana a la brasa, y a continuación comenzaron a echar humo por las narices como si se tratara de auténticos dragones.

—¡Y lo peor del caso es que me pedían que los imitara! —exclamaba como si la sola idea se le antojara inconcebible—. Si no quería ofenderles, lo cual tal vez me hubiera costado la vida, tenía que comerme la sopa sin demostrar repugnancia, fingir que me encantaba el estofado de rabo de iguana, y aceptar que me metieran en la boca un rollo de unas hojas secas que nunca había visto antes y le prendieran fuego. ¡Qué noche, madre! ¡Qué borrachera y qué noche!

Los chicos, e incluso los mayores, disfrutaban con sus historias, por lo que en ocasiones permanecían casi hasta el amanecer charlando en torno a una pequeña hoguera, y el propio Cienfuegos llegaba a preguntarse a menudo cómo diablos era posible que le hubiera ocurrido semejante cúmulo de fantásticos acontecimientos durante su movida y apasionante existencia.

Pero así había sido, y cuando a su modo de ver todo aquello había quedado definitivamente atrás y las peligrosas aventuras parecían haber aceptado pasar a convertirse en simples anécdotas con las que entretener a una extasiada concurrencia, el destino volvía a mostrarle su cara más amarga, obligándolo a comprender que aún era capaz de reservarle pruebas infinitamente más difíciles de superar que todas las que le hubiera planteado hasta el momento.

Lo que el ancho, profundo y rugiente océano, las espesas y oscuras selvas, los caudalosos ríos, las inaccesibles montañas, las peligrosas fieras o los sanguinarios caníbales no habían sido capaces de conseguir, lo estaba consiguiendo una minúscula porción del activo veneno que un repugnante bicho al que ni siquiera había sido capaz de vislumbrar le había inoculado en mitad de la noche.

Su enorme corpachón, al que jamás sobró una gota de grasa, siempre estaba dispuesto a saltar, correr, trepar, nadar o luchar, pero ahora sus antaño poderosos músculos parecían haberse convertido en una especie de gelatina inconsistente que a duras penas obedecía las órdenes que le enviaba el cerebro.

Aquél que un tiempo apodaban con toda justicia Brazofuerte, capaz de derribar a un mulo de un puñetazo en la testuz, apenas reunía ahora las energías suficientes como para agitar la rama con la que alejar a unos ridículos cangrejos que pretendían devorarlo en vida.

—¡Malditos hijos de puta! ¡Dejadme en paz!

Pero el indisciplinado ejército de gruesa armadura medieval insistía en su empeño atacándolo desde todos los puntos accesibles.

Cuando se reunían más de cien, el continuo chasquido de sus pinzas tenía la virtud de ponerle los vellos de punta.

Al cuarto día, y a raíz de una de aquellas macabras sinfonías que en cierto modo sonaban a réquiem anticipado, Cienfuegos llegó a la conclusión de que, si aspiraba a sobrevivir, debía cambiar de táctica pasando al contraataque. Así pues, permitió que un audaz cangrejo le mordiera el pie, tras lo que rápidamente se apoderó de él y lo partió en dos de un sonoro mordisco.

Lo masticó muy despacio, incluidas las tripas y las partes más blandas del caparazón, consciente de que, si pretendía fortalecerse, no cabía hacerle ascos a nada.

En un par de horas pasó de posible víctima a eficaz verdugo, atracándose de cangrejos hasta que éstos parecieron darse cuenta de que se habían topado con un peligroso enemigo del que más valía mantenerse a prudente distancia.

A la semana, el canario se había transformado de acosado en acosador, de tal modo que las minúsculas e inofensivas gambas que pululaban por doquier, los ermitaños, las almejas, las ostras e incluso cualquier pececillo que hubiera quedado atrapado en un charco al bajar la marea se convirtieron en apetecibles manjares que iban a parar de inmediato a un estómago que parecía capaz de digerirlo todo sin el menor reparo.

Los huevos de aves marinas de los nidos cercanos y más de un polluelo a punto de romper el cascarón se transformaron al instante en materia alimenticia para quien se mostraba dispuesto a ingerir cuanto pudiera ayudarle a volver a ser lo que siempre había sido.

Por desgracia la frágil embarcación se había convertido en un montón de astillas al ser golpeada una y otra vez contra los troncos del manglar, pero el gomero pudo recuperar los sedales, los anzuelos, los odres que aún contenían un poco de agua, su afilado cuchillo y el ancho e inseparable machete, que desde que tenía memoria lo acompañaba a todas partes.

Con la vela se confeccionó una especie de larga túnica que lo abrigaba por las noches, y a la vista de que el mástil era a todas luces demasiado grueso para lo que pretendía de él, dedicó varias horas a desbastarlo a golpe de machete hasta convertirlo en una de aquellas largas pértigas, rectas y flexibles, que con tanta habilidad utilizaba en su juventud a la hora de subir y bajar por los escarpados riscos de la Gomera, lo que en más de una ocasión le había permitido escapar de una muerte cierta.

Escindió el extremo más delgado de tal modo que en un momento dado pudiera insertarle la hoja del cuchillo, que a continuación afirmaba, con la cuerda que normalmente se enrollaba a la cintura, consiguiendo así que se convirtiera en una peligrosa lanza que, dada su fuerza, podía atravesar de parte a parte a un hombre a diez pasos de distancia.

El sedal, los anzuelos y las gambas le permitieron capturar peces de mediano tamaño, y utilizando las tablas de la barca encendió un buen fuego gracias al cual pudo comer, por primera vez en mucho tiempo, algo caliente y abundante.

Era un hombre acostumbrado desde niño a sacar provecho de cuanto la naturaleza ponía a su alcance, pero debido a ello era consciente de que en determinadas ocasiones esa misma naturaleza se tornaba demasiado exigente y lo obligaba a devolverle, con intereses, todo cuanto hasta ese momento le había proporcionado.

Para cualquier ser civilizado aquel intrincado manglar hubiera constituido un inhóspito lugar en el que acabar pereciendo de hambre y desesperación, pero para el cabrero se convirtió en un seguro refugio en el que recuperarse y fortalecerse lejos de la mirada de auténticos enemigos.

A una persona considerada «normal», tan agresiva dieta le hubiera provocado incontenibles diarreas, pero al gomero lo único que le provocaba eran continuas y dolorosas erecciones nocturnas.

«Cuando esté de vuelta me dedicaré a comer lo mismo… —se dijo—. Ingrid y Araya se van a poner muy contentas».

Habían pasado aproximadamente tres semanas desde el momento en que las olas lo empujaron contra la costa, cuando al fin se consideró en condiciones de abandonar el intrincado mundo de ramas y raíces e iniciar el camino de regreso a casa.

La primera pregunta que tenía que hacerse era dónde podía encontrarse su casa, y la segunda dónde podía encontrarse él mismo.

Por lo general Cienfuegos era un hombre con un magnífico sentido de la orientación, debido al hecho de haber vivido siempre al aire libre, pero se vio obligado a reconocer que en este caso semejante habilidad de nada le servía dado que carecía de marcas de referencia por las que poder guiarse.

El hecho de haber llegado hasta allí tras un largo período de inconsciencia le impedía determinar hacia qué punto cardinal había derivado la barca, y pese a que mantuviera la esperanza de que aún se encontraba en las costas de Cuba, tal vez a algunas millas de distancia de donde había partido, la lógica y el conocimiento del lugar en que vivía lo impulsaban a temer que no fuera así.

Cienfuegos sabía muy bien que, aguas afuera del archipiélago en que se encontraba la Escondida, las corrientes marinas fluían hacia el noroeste, siempre en dirección al ancho canal que separaba Cuba del Yucatán, y en ese caso entraba dentro de lo posible que esas corrientes le hubieran arrastrado hacia un mundo desconocido y totalmente inexplorado.

Pero, como era de ese tipo de seres humanos que aborrecen sumergirse antes de tiempo en inútiles elucubraciones, prefiriendo hacer frente a los problemas en el momento en que se presentan, decidió que si en verdad se encontraba en Cuba no tendría otra cosa que hacer que bordear la costa con el fin de llegar, más pronto o más tarde, a la vista del conocido archipiélago en que se encontraba la Escondida.

Si no era así, y había ido a parar lejos de Cuba, se replantearía la cuestión a su debido tiempo.

Algo le preocupaba sin embargo: al sur de Cuba nunca había experimentado tanto frío como el que había sufrido aquellas últimas noches.

Necesitó dos largos días para abandonar definitivamente la extensa y obsesiva trampa del manglar.

Dos días de idas y venidas, resoplidos, reniegos e infinidad de arañazos hasta el punto de que, cuando al fin consiguió poner el pie en una ancha y abierta playa, apenas quedaba un centímetro de su piel que no conservara el recuerdo de una puntiaguda rama.

Pese a ello, o quizás gracias a ello, durmió a pierna suelta sobre la blanda y seca arena, agradeciendo en el alma no tener que seguir haciéndolo encaramado en una oscilante horquilla sobre la que se sentía como un mono borracho.

A la mañana siguiente, una infeliz tortuga que tomaba tranquilamente el sol junto a la orilla pasó a convertirse en el mejor almuerzo que había ingerido desde que abandonara la Escondida.

Poco después llegó a la conclusión de que en realidad no había ido a parar a tierra firme sino a una pequeña isla, y que no existía otra forma de alcanzar la orilla que se distinguía a lo lejos que construyendo una balsa o arriesgándose a intentar hacerlo a nado.

Se sabía buen nadador y en otros tiempos no hubiera tenido el menor problema en cruzar tranquilamente el ancho brazo de mar, pero de igual modo le constaba que no se encontraba en plenitud de facultades, por lo que el fuerte y frío viento que llegaba del norte podría acabar jugándole una mala pasada.

Para la cena se obsequió con una docena de huevos de tortuga y medio centenar de gruesas lapas, asado todo ello sobre las brasas de una hoguera de madera de manglar cubiertas con una leve capa de fina arena, según una sabrosa receta de Araya, quien había demostrado ser una auténtica especialista a la hora de sacar el mejor provecho posible a cuanto la naturaleza ponía al alcance de su mano.

Sus dos «esposas» eran seres muy, diferentes y quizás era eso mismo lo que las hacía tan perfectamente complementarias.

La alemana, culta y refinada, capaz de hablar correctamente cinco idiomas y leerse un libro en cada uno de ellos a la semana, había sabido tallar y sacar brillo al diamante en bruto que había descubierto tantos años atrás a orillas de un arroyo gomero, y su amor por él era tan profundo, sincero y duradero, que no había dudado a la hora de abandonar a su primer marido, el poderoso capitán León de Luna, y las comodidades que su privilegiada posición económica y social le ofrecían, con tal de permanecer el resto de sus días junto a quien había pasado a constituir la única razón de su existencia.

Fue en su busca enfrentándose a los mil peligros de los mares, las selvas, las fieras, la Inquisición, la maledicencia, la rígida moral preestablecida y los deseos de los hombres; los derrotó a todos, y ni siquiera se dio por vencida cuando comprendió que había llegado un momento en que se veía obligada a compartir a aquél a quien tanto amaba con una nueva mujer.

Entendió muy pronto que el Nuevo Mundo al que acababa de llegar nada tenía que ver con la vieja Europa que había dejado atrás, y que ni sus exuberantes paisajes, su bochornoso clima, sus excitantes alimentos, sus semidesnudos habitantes o sus liberales costumbres recordaban en absoluto la brumosa frialdad de su Alemania natal, la frugalidad de sus comidas, la severidad de sus vestimentas o el manto de hipocresía con el que se solían cubrir los sentimientos más naturales.

Por ello, la noche en que advirtió que no estaba ya en disposición de atender con entusiasmo al fogoso Cienfuegos tal como éste necesitaba debido a su fortaleza y juventud, aceptó sin la menor vacilación, y sin sentirse en absoluto despreciada, que una ardiente nativa acudiera gustosa a echarle una mano en las labores domésticas fueran éstas de la clase que fueran.

Ingrid sabía muy bien que ni el amor es únicamente pasión, ni la pasión únicamente amor, pero que el amor empieza a debilitarse cuando desaparece la pasión, y la pasión acaba por morir cuando ha muerto el amor. Como mujer inteligente y práctica había optado por establecer un delicado equilibro gracias al cual ella disfrutaba de la mayor parte del amor, mientras que la hermosa y siempre dispuesta Araya se consideraba muy feliz sintiéndose propietaria de la mayor parte de la pasión.

Y nunca discutían.

Cada una cultivaba con mimo su parcela, obtenía los frutos apetecidos y jamás se empecinaba en intentar descubrir qué clase de frutos se cultivaban al otro lado del muro.

La alemana había llegado hacía tiempo a la conclusión de que demasiado a menudo los seres humanos envidiaban lo que en el fondo nunca habían querido para sí, pero que acababan deseándolo simplemente porque otros lo deseaban.

Sabía a ciencia cierta que le bastaba una palabra o una simple insinuación para que «su hombre» la satisficiera plenamente con todo el amor del mundo, y por ello consideraba que condenarle a limitar sus necesidades a las propias constituía una forma de egoísmo inaceptable.

Estaba convencida de que los celos no eran más que una forma de sentirse inferior, pero al mismo tiempo tenía plena conciencia de que en lo único que Araya la superaba era en juventud, y ningún ser medianamente inteligente debía sentirse inferior a otro por el simple hecho de tener más años.

Si así fuera, los recién nacidos estarían en el máximo nivel de superioridad respecto a los demás seres vivientes, cuando la realidad es que ni siquiera son capaces de valerse por sí mismos.

Sentado allí, sobre la arena de una remota isla, y contemplando absorto el ancho brazo de mar que se vería obligado a atravesar si pretendía dar el primer paso de regreso al hogar en que lo esperaban sus dos mujeres, Cienfuegos no podía menos que preguntarse si se estarían consolando mutuamente por el hecho de que el hombre que compartían desde hacía años, el padre de sus hijos, hubiese desaparecido en alta mar.

Sería así sin duda alguna, y sin duda sería Ingrid quien se mostraría más fuerte, convencida de que de un modo u otro el gomero se las ingeniaría para volver a la isla, puesto que era quien mejor conocía la sorprendente capacidad de sus inagotables recursos.

—Hay quien nace para ser rico, santo, soldado, rey o asesino —solía decir cada vez que surgía el tema—. Y Cienfuegos nació para salir con bien de todos los peligros.

Evidentemente, peligro había y se hacía necesario estudiar con harto detenimiento la situación, puesto que, si el canario acostumbraba esquivar a la muerte, no se debía únicamente a una cuestión de suerte, sino a que había aprendido, desde que se crió solo en las más agrestes montañas conocidas, qué clase de riesgos podía asumir y cuáles no.

Y el frío era un terrible enemigo con el que no estaba acostumbrado a luchar.

Cada vez que se había enfrentado a él había salido malparado, por lo que no le agradaba la idea de internarse en unas aguas que probablemente acabarían por agarrotarle los músculos.

Tras meditar largo rato vació los odres de agua y sopló dentro hasta casi reventar para cerrarlos todo lo herméticamente que le fue posible de tal modo que los convirtió en aceptables flotadores que al menos le permitirían descansar a ratos.

Cortó gruesas ramas de mangle con las que trenzó una rústica balsa que rodeaba por completo los odres, y, colocando encima cuanto había conseguido salvar del naufragio, se hizo a la mar empujando ante él aquel informe armatoste que evidentemente cumplía con su obligación de flotar.

—¡La leche, qué fría está! —No pudo menos que exclamar en cuanto se hubo alejado unos metros de la orilla, de modo que empezó a patalear de modo firme y constante no sólo con el fin de avanzar, sino sobre todo de hacer circular la sangre lo más aprisa posible.

Una hora más tarde, cuando se encontraba ya casi en el centro del canal, advirtió, alarmado, que la corriente que llegaba del oeste lo empujaba hacia mar abierto dejando a un lado la isla y al otro tierra firme, por lo que corría el riesgo de perderse para siempre en la inmensidad del golfo.

Por fortuna, y cuando ya el frío y el agotamiento estaban a punto de conseguir que se diera por vencido, al salir del abrigo de la punta oriental largas olas que llegaban de mar afuera lo empujaron de un modo firme y constante hacia la playa que andaba buscando.

Se enterró en la arena seca para escapar del frío y así pasó la noche, tan molido como si le hubiera pasado por encima una manada de elefantes.