Treinta y nueve

Mi hermoso hijo permaneció a mi lado durante todo el lunes 24 de octubre. Su consuelo y su compañía fueron las más dulces bendiciones de que podía disfrutar, y que me hacían mucha falta, porque al día siguiente llegaría el final del juicio de Gilles de Rais, caballero, barón, mariscal de Francia, en otro tiempo íntimo de reyes, duques y obispos, y ahora conocido públicamente como sodomita, asesino y destripador de niños.

Aunque su muerte era bienvenida, incluso deseada, por muchos —yo misma entre ellos—, sentí con el paso de cada minuto que le quedaba como si mi propia vida estuviese a punto de llegar a su fin. Cada vez que respiraba se apoderaba de mí el pensamiento de que era uno menos en el número finito de respiraciones que tenemos. Un indescriptible terror me heló las entrañas y me impidió realizar cualquier acción importante. Tendría que haber estado alegre ante la certeza de que mi señor estaba a punto de morir por los crímenes cometidos contra Dios, contra la naturaleza, y por encima de todo, contra niños inocentes, que siempre habían de confiar en la bondad de sus mayores.

Comprendía, en estas últimas horas de su vida, que mi sufrimiento se debía en su mayor parte a que me culpaba a mí misma por sus faltas. Esa angustia había estado presente en mi corazón desde el primer momento de esta terrible prueba, incluso durante todo el proceso de caída de mi señor, pero no había permitido que me dominara completamente hasta ahora. No parece haber una penitencia adecuada para mis fallos, pero intentaré durante el resto de mis días dedicarme a las obras de caridad, a vivir libre de pecado, a ofrecer socorro y ayuda a los niños pequeños, a distribuir las limosnas que pueda dar para que Dios vuelva a sonreírme de nuevo.

Mientras hacía la confesión de todos estos crímenes ante el tribunal, mi señor Gilles se había apresurado a señalar la culpabilidad de sus guardianes en la infancia. No obstante, una admisión más perfecta podría haber incluido su desvergonzada negativa a dominar aquellos deseos que sabía que era viles crímenes contra natura cuando solo son imaginados y no realizados, como él había hecho. No hizo mención alguna ante el tribunal de cómo había aprendido el arte de la sodomía de Jean de Craon cuando él mismo había sido el objeto de la lujuria del anciano. Tampoco dijo nada de cómo había llorado con desesperación después de cada encuentro con el viejo monstruo, casi siempre en mis brazos, aunque en aquel momento yo no había comprendido el motivo de aquellas lágrimas. Pero supongo que él, también, había deseado creer en la bondad de los mayores o, en el caso de Jean de Craon, de los más poderosos. No había sido capaz de hablar contra su abuelo de la misma manera que Henriet no lo había hecho contra el propio Gilles.

Mi señor manifestó que durante toda su vida había tenido un muy vivo recuerdo de su madre y su padre, aunque habían sido escasas las ocasiones en las que había estado en su presencia antes de que murieran. Era tan joven cuando ambos habían abandonado este mundo… Los dos en el mismo mes. Lo mimaban descaradamente y llegaban a verdaderos excesos que, en mi opinión, solo pretendían ser una disculpa por sus frecuentes ausencias. Los regalos, el dinero, la permisividad, todo resultaba muy tentador para un chiquillo. Tales eran sus recuerdos, y no las lágrimas derramadas por el abandono. Pero tales riquezas no le habían hecho ningún bien, de eso estoy completamente segura.

El 25 de octubre, a la hora tercia, el fiscal Chapeillon se puso de pie en la sala del primer piso de la Tour Neuve y solicitó que las actuaciones llegaran a su fin. Los jueces estuvieron de acuerdo con la petición.

—Gilles de Rais —llamó Jean de Malestroit.

Mi señor se levantó, tembloroso y con el rostro ceniciento.

—Os encontramos culpable, tal como se os ha acusado, de apostasía además de invocar a los demonios con pérfidos fines. ¿Comprendéis estos cargos y nuestras conclusiones?

—Sí, Su Eminencia —respondió, avergonzado.

—También os encontramos culpable de cometer y maliciosamente perpetrar el crimen y el vicio contra natura de la sodomía en niños de ambos sexos. ¿Comprendéis estos cargos y nuestras conclusiones?

—Sí, mi señor obispo. Que Dios me perdone.

—Gilles de Rais, a partir de este momento quedáis excomulgado de la Santa Iglesia Católica y se os prohíbe participar de sus sacramentos.

No sé por qué estaba tan sorprendida: todo formaba parte de algo que ya estaba escrito. Quizá Jean de Malestroit había insistido en este pequeño drama que se estaba interpretando, para cubrir las apariencias. En cualquier caso, mi señor interpretó a la perfección el papel que le correspondía. Cayó de rodillas sin perder ni un segundo y con grandes sollozos y gemidos, suplicó que se le permitiera confesar sus pecados a un sacerdote y recibir la absolución antes de morir.

Jean de Malestroit tampoco se quedó atrás en su interpretación: era el implacable denegador de la piedad, el recto y puro defensor de la verdadera fe, al menos durante el tiempo que hizo falta para causar el efecto deseado. Con grandes muestras de sentimiento, llamó a Jean Jouvenal de la orden de los carmelitas y le pidió que escuchara la confesión de mi señor, que fue ofrecida con tanta pasión y sinceridad que Su Eminencia no pudo hacer otra cosa que acoger de nuevo a Gilles de Rais en el seno de la Iglesia.

Me pregunté una vez más qué tesoro habría ofrecido para conseguir estas ventajas.

No obstante, por extraño que resulte, cuando la historia llegó a conocimiento de las personas alojadas en los campamentos, a casi todas les pareció correcto; más tarde, mientras mi hijo y yo paseábamos entre la multitud, escuchamos muy pocas voces de protesta y muchas que estaban de acuerdo. También estas personas, cansadas física y emocionalmente después de tantos días de juicio, sentían la necesidad desesperada de creer en la bondad de quienes estaban por encima de ellas.

A última hora de la tarde, mi señor fue conducido fuertemente escoltado hasta el cercano castillo de Bouffay, donde confesó su participación en los episodios ocurridos en Saint-Étienne-de-Mer-Morte. Pierre l'Hôpital se encargó de los últimos arreglos para que pagara la multa de cincuenta mil escudos al duque de Bretaña con la cesión de una de las pocas propiedades que le quedaban. En cuanto se firmaron los documentos, no quedó nada más que hacer que pronunciar la sentencia de muerte: sería ahorcado y su cuerpo quemado en la hoguera. La sentencia se ejecutaría sin tardanza a las once de la mañana del día siguiente, 26 de octubre.

Luego solicitó públicamente la consideración que ya había pactado con Jean de Malestroit.

—Por favor, monsieur le President, os suplico que se permita a mis sirvientes Henriet y Poitou que presencien mi muerte antes que la de ellos, para que vean que he recibido mi justo castigo y para que no mueran con la duda de que de alguna manera he evitado mi destino.

Se aceptó la petición. Luego, se escuchó la sentencia del Tribunal secular.

—A la vista de la confesión hecha con entera libertad por parte del acusado de los crímenes de los que ha sido acusado, y teniendo en cuenta la confesión de sus pecados y la restauración de su derecho a participar de la divina gracia de los sacramentos, por la presente se dispone que será colgado por el cuello hasta que muera y después quemado, pero que su cuerpo será apartado de las llamas antes de que se convierta en cenizas, y a continuación se le enterrará en suelo sagrado.

Después, parecía que no quedaba nada más que decir. Sin embargo mi señor manifestó una última petición. Se dirigió directamente a Pierre l'Hôpital, personaje que tenía una gran influencia en Jean de Malestroit.

—Si les complace a los muy honorables jueces y fiscales, es mi gran deseo y esperanza que se organice una muy solemne procesión, y para que así mis sirvientes y yo mantengamos la esperanza de la salvación eterna mientras caminamos hacia nuestras muertes.

No vestía sus mejores prendas, que muy pronto serían distribuidas entre los mendigos junto con el resto de sus posesiones terrenales, sino una sencilla túnica de lino gris, atada a la cintura con una cuerda. Caminó lentamente entre una multitud de miles de personas que se habían reunido para presenciar su muerte. Jean de Malestroit seguía a los condenados bastante más atrás, y yo detrás de él, acompañada por mi hijo Jean, que no dejaba de rezar mientras nos abríamos camino hacia la plaza donde ya habían levantado los patíbulos y preparado las hogueras. Las personas que se habían congregado para la ocasión evidenciaban la más tremenda variedad de emociones y sentimientos hacia el hombre que había asesinado a sus hijos; algunas pedían que lo destriparan y le cortaran la cabeza como había hecho él con sus víctimas inocentes; otras clamaban pidiendo misericordia en su nombre porque alegaban que no estaba bien vengar la pérdida de una vida con el sacrificio de otra. No había manera alguna de explicar la conducta de los espectadores, que parecían dominados por algo próximo a la locura, cada uno de acuerdo con la firmeza de la inconmovible creencia que albergaba en su corazón.

Subió los escalones del patíbulo por propia voluntad mientras sus sirvientes Poitou y Henriet lo miraban. Sus piernas se veían encorvadas y temblorosas, y en una ocasión se tambaleó; el hecho de tener las manos atadas a la espalda dificultaban su gracia y equilibrio natural. Sacudió la cabeza para apartar a aquellos dispuestos a ayudarle. Yo lo miraba todo con unas lágrimas inexplicables que rodaban por mis mejillas, mientras este hombre que, cuando era un bebé, había mamado dulcemente de mi pecho y después, cuando era poco más que un chiquillo, había asesinado cruelmente a mi hijo, pisaba la plataforma del patíbulo y se detenía junto a la soga. Alzó la cabeza durante un segundo para contemplar el instrumento de su muerte pero ni siquiera parpadeó cuando pusieron el lazo alrededor de su cuello y lo ajustaron. Mantuvo los ojos abiertos cuando se abrió la trampilla debajo de sus pies. Durante unos segundos, pataleó y se meció como si lo empujara el viento. Quizá era el demonio Barron, quien lo había eludido durante tanto tiempo, quien ahora finalmente le tiraba de los pies.

La muchedumbre permaneció silenciosa, hasta que el cuerpo dejó de sacudirse y colgó como un saco. Entonces los gritos y aullidos de triunfo se alzaron hasta el mismísimo cielo. Encendieron la pira, y las llamas lamieron su cadáver. Cuando la túnica gris comenzó a arder, echaron cubos de agua sobre el cuerpo hasta apagar las llamas.

Colocaron el cadáver en el féretro y lo llevaron por las calles de Nantes en un carro. Los gemidos y los gritos de aquellos que marchaban en la macabra procesión apenas si se podían distinguir los unos de los otros, porque parecía haber el mismo número de personas que lloraban que los que vitoreaban.

Asistí en un estado casi de estupor al oficio en memoria de Gilles de Rais, que se celebró en la iglesia de Nuestra Señora del Carmelo al otro lado de la ciudad. A continuación lo enterraron en una tumba junto a otras personas importantes, algunas de ellas sus antepasados. Seguramente todos ellos habían sido mejores personas que él en esta Tierra; quizá incluso se merecían la bendición de estar enterrados con tanta honra.

Pero Gilles de Rais no se lo merecía. Permanecí junto a la tumba en la que lo habían depositado hasta mucho después de que todos los demás se hubieran marchado para celebrar o llorar de acuerdo con sus preferencias, y pensé en todas las maneras posibles para profanar su sepulcro. Todavía estaba allí cuando Jean de Malestroit por fin me encontró.

—Tengo algo que debo darte —dijo.

No tengo palabras para describir lo que sentí al abrirse el paquete que me había entregado cuando entré en sus aposentos privados. Era la última cosa que me hubiese esperado, aunque no puedo decir que realmente tuviese una idea de lo que podía ser este presente. Desde luego nunca hubiese podido imaginar lo que vi cuando retiré la tela de seda que lo envolvía.

—De Rais lo había conservado todos estos años —afirmó mi obispo—. Me dijo que era la más preciada de sus posesiones, incluso más que los grimarios, los tratados de alquimia y los textos de los conjuros que había guardado tan celosamente. Jean de Craon le mandó rescatar los restos que se encontraban en la orilla del arroyo y permaneció a su lado hasta que los sepultó. Sin embargo, volvió en secreto a aquella tumba definitiva para recuperar esto.

El diente roto, aquella pequeña y encantadora imperfección; era Michel. No podía ser ningún otro.

—Dijo que el resto de los huesos los encontraríamos sin problemas, incluso me dibujó un plano. Ya he enviado a un grupo de hombres para que los recuperen.

Así que ese había sido el tesoro por el que se había aceptado el trato: una muerte mejor a cambio de mi paz. Acuné la calavera en mis brazos antes de encontrar las fuerzas para hablar y después, cuando no supe encontrar las palabras para manifestar mi agradecimiento, le pregunté:

—¿Vendréis conmigo a Champtocé? Quiero enterrarlo con su padre.

—Por supuesto. De todas maneras, hubiese insistido en ir incluso si no me lo hubieras pedido. Este no es un viaje que nadie deba hacer solo.

—Me gustaría partir con la primera luz del alba —dije.

—De acuerdo —respondió.

A la tarde del día siguiente, Jean de Malestroit y yo depositamos el cuerpo sin cabeza de mi hijo en una tumba junto a la de Étienne. Con una cierta desgana, puse la calavera, con el cliente roto, en la posición correcta. El viejo castellano Guy Marcel nos había ofrecido los servicios de dos soldados de Champtocé con el fin de que se encargaran de mover las piedras para el entierro y después se ocupasen de tapar la sepultura. El obispo de Nantes ofició el servicio en memoria de mi hijo, un niño que por nacimiento no hubiese merecido semejante bendición de haber muerto en circunstancias no tan notables.

Pero había sido la primera víctima de Gilles de Rais; eso ya tenía una cierta importancia.

En perdonarlo, fui la última.

Y me transmitió un poco de paz.