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El fiscal Johannsen tuvo la amabilidad de llamarme antes de que se publicara la noticia.

—Sheila Carmichael ha presentado una petición para que se reabra el caso de Jeff basada en el hecho de que usted, como supuesta víctima, también estaba implicada en la investigación —me dijo.

—¿Qué? —Estaba poco menos que atónita—. Yo no fui una víctima. Jeff es el amigo de mi hijo, no es mi hijo.

—Ella afirma que siendo usted un «íntimo» de él, ella define «amigo de la familia» como un íntimo, su empeño en investigar a Wilbur fue mucho más fuerte de lo que hubiese sido en cualquier otra situación. Creo que la palabra que utilizó en la petición fue «intenso».

—Dios santo.

—Por lo que se ve, descubrió un viejo caso donde el veredicto fue anulado porque uno de los policías que participó en la investigación también podía ser considerado como una de las víctimas. Se consideró que, debido a los prejuicios, hubo un exceso de celo por parte del investigador.

—Eso no significa nada y no se aplica en este caso. Incluso antes de que Jeff se viera implicado, yo ya estaba dedicada a esta investigación en cuerpo y alma.

—Lo sé. Pero los jueces llegan a extremos absurdos cuando se trata de casos donde hay condenados a muerte.

—¿Hay alguna posibilidad de que anulen el veredicto?

—No todos los veredictos.

—Entonces, ¿a qué viene todo esto?

—Es un ardid para negociar.

—¿Qué pretende conseguir para su hermano?

—Que no lo ejecuten.

No tenía ninguna réplica para aquello.

—Supongo que el juez interpretará que es una petición absurda, lo mismo que nosotros —añadió Johannsen—. Sin embargo, nunca se sabe.

—¿Cuándo se hará pública la petición?

—Carmichael no la presentará hasta dentro de unos días. Dijo que me lo comunicaba como una cortesía profesional.

—Parece una jugada un tanto tonta. Cualquiera diría que hubiese sido mucho mejor que resultara una sorpresa, que lo pillara con la guardia baja.

—Creo que a Sheila le gusta montar el escándalo, y sentir que está en el meollo de todo el lío.

Le había prometido a Pete Moskal que lo mantendría informado de cualquier cosa que pasara en relación a Wilbur. La mancomunidad de Massachusetts, puesto que a Durand lo habían sentenciado a muerte, no había presentado la solicitud de extradición. Me pasé toda la noche en vela, sin pensar en otra cosa que en las palabras de Johannsen; menuda parodia resultaría todo esto si Wilbur acababa salvándose. Ver que no lo ejecutaban sería para mí toda una tragedia personal.

Cuando las primeras luces de la madrugada se filtraban a través de las persianas, yo ya había tomado la decisión de esperar a ver cómo se desarrollaban las cosas antes de llamar a Moskal.

Aquel día fui a la división, algo que no había hecho en el último par de semanas. El departamento me había reducido los servicios hasta nuevo aviso, pero Fred me había dicho que no tenía ninguna importancia si me presentaba o no; que me pagarían el sueldo íntegro de todas maneras. Me resultaba casi más difícil quedarme en casa que ir al trabajo; echaba de menos el lugar y el tráfago constante. Al parecer también ellos me echaban de menos porque, en cuanto entré en la sala, todos me saludaron con mucho afecto.

Cuando acabamos de decirnos lindezas, todos volvieron a ocuparse de lo suyo. Todos menos Spence y Escobar.

—¿Cómo te van las cosas, Lany? —preguntó Escobar, con un muy sincero interés—. Se te ve un poco cansada.

Me había visto en el espejo aquella mañana. Decir: «Un poco cansada» era todo un detalle.

—No muy bien, Ben. Anoche recibí una llamada de Johannsen.

Les puse al corriente de todo lo que me había dicho.

—¡Mierda! —comentó Spence.

—¡Joder! —exclamó Escobar.

—Sí, sería toda una faena.

Nos quedamos en silencio durante unos momentos, hasta que le dije a Spence:

—Escucha, creo que es el momento de ir a hacerle una vista a Jesse Garamond. ¿A ti qué te parece?

Me miró, un tanto desconcertado por la pregunta.

—Creo que ya es hora de hacer que lo saquen de allí.

—Lany, ese tipo es un cabrón. Déjalo correr.

—Al menos quiero hablar con él.

No pareció tener muy claro que fuera correcto, pero acabó por acceder.

—De acuerdo, pero no me gusta.

Fuimos a la cárcel por la misma carretera de antes. Mientras nos acercábamos al cartel donde había visto el anuncio Allí se comen a los niños con la pintura roja que simulaba un chorro de sangre, cerré los ojos y no los volví a abrir hasta estar bien segura de que lo habíamos dejado atrás. Seguramente ya habían cambiado el anuncio, pero mis ojos hubiesen descartado la realidad y hubieran visto lo que había antes. Era algo que no me veía capaz de soportar.

Spence llevaba su arma. La mía estaba guardada en uno de los cajones de la mesa de Fred, donde la había guardado cuando me la retiró. «No la necesitarás ahora que no estás de servicio», me había dicho. Al principio la había echado de menos, pero con el tiempo agradecí haber recuperado el equilibrio. Caminaba más erguida y me sentía más ligera. Ahora las caderas estaban a la misma altura. Ya no me dolía la espalda de compensar el peso. El arma se quedaría en el cajón hasta que volviera al trabajo normal. Pasamos por el control de la entrada mucho más rápido, algo que agradecí de todo corazón. No prestaron la menor atención a los guantes de látex que llevaba en el bolso porque no puedes matar a nadie con ellos, a menos que se los metas en la garganta.

Cuando nos faltaba muy poco para llegar a la sala de entrevistas, le dije a Spence:

—Quiero hablar con él a solas.

Se detuvo en seco y me miró con una expresión de alarma.

—No me parece que sea muy buena idea, Lany. No se puede decir que sea un tipo precisamente encantador.

—No me pasará nada. Solo quiero estar con él a solas durante un par de minutos.

—¿Por qué, si no es mucho preguntar?

—Spence, por favor. Ahora mismo necesito que me dejes hacer a mi aire. No quiero que escuches esta conversación por si acaso alguna vez te lo preguntan.

No dejó de mirarme con una expresión de reproche.

—Por favor —insistí.

—De acuerdo —dijo como si en ello le fuera la vida.

Le envié a Pete Moskal dos artículos publicados por Los Angeles Times, ambos recortados mientras tenía puestos los guantes. Habían aparecido con un mes de diferencia. Humedecí el adhesivo del sobre blanco con una esponja y utilicé un sello autoadhesivo. No escribí la dirección del remitente.

El texto del primero era el siguiente:

Wilbur Durand, el asesino convicto por la muerte de varios niños, fue encontrado muerto anoche en su celda de la prisión del condado de Los Ángeles, al parecer víctima de un asesinato. Durand, un famoso productor de Hollywood y destacado experto en efectos especiales, había sido encarcelado el año pasado después de haber sido declarado culpable del asesinato en primer grado, secuestro y abusos sexuales del menor Earl Jackson, de doce años; el secuestro y violación de Jeffrey Samuels, de trece; y de varios otros cargos. La abogada Sheila Carmichael, hermana del convicto, estaba preparando una solicitud para que se reabriera el caso Samuels sobre la base de un oscuro precedente legal referente a la participación de una víctima en la investigación de un hecho delictivo. Samuels es un íntimo amigo personal del hijo de la detective del departamento de Policía de Los Ángeles Lorraine Dunbar, cuya concienzuda investigación de una serie de desapariciones de niños aparentemente no relacionadas entre sí condujo finalmente al arresto y condena de Durand.

Según una fuente anónima de la prisión, Durand fue apuñalado repetidamente en el abdomen y después eviscerado. Las autoridades de la cárcel carecen de cualquier pista que les ayude a aclarar el asesinato y han manifestado que los reclusos mantienen un silencio absoluto sobre lo ocurrido. «Cuando ocurre algo así, siempre suele haber alguien que está dispuesto a dar información —comentó el portavoz del alcaide—, pero hasta el momento, nadie ha abierto la boca. No tenemos pistas, ni pruebas físicas, y, en este momento, ningún sospechoso.

Moskal sabía todo esto. Pero quizá el segundo artículo no había merecido la atención de los periódicos nacionales y yo quería que viera los dos juntos. El segundo decía lo siguiente:

Jesse Garamond, que cumplía condena en la prisión del condado de Los Ángeles en Lancaster, salió hoy en libertad de acuerdo con la sentencia dictada por el Tribunal de Apelaciones. Garamond había sido condenado hace tres años por la muerte de su sobrino, que tal como se ha determinado, fue una de las víctimas de Wilbur Durand, quien murió hace poco en la misma cárcel. La condena de Garamond había sido noticia en su momento porque nunca encontraron el cadáver de su sobrino. El fiscal James Johannsen explicó que las zapatillas encontradas en el estudio de Durand habían sido identificadas positivamente por la madre del niño asesinado como pertenecientes a su hijo. Estaban entre otros varios pares de zapatillas que Durand había guardado como recuerdos de sus víctimas. A partir de esta prueba, Johannsen solicitó que se pusiera en libertad a Garamond, pendiente de un nuevo juicio en el que se retirarán los cargos en su contra. Cuando lo condenaron por el asesinato de su sobrino, Garamond estaba en libertad condicional después de cumplir cuatro años de una condena de siete impuesta por abusos deshonestos, sin ninguna relación con el caso Durand.

Pete Moskal consiguió su propósito de tener a Wilbur Durand. Fue a recibir su féretro en el aeropuerto Logan.

La última vez que habíamos estado en este lugar del muelle de Santa Mónica, Errol Erkinnen y yo habíamos mirado cómo tres chiquillos muy afortunados jugaban en la arena y habíamos escuchado sus gritos de entusiasmo. Yo le había comentado lo mucho que le gustaba a mi hijo Evan acudir allí. Esa vez solo se escuchaba el suave sonido de las olas que rompían en la arena y los graznidos de un puñado de gaviotas, pero si cerraba los ojos y me concentraba, veía a Evan jugando en la arena con sus dos hermanas.

Sonreí y dejé que el sol acariciara mi rostro. Erkinnen, que no se perdía detalle, se dio cuenta.

—Es bueno ver que sonríes —comentó—. Es todo un progreso. ¿No te había dicho que llegaría este día?

—Sí, es verdad.

—Y que vendrán días mejores después de este.

—Supongo que tienes razón.

—Eh, claro que sí. Por eso mismo me pagaban una pasta.

Había pedido la excedencia en el departamento de Policía para dedicarse a escribir un libro. El anticipo que le habían dado le bastaba para vivir todo un año. Yo tenía muy claro que la excedencia se convertiría en permanente; que nunca volvería al departamento.

Le cogí una mano y se la apreté cariñosamente.

—Te quiero dar las gracias por todo lo que has hecho para ayudarme a salir adelante.

Me guiñó un ojo.

—Solo hago mi trabajo —replicó—, o mejor dicho lo que era mi trabajo. Vaya mundo en el que vivimos, quién hubiese dicho que terminaría de esta manera.

El sonido de las olas era sedante.

—Sabes, nunca me acabé de creer que Jesse Garamond lo haría. Era un tipejo de la peor calaña, pero no un asesino. Al menos no antes de que ocurriera todo esto. Aborrezco decirlo, pero me alegro infinito de que lo hiciera.

—Quizá Garamond no fuera un asesino, pero creo que probablemente siempre haya sido un superviviente. No me parece algo tan terrible que quisiera ver sufrir a Durand.

Había sufrido. Había más cosas de las que habían publicado los periódicos. Durand había sufrido aquellas «otras cosas» que los convictos hacían a los asesinos de niños. Garamond lo había hecho por su cuenta; solo le había pedido que, hiciera lo que hiciera, intentara conseguir información sobre el paradero de los cadáveres antes. En cualquier caso, antes o después tendrían que dejarlo en libertad; nosotros solo nos ocupamos de acelerar el proceso. Además Jesse quería cobrarse su venganza, porque había sido el crimen de Durand el que lo había devuelto a la cárcel cuando disfrutaba de la libertad condicional. Desde luego que la tuvo.

Erkinnen no conocía todos los detalles; había un acuerdo tácito entre nosotros de que solo le diría lo necesario para sentirme mejor. No creo que él quisiera de verdad conocer lo que había pasado con todo lujo de detalles.

—Han encontrado otro cadáver —le comenté—. Con este ya son nueve.

Acabaríamos por encontrarlos a todos y los entregaríamos a sus familias, gracias a la información que Jesse Garamond le había arrancado mientras le escarbaba en las ingles con la navaja.

Un cóndor apareció de pronto por el lado norte del horizonte. Se lanzó en picado hacia el extremo del muelle y se posó en uno de los pilares. El enorme pájaro descansó un segundo; luego volvió a batir las alas y se remontó para volar en círculos en el cielo iluminado por el sol. Me imaginé al ave fénix, la representación mitológica de nuestra búsqueda de la perfección, que es la última ilusión. Por encima incluso de Wilbur Durand.