Jean de Malestroit me confió al cuidado de uno de los guardias, con la explicación de que no me sentía bien y que no debía apartarme de allí hasta su regreso. Luego desapareció en los aposentos de Gilles, como si allí dentro no existiera ningún peligro. Cuando volvió a salir al cabo de unos minutos, su rostro mostraba una expresión tan grave como sombría.
—Me ha revelado todo lo ocurrido —manifestó mi obispo—. Que os había confesado el asesinato de Michel.
Para no caerme al suelo, me aferré a él con desesperación.
—Me provocó con su relato, sin escatimar ni uno solo de los horribles detalles. Yo le escuché, como si no pudiese hacer otra cosa. Una sarta de blasfemias y horrores que no había escuchado antes en toda mi vida.
Jean de Malestroit se persignó y luego apoyó una mano en mi frente.
—Padre nuestro que estás en los cielos —rezó fervientemente—, toma a esta mujer a tu muy especial cuidado y ofrécele consuelo, en esta su hora de la más negra desesperación. —Me acompañó a lo largo del pasillo hasta las escaleras—. Fui a buscarte a tu habitación. Jean me comunicó que te habías marchado y también me confió sus sospechas de que habías ido a ver a Gilles. Me sorprendió, pero él me dijo que ya lo habías hecho antes. Guillemette, ¿es eso verdad?
Asentí con un leve movimiento de cabeza.
—Pero… ¿por qué?
—Porque había preguntas que únicamente él podía responder. Lamento que Jean os lo dijera. No os hubiera hecho ningún perjuicio ignorar dichas visitas.
En su rostro apareció la expresión de reproche que conocía tan bien y, por una vez, me sirvió de consuelo.
—No es este el mejor momento para hablar del tema, hermana; ya tendremos más tarde todo el tiempo que haga falta para discutir a fondo estas cosas. Por el momento, me alegra que tu hijo me lo dijera. Solo Dios sabe lo que podrías haber hecho si no llego a aparecer en ese momento. Que una mujer de tu posición actúe de semejante…
—¡Al demonio mi posición! —le interrumpí sin más—. ¿Por qué siempre he de vivir de acuerdo con las normas impuestas por mi posición?
—Porque son las normas a las que nos atenemos todos, y es correcto que lo hagamos, para protegernos del terrible caos que origina vivir sin respeto a las leyes. —Hizo una breve pausa—. Me atrevería a decir que ya hemos visto lo que ocurre cuando alguien intenta vivir fuera de la ley; en el caso de mi señor, como si nunca hubiese existido. No obstante, creo que cualquier juez magnánimo te hubiera absuelto de su asesinato en vista de las circunstancias.
—¿Tal como hicieron con aquella mujer que mató a su marido, aunque él había estado a punto de matarla a golpes?
—Aquel fue un caso del todo diferente. Lo que tú has pasado es mucho más injurioso.
—No sabéis ni la mitad de lo que he pasado.
—Todo lo contrario —replicó. Había una gran ternura en su voz—. Lo sé absolutamente todo.
—No es posible. A menos que Jean os lo dijera.
—No necesito los servicios de Jean ni de ningún otro para saber cuáles eran tus sospechas. Sé que has sospechado que mi señor era el asesino de tu hijo desde hace algunos meses. Ahora sabes sin la menor duda que él lo asesinó.
—¿Por qué no sacasteis a relucir antes el tema?
—Porque, lo mismo que tú, en mi corazón no estaba seguro de que él lo hubiese hecho hasta ahora, y porque él había cometido tantos otros crímenes que el de Michel no era necesario para condenarlo. Desde hace algún tiempo he creído que no podía haber sido de otra manera. Solo pretendía evitarte todo esto, si estaba en mis manos.
Había querido lo mismo para mí misma, con verdadera desesperación, hasta el punto de que mi propia mente lo había organizado todo para evitarlo con el sencillo procedimiento de negarme a creerlo. En algún momento a lo largo del camino del descubrimiento, la terrible verdad se había abatido sobre mí como la lluvia en el invierno, y me había helado hasta los huesos. En la medida de mis posibilidades, me había envuelto a mí misma en una tela encerada para que las horribles gotas rodaran hasta el suelo sin tocarme. Lo hicieron, y conseguí dejarlo todo a un lado durante un tiempo después de que Gilles jurara que él jamás hubiese cometido semejante atrocidad. ¿Por qué le había creído? Por las mismas razones por las que él había matado; había querido matar, y estaba en su mano hacerlo. Yo había querido creer, y estaba en mi mano hacerlo.
Permanecimos en silencio mientras bajábamos las escaleras. Cuando salimos al patio me dirigí a mi obispo.
—Muchas gracias por haber querido protegerme, pero al conocer la verdad me he sentido aliviada de su tremenda carga. He cargado con la incertidumbre de lo que le había pasado a Michel durante tantos años que quizá llegue a echarla de menos cuando ya no me pese. Allí donde una vez hubo esperanzas, ahora no habrá más que un vacío.
—Encontrarás muchas cosas para llenarlo —replicó Su Eminencia. Con una gran ternura, acomodó los cabellos que asomaban por debajo de la toca blanca que sujetaba mi velo—. Nos encargaremos de mantenerte ocupada, de eso puedes estar segura.
Jean seguramente se había recuperado del mal trance y había ido a reunirse con su grupo, porque cuando llegamos a mi habitación, ya no estaba allí.
—No sé qué hora es —dije mientras me dejaba caer en mi cama—. Nunca había sentido un agotamiento tan grande como el que experimento ahora mismo. Quizá duerma durante mucho tiempo. Pero antes de que lo haga, os lo ruego, por favor decidme, ¿qué le dijiste a mi señor cuando entraste en sus aposentos?
—No es este el momento adecuado para discutir esas cosas.
—Por favor, Eminencia, no puede haber ningún momento más adecuado que este.
Cerró la puerta y después se sentó con mucho cuidado en la silla, que era demasiado pequeña para él. Por un instante contempló el vestido azul, aunque no hizo ningún comentario.
—He llegado a un acuerdo con él. Mañana mi señor hará una confesión más amplia. Confesará que comenzó con los crímenes en la primera etapa de la adolescencia, y no en el año en que falleció su abuelo.
Al día siguiente Gilles de Rais tendría el derecho de decir todo lo que quisiera; ya se le había autorizado y ahora no se podía volver atrás. Esa sería su última oportunidad para hablar ante los representantes de Dios y justificar sus actos.
—Entonces no hablará del asesinato de Michel.
—No. Puedo pedirle que lo haga si tú lo deseas.
—No —respondí en voz baja—. Sería una agonía insoportable tener que escucharlo de nuevo. Pero estuvisteis allí durante algún tiempo; sin duda hablasteis de más cosas.
—Se hicieron otros arreglos, pero por ahora sin consecuencias y que no deben preocuparte. —Se levantó un tanto bruscamente—. Es hora de dejar que duermas. Buenas noches.
—Buenas noches, mi señor obispo.
Me quedé a solas con la amarga verdad.
Me quité todo lo que llevaba antes de meterme en la cama: el hábito, la ropa interior, la cadena de oro colgada alrededor de mi cuello. Quería verme tan pura y desnuda como había venido al mundo. Me pareció que era la única manera de sentirme aliviada de los pesares de toda la vida. Pero no fue así. Mi mente no me lo permitió.
Mis sueños fueron terribles. Me desperté varias veces, bañada en sudor, sobresaltada por las horrorosas imágenes de mi hijo decapitado. En algunas de las pesadillas, me llamaba y me perseguía, y yo intentaba escapar. En la siguiente era yo quien corría detrás de él. En algunas escenas se veían los intestinos, una masa sanguinolenta; él tropezaba con sus propias tripas, perdía el equilibrio, rodaba por el talud del arroyo hasta el pie del bosquecillo de robles y yacía allí en una espantosa agonía. En uno de los sueños, yo acunaba la cabeza, pero el resto del cuerpo había desaparecido. Estábamos delante de una lápida, quizá la de Étienne, y las lágrimas brotaban de sus ojos sin vida, como los míos. Me desperté con el rostro bañado en lágrimas y los párpados pegados.
De nuevo mi señor lo confesó todo, pero en ese relato corrigió los errores cometidos en la confesión hecha en sus aposentos. No mencionó a mi hijo Michel por su nombre, pero sí recordó a otros niños específicamente y con todo detalle; en particular, al chiquillo de Vannes cuyo cuerpo decapitado se había resistido a desaparecer hasta que Poitou consiguió sumergirlo para siempre en la inmundicia de la letrina.
Tal como había prometido, fue más preciso a la hora de fijar cuándo había comenzado a cometer sus atrocidades. Así y todo fue incapaz de resistir la tentación de echarle la culpa a algún otro por haber escogido el camino de la perversión.
—… desde el comienzo de mi juventud, si bien es verdad que he pecado contra Dios y sus mandamientos, y ofendido al Salvador, en parte fue por la mala guía que recibí en la infancia, cuando, dejado a mi libre albedrío, me dediqué a todo aquello que me complacía y me complací a mí mismo con todos los actos ilícitos.
»… que he pecado contra la naturaleza de muchas maneras no explicadas con todo detalle en los artículos, y que se publiquen en la lengua vernácula para todos los hombres, la mayoría de los cuales no saben latín, para que los lean y tomen buena nota. Que estos escritos sean exhibidos para mi propia vergüenza, porque será a través de esta exhibición de mis pecados que me resultará más fácil obtener el perdón de Dios y la absolución. Fue debido a lo delicado de mi naturaleza en la infancia…
Tenía al hermano Jean la Drappière sentado a un lado, y al hermano Damien al otro. Entre ambos consiguieron sujetarme cuando intenté levantarme, dominada por la furia.
Mantuve la voz baja, pero mis palabras no podían ser más claras.
—Nunca fue delicado.
—… que me entregué a los placeres y de acuerdo con mi voluntad hice todo el mal que pude. Me dirijo a todos vosotros, padres, madres y vecinos de todos los niños, para rogaros que los criéis con las mejores maneras, con los buenos ejemplos y doctrinas, que les enseñéis todas estas cosas y los corrijáis si es necesario para evitar que caigan en la misma trampa en la que yo caí. Debido a estas pasiones, y para satisfacer mis deseos sensuales con deleites, me apoderé y mandé a otros que se apoderaran de muchos niños, tantos que no puedo precisar su número. Los mandé matar a todos, pero no antes de haber complacido el vicio de la sodomía a través de eyacular mi esperma en sus vientres, tanto antes como después de sus muertes. De Sille y De Briqueville estuvieron allí conmigo, lo mismo que Poitou, Henriet, Rossignol y el petit Robin. Los sometimos a toda clase de tormentos, les abrimos el vientre y les cortamos las cabezas con puñales, dagas y cuchillos. Algunas veces los golpeábamos en la cabeza con un martillo o algún otro instrumento. Había veces en los que los atábamos y los colgábamos de un gancho, y mientras agonizaban satisfacía mis deseos con ellos. También algunas veces, cuando estaban en las garras de la muerte, me sentaba en sus vientres para contemplar cómo morían. Henriet, Poitou y yo nos reíamos de ellos.
»Abrazaba a los niños muertos y admiraba sus cabezas y miembros, para así saber cuál de ellos era el más hermoso. Guardé las cabezas, hasta que llegó el momento en que me vi obligado a desprenderme de la mayoría de ellas…
Exhortó de nuevo a los padres a que protegieran a sus hijos de la perdición a través de enseñarles cómo evitarla.
—A aquellos de vosotros entre los presentes que tienen hijos, os pido que los eduquéis en las buenas doctrinas y les inculquéis el hábito de la virtud durante sus primeros años… Vigilad a vuestros hijos, quienes no deben vestir con excesivos lujos ni vivir en la pereza. Mantenedlos apartados de las viandas exquisitas y del hipocrás, porque tales deseos me llevaron a una estado de constante excitación y fue entonces cuando perpetré la mayoría de mis crímenes.
En la parte final, suplicó el perdón de aquellos a quienes había hecho mal.
—Imploro a los padres y amigos de todos los niños a los que asesiné con tanta saña y crueldad, que me otorguen su perdón y que en sus oraciones rueguen por el descanso de mi alma.
Un profundo silencio siguió tras la confesión, y se prolongó hasta que Chapeillon se levantó.
—Que se fije el día para las sentencias definitivas —dijo.
—Sí —le secundó Jean de Malestroit. Su voz reflejó el mismo profundo deseo que sentía yo: que todo esto concluyera de una vez para siempre—. Nos reuniremos mañana con ese propósito. —Golpeó con la maza y a continuación se levantó. Había concluido la sesión.
Aquella fue la última confesión de mi señor Gilles.
—No creía posible que sus confesiones pudieran inquietarme todavía más —le comenté a Jean—. Sin embargo, cada vez que las escucho se clavan con más saña en mi corazón.
—Resulta muy fácil herir nuestros corazones, en vista de todo lo que se ha revelado. Que matara a mi hermano es la peor herida que podía infligirme.
—Creo que quizá la primera que te produjo tuvo la misma gravedad —le señalé—. Verte perseguido, amenazado y obligado a tocar… a someterte…
Lloraba por dentro, aunque había creído que ya no me quedaban más lágrimas por derramar. Apenas si pude pronunciar la palabra; salió como el más débil de los susurros.
—… a la sodomía. Dios mío, Jean, daría lo que fuese por volver atrás y enmendar lo ocurrido. Podríamos habernos marchado de aquel lugar malvado para ir a cualquier otra parte.
—¿Para hacer qué, madre? ¿Para cultivar la tierra? Padre no era campesino ni ganadero. Era un soldado, y los soldados que no tienen a un señor a quien servir se convierten en bandoleros para alimentar a sus familias. No podía permitir que eso nos sucediera a nosotros. Todas nuestras esperanzas y sueños, mi educación, la ilusión de Michel de convertirse en un soldado, todo se hubiera perdido.
Tenía razón, por supuesto. Había protegido a todos los que amaba y respetaba. Pero no tendría que haber sido así. Que se convirtiera en un hombre con toda la gracia que poseía era un milagro después de lo que le habían hecho.
—Ven —le dije. Abandoné el duro banco de piedra en el que habíamos estado sentados en el patio. El viento de finales de octubre era frío y notaba todo el cuerpo helado: las manos, los pies, la nariz—. Olvidemos nuestros pesares y vayamos en busca de la alegría.
Con dicho propósito fuimos a reunirnos con el hermano Damien. El jardinero sacerdote nos había dejado inmediatamente después de finalizar la sesión del tribunal para ir a ocuparse de la selección de las manzanas. Las perfectas serían guardadas en los sótanos para el consumo durante el invierno. Aquellas que habían sufrido la desgracia de recibir un golpe irían al trapiche; el zumo, guardado en barricas de roble durante un tiempo, fermentaría. Bebería un par de vasos de aquella delicia que me ayudaría a suavizar el recuerdo de los acontecimientos del día.
En el granero flotaba un aroma delicioso cuando entramos; el aire era mucho más cálido que en el exterior, que ya presentaba el helor de finales de otoño y la promesa del frío invernal. Había barriles y montañas de manzanas por todas partes. El hermano Damien había seleccionado un par de cestos de manzanas rojas de aspecto inmejorable. Cogí una y la admiré.
—¿Para el desayuno de Su Eminencia? —le pregunté.
—Y también para la despensa del duque Juan —respondió. Echó una ojeada para controlar el desarrollo del trabajo—. Todo va bastante bien, aunque este año hemos tenido muchas distracciones. —Cogió una manzana de uno de los barriles y la dejó en otro—. No le he prestado toda la atención necesaria —comentó—. Es muy cierto que los hermanos y las hermanas han trabajado sin mí y lo han hecho de una manera irreprochable, pero si hubiese estado aquí, las cosas hubiesen salido todavía mejor.
En otras palabras, que si hubiese estado aquí para supervisarlo todo, ahora no tendría que estar pasando manzanas de un barril a otro.
—Esta ha sido una cosecha poco habitual —señalé—. Un año extraordinario.
—Esperemos no tener muchos más años como este —replicó el hermano Damien. Se persignó para recalcar sus palabras—. Sin embargo me atrevería a decir que será todavía más memorable, y muy pronto.
—¿Cómo puede ser? —pregunté.
—Me han dicho que mi señor Gilles se entrevistará de nuevo con Su Eminencia y L'Hôpital. Pretende negociar.
—¿Qué puede negociar ahora?
—Su muerte.
—Por supuesto que lo ejecutarán. Su Eminencia no aceptará de ninguna manera una condena a cadena perpetua.
—Claro que no —proclamó el hermano Damien—. Eso no es negociable. Pero dicen que lo que pretende es modificar cómo se hará la ejecución.
La cólera invadió mi alma; confié en que no se me notara. No obstante, no debió de ser así porque los jóvenes sacerdotes, mi hijo y el hermano Damien, me miraron inmediatamente.
Me tapé la cabeza con la capucha y, sin decir palabra, caminé hacia la puerta. Eché a correr hacia el castillo antes de que Jean pudiese abrir la boca.
Mi hijo, con sus piernas más jóvenes, me alcanzó, por supuesto. Pero no estaba dispuesta a permitir que me acompañara en mi visita a Jean de Malestroit. Su respuesta fue comportarse de una manera muy poco adecuada para un sacerdote, porque comenzó a maldecir y a llenarme de reproches, las acciones típicas de un hijo enojado que intenta influir en su madre. Me negué en redondo a ceder a sus persistentes intentos para convencerme.
Encontré a Su Eminencia con la cena servida. Había pergaminos por todas partes; la comida parecía no haber sido probada. La preocupación desapareció de su rostro cuando me vio entrar, y su bienvenida fue sincera.
—Creí que cenarías con tu hijo, de lo contrario te hubiera invitado.
—Hoy no tengo apetito —respondí—, y por lo que veo, vos tampoco.
—Tengo el estómago revuelto y no soporto la comida.
—Eso es comprensible, en vista de lo que me acaban de decir. ¿Es verdad que él pretende negociar para conseguir clemencia?
—Sí.
—¿Estáis dispuesto a concedérsela?
—Solo si me veo suficientemente obligado por unas circunstancias, que no puedo imaginar. A menos que ocurra algo de una naturaleza excepcional entre ahora y mañana, la sentencia será que arda en la hoguera hasta que solo queden cenizas. Después me aseguraré de que sus cenizas sean esparcidas por el viento.
Era un destino terrible, impensable para cualquiera que creyera en la vida eterna, saber que sus restos mortales se perderían para siempre confundidos con el polvo. Pero no se merecía menos.
—No soy la única cuyo descanso se verá perturbado para siempre si se le concede cualquier tipo de clemencia. No tuvo misericordia con mi hijo, ni con las legiones de hijos de los demás.
—Tú no eres la única persona con sentimientos en este asunto —afirmó en voz baja—. Sin embargo, estoy obligado a escuchar esta petición, tanto como juez como en calidad de hombre de Dios.
—¿Cuándo iréis a verle?
—El veredicto y las sentencias se promulgarán mañana. Por lo tanto, tendrá que ser esta noche.
—Os daré el mismo consejo que sin duda me daríais si fuese yo quien tuviese que subir a la cueva del demonio.
—¿Cuál es ese consejo?
—Tened mucho cuidado en que no os hechice. El demonio es un mentiroso y asume muchas formas, y una de ellas es la que está arriba.
Volví a reunirme con mi hijo, y fingimos cenar. Empujábamos la comida en nuestros platos; nos ensuciamos de grasa los dedos, pero les dimos poco uso a nuestros cuchillos. Por fin, la joven hermana que nos había servido la comida apareció para llevarse los platos casi tan llenos como antes.
Asistimos juntos al servicio de vísperas, y cuando llegó el momento de que cada uno de nosotros rezara de acuerdo con sus propios intereses y deseos, en mi oración pedí un rápido y definitivo castigo para Gilles de Rais.
—Mañana se dará a conocer el veredicto —dije mientras me levantaba—. Nosotros estaremos allí, en memoria de tu hermano y mi hijo, y de todos los niños que nos han sido arrebatados.
—Amén —dijo Jean.
Cuando salimos de la capilla, cada uno tomó su camino, él para reunirse con su grupo, y yo hacia el convento. Mientras cruzaba el patio se me acercó una joven hermana con un mensaje: Su Eminencia deseaba hablar conmigo.
Fui directamente a sus habitaciones sin perder ni un segundo.
Me invitó a sentarme, cosa que acepté, pero no había terminado de sentarme cuando le hice la primera pregunta:
—¿Cómo ha ido el encuentro?
Por la expresión tensa y afligida de su rostro, resultaba evidente que había transigido.
—Será enterrado en suelo sagrado —respondió en voz baja—. Primero lo ahorcaremos, luego lo quemaremos, pero el cadáver será retirado de las llamas antes de que se destruya. —Me miró a los ojos y esperó mi réplica.
Me tomé mi tiempo para pensar antes de decir lo primero que me viniera a la cabeza.
—Una inmolación simbólica. —Me sentía profundamente decepcionada, pero no sabía cómo expresarlo de la manera correcta—. ¿Qué pasará con los demás?
—Ha pedido que se les permita morir después de él, para que sean testigos de la ejecución y sepan con certeza que no ha escapado del castigo; cree que se merecen este tratamiento en vista de que fue él quien los convirtió en asesinos, dado que estaban a su servicio. Cree que sin su influencia, tanto Poitou como Henriet no hubiesen llevado una vida tan despreciable como la que han vivido a sus órdenes. Estuve de acuerdo en que así se haría.
Me pareció una justa dispensa para los pajes.
—¿Después los ejecutarán tal como habéis dicho?
—Así es.
No hice el más mínimo intento de disimular mi amargo desengaño.
—Habéis aceptado el trato del diablo, Eminencia. —Asqueada y furiosa, me levanté para enfrentarme a él sin más—. ¿Qué ha ofrecido? ¿La llave de un cofre lleno de oro para el duque Juan? ¿Una fórmula para la transmutación de metales que funciona de verdad? ¿El Santo Grial?
—Guillemette, no te puedo decir…
—Esperaba mucho más de vos. —Sin añadir nada más, me volví y abandoné la habitación, con unas lágrimas que me quemaban ante esta nueva traición.
Gemí y lloré durante toda la noche. Di mil vueltas en la cama y empapé las sábanas con mi sudor. A la mañana siguiente, el tribunal se reunió con el único propósito de declarar la culpabilidad de Étienne Corrilaut, también llamado Poitou, y Henriet Griart, ambos sirvientes del barón Gilles de Rais, y sentenciarlos a morir en la hoguera. Los dos miraron a la distancia, y ninguno de ellos dijo ni una palabra en su propia defensa. Se los llevaron de nuevo a las oscuras, roñosas y heladas mazmorras donde permanecerían durante el poco tiempo que les quedaba de sus despreciables vidas, mientras su astuto y malvado señor dormía envuelto en pieles al calor del fuego que ardía en la chimenea. Tal es la justicia de Dios, que no es justicia en absoluto.