El paradero de trece niños continuaba siendo un misterio. Los padres de esos chicos habían visto destruidas la mayor parte de sus esperanzas de recuperarlos sanos y salvos por la dura realidad de la muerte de Earl Jackson y del terrible rescate de Jeff. Ahora casi todos ellos dedicaron todos sus esfuerzos a presionar a las autoridades para que se emplearan al máximo con el fin de averiguar qué había pasado con sus cuerpos.
Wilbur se negaba a colaborar. Su terquedad era insultante. Pero sabíamos lo que les había hecho: estaba todo filmado. Había utilizado a cada uno de los chicos secuestrados como «actores» a la fuerza en unas películas que eran un desfile de horrores donde se mostraban las torturas y las muertes. En el estudio de Angel Films, uno de los miembros del equipo forense había encontrado una caja de seguridad, muy bien disimulada en una de las paredes, donde estaban guardados varios rollos de película separados de los demás. Siempre me preguntaré por qué Wilbur nunca le había mencionado a Sheila que existían y en el lugar donde los tenía guardados. Quizá tenía la desquiciada idea de que conseguiría salir bien librado y podría utilizarlos.
Wilbur se las había apañado para deshacerse de los cadáveres de las víctimas, pero por alguna razón inexplicable había conservado las zapatillas. No tardaron en aparecer unos cuantos distribuidores de películas para informarnos con mucha discreción de que Wilbur se había puesto en contacto con ellos con la intención de comercializar esas películas, y había presentado algunas tomas y guiones para ver si alguno estaba interesado en comprarlas. «En líneas generales todo era porno duro infantil, nos comentó uno ellos. Casi sin ningún disimulo. No estaba dentro de mi línea. Pero los efectos especiales eran increíbles, todo lo que vi parecía real. Nunca había visto nada ni siquiera parecido», afirmó.
Para los que estábamos en el secreto no era ningún mérito profesional que parecieran tan reales. Gracias a Dios, a nadie se le había ocurrido ocuparse de la promoción y la distribución. «Sencillamente era una pasada, demasiado fuerte para los canales normales —señaló otro distribuidor—. Así y todo, estén atentos, porque seguramente aparecerán copias. Hay un enorme mercado negro para todas estas porquerías».
Tenía toda la razón. La película sin título acabó convertida en un gran éxito clandestino en cuanto apareció en la red en las páginas dedicadas al sadismo y la pedofilia. Todo aquello formaba parte del gran plan de Wilbur.
Ninguno de nosotros era capaz de encontrar una explicación razonable a por qué las zapatillas significaban tanto para él. Quizá se trataba de la única cosa que todos tenían en común, que podía esconder a plena vista mientras él estaba en medio de todo aquello. Le había tenido que complacer muchísimo ver que la gente rebuscaba entre las zapatillas sin saber en absoluto lo que tenía entre manos. Erkinnen había acertado al sostener desde el principio que todos los asesinos guardan recuerdos de sus víctimas; Jeffrey Dahmer tenía una nevera llena de cabezas y un congelador donde guardaba los cuerpos troceados, por si quería «picar alguna cosa». Ed Gein, la persona real que inspiró el personaje de Buffalo Bill en El silencio de los corderos, llegó al extremo de despellejar y curtir trozos de la piel de sus víctimas. Lo detuvieron cuando se estaba confeccionando una chaqueta con estos tesoros. En el libro que me había prestado Erkinnen —aunque no se lo crean, todavía lo tengo en mi mesita de noche— leí sobre un caballero del siglo XV, el barón Gilles de Rais, que llegó a guardar las cabezas de al parecer unas trescientas víctimas para contemplar cuál de ellas era la más hermosa.
Dios bendito.
Las zapatillas las había tenido en una caja abierta en su estudio, a la vista de todos. Era algo peligroso, y en última instancia una tontería, pero Wilbur contaba con salirse con la suya. Lo hizo durante mucho tiempo. Al final, fue este deseo de mantenerse cerca de los recuerdos de sus crímenes lo que permitió su arresto.
No consigo librarme de la sensación de que Wilbur comprendía el riesgo que corría de que lo pillaran. «Probablemente quería que lo atraparan —me comentó Errol en una de nuestras conversaciones después de la pesadilla—. Es muy posible que cuando ocurrió le diera la bienvenida. Quizá había una parte de Wilbur Durand que aborrecía todo aquello que estaba haciendo, algún pequeño rastro de cordura y decencia que acabó empujándolo a hacer algo que permitiera su arresto.
Tal vez fuera así, aunque dicho rastro brilló por su ausencia el día que los detectives comenzaron a presionarlo en serio para conseguir información sobre el paradero de las otras víctimas.
«¿Qué otras víctimas?», fue su réplica. Y Sheila se apresuró a añadir: «No admitimos la existencia de otras víctimas».
Era una afrenta, y enfurecía a Spence y Escobar, quienes estaban ahora asignados oficialmente al caso. Se tanteó con Sheila Carmichael el tema de un cargo menor a cambio de revelar la ubicación de los cadáveres, quien escuchó atentamente, y después comunicó a la policía una vez más que su cliente no tenía nada que ver con dichas desapariciones. Para no parecer hostil, manifestó que, como su abogada, se sentía en la obligación de ir a ver a su cliente para presentarle cualquier oferta que la policía o el fiscal pudieran hacer y que, por esa única razón, le hablaría del tema, si bien no serviría de nada porque él no tenía el más mínimo conocimiento de las otras desapariciones.
«Además, ustedes ya saben que está loco —añadió—. Así que puede decir cualquier cosa. Eso es algo que no puedo predecir o controlar».
Jim Johannsen se reunió con las familias de las víctimas para explicarles las conversaciones que habían tenido lugar entre las partes. Buscaba el «permiso» de las familias para presionar en este tema con mayor insistencia. Les estaba preguntando delicadamente si le daban permiso para retirar la petición de la pena de muerte a cambio de la información que permitiera encontrar los cuerpos.
Lo sentía muchísimo por todas estas personas. El riesgo al que se enfrentaban, el que quizá tendrían que padecer durante muchos años, era que nunca descubrieran qué se había hecho de sus hijos si persistían en que se solicitara la pena de muerte para Wilbur Durand.
No sé si la venganza me hubiese parecido tan dulce como para vivir el resto de mis días en la ignorancia. El secreto de lo que les había pasado a estos chicos moriría con Wilbur Durand si lo ejecutaban. No habría broche final para trece familias, que se irían a la cama todas las noches imaginándose lo peor o con la esperanza de algo más tolerable, que el chico por obra de algún milagro continuara con vida, y que ahora se arrastrara por la fría oscuridad en un penoso intento por regresar a su casa, como un perro perdido. Era lamentable, terrible, lo peor que le podía pasar a cualquier familia. Algunas de las familias parecían avergonzadas de tratar conmigo, avergonzadas de estar dispuestas a aceptar una condena menor a cambio de la certidumbre. Comprendía lo que deseaban: un punto final. Mi conocimiento de lo que le había pasado a Jeff era uno de los más extraños regalos que me había hecho la vida. La imaginación no podía llevarme más allá. La de ellos podía y lo haría.
Cumplí con la promesa hecha a mi amiga reportera y nunca más volví a hablar con los representantes de la prensa después de aquella entrevista en exclusiva. No fue cosa fácil porque no dejaban de perseguirme. Sin embargo, ninguna de las familias estaba comprometida por la misma obligación: podían hablar libremente. Algunas de ellas lo hicieron. La verdad es que me llevé un gran disgusto cuando una de ellas vendió su historia a un periódico sensacionalista por una cantidad de dinero francamente increíble. Vender ese horror me pareció algo sencillamente repugnante. No había excusa posible.
Así que muchas veces, durante las discusiones con Johannsen, quería expresar mi parecer. Quería decirles a las otras familias: «¿Es que no lo entienden? Esto es lo que sabemos sobre este monstruo, y ustedes quieren negociar con él. Este tipo quiere toda la atención que pueda conseguir; ahora mismo está recibiendo cartas de amor y proposiciones de matrimonio de cuanta loca pervertida anda suelta por ahí. Tiene a toda la prensa sensacionalista desfilando hasta su celda todos los días; van a suplicarle de rodillas que les conceda una entrevista. Ustedes lo están propiciando».
No podía hacerlo. Las normas profesionales me impedían revelar los detalles; podría perjudicar el caso si se conocía alguna parte del mismo. Además, a la vista de que algunas de aquellas personas estaban vendiendo sus historias particulares, no podía correr el riesgo de que vendieran los secretos de la investigación.
La decisión de Johannsen de ir a por la pena de muerte fue anunciada en una muy concurrida conferencia de prensa; Sheila Carmichael no hizo muchos comentarios al respecto, aunque se las arregló para utilizar las palabras del fiscal en beneficio de su cliente. «Estamos preparados para defender a Wilbur Durand contra todos y cada uno de los cargos hasta donde nos permita la ley», manifestó en una entrevista después de hacer pública la decisión de la fiscalía. Hizo todo lo posible para meter en el jurado a las personas de moralidad más dudosa. Utilizó todas las objeciones para descartar a las abuelas, maestras, padres, o a cualquiera que tuviera una vinculación evidente con los niños. Pero ni siquiera el abogado defensor más tramposo hubiera conseguido el jurado ideal para Wilbur Durand: un grupo de doce varones solteros con una identidad sexual dudosa, carentes de valores morales y convencidos de estar por encima de la ley.
Los doce miembros y los seis sustitutos que se eligieron finalmente no tenían pinta de ser personas «dispuestas a perdonar», según se rumoreó después que había comentado Sheila. En cualquier caso, consiguió meter a dos personas opuestas a la pena de muerte en el jurado. «Estaba segura de que tendría bastante con ellas —manifestó en una entrevista cuando se conoció el veredicto—. Sin embargo, es curioso ver cómo acaban las cosas. Las estrategias que planteas no siempre funcionan tal como esperabas».
En su discurso preliminar al jurado, el juez les recalcó con toda claridad que debían condenar o absolver al acusado (en ningún momento habló de inocencia) basándose exclusivamente en los hechos del caso y que la posibilidad de que se pudiera aplicar la pena máxima no debía figurar para nada en el proceso de la toma de la decisión. También insistió en que se buscarían y se considerarían las pruebas adicionales durante el proceso de decidir la sentencia, si es que el jurado daba un veredicto de culpable, y que de ninguna manera era automático que a todos los acusados para los que se solicitaba la pena de muerte, en el caso de que fueran convictos, se les sentenciara a muerte. Asimismo, les animó a que no permitieran que sus creencias religiosas y sus opiniones políticas respecto a la pena de muerte pesaran a la hora de dar un veredicto, una advertencia que siempre se hace pero que casi nunca es tomada en cuenta.
Me eché a llorar como una cría cuando lo encontraron culpable y lo sentenciaron a muerte.