Treinta y cinco

Lo que sigue es la confesión de Gilles de Rais, caballero, barón de Bretaña, el acusado, hecha voluntariamente, sin coacción alguna con total libertad de palabra en la tarde del viernes 21 de octubre de 1440.

En el tema del secuestro y la muerte de muchos niños, el vicio libidinoso, sodomítico y antinatural, la cruel y horrible manera de matar, y al mismo tiempo la conjura y la invocación de demonios, las ofrendas, las inmolaciones, o sacrificios; las promesas hechas o las obligaciones contraídas con ellos por él y otras cosas citadas en los antes mencionados artículos; mi señor Gilles de Rais, acusado, voluntaria, libre y lastimeramente admitió que había cometido y perpetrado en numerosos niños los abominables crímenes, los agravios, y los pecados de homicidio y sodomía. Confesó también que había realizado la invocación de demonios, sacrificios e inmolaciones, que había hecho promesas y asumido obligaciones con los demonios además de otros delitos que confesó hace poco en presencia del mencionado señor presidente y otras personas.

Interrogado por el mencionado reverendo padre y presidente sobre el lugar y el momento en que comenzó a perpetrar los crímenes de sodomía, respondió: en el castillo de Champtocé; manifestó no saber cuándo o en qué año, pero que comenzó con sus abominables acciones alrededor del momento de la muerte de su abuelo, señor De la Suze.

A las preguntas del señor presidente referentes a quién le había persuadido a cometer dichos crímenes, contestó que había perpetrado estos actos de acuerdo con su propia imaginación e ideas, sin el consejo de nadie, guiado por sus propios pensamientos, con el único fin de satisfacer su placer y deseo carnal, y no con ninguna otra intención o cualquier otro propósito.

El señor presidente, sorprendido de que el acusado hubiese realizado las mencionadas ofensas por su propia voluntad y sin que nadie lo animase a ello, pidió de nuevo al acusado que le dijera por qué motivos y con qué intención había asesinado a los mencionados niños y había mandado incinerar sus cadáveres, por qué había entregado su alma a estos espantosos crímenes y le recomendó que se mostrara dispuesto a declarar la totalidad de estas cosas para de esta manera aliviar su conciencia, descargar su alma atormentada y asegurarse de una manera más completa el favor del más piadoso y clemente Redentor. Al escuchar estas palabras, el acusado, preso de la más viva indignación al verse requerido e interrogado de esta manera, se dirigió al señor presidente para decirle en lengua francesa: «Hélas, Monseigneur, vous vous tormenter et moy aveques!». (Ah, monseñor, os atormentáis a vos mismo y a mí también).

A esto, el señor presidente respondió, también en la misma lengua: «No me atormento a mí mismo en absoluto, pero estoy muy sorprendido por lo que me habéis dicho y sencillamente no puedo darme por satisfecho con vuestras palabras. Quiero escuchar de vuestros labios toda la verdad por las razones que ya os he repetido numerosas veces».

La réplica del acusado fue: «La verdad es que no hubo ninguna otra causa, intención o fin más allá de lo que os he dicho, que es razón suficiente para matar a diez mil hombres».

Después de escuchar estas palabras, el señor presidente cesó el interrogatorio del acusado y ordenó que trajeran a la sala a François Prelati. Trajeron a Prelati a la presencia de Cilles, el acusado, y a continuación él y el acusado fueron interrogados juntos por el citado señor obispo de Saint-Brieuc sobre el tema de la invocación a los demonios, y la oblación de la sangre y los miembros de los mencionados niños, además de los lugares donde habían realizado las invocaciones y las oblaciones que el acusado y Prelati acababan de confesar.

A todo esto, Gilles, el acusado, y François, respondieron que el citado François había realizado varias invocaciones a los demonios y específicamente, por orden del acusado, a uno llamado Barron, tanto en su ausencia como en su presencia, y además que el acusado admitió que había estado presente en dos o tres de las invocaciones, especialmente en los lugares de Tiffauges y Bourgneuf-en-Rais, pero que nunca llegó a escuchar o a ver a demonio alguno, a pesar de que el acusado había enviado una nota escrita y firmada de su propio puño y letra al mencionado Barron por intermediación del citado Prelati, en la cual Gilles prometía obedecer las órdenes del demonio, pero no obstante reteniendo para sí su alma y su vida. Y que el acusado prometió al antes aludido demonio Barron la mano, los ojos y el corazón de un niño, que François se suponía que debía ofrecerle, pero que el antes mencionado François no ofreció.

El señor presidente ordenó después que François Prelati fuese devuelto a la habitación donde se le tenía vigilado. Entonces, el acusado Gilles se volvió hacia François con lágrimas en los ojos y entre gemidos le dijo en francés: «¡Adiós, François, amigo mío! Nunca más nos volveremos a encontrar en este mundo; ruego a Dios para que te conceda paciencia y comprensión, y ten presente que, si tienes paciencia y fe en Dios, nos volveremos a encontrar en la inmensa gloria del paraíso. ¡Reza a Dios por mí, y yo rezaré por ti!».

Después de haber dicho esto, abrazó al citado François, que seguidamente fue escoltado fuera de la sala.

Mi hijo y yo compartimos una de las primeras copias de la transcripción de las confesiones de mi señor. Me la había entregado Jean de Malestroit, quien, al no haber estado presente, disponía de una. Ahora se estaban preparando afanosamente otras muchas copias, una tarea realizada por un pequeño regimiento de escribas, que se inclinaban sobre los pergaminos y escribían las palabras a la máxima velocidad con que podían mover la mano.

Exhalé un profundo suspiro mientras leía aquellas secas y poco expresivas manifestaciones.

—¿Qué querrán decir con «lastimeramente» en la descripción de su discurso? ¿Acaso ha llorado, como lo hizo la primera vez que hablé con él sobre todos estos asuntos en la misma habitación donde se ha tomado debida nota de esta confesión? Si es así, no lo han incluido en estas palabras.

Sacudió la cabeza para comunicarme que él tampoco lo sabía.

—Mamá, debes tener presente que estas páginas no tienen la intención de transmitir las sutilezas de su sufrimiento. Su principal o único propósito era proteger a aquellos que han ordenado su ejecución de las iras de la familia de mi señor, y nada más.

La indignación de su familia probablemente sería tan sosa y desapasionada como la transcripción. René de la Suze difícilmente derramaría ni una sola lágrima por su hermano, pero se rasgaría las vestiduras y se echaría cenizas sobre la cabeza con el único propósito de recuperar las propiedades que mi señor había cedido para pagar sus tropelías. La pequeña Marie de Rais apenas si conocía a su padre, más allá de lo que le había dicho su madre, que tenía muchas y poderosas razones para odiarlo. En la suntuosidad de sus aposentos ¿Gilles de Rais se había derrumbado definitivamente y había revelado sus más íntimos secretos? Casi podía escuchar su voz.

—El Gilles de la infancia vuelve a hablar en estas palabras. Las cosas que ha hecho como hombre no son muy diferentes a las cosas que hizo en la niñez, solo que más graves en su naturaleza —comenté.

Jean abandonó su silla y se apartó de mí. Se acercó a la ventana para mirar el patio durante unos momentos. Su mirada parecía muy atenta, aunque ya sabía después de mirar tantos años a través de aquella misma ventana que no había nada digno de interés. Le preocupaba algo que estaba en su propia mente.

—Me gustaría conocer tus pensamientos, hijo mío —dije en voz baja.

Escuché cómo soltaba todo el aire retenido en los pulmones y cómo después respiraba profundamente, todo con mucha deliberación. Se volvió hacia mí con una expresión preocupada en su rostro.

—Mamá —replicó—, mi señor hizo muchas cosas de una naturaleza muy grave en su juventud. Sencillamente es imposible que las sepas todas.

Intenté forzar una sonrisa.

—Tú mismo me has dicho no hace mucho que los chicos ocultan muchas cosas a las mujeres que los quieren.

—En este caso, no fue solo mi señor quien lo hizo —señaló, con un inconfundible rastro de vergüenza en la voz.

Noté un súbito malestar en la boca del estómago.

—¿Tienes algo que decirme, Jean?

—Sí, pero no es algo que me ataña personalmente, sino a mi hermano muerto hace tanto tiempo.

—¿Michel? ¿Qué fue lo que hizo y que no me reveló?

Jean permaneció callado durante unos segundos, como si no pudiese encontrar las palabras correctas para aquello que deseaba decirme.

—Fue hace tantos años —añadí—. No hay nada que no pueda perdonarte a ti o a él.

—No fue lo que hizo, sino lo que le hicieron a él, o al menos intentaron hacerle.

Tardé unos instantes en comenzar a entenderlo.

—Continúa —susurré.

—Tú sabes que hubo algo así como un distanciamiento entre mi señor y yo, que ya no quise frecuentar su compañía.

—Sí. Vuestros caminos comenzaron a separarse, y tus intereses no tenían nada que ver con los suyos. En cualquier caso lo acepté como algo natural entre…

Me interrumpió mi razonamiento lógico.

—No fue un distanciamiento natural, mamá.

—Entonces, explícame tú cuál fue el motivo. —Mi corazón comenzaba a latir cada vez más deprisa, a un ritmo frenético—. Después, quiero que me digas por qué no encontraste la manera de decírmelo antes, para que pudiera estar mejor avisada.

—No hubiese servido absolutamente para nada que supieras estas cosas. Hasta ahora.

—¿Crees que ahora me servirán?

—Ahora existe la necesidad de que sepas estas cosas. Sé que has querido bien a mi señor, aunque él haya tirado por la borda ese afecto con sus obras y su conducta. De todas maneras todavía me duele tener que hablarte de estos asuntos. No era el niño inocente que tú siempre has creído que era. Sé que tú crees que, en el mejor de los casos, no era más que un alumno mediocre a pesar de la calidad de sus profesores, que nos beneficiaron a Michel y a mí mucho más que a mi señor Gilles. Aquello fue una cuestión de aplicarse a los estudios; él, en cambio, prefirió aplicarse a otros asuntos. Le dominaba un deseo de aprender que quizá tú nunca apreciaste, porque se apasionaba por cosas que no permitía ver a nadie excepto a sus más allegados, entre los que estábamos incluidos yo mismo y Michel junto con sus primos De Sille y De Briqueville. Nunca sentí el menor aprecio por aquellos truhanes, pero no tenía otra salida que la de estar vinculado a ellos; eran sus parientes, y él los incluía entre aquellos a quienes permitía conocer su lado secreto. Tenía muy claro que ninguno de nosotros diría ni una palabra de lo que sabíamos. Michel y yo estábamos obligados a guardar silencio porque, por nacimiento, no pertenecíamos a su clase, y él ejercía una gran influencia sobre ti, nuestra muy querida madre; no hay poder comparable en todo el mundo. De Sille y De Briqueville permanecieron callados porque sentían celos de él y tenían miedo de que perjudicara su posición en la familia, sobre todo con Jean de Craon, quien estaba tan empeñado en ver progresar a su nieto Gilles que apenas si prestaba atención alguna a sus otros nietos. A fuer de sincero, creo que con el paso del tiempo, ellos también comenzaron a disfrutar de las actividades que tenían lugar.

Comencé a levantar una mano para hacerle callar, pero acabé por bajarla. Ya era demasiado tarde; había escuchado lo suficiente como para que mi propia imaginación se centrara en el intento de llenar los huecos, y no había ninguna duda de que lo mejor era saber la verdad de una vez por todas.

Así que permanecí callada y escuché con atención las palabras de Jean. Su expresión revelaba un profundo malestar, y me pregunté cómo un hombre hecho y derecho podía padecer tanto a la hora de revelar un acontecimiento de sus años de inocencia.

No tardé mucho más en comprenderlo.

—Él era muy avezado en muchos temas que Michel y yo aún no comprendíamos. Sobre todo en lo que se refiere a lo físico. Hubo muchas veces, mamá, en las que no tenía el menor reparo en desabrocharse la bragueta y mostrarnos su… su… miembro viril. Hacía que se levantara y después nos pedía que lo admiráramos.

Hice todo lo posible por contener cualquier emoción.

—¿A qué edad comenzó a hacerlo?

—A los diez años, quizá once; comenzó no mucho antes de que a mi señor Guy lo matara el jabalí. Entonces comenzó con aquellos actos de autosatisfacción en presencia de todos nosotros. Se untaba la mano con una crema, recuerdo que en una ocasión hizo que te robara un pote de crema que tenías en tu dormitorio…

Esta revelación me causó una profunda sorpresa. Era uno de mis objetos preferidos, aunque no se trataba exactamente de la crema; tales lujos no tenían para mí la misma importancia que para las damas de alcurnia, cuyas complexiones siempre atraían las miradas de todos. Pero el recipiente en sí era de marfil con un borde de oro, una pieza con un trabajo exquisito, y yo le tenía un gran cariño porque había sido un regalo de mi marido. «¿Quién se ha llevado mi pote de crema?» Ahora mismo me veo pronunciando aquellas palabras, aunque sin el enfado que seguramente sentía en aquel momento. Había supuesto que alguno de mis hijos o mi marido habían tenido la intención de hacerme víctima de una pequeña broma. «Si me lo devolvéis ahora mismo, no me enfadaré con quien lo haya hecho». El pote había vuelto a su lugar como por arte de magia, y así se había acabado aquella pequeña tragedia. En su momento, nunca se me había pasado por la cabeza que alguien hubiese podido robarlo con tan infame propósito. Ahora el pote se encontraba sobre la cómoda de madera junto a mi cama, casi al alcance de la mano.

—… y la utilizó toda para hacer estas cosas en él mismo. De Sille y De Briqueville hicieron lo mismo. Michel y yo intentamos dejarlos, pero no nos lo permitió. Nunca dejaba que nos marcháramos.

—¿Esto ocurrió más de una vez?

—Centenares de veces. Pero yo no podía decir palabra; tenía miedo de lo que mi señor pudiera hacerme, miedo de que tú te llevaras una desilusión conmigo.

—Tu padre podría…

Sus palabras fueron rápidas y amargas.

—Amenacé a mi señor con contárselo todo a nuestro padre. Mi señor me respondió sencillamente que él se ocuparía de que papá perdiera su posición al servicio de mi señor Guy si hacía tal cosa.

Que un chiquillo de doce años hubiese tenido que soportar tan pesada carga en silencio era algo que me horrorizaba. Que dicho chiquillo fuese mi propio hijo me resultaba del todo incomprensible. Lo contemplé con toda la compasión y el cariño de una madre, y así y todo, su expresión continuó siendo de culpa y arrepentimiento, y le costaba horrores decir una palabra.

—No podía arriesgarme a que mi familia se viera desamparada en unos momentos tan difíciles —añadió—. Así que guardé silencio, y lo mismo hizo Michel. —Hizo una pausa. Las gotas de sudor resbalaban por su frente—. Entonces mi señor comenzó a pedirme que le tocara el miembro con mis manos.

Solté una exclamación y me persigné.

—De Sille y De Briqueville ya lo estaban haciendo, pero llegó un momento en que mi señor ya no encontraba adecuadas sus atenciones; parecía cansarse de ellas demasiado pronto. Al principio me resistí, hasta que finalmente me vi obligado a hacer lo que me pedía. No mucho después, me pidió más cosas.

Crucé los brazos sobre mi pecho con todas mis fuerzas y gemí:

—Oh, qué perversidad más repugnante, qué cosa tan atroz…

—Solo hice lo que tenía que hacer, pero lo juro, no fue voluntariamente. Las cosas que me pidió que hiciera y que hice para él son contra natura, contra todo lo que es decente y bueno…

Temblaba como una hoja y su rostro se veía desfigurado por la terrible agonía de los recuerdos. Vi en sus ojos que aún quedaban muchas más cosas que decir, pero la magnitud de lo que ya había confesado era tal que había perdido toda la voluntad para acabarlo. Sencillamente añadió:

—A partir de entonces busqué todo tipo de razones para evitar su presencia hasta donde podía.

La imagen de mi hijo Jean a los doce años apareció en mi memoria. En aquel momento había sufrido un cambio. Había ocasiones en que delante de nuestros ojos parecía como si una sombra se cerniera sobre él, pero cuando manifestaba mi preocupación, Étienne me aseguraba que era algo completamente normal en un chiquillo de su edad, que más de una vez se mostraría malhumorado y rehuiría nuestro contacto. «Recuerdo que yo también lo hacía. A mi madre le desagradaba profundamente».

«Pero evita a sus compañeros», le había dicho a mi marido. «No te preocupes tanto —había sido su respuesta—. Y por amor de Dios, Guillemette, no pretendas tenerlo amarrado a tus faldas. En algún momento tendrá que convertirse en un hombre».

De haber tenido un látigo a mi alcance lo hubiera utilizado en el acto, tal era mi vergüenza ante aquel antiguo fracaso. Se suponía que era la protectora de mi hijo, en cambio había fracasado estrepitosamente a la hora de evitar que le robaran la inocencia.

Después lo hubiera utilizado para azotar a Gilles de Rais, y que Jean de Craon se fuera al demonio.

El cansancio, el desconcierto y el horror solo sirvieron para que me aborreciera a mí misma puesto que había dejado que todo aquello sucediera. Pero a medida que lo que me había dicho mi hijo comenzaba a calar en mi mente y también en mi corazón, comenzó a aparecer una emoción del todo diferente; mi odio empezó a buscar un objetivo más adecuado. Me dominó una cólera que nunca había experimentado en toda mi vida, y la mayor parte de mi cólera estaba dirigida exactamente hacia donde debía apuntar, hacia Gilles de Rais.

No me molesté en vestirme con el vestido azul que madame Le Barbier me había prestado; ya no tenía ninguna necesidad de volver a presentarme como alguien más tratable que la abadesa en la que me había convertido y que sin duda continuaría siendo por el resto de mis días. Subí las escaleras hasta la habitación donde ahora Gilles de Rais esperaba la muerte porque no había ninguna duda de que ese sería su destino, sin preocuparme en absoluto de si estaba asustado y solo en sus últimos días, y en cambio con el fuerte deseo de que sintiera esas emociones al máximo el tiempo que le quedara.

No era suficiente que le hubiese confesado a los jueces las maldades que había cometido como hombre. Quería escuchar de sus labios los detalles de las cosas que había hecho cuando era un chiquillo. Desde la mañana aquella cuando con la excusa de «ir al mercado» había hecho una visita a madame Le Barbier no había vuelto a experimentar tanta serenidad en mi corazón, tanta fortaleza en mis pasos, tanta convicción en lo que debía suceder. Ahora había llegado el momento de las confesiones, la hora de descargar el alma. Gilles de Rais había consentido más por la amenaza de la tortura que por su propia voluntad, tal como había quedado asentado en la transcripción; el mundo nunca sabría la verdadera dimensión de su cobardía. Jean me había confiado sus más íntimos secretos en un acto de gran amor filial, similar al amor que le había llevado a proteger la posición de su padre con su propio sacrificio cuando todavía era un chiquillo. Había comprendido que no me beneficiaría encontrarme con mi Creador, cuando llegara el momento, con una nube de engaño pendiente sobre mi cabeza.

Apenas si me di cuenta de los saludos de los guardias; por lo que ellos sabían, yo no representaba ninguna amenaza para el prisionero. El último centinela no tenía ningún motivo para suponer que pudiera llevar un arma oculta, como hubiera sospechado con cualquier otro visitante. Sencillamente golpeó con la lanza tres veces en el suelo y se marchó.

Gilles de Rais salió de su habitación cuando todavía no se había apagado el eco de los golpes, como si hubiese estado esperando la visita.

Con un extraordinario esfuerzo de voluntad, conseguí mantener una expresión normal.

—Mi señor —dije.

—Ah, madre —respondió—. Escuchar vuestra voz es como disfrutar de la gracia de Dios. Ahora disfruto de cada sonido como si fuese el último que escucharán mis oídos.

—Eso es muy sabio.

—La vuestra fue la primera que escuché: no me quejaría si estuviese destinada a ser la última.

Vería satisfecho su deseo. Hice un esfuerzo para no sacar de mi faltriquera la daga con la empuñadura de madreperla y matarlo allí mismo. Pero entonces el conocimiento que buscaba moriría con él, y mi oportunidad de encontrar un mínimo de paz se perdería para siempre.

—Mi señor —comencé—, he leído vuestra confesión. Se me alegra el corazón al saber que os habéis descargado de ese peso.

—No fue una tarea fácil —replicó—. Mirar a aquellos hombres a la cara y hablar de lo que había hecho casi destrozó mi corazón.

Mi corazón se había convertido en una piedra: no sentí la más mínima compasión.

—Mencionasteis que habíais comenzado con vuestros delitos aproximadamente cuando murió vuestro abuelo. Os confieso, mi señor, que me sorprendió saberlo.

—Me produce una profunda pena que hayáis tenido que enteraros de estas cosas, madre Guillemette.

—Efectivamente, es algo muy duro para mí. Me resulta imposible no pensar en que la influencia que ejercí sobre vos para llevaros por la senda del bien tendría que haber sido más fuerte.

—En aquel entonces era un chiquillo caprichoso. No debéis culparos a vos misma…

—Durante todo el juicio he considerado que mis propios fallos fueron la causa de vuestra equivocada conducta. Pero ahora he abandonado todas las recriminaciones. —Metí la mano en la faltriquera y saqué el pote de marfil.

Gilles de Rais miró el objeto acusador que tenía en mi mano, y su rostro dejó de ser el de un niño mentiroso para transformarse en el ladrón cuya mano lo había robado de la cómoda. Su inquietud me resultaba deliciosa. Sin embargo, no era suficiente.

—Ahora os daré la oportunidad de que os descarguéis de más culpas —afirmé, con voz serena.

Su mirada volvió a fijarse en el pote y luego buscó la mía. Su expresión se volvió más dura.

—No hay nada más que decir —replicó.

—Mentiroso —le increpé. El mismísimo demonio estaba presente en mi voz, y Gilles de Rais se dio cuenta—. Confesádmelo todo ahora mismo o haré que las cosas resulten mucho peor para vos.

Adoptó una actitud desafiante, a pesar de mis amenazas. No parecía haber manera de descabalgar al guerrero de su soberbio corcel.

—¿Con qué autoridad? —se mofó—. Mi destino es algo que solo pueden decidir los jueces.

—No tendríais ningún juez de no haber sido por mí.

Me miró, intrigado por mis palabras.

—Quizá os sorprenda saber, mi señor, que fui yo quien empezó toda esta investigación. Por supuesto, no sabía adónde me llevaría. Pero vuestros jueces tienen conmigo una deuda enorme, porque de no haber sido por mi curiosidad, no hubiesen tenido la oportunidad de haceros pasar por todo este calvario. Fui yo quien fue a ver a madame Le Barbier cuando se quejó de su pérdida y fui a Bourgneuf…

Permaneció callado mientras yo le relataba toda la historia. No pude reprimir una sonrisa de triunfo cuando acabé. No tenía ninguna obligación de comunicarle que tan solo Jean de Malestroit conocía mi participación y que él no cambiaría ni una coma de su decisión por complacerme. Me pareció justo dejarle imaginar que tenía algún poder sobre su destino.

Su mirada miró furtivamente a diestra y siniestra como si creyera que así encontraría la manera de escapar de mi presencia. Pero no había ni un solo lugar donde esconderse; los guardias se encontraban a solo unos pasos más allá y lo detendrían no importa lo que hiciera.

Acerqué el pote a su rostro, y cuando intentó volver la cabeza, se lo coloqué directamente delante de los ojos.

—Hablad —le ordené—. Decidme exactamente lo que le sucedió a Michel. No os olvidéis de un solo detalle.

La actitud de prepotencia se esfumó.

—Vos sabéis muy bien, madre, lo mucho que quería a Michel. Adoraba el suelo que pisaba; él era todo lo que yo deseaba para mí mismo. Sus cabellos rubios, la perfección de su tez, la hermosura de su sonrisa, y aquellos ojos tan vivaces y adorables, ¡era la encarnación de un ángel! ¿Cómo podía evitar desearlo?

»Sin embargo, él era bueno y puro, y se resistió a mis avances con gran vigor. Con Jean fue más fácil; me dio en parte lo que yo quería, aunque lo hubiese tenido más completamente si no se hubiera resistido. Pero Michel, el dulce Michel, era quien yo quería ser y a quien poseer, y no quiso entregarse a mí por mucho que le amenazara. Le dije las mismas cosas que a Jean, que me ocuparía de hundir a su padre en la miseria si no accedía. Él no se rindió; me dijo que su padre aceptaría la miseria antes que ver a su hijo sodomizado, que yo podía hacer lo que quisiera porque no accedería a satisfacer mis deseos bajo ninguna circunstancia.

»Lo odiaba y lo quería al mismo tiempo; detestaba su testarudez y admiraba su fuerza de carácter. Le envidiaba la fortuna de tener a un padre que le amara hasta tal extremo, mientras que el mío parecía detestarme. A medida que aumentaban sus negativas, más dispuesto estaba a poseerlo.

»Fui yo quien sacó a Michel de este mundo, madame, porque aquí no quiso ser mío. Es mi mayor ilusión pensar que lo encontraré en el otro mundo, si Dios así lo quiere. Sé que tendrá alas y una aureola refulgente, porque es lo que se merece. Para aquel entonces, yo había dejado de presionarlo para obtener sus favores; no me tenía ningún miedo y yo tenía muy pocas probabilidades de complacer mis deseos con su cooperación. Había un delicado equilibrio entre nosotros que nos permitía seguir siendo compañeros, al menos en apariencia. Si quería poseerlo como yo quería, tendría que ser por la fuerza o renunciar para siempre. Decidí que sería por la fuerza, porque no podía contenerme más. Un día le propuse que saliéramos de cacería. En un primer momento Michel no quiso ir; dijo que tenía que estudiar sus lecciones antes de que llegara nuestro tutor. Pero la excusa era una tontería. Nuestro maestro se había marchado a su casa tras la muerte de mi padre. Me hizo prometer que lo dejaría tranquilo, que no le insistiría en que me dejara tocarlo, y le di mi palabra. Pareció satisfecho. Salimos aquella mañana con puñales y hondas dispuestos a traer a casa unas cuantas perdices. Nunca nos permitían salir sin escoltas debido a la amenaza del jabalí. Mis escoltas habituales se encontraban atendiendo otros asuntos así que conseguí escaparme sin ellos, y Michel conmigo. La sensación de libertad me resultaba muy emocionante, porque casi nunca podía ir a ninguna parte o hacer algo sin tener a alguien cerca, ya fuera para corregirme o para hacerse cargo de mis necesidades. No tanto por el deseo de mis padres o de vos, mi dulce niñera, sino porque tal era la voluntad de mi abuelo.

Levantó una mano para acariciarme la mejilla, los dedos helados de un demonio. No me moví.

—Fuimos caminando hasta el bosquecillo de robles; el arroyo estaba muy crecido y la corriente era muy fuerte debido a las fuertes lluvias de los últimos días. El suelo era fangoso, pero no representaba un gran impedimento. Nos encontrábamos solos, cosa muy poco habitual, y aunque le había dado mi palabra de que no me acercaría a él, fue algo que no pude evitar. La verdad, madame, es que no quería evitarlo. Dios me perdone, pero quería hacer con vuestro hijo las mismas cosas que me habían hecho a mí, porque cada vez me producían más placer.

—¿Quién fue el…?

—Vamos, madame, ¿es que no lo sabéis? Mi abuelo, naturalmente. La cuestión es que Michel me precedía, muy ocupado en golpear los arbustos para levantar las perdices, y yo no le quitaba los ojos de encima. Cuando llegamos a los robles me sentía tan enardecido por sus movimientos, por la elasticidad de sus músculos, por su deliciosa manera de mover los brazos, que me acerqué a él por detrás y lo abracé. ¡Oh, era muy fuerte para ser tan delgado y pequeño! Se resistió con todas sus fuerzas a mi abrazo e intentó escapar. Temí que si conseguía escapar y regresaba a Champtocé, contaría todo lo ocurrido, algo que tal vez acarreara muy graves consecuencias. No podía permitirme que mi abuelo se enterara de lo que había intentado hacer, porque no podía imaginarme cuál sería su reacción.

»Así que silencié a Michel; no podía hacer otra cosa. Cerré mis manos alrededor de su garganta y apreté, no con el propósito de matarlo, pero sí durante el tiempo necesario para vencer la resistencia. Sin embargo, me había olvidado de un detalle. No tenía nada para atarlo mientras satisfacía mis deseos. Fue entonces cuando recordé los intestinos que había visto escapando del vientre de mi padre cuando lo trajeron después de que lo atacara el jabalí. Sabía que Michel no podría ir muy lejos si lo ataba con sus intestinos, así que desenvainé el puñal y, mientras él intentaba recuperar el aliento, le abrí el vientre, directamente a través de la camisa, para que la sangre no me salpicara. Con mucho cuidado metí la mano y le saqué una parte de las tripas. Solo necesitaba unos cinco palmos para amarrarlo a un tocón cercano, pero salió mucho más; no podía demorarme en volver a meterle dentro el sobrante. Lo hice rodar hasta ponerle boca abajo; intentó levantar un poco el culo, supongo que para evitar que los intestinos tocaran el suelo. Lo único que consiguió fue enardecerme todavía más.

»No tardé mucho; yo era joven y estaba muy excitado. Imaginé que él gritaría, pero no me brindó la satisfacción. No estoy muy seguro de hasta qué punto estaba consciente mientras yo le penetraba, pero cuando acabé y lo volví a poner boca arriba, tenía los ojos abiertos, y era tal el odio que se reflejaba en ellos que se me partió el corazón. Me despreciaba, madame, y yo no podía soportarlo, yo lo amaba con todo mi ser, y solo deseaba que él me correspondiera.

»Se negó a sonreír; le levanté las comisuras de los labios, pero tan pronto como apartaba los dedos, en su rostro aparecía de nuevo una expresión de profundo aborrecimiento. No murió de inmediato como yo creía, aunque tendría que haberme dado cuenta de ello a la vista de lo que le había pasado a mi padre. Intenté de nuevo devolver los intestinos a su lugar; la sangre era tibia y espesa, y yo quería frotármela por todo el cuerpo para llevar su perfume. Claro que no lo hice porque me hubieran descubierto; bastante trabajo tendría en limpiarme la sangre de las manos.

»Pasó una hora, y continuaba vivo. Le hablé dulcemente la mayor parte del tiempo, y él solo me pidió que le dijera a su padre, a su madre y a su hermano que los quería mucho y que los esperaría en el cielo. En cuanto a mí, me dijo varias veces que me vería en el infierno.

»Al final lo degollé, y murió en cuestión de segundos. Para evitar que la sangre me manchara, le apreté la camisa contra el cuello. No veía lo que estaba haciendo y corté demasiado hondo. Casi le separé la cabeza del tronco; no había matado antes y en aquel momento no conocía mi propia fuerza o quizá por algún motivo mi fuerza se había centuplicado; no lo sé, tal vez fuese consecuencia de la excitación. Era patético ver cómo colgaba, y cuando comencé a arrastrar el cadáver para ocultarlo, golpeaba contra el suelo sujeta tan solo por un colgajo de piel. La posibilidad de que se perdiera me provocaba un terrible dolor, así que acabé por cortarla del todo. Enterré el cuerpo y la cabeza en un túmulo en la orilla del arroyo, porque había muchas piedras y cantos rodados, y el lugar que escogí estaba detrás de un arbusto de gran tamaño. Era imposible que alguien lo viera si no estaba muy cerca. Junté la cabeza al cuello y la até con mi pañuelo, para que parecieran estar unidos, porque me resultaba insoportable ver lo que le había hecho. Me lavé la sangre lo mejor posible en el arroyo, pero no había manera de quitarla de mis prendas. Así que cogí el puñal y me hice un pequeño corte en el brazo como una manera de justificarla. Cuando todo quedó arreglado, emprendí el camino de regreso al castillo a la carrera, y le hice señas al vigía en cuanto aparecí a la vista. Luego comencé a gritar y a balbucear que a Michel se lo había llevado un jabalí. Todo esto ya lo sabéis, madre, porque estabais en el patio cuando partieron los jinetes.

»Ya era bastante tarde, y no tardó mucho en caer la noche. Los jinetes se vieron obligados a volver, quizá una hora después de la puesta de sol, y no volvieron a salir hasta la mañana siguiente. En el fondo de mi corazón estaba seguro que habían llegado a estar a unos pocos pasos de donde se encontraba Michel, aunque tampoco lo hubiesen encontrado porque estaba muy bien escondido; al menos entonces lo estaba. Nunca entenderé cómo es que Étienne no lo encontró en sus numerosos recorridos por el bosque; en una ocasión me comentó lo extensa que había sido su búsqueda. Creo que se alejó demasiado, convencido de que buscaba un cadáver que se había llevado un jabalí o cualquier otro animal salvaje. No fue hasta mucho más tarde que fui hasta allí para comprobar que nadie había tocado el túmulo. Vi unas cuantas piedras fuera de lugar, pero lo atribuí a la acción de alguna alimaña. Ya que la cabeza aparecía descubierta en parte, acabé de destaparla. Allí estaba el hermoso rostro de Michel, que por fin me sonreía. No me vi con fuerzas para dejarla allí, así que me la llevé.

Madame Catherine Karle y su hijo habían encontrado a Michel antes de que mi señor se llevara la cabeza. La súbita presencia de Jean de Craon había evitado que se presentaran para comunicar lo que habían descubierto, ante el temor de que el viejo malvado revelara algún oscuro secreto del pasado de la comadrona. No puedo imaginar qué secreto podía ser tan precioso como para obligarla a silenciar algo tan abominable. Su hijo no estaba dispuesto a decírmelo, y la mujer había muerto, así que nunca lo sabría.

Sin embargo, delante de mí tenía al hombre que le había arrebatado la vida a mi amado hijo, sencillamente porque él lo quería. Solo porque se le ocurrió, porque era algo que debía hacer, y él estaba allí para llevarlo a cabo.

Comencé a marearme; necesitaba recuperar el control. Me senté en aquella hermosa silla labrada donde había dejado mi capa durante la visita anterior. Guardé en la faltriquera el pote de marfil que había arrancado esa confesión de Gilles de Rais y, al hacerlo, toqué la daga que ya casi no recordaba haber traído.

Mis dedos sujetaron la empuñadura y experimenté una fuerza que superaba todo lo imaginable. El recipiente cayó silenciosamente hasta el fondo de la faltriquera mientras yo me veía a mí misma sacando la daga a la luz.

¿Era así como se había sentido mi señor con el puñal en la mano y el cuello o el blanco vientre de un niño indefenso expuesto a su ataque? Sin duda se había sentido muy fuerte y poderoso enfrentado a aquellas pobres criaturas que no podían defenderse de él ni de sus depravados compinches. Debió sentirse como Dios Todopoderoso, señor de todas las cosas a quien no se le podía negar ninguno de los placeres que soñara o viera. Con golpes fuertes y certeros, mi señor había quitado la vida a una infinidad de niños y quizá a una docena de niñas que tuvieron la desgraciada audacia de presentarse cuando él quería a sus hermanos.

Ahora yo misma, con un golpe fuerte y certero, enviaría a aquel demonio a las profundidades del infierno para toda la eternidad.

Mi señor permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, como si estuviese disfrutando con sus recuerdos. Me moví lentamente y evité que la tela de mi hábito hiciera el más mínimo ruido para no llamar su atención. Antes de sacar la daga, recé con la mayor sinceridad desde lo más profundo de mi corazón.

Dios bendito, perdóname por lo que me dispongo a hacer. Cuando llegue el día del Juicio, recuerda que en estos momentos no soy más que tu instrumento, que es tu mano quien levanta la daga, que es tu voluntad quien la empuja. Permite que sea yo la mano de la justicia, que encuentre la diana en la garganta de este ser malvado, que te ofende a ti y a todas tus criaturas…

De pronto Gilles abrió los ojos y me miró fijamente. En su faz apareció una expresión de indecible terror y comenzó a retroceder, levantando las manos como si pretendiera protegerse el rostro.

Sin embargo, a todo esto yo no había esgrimido la daga.

—Barron. —Pronunció el nombre en voz tan baja que casi no lo escuché—. Oh, mi señor Barron, ¿por qué has venido ahora, cuando ya no queda ninguna esperanza?

¿A qué venía esta súbita locura?

—Mi señor Gilles, no soy Barron…

—Mientes, demonio. Mientes, como todos ellos siempre te dijeron que hicieras. Oh, cómo he sido tan reacio de creer que te mostrarías a mí mismo tal cual eres, porque aquí estás ahora, con el disfraz de una persona en la que siempre he confiado, pero tú eres a quien yo buscaba con François…

El contacto de la daga me resultó frío y extraño en mi mano; ya no me ofrecía el mismo consuelo de unos minutos antes cuando planeaba utilizarla en el nombre de Dios. De pronto me pareció la cosa más sacrílega de todas. Sin embargo, era incapaz de renunciar a ella.

Lo miré y vi a Satanás. No obstante, ¿era un loco y, por lo tanto, no responsable de sus actos? ¿No podía ser que estuviese intentando mostrarse como un loco para aprovecharse de mi compasión?

Ya no me importaba. Saqué la daga de la faltriquera y levanté el brazo bien alto. Era como tener la vara de Moisés en mi mano, la espada de Dios, con un poder que superaba todo lo conocido. Mi señor Gilles no se movió, simplemente se quedó donde estaba, como si quisiera dar la bienvenida a la puñalada. En sus ojos en blanco no había ninguna emoción; no parecía importarle en lo más mínimo que lo asesinara. No le importaba nada, y yo menos que nadie.

Todas mis fuerzas se concentraron en mi brazo y descargué la puñalada. Sin embargo, antes de que la daga pudiera hundirse en el negro corazón de Gilles de Rais, me cogieron por la cintura y me hicieron girar como una peonza. No había escuchado las pisadas de alguien que se acercara. Mi señor no había reclamado la ayuda de los guardias ni yo había hecho nada para llamar su atención. Fue como si estuviese bailando en el aire. Mientras me tambaleaba, mi señor aprovechó para escapar a sus habitaciones.

Un segundo después me vi en el suelo, enredada con mis propias prendas. La daga había volado de mi mano y se había clavado en la gruesa alfombra; vi cómo se movía la hoja. Me solté de la mano del atacante y me volví rápidamente para averiguar quién era, y me encontré con la mirada de Jean de Malestroit.

Recogió la daga y me llevó hasta el pasillo. Me apoyó contra la pared para que no perdiera el equilibrio. No vi a ninguno de los guardias; seguramente les había ordenado que se alejaran unos pasos porque de ninguna manera los hubiese despachado.

—¡Guillemette! —exclamó—. ¿Se puede saber qué te ha dado?

—No lo sé.

—¿Cómo se te ha podido ocurrir hacer algo así? ¿Es que has perdido el juicio?

Sostuve su mirada por un instante. Luego miré el salón desierto.

—No, Eminencia. Comienzo a creer que quizá ahora por fin lo he recuperado.