Tardamos seis vertiginosos minutos en llegar al estudio. El comentario de Ellen Leeds referente a la demora resonaba en mis oídos porque cada segundo que pasaba representaba otro reguero de sangre de las venas o las arterias de Jeff. La oleada de coches patrulla que nos seguían desde la casa convergieron en el aparcamiento cuando nos apeábamos de nuestro vehículo. Las puertas de los coches se abrieron para convertirse en parapetos de los policías que tomaban posiciones.
Ya había una cinta de plástico amarillo alrededor del perímetro que mantendría a los periodistas fuera de nuestro camino y les evitaría cualquier peligro. Un helicóptero de un canal de televisión permanecía detenido en el aire a tan baja altura que era prácticamente imposible hablar si no era a grito pelado; ¿qué efecto podía tener este ruido en un desequilibrado peligroso como Wilbur Durand?
El descontento que sentía se estaba convirtiendo en algo más insoportable.
—Si no se larga de aquí, lo abatiré a tiros —exclamé.
Escobar apareció a mi lado como por arte de magia.
—Si lo haces, mira sobre quiénes caerá —me gritó.
Un batallón de policías.
Polvo y trozos de porquería volaban por todas partes impulsados por el viento generado por las aspas del helicóptero. Eché una ojeada a la zona muy lentamente. Había un agente uniformado tendido en el suelo al otro lado de la cinta, a unos diez metros de distancia.
—Dios bendito, mira eso…
Yacía tumbado boca abajo en un charco de sangre que se ampliaba cada vez más. Tenía extendido uno de los brazos y no dejaba de moverlo. Su revólver estaba a casi un metro de los dedos que se movían inútilmente con la intención de empuñarlo. Un camillero pasó por debajo de la cinta con la intención de acercarse al policía caído, pero no había avanzado ni un par de metros, cuando una bala rebotó en el pavimento a un palmo de sus pies. Cada vez que un camillero o un agente intentaba auxiliar al herido, se repetía la escena. Pero ninguno de ellos fue alcanzado; solo se trataba de una advertencia.
—Sin duda está disparando para no dar —comentó Spence desde detrás de la puerta abierta de nuestro coche.
Una vez más, un camillero se agachó y comenzó a caminar hacia el herido. Esta vez el disparo fue hecho directamente contra los equipos montados en el techo de una de las unidades móviles de la televisión. Trozos de metal volaron por todas partes, y alcanzaron a varias de las personas que se encontraban más cerca. Todos corrieron a ponerse a cubierto.
—Bueno, supongo que ha quedado claro que es un buen tirador —comenté.
Era un sueño, una pesadilla, todo resultaba irreal. Sin embargo, la lógica acabó por abrirse paso entre tanta locura, y de pronto llegué a una conclusión sorprendente.
Me levanté lentamente y enfundé el revólver bien a la vista, para después acercarme a la cinta amarilla.
Spence intentó sujetarme, pero ya estaba fuera de su alcance. Escuché que Escobar gritaba mi nombre, me pedía que me agachara. Con toda la calma del mundo, me volví para decirle:
—No me va a disparar. Lo único que pretende es que me ponga al descubierto.
Ambos protestaron como un solo hombre. Escuché palabras sueltas: «gilipolleces», «loca» y una frase completa: «Y tú que te lo crees». Sin perder la calma, respondí a sus preocupaciones.
—Quiere que entre en el estudio. No tiene la intención de dispararme hasta que lo haga.
Paso a paso me acerqué al camarada caído. Cuando me reuní con él le hice rodar para ponerlo de lado mientras él me ayudaba hasta donde le era posible; consiguió incorporarse un poco apoyado en una mano.
—¿Qué tal tienes la espalda y el cuello? —le pregunté a gritos porque el ruido del helicóptero era infernal.
—Están bien —contestó.
—Entonces, lo que haré será sacarte de aquí a rastras. Échame una mano si puedes, pero no pasa nada si no lo haces porque puedo hacerlo sola.
Sonrió débilmente y asintió. Lo tendí de espaldas y a continuación lo sujeté por debajo de los brazos. Comencé a arrastrarlo mientras él me ayudaba empujando con las piernas; debía ser terrible para él porque no dejaba de gemir. Un rastro de sangre dejó constancia de nuestro penoso avance hacia la cinta amarilla. Cuando solo faltaban un par de metros, lo solté y corrí para situarme entre él y el edificio del estudio. Dos agentes y dos camilleros se acercaron; entre todos levantaron al joven que sangraba profusamente y se lo llevaron a la seguridad de las sombras. En cuestión de segundos, una ambulancia inició una desesperada carrera hacia el hospital.
Spence y Escobar se me echaron encima, furiosos a más no poder.
—¿En qué demonios estabas pensando? Nunca más vuelvas a hacer algo como esto. Te quitarán la placa por lo que has hecho…
Estaban en un error, y yo lo sabía. Por fin era una mujer libre. Mi mayor peligro profesional ahora era que quizá llegara tarde al desfile que harían en mi honor. Me había ganado mi libertad profesional con un acto de valentía que probablemente había sido televisado en vivo y en directo a todo el mundo.
Una profunda sensación de liviandad acompañó la comprensión de que ese único momento definiría el resto de mi vida, si es que habría un resto para mi vida. Pensé en mis hijos; en cómo se las apañarían sin mí, si finalmente llegábamos a ese punto. Tenían tías, abuelas, primos que se presentarían para cuidar de ellos, y un padre que los adoraba.
Caí en la cuenta de que nadie había comunicado nada de todo esto al padre de Jeff. Confié en que siguiera en la comisaría, aislado de lo que estaba pasando allí.
Miré a Spence. En su rostro se refugiaban la confusión, la angustia y una profunda preocupación. Nunca antes me había visto comportarme de esa manera. Sin duda se sorprendió cuando me escuchó decir:
—Manda que alguien llame al padre de Jeff y que lo traigan. No aquí; nos distraería demasiado. Pero tendría que estar a mano cuando saquemos a Jeff del estudio.
—¿Por qué no te encargas tú de ir a buscarlo, Lany? Nosotros nos ocuparemos de acabar con todo esto.
Dediqué a mi compañero una triste, pero agradecida sonrisa.
—Buen intento —le respondí—. Pero esta es mi función, y lo sabes.
—Lany, no. Por favor, no.
Me adelanté una vez más en el aparcamiento iluminado por los focos que rodeaba el estudio de Angel Films. Caminé en paralelo al rastro de sangre que había en el suelo. Cuando crucé la puerta, miré atrás por un segundo. Spence y Escobar venían hacia mí por la misma ruta. Se escucharon dos disparos; ninguno de los dos tenía la intención de dar en el blanco. No tardaron en reunirse conmigo en la recepción.
—¿Has enviado a alguien tal como te pedí? —Fue lo único que se me ocurrió decir.
—Sí —respondió Spence, en un susurro casi inaudible.
—Gracias. —Le di una palmadita en el hombro. Le sonreía a Escobar—. Sois los mejores.
Durante tres segundos hicimos como si lloráramos de la emoción.
—Vale, ya está bien. Es hora de hacer el trabajo de Dios.
La puerta del estudio principal estaba abierta solo lo necesario para que viéramos que no estaba asegurada; supongo que Durand pensó que sería más fácil para nosotros entrar sin más que tener que romper la cerradura a balazos. En cualquier caso, eso es algo típico de las películas; si en la vida real se te ocurre disparar contra una cerradura, lo único que consigues es ponerte hecho un asco con esquirlas de metal y astillas, y en la mayoría de los casos la cerradura aguanta el destrozo.
La zona de la recepción estaba desierta, pero había una lámpara pequeña encendida en una de las mesas; iluminaba lo suficiente para que atravesáramos la habitación sin llevarnos nada por delante. Había cajas dispersas por todo el suelo, como si fuera un día de mudanza. Avanzamos lentamente hasta la puerta principal y nos situamos a cada lado para escuchar durante unos momentos. Las sirenas, las radios y el ruido del helicóptero apenas si se escuchaban allí dentro debido al aislamiento sonoro. Apoyé la oreja contra la pared; mis compañeros me imitaron. Todos escuchamos con mucha atención.
Oí unos gemidos muy débiles; quizá era Jeff, y después la voz afeminada de Durand: «Tranquilo, Evan, tu madre estará aquí dentro de un segundo para salvarte, así que no tienes por qué tener miedo. Todo se acabará muy pronto».
Había dicho Evan. No Jeff. Pero ¿cómo podía saberlo, a menos que me hubiese visto con él? Cuando fueron a la exposición, tanto Kevin como el padre de Jeff estuvieron con los chicos, y todos hicieron el payaso con todos. ¿Cómo podía haberlo sabido?
—Una chapuza, Wilbur, muchacho —susurré.
Perdí todo contacto con la religión hace muchos años, pero recé con más sinceridad que nunca en toda mi vida. No para que aquello se acabara, ni tampoco para que nunca más volviera a ocurrir algo como eso, dos súplicas que podían ser consideradas razonables incluso por el dios más cruel y celoso. No pedí la absolución de mis pecados o tener otra oportunidad para ser la policía perfecta; no había tiempo suficiente para que cualquiera de estos deseos pudiera recibir gratificación.
En cambio recé para hacer puntería, para que los proyectiles que saldrían por el cañón de mi revólver alcanzaran a Wilbur Durand en el corazón, en la frente, en los riñones y en el hígado hasta que estuviera muerto y bien muerto. Respiré a fondo hasta que no quedó lugar en los pulmones para más aire, y luego le hice una señal a Spence y Escobar para comunicarles que iba a entrar.
Una vez más, abrí del todo la puerta de un puntapié; quería tener empuñada el arma con las dos manos. Había un cajón de madera de gran tamaño delante mismo de la puerta; aproveché su protección y eché una ojeada al interior. Mis ojos tardaron casi un minuto en acomodarse al brusco cambio de luz, porque allí adentro los focos estaban encendidos a la máxima potencia, sin duda como parte del plan elaborado por Durand.
Cuando finalmente conseguí ver normal, creí que estaba viendo triple. Había tres Jeff maniatados, cada uno a un poste al otro extremo del recinto y colocados en semicírculo. Los tres tenían manchas de sangre en el vientre y les colgaban los intestinos; Dios mío, los intestinos. Claro que no podía saber si eran verdaderos o de utilería.
Tampoco tenía manera de saber cuál de aquellos chicos era Jeff. No hubiese tenido dudas de haber sido Evan. Pero ninguno de ellos era Evan, a pesar de lo que creyera Wilbur.
Wilbur Durand se había situado detrás de una cámara en una posición opuesta a los tres. Me pareció que se reía.
—No está nada mal, ¿verdad, detective Dunbar? —comentó al ver mi confusión.
No le presté atención, y me centré en escuchar los gemidos de los chicos, con la idea de que la voz me ayudaría a descubrir cuál de ellos era el verdadero Jeff. Pero sin la cadencia familiar de las palabras, resultaba imposible. Aparte de los gemidos, comencé a escuchar los sonidos de otras personas que entraban en el edificio.
—No entréis aquí —grité—. No quiero interferencias.
—Bien dicho —aprobó Durand. Su voz, de por sí desagradable, sonaba ahora como si la estuviese deformando electrónicamente, y el efecto me dio dentera.
—¿Le gustó la pequeña exhibición que le dejé preparada en mi casa, detective?
—No me quedé el tiempo suficiente para apreciarla de verdad.
—Es una pena. Aunque no está bien que lo diga, fue un trabajo excelente. Todo un logro.
—Me lo supongo. Consiguió engañarme por unos momentos. A mí y a unos cuantos más. Por cierto, muy bueno lo del sirviente.
—Muchas gracias.
—De todas maneras, como ya le dije, no me quedé demasiado tiempo.
Me dirigió la más perversa de sus sonrisas.
—No esperaba que lo hiciera, cuando la escena principal se está desarrollando aquí.
Necesitaba mantenerlo distraído. Si lo conseguía, quizá a Spence o Escobar se les ocurriría algo. Durand no iba a meterse con ellos; yo era su presa. Volví a mirar a los tres chicos atados a los postes. Los movimientos no parecían en absoluto mecánicos; daban toda la impresión de ser naturales.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que eran seres humanos de verdad. ¡El muy cabrón había contratado a actores!
Reflexioné un segundo y comprendí que eso me daba una ventaja; a las personas de carne y hueso se las puede asustar de verdad.
—Si os dijo que esto era la escena de una película —grité—, os ha mentido. Estas son armas de verdad, nosotros somos policías de verdad y él os arrancará los intestinos antes de que acabe todo esto.
Dos de ellos levantaron la cabeza; cada uno miró con expresión de espanto el vientre del otro y las brillantes protuberancias que colgaban. Levanté mi placa para que la vieran con toda claridad; un acto estúpido, porque probablemente les habían dicho que era de esperar. Entonces disparé el arma contra la batería de focos colgada del techo; una lluvia de cristales cayó sobre el suelo con gran estrépito.
En aquel momento, el chico del centro y el de la derecha comenzaron a forcejear para librarse de las ligaduras.
—Es el que está a la izquierda —grité.
Era el único que permanecía inmóvil.
Miré a Durand y vi en su rostro la comprensión de que había sido aventajado, que era el momento de sacar su as de la manga. Vi cómo levantaba el brazo y apuntaba directamente a Jeff con el arma. El movimiento era lento, preciso y absolutamente real. El arma que empuñaba tenía toda la pinta de ser una automática; si disparaba una ráfaga alcanzaría a sus tres dianas. Si disparaba en un arco por todo el recinto también nos alcanzaría a Spence, Escobar y a mí.
Spence se levantó bruscamente como un muñeco accionado por un resorte, al tiempo que gritaba:
—¡Aquí!
Durand reaccionó instintivamente; movió el brazo y lo detuvo, estaba vez con el arma apuntando a Spence. Para aquel momento yo también me había levantando mientras le gritaba: «¡Quieto, policía, suelte el arma!», pero solo para cumplir con el requisito legal que me permitiría dispararle sin problemas. Tenía toda la intención de pegarle un tiro se detuviera o no.
Sopesé todas esas consideraciones en una fracción de segundo; en cambio, Wil Durand no había recibido esta clase de capacitación. Sin duda sabía manejar un arma y era un buen tirador, pero no había aprendido a vivir con una como era nuestro caso. Nunca se había despertado en mitad de la noche para empuñar el arma oculta debajo de la almohada cuando algún gato vagabundo tumbaba un cubo de basura. No tenía una marca en la cadera donde se apoyaba la pistolera. No se inclinaba hacia la izquierda para compensar el peso del revólver que llevaba a la derecha. Por no hablar de la radio, el busca, la placa y la porra. Nunca sería una única entidad con su arma.
Comenzó a gritarnos que retrocediéramos, y cuando Spence y yo continuamos avanzando, se levantó un poco en el sillín de la cámara. El aparato lo había protegido y era lo bastante voluminoso como para impedirnos tener una línea de tiro despejada.
Esa sería nuestra mejor oportunidad para abatirlo. Instintivamente adopté una variante de la posición Weaver, con el arma sujeta con las dos manos, y los pies separados con una distancia equivalente al ancho de los hombros. Adelanté uno de los pies, de forma tal que cambiara el perfil y así me convirtiera en una diana más pequeña, algo que según los sargentos que nos entrenaban le ponía las cosas más difíciles al atacante.
Weaver o no Weaver, era un pato de feria. Vi los fogonazos que salían de la boca del cañón del arma automática antes de escuchar el ruido de las detonaciones; todo esto ocurrió inmediatamente después de que yo apretara el gatillo y el proyectil se perdiera en el vacío.
—Sus disparos se han desviado a la izquierda —gritó Escobar desde algún lugar detrás de mí. Efectué otro disparo que rebotó en algo que había en una esquina de la enorme cámara, pero vi que Durand hacía una mueca y se llevaba una mano al hombro, cosa que me confirmó que había resultado herido, probablemente por un trozo de metal de la cámara.
No fue suficiente para detenerlo; levantó el arma una vez más y apuntó hacia los chicos. Se escuchó el horrible tableteo de la ráfaga, y luego disparos atrás y a la derecha.
El arma de Durand voló por los aires y fue a caer al otro lado de la habitación. La sangre brotó de su brazo. Yo apreté el gatillo una vez más y mi disparo alcanzó a Durand en el mismo brazo. Y aquello fue todo; se acabó el tiroteo.
Spence corrió hacia Durand, y Escobar fue en auxilio de los chicos mientras yo caía de rodillas. Apenas si había comido en los últimos días, pero lo poco que había comido lo devolví como una espantosa masa verde que apestaba a bilis. No sé cómo encontré la radio y me comuniqué con las unidades. Luego me levanté y con paso tambaleante me acerqué a Jeff.
Me miraba con una insoportable expresión de terror, pero estaba vivo, oh, Dios, estaba vivo, y ahora podíamos sacarlo de allí.
Me escuché a mí misma preguntarle si se encontraba bien y vi cómo sacudía la cabeza muy débilmente para responderme que no lo estaba. Todavía estaba luchando para quitarle la mordaza cuando nos vimos rodeados por un grupo de camilleros con sus equipos y su indudable competencia. Aparecieron y me apartaron sin contemplaciones. En aquel momento había dejado de ser una policía, y me había convertido en un allegado a la víctima, lo que viene a ser algo tan molesto como un grano en el culo, pero en este caso una auténtica amenaza que no hacía más que estorbar su trabajo de salvar una vida.
Spence y Escobar literalmente me cogieron por las axilas y me quitaron de en medio.
Permanecí a un lado, impotente, mientras ellos se ocupaban de un chico que había comido espaguetis en la cocina de mi casa. No tardaron más que unos segundos en determinar que Jeff era el único de los tres chicos que estaba herido de verdad. Pero los otros dos estaban en un estado de choque. Uno de ellos comenzó a levantarse; en algún lugar cerca de la entrada se escuchó la voz de Fred.
—¡No te muevas! —le gritó—. Necesitamos que quede bien claro que nuestros agentes obraron correctamente al disparar. Estoy seguro de que tú quieres colaborar con nosotros.
El chico obedeció sin rechistar.
Los destellos de los flashes se sucedían. El ruido de los obturadores comenzó a rivalizar con las aspas del helicóptero que continuaba volando sobre el edificio. Observé por el rabillo del ojo cómo acostaban suavemente a Jeff en una camilla, con tubos conectados a su cuerpo por todas partes. Se le veía pequeño, joven y terriblemente vulnerable. De pronto noté como si todo comenzara a dar vueltas; sentí una mano en el hombro. Me volví y me encontré cara a cara con Errol Erkinnen.
—¿Cómo has sabido…?
—Lo están transmitiendo por todas las radios —respondió—. Tu teniente me dejó pasar cuando aparecí.
Noté cómo se me aflojaban los hombros como consecuencia del agotamiento. Su presencia hacía lícito que me derrumbara.
—Oh, Dios, qué desastre… he convertido todo esto en un auténtico desastre.
—No es necesario que digas nada —replicó—. Ahora mismo no tienes que justificar absolutamente nada. Me quedaré contigo hasta que estés en condiciones de estar sola.
Ese reforzamiento distante, del todo profesional, fue para mí más o menos como si me hubiese abrazado mi madre. Me entregué por unos instantes al consuelo de sus brazos; temblaba como un flan. Después me aparté; tenía que ocuparme de una escena, la escena del crimen, y no quería que se me escapara.
El frenesí de la actividad me devolvió las fuerzas para volver a sumergirme en todo aquello. Mientras le indicaba a uno de los fotógrafos las tomas que quería, se me acercó uno de los camilleros para comunicarme que estaban a punto de llevarse a Jeff al hospital.
La pregunta que no me atrevía a formular me la respondió él motu proprio.
—Es demasiado pronto para decir nada. —La respuesta habitual y más segura. Luego se marchó.
Miré por un instante la caótica escena del crimen, y me pregunté cómo es que se me había escapado tanto de las manos. Al final, tampoco tendría mucha importancia, porque no era necesaria para aclarar un crimen. Sabíamos qué había pasado y quién lo había hecho.
Casi sin intención vi por el rabillo del ojo cómo aseguraban los intestinos de Jeff a su abdomen. Los taparon con un plástico y luego lo pegaron a la piel.
Increíble, pensé para mis adentros. Claro que tampoco es para tanto, solo un par de palmos de tripas, tiene metros de intestinos, puede permitirse perder un par de palmos.
La esperanza es una fuerza tan poderosa…
No tuve ánimos para seguir mirando. Me acerqué al lugar donde estaban atendiendo a Durand y observé desde cierta distancia. Había decenas de miradas fijas en mí, atentas a intervenir si se me ocurría hacer alguna estupidez. Pero me mantuve apartada, sin dejar de pedir al cielo que dejara morir a Durand. Quería que alguien propusiera dejar de atenderlo con mucha discreción para que se desangrara allí mismo. Tenía el brazo derecho destrozado, y así y todo no dejaba de luchar. Gritaba como aquel cabrón de Scorpio en Harry el Sucio que le habían herido, que necesitaba cuidados médicos urgentes y que más valía que alguien lo hiciera, porque los muy malos y violentos policías le habían hecho daño. Cuando vio que lo estaba mirando, tuvo la cara dura de sonreírme y de sacar la lengua para moverla de la forma más obscena posible.
Di un salto. Diez manos me sujetaron. Durand se reía, aullaba y gritaba todo al mismo tiempo. Forcejeé para librarme de mis captores, pero me inmovilizaron.
—Soltadme —grité—. Voy a matarlo, le volaré los sesos. Voy a…
Durand me superó con sus gritos.
—Me está amenazando, quiere hacerme todavía más daño.
Por fin alguien encontró el interruptor de los focos y los encendió todos a la vez. El resplandor consiguió que me rindiera. De pronto me vi empujada al asiento trasero de un coche patrulla. Erkinnen se sentó a mi lado. Escuché el chasquido del broche del cinturón de seguridad, el ruido del motor que se ponía en marcha y después me hundí en algún confuso lugar donde no existía el mal, donde nada malo podía ocurrirle a ningún niño. Tendrían que acabar sin mí el trabajo en la escena del crimen.
Ataron al monstruo que respondía al nombre de Wilbur Durand a una camilla y lo trasladaron al hospital con una doble guardia. Los detectives Frazee y Escobar fueron en la ambulancia. Ya leería más tarde en el informe todo lo ocurrido, pero podía imaginármelo sin ningún problema. Spence inclinado hasta casi tocar el rostro de Durand mientras le susurraba: Tienes derecho a guardar silencio, imbécil, pero puedes hablar ahora si quieres. No me importa porque de todas maneras te daré por el culo hagas lo que hagas. Escobar fingiría que lo apartaba en una breve interpretación de la escena del poli bueno y el poli malo, a partir de la idea de que si había alguien capaz de sacarle algo a Durand, sería el padre confesor.
Después, ya en el hospital, lo apartarían de nosotros, porque los doctores dispondrían que no podía recibir visitas ni hablar con nadie debido a razones médicas, y luego, por supuesto, aparecería Sheila Carmichael con una lista interminable de razones por las cuales no podíamos hacerle más preguntas. Aunque había sangrado en abundancia, sus constantes vitales estaban bajo control y estaba recibiendo transfusiones o sea que, por el momento, no se esperaba que muriera a consecuencia de las heridas, aunque su revés ya no volvería a ser el mismo. No es que importara demasiado; no hay pistas de tenis en la prisión, y probablemente tampoco en el infierno.
Según dijeron todos los que estaban en la ambulancia, se mostró muy lúcido durante el viaje y respondió a las amenazas de Frazee con los insultos más soeces. Ya no tenía ninguna necesidad de ocultar a la bestia que llevaba en el interior. Había descartado todos los disfraces; era el repugnante y odioso Wilbur Durand en estado puro, que disfrutaba de sus últimos momentos de libertad con despreocupación, dedicado a explicar con todo lujo de detalles los placeres de la sodomía practicada en niños secuestrados y los encantos de la evisceración.
Frazee se moría de ganas de contármelo todo.
—Durand no dejaba de gritar que su hermana lo sacaría y que entonces buscaría a cada uno de nuestros hijos, les arrancaría las tripas y después… Dios, ni siquiera soy capaz de repetir las cosas que dijo que les haría. Solo estar en su presencia me provocaba náuseas.
También me habló del «incidente», que pasaría a formar parte de la leyenda de la división.
—En el segundo que bajamos de la ambulancia, uno de los agentes se echó sobre Durand y le dio una somanta de padre y señor mío.
Me alegró infinito saberlo.
—El problema es que había dos agentes, así que no conseguimos recordar cuál de los dos le pegó.
Ninguno de los policías incluyó en los informes que escribieron después del viaje en la ambulancia mención alguna de la supuesta paliza, a pesar de que Durand se quejó repetidamente de haber sido víctima de la brutalidad de la policía.
Tan pronto como lo sacaron de la unidad de cuidados intensivos después de amputarle el brazo, Wilbur Durand fue trasladado a una habitación preparada para alojar a criminales violentos, y lo aseguraron a la cama con grilletes y una esposa. Sin el brazo derecho, había pocas posibilidades de que incluso un hombre con sus talentos mágicos consiguiera escaparse. Los detectives de nuestra división que habían escoltado la ambulancia durante todo el trayecto hasta el hospital, se unieron a Spence Frazee a la hora de interrogar a Durand sobre el paradero de los demás niños que había secuestrado a lo largo de los años.
Wilbur se negó a decir ni una palabra.
Me pregunté cómo Moskal podía decir que Sheila Carmichael mantenía una presencia discreta en Boston, porque resultó ser toda una mujerona cuando aterrizó en Los Ángeles como si fuese el nuevo Johnnie Cochran.[3] Claro que en ese caso no se trataba de decidir si el hombre era culpable o inocente, dado que ya estaba predeterminado, sino que sería una gigantesca operación de relaciones públicas. La única pregunta que quedaba por contestar, la del castigo, sería respondida tanto en la corte de la opinión pública como en los corazones y las almas de doce ciudadanos de la calle.
Comencé a leer todo lo que encontré referente a la abogada. No era tan demoledor escarbar en los antecedentes de Sheila Carmichael como lo había sido con su hermanastro Wil Durand; había montones de biografías, citas y una enorme cantidad de artículos que había escrito para revistas de jurisprudencia. La mujer llevaba escrito un cartel que decía: QUIERO SER JUEZ. Quizá la afición de su hermano a mutilar niños lo impediría, Dios mediante.
Era famosa dentro de los círculos profesionales por asumir la defensa de personas por las que nadie sentía las más mínima compasión. Este era uno de esos casos; su hermano había sido detenido en el momento en que intentaba asesinar a un niño después de abusar de él sexualmente. Había cometido una parte de ese delito mientras alguien que se interesaba por el mencionado niño, yo misma, que al mismo tiempo era una oficial de policía veterana, estaba presente. El autor había filmado todo el acto, y la cinta había sido confiscada legalmente como prueba. Hasta el jurado más insensible lo encontraría culpable. Por no hablar de todas las pruebas que señalaban su participación en otras muchas desapariciones que se habían acumulado a través de anteriores investigaciones y que probablemente serían admitidas como válidas.
Era uno de los casos mejor documentados contra un asesino que había visto en toda mi carrera de policía, y era lógico suponer que si Wilbur no hubiese tenido una hermana que ejercía de abogada, le hubiese costado encontrar a alguno dispuesto a aceptarlo como cliente. El dinero no era el problema; el verdadero problema era el karma negativo de estar relacionado con un criminal como Wilbur Durand. Costaría Dios y ayuda que algún abogado de fama quisiera verse metido en todo esto. Dado que yo, una policía, tenía algo más que una relación pasajera con una de las víctimas, bien podía ser que en el futuro hubiera repercusiones profesionales para un abogado; ya no podría estar seguro de contar con la cooperación del departamento de Policía. Por supuesto, nadie saldría a decirlo públicamente, se supone que estamos por encima del deseo de venganza. Pero resultaría más difícil hacerse con el papeleo, se tardaría en responder a las llamadas, se extraviarían las pruebas para los clientes de cualquier abogado local que asumiera la defensa de Wil Durand.
Las ventas y el alquiler de las películas de Durand se triplicaron en menos de veinticuatro horas cuando se conoció la verdad de cómo habían sido filmadas. Los críticos se extendieron sobre su inquietante y maravilloso realismo. Todo aquello me daba ganas de vomitar. Las náuseas se veían aumentadas por la sorprendente campaña de relaciones públicas que Sheila Carmichael organizó para su hermano. Los horrendos detalles de la infancia de Wil fueron relatados con una precisión que Kelly McGrath nunca hubiese imaginado. Las relaciones con el tío Sean, los abusos sufridos a manos de su abuelo, el alcoholismo y la locura de la madre. Desde California escuchaba cómo se rasgaban las vestiduras en Boston Sur. Pero todos los personajes estaban muertos, así que ¿quién iba a protestar?
A la mañana siguiente de su arresto, Wilbur Durand fue citado en la cama del hospital y acusado de intento de asesinato de un menor en concierto con un acto de abuso sexual —el examen médico confirmó que Jeff había sido sodomizado antes de sufrir las otras heridas físicas— y por dos intentos de asesinato de un agente de policía. También fue acusado del secuestro de Nathan Leeds y de varios menores, aunque no se habían encontrado sus cuerpos, y cuando se analizaran las pruebas, probablemente del asesinato de Earl Jackson. Todos los relacionados con la preparación de las acusaciones consideraron que había pruebas físicas más que suficientes para seguir adelante sin los cuerpos.
Soportaba toda esta situación lo mejor que podía. Mis días ya no se podían clasificar como «buenos» o «malos»; las nuevas normas para mi existencia eran «horrible» o «apenas soportable». Una buena noticia que me alegró la pesadilla diaria la tuve cuando nombraron al fiscal: James Johannsen, que había llevado mis peticiones de órdenes al juez y que las había defendido con tanta habilidad y persuasión que las había conseguido, recibió el encargo de procurar que Wilbur Durand fuera condenado al máximo que establecía la ley como castigo por sus espantosos actos. Se trataba de un antiguo abogado defensor cuyo sentido del bien y del mal le había hecho imposible continuar dedicando su tremenda honradez y capacidad profesional al servicio de la escoria que cometía crímenes imperdonables. Se había pasado al bando de los buenos hacía cuestión de unos ocho años atrás. Jim era el contrincante más idóneo para enfrentarse a Sheila Carmichael, quien incluso lo hubiese pasado mal con un picapleitos cualquiera dada la contundencia de las pruebas.
Como era de esperar, Sheila atacó por todos los flancos. Cuando Johannsen presentó la petición de que se le tomara una muestra de sangre al acusado para poder hacer una comparación del ADN, presentó inmediatamente una contrarréplica basada casi exclusivamente en temas de derechos civiles. La petición de Johannsen fue admitida, aunque su triunfo se vio ensombrecido en la prensa por la solicitud de Sheila de que el acusado saliera en libertad bajo fianza. El juez escuchó en silencio, pero con una evidente expresión de repugnancia la explicación de que su hermano tenía «fuertes vínculos con la comunidad de Hollywood». Johannsen, que sabía muy bien que no había fianza posible, replicó que Durand no tendría ningún problema para pagar una fianza de un millón de dólares. Los policías que asistieron a la sesión me contaron que cuando el juez denegó la fianza, Sheila se puso hecha una fiera, momento en el que el juez se marchó a su despacho, dejándola que berreara y pataleara delante de un estrado vacío.
La prueba del ADN la acabaron en un par de días. Dio un resultado positivo comparado con la muestra tomada a Jeff. Yo llevaba a Evan para que lo visitara con la mayor frecuencia posible, pero resultaba tan duro mirarle… Los problemas físicos a los que se enfrentaba eran terribles. Pero los problemas emocionales podrían ser todavía peores. Evan era un amigo leal, una constante fuente de apoyo. Pero el estrés que le provocaba era evidente.
—Se supone que tendría que haber sido yo, ¿no es así?
No podía negarlo del todo, pero tampoco tenía manera de estar segura.
—No lo sabemos —le respondí—. Durand se niega a aclarárnoslo.
La culpa de Evan por ese asunto probablemente tardaría en aflorar, pero Erkinnen me había advertido que estuviese atenta a las señales: retraimiento, malhumor, el deseo de estar solo. La preocupación por cosas macabras. Se habían acabado las películas de terror para mi hijo; su propia realidad las había superado a todas.
Jeff no volvería a comer una pieza de fruta nunca más; la parte del intestino que le habían cortado le privaría de ese placer. Durante un tiempo tendrían que inyectarle una gran cantidad de antibióticos de todas clases para impedir las infecciones que seguramente aparecerían por haber tenido los intestinos expuestos al aire. Le había cortado noventa centímetros, que literalmente se habían secado, pero sus padres habían permitido que los médicos intentaran salvar una parte que no había resultado tan dañada.
Una bala perdida le había atravesado el riñón derecho, y se lo habían tenido que extirpar. Casi se había desangrado; los policías hicieron cola para donarle su sangre. A pesar de las múltiples transfusiones se había salvado de la muerte por los pelos. Por lo tanto, incluso si se recuperaba lo suficiente como para llevar una vida más o menos normal, nunca más podría practicar ningún deporte donde pudiera existir la más mínima posibilidad de que su único riñón pudiese resultar afectado.
Gracias a los esfuerzos de Spence y Escobar, todo el papeleo para cerrar el caso avanzó visiblemente. Se habían acabado los problemas para conseguir las órdenes de registro. Solicitaron otra para la casa, pero esta vez sabían mucho mejor lo que estaban buscando. En uno de los cajones de la cómoda de Wilbur Durand encontraron un botón.
De la camisa de Earl Jackson. Durand fue acusado inmediatamente de asesinato en primer grado en el acto de abuso sexual y secuestro del niño. Acabábamos de cortarle la cabeza.