–¿Tenéis la intención de dar, proponer, alegar, decir o presentar alguna justificación para estos crímenes? ¿Algún motivo que nos permita comprender mejor estos delitos?
—No sé qué más decir, Su Gracia, más allá de lo que ya he dicho.
Una vez más, el tribunal levantó la sesión porque no habría nuevos progresos sin algún tipo de colaboración por parte de Gilles. Con un sonoro golpe de su mazo, Jean de Malestroit fijó que las sesiones se reanudarían al día siguiente, jueves 20 de octubre, y después ordenó que abandonáramos la sala.
Él mismo desapareció en sus aposentos privados, sin añadir ni una palabra.
Ya era muy tarde cuando llamó para que retiraran la bandeja con la cena que apenas si había probado. Lo encontré en un estado de obvia distracción. Dejé pasar unos momentos antes de hablarle.
—Comprendo que tengáis muchas y muy complicadas cosas en las que pensar. Pero tened presente vuestra salud. Si no coméis, os quedaréis sin ánimos. Y me atrevería a decir que os vendría bien descansar un poco más. Quizá podríais retiraros un poco más temprano esta noche…
—Me temo que eso no sucederá durante algún tiempo. Todavía hay asuntos a los que atender. Ahora mismo tengo que ver al fraile Blouyn antes de que nos reunamos con los otros.
¿Es que todavía se esperaba que se unieran más participantes a esa concurrida justa?
—¿No os comprendo? ¿Qué otros?
La pregunta no pareció hacerle mucha gracia.
—Expertos —acabó por responder cuando el silencio comenzaba a resultar molesto.
—¿Qué clase de expertos?
—Expertos en el arte del interrogatorio.
Ahora comprendí las interminables y aburridas lecturas de los mandatos inquisitoriales de las anteriores sesiones. Servían para que la tortura fuese legal. Y terrible.
«Se ha de colocar el dedo en este aparato, Su Eminencia, y luego se hace girar la manivela. Al principio, poco a poco, para que tenga una prueba del dolor, y después las vueltas deben ser más rápidas. Cuando el hueso salga de la articulación, hablará, a menos que sea el demonio en persona. Y si no habla, entonces podréis concluir que es una prueba evidente de que está compinchado con el ángel negro».
El experto sería bien recompensado por su consejo. Que se pudiera obtener dinero con la tortura me parecía algo terrible.
—Pero… la tortura…
—¿No se ha dedicado a torturar de la forma más terrible? ¿Y a niños?
No pude responder.
—Se hará solo si rehúsa admitir aquello que ha sido demostrado con las declaraciones de los testigos. Ha jurado decir nada más que la verdad, lo ha jurado ante Dios y, sin embargo, insiste en que no cometió estos delitos. No tengo elección, hermana; tengo que sacárselo de esta manera. Dios debe quedar satisfecho.
Dios siempre debe quedar satisfecho.
Mucho antes de que cantara el gallo, abrí los ojos. Lo primero que vi fue el vestido de madame Le Barbier, colgado en la puerta como los restos de una crucifixión, que rogaba ser usado.
Había decidido decirle a mi señor Gilles que sería torturado. Quizá una vez había sido un héroe, un guerrero dispuesto a soportar toda clase de dolores y dificultades por el bien de la causa, pero ahora su única causa era seguir vivo, algo muy poco noble a la vista de los viles actos que había admitido. Se había vuelto débil y vulnerable, y yo esperaba que la amenaza del terrible sufrimiento le haría recuperar el sentido y que confesaría todo aquello que le requería Jean de Malestroit. Había llegado el momento en que todo ese terrible asunto acabara de una vez por todas, por el bien de todos. Aquella mañana solo susurré una plegaria para pedirle a Dios que hiciera cambiar de opinión a mi señor y nos evitara a todos el tener que participar en su caída.
El vestido se deslizó sobre mis hombros como una caricia. Me puse la capa y el velo, y corrí al patio. No encontré a nadie en mi silencioso recorrido por los pasillos hasta las habitaciones donde Gilles de Rais esperaba su destino, rodeado de los mayores lujos. Sin duda, mi inesperada presencia sorprendió al mismo centinela que me había recibido en la primera visita, porque había comenzado a desenvainar la espada y solo se detuvo cuando advirtió que los pasos que había escuchado eran los míos. Se encogió de hombros a modo de disculpa.
—Je regret, madame. Pero tenemos órdenes de reforzar al máximo la vigilancia. Sabemos que hay muchos que planean asesinar a mi señor, y todo el mundo es sospechoso.
Luego me escoltó por el pasillo donde había guardias cada pocos pasos, ninguno de los cuales nos prestó la menor atención. Cuando llegamos a la entrada de los aposentos de mi señor, se marchó sin anunciarme.
—¿Capitán, no tendríais que despertarlo?
—No es necesario, madame. Ya casi no duerme.
No se había equivocado, porque unos segundos después de la marcha del guardia y casi sin darme tiempo a quitarme la capa y el velo, Gilles de Rais apareció en la sala. No advirtió mi presencia porque me encontraba junto a la pared. Había tenido la intención de llamarle, de hablarle de lo que le esperaba, intentar convencerlo de que lo mejor para todos sería que sencillamente confesara la verdad tal como Jean de Malestroit deseaba que hiciera.
Sin embargo descubrí en mi corazón una frialdad que nunca había conocido antes. Quizá era porque Gilles había asumido finalmente la apariencia de algo horrible; se le veía sucio y sin afeitar, con los cabellos desordenados y los movimientos más propios de un animal feroz. El gran señor, el héroe, había desaparecido para dar paso a un ser que no era más que una bestia asesina.
Se había esfumado para siempre el niño que recordaba.
Y también se había evaporado finalmente la niñera comprensiva. Sin decir ni una palabra, me volví y me escabullí silenciosamente.
Mi regreso a través del patio fue apresurado y entré en el convento sin aliento. De inmediato me salió al paso una de las jóvenes hermanas, que parecía muy agitada.
—Hermana, tranquilizaos —le rogué—. ¿Hay algún problema del que necesite ser informada con tanta prisa?
—No es precisamente un problema, madre, pero sois requerida por Su Eminencia con urgencia.
Así que mi ausencia había sido advertida.
—¿Cuánto hace que llegó su mensaje?
—No hay ningún mensaje, madre —respondió la muchacha tímidamente.
—En ese caso, ¿cómo sabéis que requiere mi presencia?
—Porque vino en persona —me informó—. No hace ni diez minutos que se marchó, muy preocupado al ver que no os pudimos encontrar.
Llamé tímidamente a la puerta que se abrió casi en el acto.
—¡Bien! —exclamó—. ¡Por fin estáis aquí!
—Eminencia, perdonadme. No sabía que necesitaríais de mis servicios a una hora tan temprana, con todas vuestras consideraciones que tenéis para…
—¿Temprana? Nos aguardan los maitines. ¿Dónde estabas cuando debías haber estado en tu habitación?
No había nada que pudiera hacer excepto mentir y confiar en que ninguno de sus espías hubiese estado vigilando los campamentos.
—Fui a los campamentos; allí reina una gran actividad desde primera hora y no corría ningún peligro.
—¿Para hacer qué, exactamente?
—Salí a caminar. Algunas veces me calma.
—Pues a mí me calma saber que estás disponible. Y a salvo. Por favor, Guillemette, ten mucho cuidado en no exponerte a ningún riesgo. Esta multitud puede ser muy explosiva, tal como hemos visto.
—Haré todo lo posible por ser más cautelosa —respondí con tono de contrición y la cabeza gacha.
—Bien. —Noté un fondo de agitación en su voz, pero no creí que sospechara de mi mentira. Le preocupaba algo diferente del todo.
—Los maitines —repitió—. Venga, no podemos demorarnos más.
Lo seguí dócilmente a la capilla privada; la iglesia estaría abarrotada con todas las personas de los campamentos, ansiosas todas de recibir algo de la santidad que atribuían a la imponente catedral. En la intimidad de la capilla, nos aliviamos de los pecados nocturnos a través del kyrie y quedamos en condiciones de añadir nuevos pecados durante el día sin el miedo de perjudicar a nuestra alma. Susurré una oración especial para que se me perdonara el engaño cometido en las horas oscuras antes del alba, luego sujeté los faldones del hábito y abandoné el banco.
Me detuve como siempre en mitad de la nave y me persigné delante de la imagen de la Virgen. «Santa María, madre de Dios —recé para mis adentros—, permite que Gilles se libre de la crueldad de la tortura, y concede que este espantoso juicio termine cuanto antes, para que yo pueda ver a mi hijo».
Me volví para mirar hacia la entrada de la capilla. Un hermano desconocido se encontraba a unos pocos pasos de la entrada. Los primeros rayos del sol recortaban su espigada figura. Había algo en la silueta que invitaba al reconocimiento. Entrecerré los párpados para protegerme del resplandor, pero así y todo no lo veía bien.
—Madre —escuché que dijo el alto forastero.
Casi todo el mundo me llama madre, pero la voz, aquella voz…
Madre, escuché de nuevo. Se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Jean? —susurré.
—Oui, maman, c'est moi.
Me abracé a él con todas mis fuerzas, lo apreté contra mí con tanto vigor y desesperación que tuve miedo de hacerle daño.
—¿Su Eminencia no te lo ha dicho?
Volví la cabeza y vi a Jean de Malestroit, que observaba el encuentro desde lejos.
—Espera aquí —le pedí a mi hijo. Caminé presurosa hacia el altar. Jean de Malestroit se volvió para simular que estaba muy ocupado con unos arreglos.
—Podríais haberme dicho algo de todo esto —le acusé.
Me miró con una amplia sonrisa.
—Pensaba hacerlo a primera hora, pero tú me privaste de ese placer —replicó.
—¿De ahí que os inquietarais al no encontrarme?
—En parte. Todo el resto fue sincera preocupación. Ahora, en cuanto a tu hijo, cuando Su Santidad escribió para proponer que las conversaciones tuvieran lugar aquí, solicité específicamente que Jean fuera enviado como integrante de la delegación. No te dije nada del cambio de planes porque no quería que te llevaras una desilusión si después no podía llevarse a cabo. —Hizo una pausa para observar mi reacción—. Espero que estés contenta.
¿Cómo podía engañar a un hombre que había hecho algo tan maravilloso por mí? Me invadió un muy fuerte sentimiento de culpa y por un fugaz instante consideré decirle lo que había estado a punto de hacer esa mañana.
Sin embargo no conseguiría sacar nada de provecho, más allá de alimentar la desconfianza.
—Muchas gracias, hermano —dije con una respetuosa inclinación—. Os estoy profundamente agradecida por haber hecho esto por mí.
Sonrió casi con picardía.
Mi obispo me descargó de cualquier servicio para que pudiera dedicarme por entero a disfrutar de la presencia de mi adorado único hijo antes de que se reuniera el tribunal, en menos de dos horas.
Había tantas cosas de las que hablar: su posición, el viaje, su salud y sus ánimos, pero después de agotar todos los abrazos y manifestaciones de alegría por el reencuentro, el hermano Jean la Drappière solo quería hablar del juicio y de los acontecimientos que lo habían precipitado; dediqué casi toda una hora a explicarle las cosas que deseaba saber, a partir de las cartas que le había enviado.
A medida que avanzaba mi relato, él se volvió cada vez más reflexivo.
—Madre —dijo en voz baja cuando acabé—, tendrías que haberme hablado de estas sospechas tan pronto como aparecieron en tu corazón.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿De qué hubiese servido? ¿Qué podías haber hecho?
—Aunque no fuese más, hubiera podido servirte de consuelo en tu angustia.
—¿Desde Aviñón?
—Tus cartas siempre son una fuente de solaz para mí, como espero que hayan sido las mías para ti.
Había ofendido a mi hijo.
—Por supuesto que sí, cariño mío; las espero con ansiedad y las leo mil veces cuando las recibo. No tienes más que preguntárselo a Su Eminencia. —Metí la mano en el bolsillo y saqué la última que me había enviado—. Mira, fíjate en lo manoseada que está. Es consecuencia de la multitud de lecturas. Me las aprendo de memoria para absorber todos tus secretos e intimidades.
En su rostro apareció una sonrisa mientras apoyaba un brazo sobre mis hombros. Sin embargo, la sonrisa no tardó en esfumarse para ser reemplazada por una expresión de profunda inquietud.
—Madre, yo también tengo que hacerte una confesión.
Muy pocas veces había visto reflejada en su rostro la angustia que veía ahora.
—Nunca dije ni una palabra de esto cuando Michel murió, pero debo decirte ahora que en aquel momento tuve pensamientos poco piadosos.
—¿Poco piadosos? No te entiendo.
—Sospeché de una persona como autora del crimen, de una persona de la que no tendría que haber pensado de esa manera.
—¿De quién sospechaste, Jean?
—De mi señor Gilles.
—¿Hay algo referente a aquellos acontecimientos que no hayas dicho a nadie? —le pregunté con una voz que apenas si resultaba audible.
—Nada de una naturaleza específica. Pero había algo muy extraño en la manera como se comportó después; lo vi como muy complacido.
—¿Complacido? ¿Que le complació la muerte de Michel?
—Creo que lo estaba.
Era una impresión que coincidía exactamente con aquello que me había manifestado Marcel.
—Ahora me toca a mí preguntarte por qué nunca dijiste ni una palabra de tus sospechas.
—Maman, en aquel entonces no era más que un niño.
—Tenías trece años —repliqué—. Casi un hombre. Ya te habías comprometido a seguir tu vocación.
En su rostro apareció una expresión próxima a la vergüenza, pero no solo de vergüenza, sino también de impotencia.
—No tuve el coraje de hablar contra él. Tampoco había mucho afecto entre nosotros, y todavía menos después de la muerte de Michel. No nos hablábamos más allá de lo estrictamente necesario.
—Así y todo, recuerdo muchos momentos en los que os comportabais como amigos, incluso cuando murió Michel.
—Fue más que nada algo que se hizo en tu beneficio, mamá. Un engaño, un acuerdo tácito entre nosotros. No había nada significativo en nuestra camaradería más allá de que se nos imponía obligatoriamente. Incluso me atrevería a decir que habíamos llegado a odiarnos cuando nuestros caminos se separaron. A menudo me he preguntado si todas las ventajas que me procuró mi señor en Aviñón no fueron sino consecuencia de su deseo de comprar mi silencio en este tema o porque se sentía culpable.
Permanecí callada durante unos segundos hasta que conseguí salir de mi asombro.
—No sabe lo que es sentirse culpable —afirmé— o, por lo menos, no lo sabía hasta hace muy poco.
Jean me miró con una expresión de suspicacia.
—¿Cómo es que sabes lo que siente o no en estos días?
—Hablé con él. Te lo comentaba en una carta que te envié hace unos días.
—Entonces debí cruzarme con el mensajero que la llevaba. No la recibí.
De pronto se me hizo imposible continuar sentada; me levanté y comencé a pasearme para estirar las piernas.
—Fui a verle a sus aposentos hace unas cuantas noches. Aquí mismo en el palacio. Por favor, no debes decírselo a nadie, Jean —le supliqué casi con desesperación—. Sobre todo no debes mencionárselo a Su Eminencia.
Por su expresión comprendí que no le hacía mucha gracia hacer tal promesa. Sin embargo, acabó por acceder.
—Sin duda tuvo que mostrarse furioso por tu participación en su caída.
—No sabe ni una palabra, ni lo sabrá. Le traspasé toda la responsabilidad al obispo, y él se ha encargado de que todo pareciera obra suya.
—Me resulta un tanto difícil aceptar que Jean de Malestroit se haya dejado enredar en un asunto como este.
—No es en mi beneficio que lo hace, sino por orden del duque Juan, que no quiere aparecer mezclado en todo este asunto. —Reanudé mis paseos—. No me sorprendería en absoluto saber que ambos han hecho un pacto con Dios mismo referente a la conclusión de todo esto. En cuanto a lo que se refiere a Michel, estoy confusa por todo lo que me estás contando. En la primera visita a mi señor le pregunté muchas cosas, sobre todo referentes a las muertes de los niños, y después de que admitiera ser el autor de todos aquellos asesinatos, le hablé de mis sospechas relacionadas con su participación en la muerte de Michel. Su respuesta fue inmediata. Negó cualquier participación en la misma con la mayor sinceridad. Afirmó que jamás hubiese tocado ni un solo cabello de Michel, que lo quería como a un hermano.
—Siempre hay cosas que no se dicen entre madres e hijos, mamá. Incluso se dicen mentiras. Por esa razón, sospecho que no todo lo que te haya dicho mi señor sea la verdad.
—Pues si miente, lo hace de una manera soberbia. Lo conozco desde el momento en que vino a este mundo, y te aseguro que sé muy bien cuándo está diciendo la verdad y cuándo está mintiendo.
Se escuchó el susurro de la tela de su hábito marrón cuando se levantó del banco para acercarse a mí. La borla en el extremo del cinturón que mantenía la prenda ceñida a su cintura rozó el suelo y dejó una huella en el polvo que cubría el pavimento de piedra. La limpió antes de responderme.
—Debo confesar que a mí también me gustaría ver a mi señor. Siento curiosidad por ver en qué se ha convertido desde que éramos jóvenes.
—Tú eres joven ahora mismo.
—Mamá, tengo treinta y siete años.
—Lo que digo, eres joven.
Caminé junto a mi alto y apuesto hijo, cuya inesperada presencia era como un maravilloso tónico para mi sangre. Madame Catherine Karle no podría haberme dado un mejor reconstituyente para renovar mis ánimos y fortalecer mi alma. Así y todo, no podía pasar por alto un hecho evidente: él estaba dejando atrás la etapa de la juventud. Había más que unos pocos cabellos blancos en sus sienes, aunque la tonsura hacía mucho para disimularlo. Había una incipiente barriga cuando hasta no hacía mucho su vientre había sido plano y musculoso. No pasaría mucho tiempo antes de que fuese ascendido a la posición de monseñor y entonces se vería obligado a asumir una dignidad todavía más rígida. Si bien afirmaba que su vida dedicada al servicio de Dios estaba llena de alegrías, resultaba evidente que se trataba de una alegría un tanto apagada. Me partía el corazón saber que nunca disfrutaría de toda la felicidad que hubiese podido tener, de haber llevado una vida mundana como correspondía a casi todos los primogénitos. No pude menos que preguntarme si había conocido el placer de tener a una mujer en su lecho. Sus afirmaciones de que los chicos no confiesan esos asuntos a sus madres me había llevado a reflexionar. ¿Qué otras cosas no sabía de ese hombre, que había nacido de mi vientre y que se había alimentado de mi pecho y mi corazón? ¿Qué secretos masculinos guardaba en su alma? Me preguntaba si se habría emborrachado alguna vez hasta la inconsciencia para después eructar y tirarse pedos junto a alguna hoguera, y reírse a mandíbula batiente de cualquier majadería que dijera alguno de sus camaradas, para después quedarse dormido como un tronco y levantarse a la mañana siguiente con un terrible dolor de cabeza. Su padre lo había hecho, incluso cuando ya estábamos casados, y yo estaba preñada de Jean. Yo le colmaba de reproches cuando regresaba a casa en tan penosas condiciones, pero Étienne siempre hablaba con mucho afecto de aquellos momentos, porque le encantaban el ambiente relajado y la camaradería. Estaba segura de que los amigos de Jean se parecían más al hermano Damien, un magnífico jardinero con un humor ácido, pero sin el más mínimo espíritu aventurero. Su único hermano había muerto hacía mucho, y su hermano de leche se había convertido en un personaje extraño que ninguno de nosotros podíamos comprender.
Subimos juntos los pocos escalones que conducían al vestíbulo inferior de la Tour Neuve y pasamos entre aquellos que esperaban para ser admitidos en la sala del tribunal. De vez en cuando, me detenía unos segundos para cuchichearle a algún hermano o hermana: «Es mi hijo», y después escuchar complacida las palabras de aprobación de esas buenas gentes. A Jean parecía no importarle que su madre lo exhibiera.
Sin embargo se detuvo bruscamente y permaneció inmóvil al final del pasillo, y yo con él, porque en aquel momento acababa de aparecer en el otro extremo mi señor Gilles, quien por nacimiento había disfrutado de todos los placeres que la vida podía ofrecer, incluida la parte que debía haberle correspondido a Jean. Caminaba rodeado de un grupo de guardias, quienes se apañaban para dar la impresión de que eran una escolta de honor, y no el calabozo ambulante que eran en realidad. Mientras pasaba, el acusado miraba a todos los que estaban alineados a lo largo de su camino; éramos muchos y de los más diversos estratos sociales, pero todos permanecimos inmóviles y en el más completo silencio. Su mirada pasaba de un rostro al siguiente, sin detenerse en ninguno más allá de un par de segundos. Me miró directamente a los ojos y luego hizo lo mismo con mi hijo, sin delatar la más mínima muestra de emoción o reconocimiento.
Los ruidosos agraviados estaban allí, junto con la fascinada nobleza. Los diplomáticos y los dignatarios se sentaban codo a codo con aquellos que confeccionaban sus zapatos y lavaban sus prendas, porque todos compartían la misma fascinación por las sórdidas revelaciones que se producían todos los días, que Dios se apiade de la debilidad de nuestras almas. Delante nuestro teníamos al acusado, Gilles de Rais, quien seguramente había reclamado la ayuda del demonio después de que yo me marchara, porque había desaparecido el personaje sucio y dejado para dar paso a otro que resplandecía de gloria y poder, y que ahora parecía dispuesto a enfrentarse a sus acusadores con renovado vigor.
Jean de Malestroit y el viceinquisidor Blouyn continuaban con sus cuchicheos sin hacer el menor caso de la confusión. Me pareció que solo habían pasado unos segundos cuando Su Eminencia reclamó la atención de todos los presentes con un sonoro golpe de su mazo. Se puso de pie y miró al público por encima de la cabeza de Gilles.
—Mañana comenzaremos la sesión a la hora tercia, para escuchar las objeciones, defensas, descargos y cualesquiera otras palabras que el acusado quiera expresar en su propio beneficio. Este tribunal toma nota de que el barón Gilles de Rais, el acusado, continúa manifestando su oposición a hacerlo.
Los escribas comenzaron su labor. Se escucharon unos confusos murmullos; ¿serían aquellos todos los acontecimientos del día? Parecía imposible. Entonces Jean de Malestroit dirigió su atención directamente a mi señor Gilles.
—Hemos decidido, mi señor, después de muy profundas consideraciones, tanto legales como espirituales, que si bien hemos fijado el de mañana como el día en que haréis vuestras manifestaciones a este tribunal, procederemos inmediatamente a una sesión de tortura.
Una exclamación colectiva escapó de los labios de la multitud. Se sucedieron los golpes del mazo para reclamar silencio. Cuando finalmente se acalló el clamor, mi señor se quedó de pie solo entre los observadores. Sus labios se movían sin articular palabra alguna, como si estuviese intentando comprender los vocablos que acababan de pronunciarse. Bien podía ser que se estuviera diciendo a sí mismo: «Una sesión de tortura, me van a torturar».
No tenía motivos para estar sorprendido.
—Ya no está lúcido —le comenté con voz grave a Jean, mientras le apretaba el brazo—. No pone ninguna objeción.
Los presentes también se dieron cuenta de esta anormal falta de respuesta y se renovaron los murmullos. Una vez más, Su Eminencia tuvo que elevar la voz para hacerse escuchar.
—Se despejará la sala para que comiencen los preparativos pertinentes.
Los gritos de protesta se levantaron de inmediato y con gran violencia, aunque no estaba claro si se protestaba contra la decisión de apelar a la tortura o la de que fuese aplicada en privado. Tan pronto como se dio la orden, los guardias de mi señor lo rodearon en formación cerrada. Otro grupo de guardias se apartó de los muros donde habían estado y comenzaron a echar a los presentes, incluidos a mi hijo y a mí.
Poco dispuesta a no estar presente, confié en que mis hábitos me ayudaran a conseguirlo, y con mi hijo pegado a mis talones, busqué una posición que me permitiera quedarme entre los últimos en salir de la sala. En la mesa de los jueces, Jean de Malestroit estaba ocupado otra vez con sus documentos, los escribas y el fraile Blouyn. Mi señor Gilles, que había salido escoltado por los guardias, volvió a la sala. Se le veía pálido y con la expresión desencajada.
Un segundo después, por una de las puertas laterales hicieron su entrada dos hombres muy fornidos y de rostros inexpresivos, cargados con sendas bolsas. Cuando las dejaron en el suelo, se escuchó un sonido metálico claro y amenazador, que nos hizo pensar en terribles instrumentos metálicos que servirían para infligir los más espantosos sufrimientos, todo en nombre de Dios Padre Todopoderoso, quien reclamaba de sus fieles que manifestaran toda la verdad a sus representantes en la tierra, algo que el acusado no había hecho hasta el momento.
Gilles de Rais escuchó el estrépito metálico de los instrumentos de tortura. Su mirada se centró directamente en aquellos dos monstruos que los habían traído. Los miró con una expresión de horror, pero solo recibió como respuesta miradas de total indiferencia. No necesitaba de ningún hechicero para que le explicara que sus días como poseedor de la verdad se habían acabado. En aquel momento, vi cómo se acababa su resistencia física; la furia desapareció de rostro y con ella la arrogancia y el desafío de su postura.
Nada de eso pasó desapercibido para Jean de Malestroit, quien manejaría la espada de la justicia con rápidos y certeros golpes. El acusado y el juez cruzaron sus miradas para medirse mutuamente. Mi señor Gilles fue el primero en quedarse corto en la voluntad necesaria, mientras que a Jean de Malestroit le quedaban reservas más que abundantes.
Éramos los últimos de todo el público que quedaba en la sala, aparte de los propios participantes. Jean y yo nos escondimos lo mejor posible detrás de una de las gruesas columnas e intentamos convertirnos en invisibles. Desde allí vimos cómo mi señor Gilles caía de rodillas, con las manos unidas en una actitud de súplica y desesperación.
—Mi señor obispo —rogó—, posponed la tortura hasta mañana, que es la hora acordada. Por favor, os imploro que me deis de plazo esta noche para reflexionar sobre los crímenes y acusaciones que se han formulado contra mí. Mañana satisfaré vuestras demandas hasta tal punto que no será necesario recurrir a la tortura.
—Continuaremos tal cual se ha dispuesto —manifestó Su Eminencia en voz baja, como si no hubiese escuchado las palabras de mi señor.
—Por favor, honorables jueces, os suplico humildemente que meditéis un poco más sobre este asunto antes de proceder. Además, os imploro que permitáis que el obispo de Saint-Brieuc y el honorable monsieur le President reemplacen a mis actuales jueces a la hora de escuchar mi confesión, en beneficio de la imparcialidad.
—Os aseguro, mi señor, que vuestros actuales jueces no podrían ser más imparciales —replicó el obispo.
—Si es así, entonces por el amor de Dios, si es vuestra voluntad, permitid que tenga lugar el cambio.
Jean de Malestroit se convirtió en algo muy parecido a una estatua, con una expresión severa, pero inescrutable en su rostro. Me pregunté si se sentía desilusionado al ver que Gilles parecía dispuesto a confesar sus crímenes, pero no a él; se vería privado del placer, aunque fuese vergonzoso, de escuchar a Gilles de Rais admitir unas ofensas contra Dios y los hombres que merecían ser castigadas con su ejecución.
Su muerte, por muy cruel que fuera, no sería compensación suficiente por las monstruosidades que había cometido. Pero nadie negaría sin embargo que sería justa y correcta.
En cada uno de nosotros existe la imperiosa voluntad de respirar una vez más, sentir otro latido, probar otro bocado, ver una vez más el vuelo de un pájaro a través del azul del cielo. También Gilles de Rais, asesino, sodomita, ladrón de almas, compinche de los espíritus malignos, quería ver otro amanecer. Seguramente lo conseguiría, pero nadie le podía garantizar que dispondría de uno más. Lo sabía tan bien como cualquiera de nosotros.
—Mis señores, por favor, conceded el deseo de un hombre que muy pronto entregará su alma.
Dichas en estas conmovedoras palabras, la petición difícilmente podía ser rechazada. En el rostro de Jean de Malestroit apareció una expresión de desconsuelo, como si lamentara verse privado de un placer prohibido.
—Muy bien —le escuché decir—. Que así sea. —Se volvió hacia los escribas y añadió—: Tomad nota. Designo al obispo de Saint-Brieuc y a monsieur le President, Pierre l'Hôpital, para que actúen como juez y vicario de la Inquisición respectivamente en lugar de mí mismo y del fraile Blouyn.
Los caballeros en cuestión se encontraban presentes, puesto que habían sido llamados en calidad de testigos de la tortura. Ahora en cambio serían parte interesada en la confesión. Se levantaron al unísono para manifestar que estaban dispuestos.
—Este tribunal da las gracias a estos hombres de honor por su esfuerzo —manifestó Jean de Malestroit que señaló hacia donde se encontraban. Una vez más, se dirigió a los escribas—: Se harán con estos procedimientos uno y varios documentos públicos, y se comunicarán debidamente.
Gilles se dejó caer en la silla; temblaba como un azogado.
—Merci, merci bien —dijo con una voz temblorosa y débil—. Os estoy profundamente agradecido.
Como si no hubiese escuchado sus palabras, Jean de Malestroit se enfrentó al acusado.
—Gilles de Rais, caballero, barón de Bretaña, seréis escoltado a vuestras habitaciones en la planta alta de este palacio para que se escuchen vuestras confesiones sobre los citados asuntos y artículos, a los que todavía no habéis respondido. Tales confesiones comenzarán antes de las dos; si las mencionadas confesiones no han empezado para entonces, se aplicará la tortura tal como se ha decidido. —Dirigió una rápida mirada de desilusión a los dos fornidos expertos, cuyos rostros no reflejaban expresión alguna.
»Y ahora, sin más demora, continuaremos con los procedimientos.