En una de nuestras muchas conversaciones telefónicas, Erkinnen me había dicho estas proféticas palabras:
«Llega a los extremos más increíbles para perpetrar sus crímenes, prepara disfraces muy elaborados y escenarios donde no falta ni un detalle; todo parece ridículo y una locura. Pero esto trata acerca del control, y es así como Durand lo consigue. El control es de una importancia suprema. A menudo lo es para una persona que crece en unas circunstancias sobre las que tiene muy poca o ninguna influencia; por lo que te ha dicho la amiga de la familia, fue así como funcionaron las cosas para él en la casa de los Carmichael. A lo largo de su vida adulta, Wilbur ha intentado —como tantos otros de su patética clase a través de sus propias enfermizas y horribles maneras— crear una vida completamente controlable, donde todo esté ordenado y estructurado exactamente a su agrado.
»De lo contrario, no puede sentirse seguro. Ni siquiera por un instante».
Estas palabras no dejaban de sonar en mi cabeza mientras me preparaba para capturar al hombre que ejercía el control absoluto sobre los niños que secuestraba, las impolutas telas donde practicaba su arte depravado, la representación física de su ser juvenil en manos del tío Sean. Destruía su propio sentido de indefensión a través de recrearlo en los chicos, a los que después asesinaba. Era un loco del poder con la misión de recuperar la infancia perdida, y ahora mismo tenía poder sobre alguien que era importante para mi hijo.
Por consiguiente, tenía poder sobre mí. Pero no por mucho más tiempo.
A mi alrededor se desarrollaba una actividad frenética. Estábamos casi a punto para salir cuando llamaron de la mesa de entrada. Spence atendió la llamada.
—¿Para quién? —le escuché preguntar.
Escuchó durante unos segundos, y luego me pasó el teléfono.
En la recepción había una bolsa con un par de zapatillas Nike azules.
—Tienen escritas unas iniciales en la parte interior: J. S. —me informó el agente—. Espere un momento, también hay una nota.
Escuché el ruido del papel.
—No entiendo nada. Lo único que dice es: «No olvide quitarse los zapatos antes de entrar en la casa».
Colgué el teléfono violentamente y comencé a maldecir como un camionero.
—¿Qué pasa? —preguntó Spence.
—Lo tiene en la casa. Me había hecho a la idea de que se lo llevaría al estudio…
—Vale, de acuerdo, pues entonces es allí donde iremos —afirmó Escobar. Él no se daba cuenta de la tensión de su voz, pero yo sí. Casi podías oler la adrenalina; era exudada por todos nuestros poros. La preparación y las prácticas, los procedimientos y el entrenamiento con los equipos, todo tenía un propósito. La preparación para el combate que nos habían enseñado sería puesta a prueba. Al final, nuestro éxito dependía de la voluntad; si existía la voluntad de triunfar, la preparación y los medios funcionarían tal como se pretendía. Todo se reducía a un estado mental. Una vez más, me convertí en la cazadora vestida con la piel de león, pero esta vez me encontraba rodeada de otros cazadores que pensaban de la misma manera. Habíamos aguzado nuestras lanzas. Nos disponíamos a salir con las lanzas en las manos. Teníamos hambre.
Comeríamos.
Las zapatillas de Jeff eran una tarjeta de invitación. «Ven y cógeme», decían.
Mientras circulábamos por las calles de Brentwood, se me aceleró el pulso. Los árboles y las cercas pasaban rápidamente, y dejaban una estela luminosa en el ojo de la mente; los perros ladraban a cámara lenta. El golpe de un insecto contra el parabrisas sonó como el estallido de una bomba. Intenté concentrarme en la distribución de la casa mientras Spence se ocupaba del volante.
Piensa, piensa, me dije a mí misma. Piensa a fondo para anticiparte a lo que pueda tener preparado. Al final, llegué a una única conclusión.
—Tiene que tenerlo en el estudio anexo a la casa. Es allí donde tenemos que ir primero.
—¿Qué te hace pensar que está allí?
—Porque este tipo es un maniático del control, y no puede preparar esa clase de montajes en su casa.
Habíamos registrado aquella habitación la primera vez que habíamos ido a la casa, pero como estaba al final del pasillo, fue la última en ser inspeccionada. Cuando encontraron las cintas de vídeo en el estudio de la empresa, todo lo demás en la casa pasó a segundo plano, así que solo le habíamos echado una ojeada superficial.
—Ahora lamento no haber registrado aquella habitación a fondo.
—Nos apañaremos con lo que podamos encontrar —afirmó Spence—. Todo saldrá a pedir de boca.
—¿Eso crees?
—Por supuesto.
Era mucho mejor haciendo entrevistas que mintiendo.
Las casas no eran más que manchas fugaces mientras subíamos las colinas a gran velocidad. Recé para que Spence estuviese en lo cierto.
Cuando llegamos allí, nos encontramos con lo que parecían ser todos los coches patrulla de la policía de Los Ángeles. La verja por la que había pasado el sirviente con su coche estaba cerrada otra vez. El coche de vigilancia continuaba estacionado delante de la casa vecina, aunque ahora quedaba tapado por una triple fila de luces azules que parpadeaban. Al otro lado de la verja se alzaba la moderna fortaleza donde me esperaba un loco que retenía a un chico al que había tomado por mi hijo. Me esperaba a mí. Todos los demás que estaban allí no eran más que comparsas.
Antes de que me diera cuenta, Escobar ya se había apeado del coche y rebuscaba en el maletero. Encontró lo que buscaba: una cizalla. Se acercó con paso decidido a la verja y rompió la cerradura antes de que yo acabara de salir del coche.
Cruzamos la entrada a la carrera y seguimos por la calzada. Un camino con pavimento de ladrillo iba desde la calzada hasta la marquesina de la puerta principal. A la sombra de la lona verde oscura había un joven desconocido, vestido de una manera que me llevó a creer que se trataba de otro sirviente. Como el criado que ya conocíamos, este vestía pantalón blanco y una camisa de manga corta. Pero también llevaba pajarita.
Me detuve y desenfundé el arma. Spence se acercó a una distancia desde la cual podía escuchar sus susurros.
—¿Has visto a ese tipo antes? —me preguntó por detrás.
Sacudí la cabeza para decirle que no y comencé a caminar muy lentamente. Mantenía el arma apuntando a ese nuevo personaje que había aparecido en la escena.
El pobre hombre temblaba como un azogado. Los demás se mantuvieron unos pocos pasos más atrás mientras yo recorría todo el camino; se habían acabado mis días de quedarme en segunda fila. Con cada nuevo paso que daba, los ojos del muchacho se abrían cada vez más con un profundo terror. Me detuve a un paso de la marquesina y permanecí allí con el arma apuntando a su rostro.
—Levante las manos y baje de la galería —le ordené. Temblaba visiblemente mientras bajaba un pie y después el otro—. Acérquese.
—Cuidado, Lany —escuché que me advertía Escobar, que se encontraba detrás y a la derecha de mí.
—Siempre —le respondí en voz baja.
Entonces hice algo que sorprendió a todos, y especialmente al muchacho. Me escupí los dedos de la mano izquierda y después le froté el rostro con mi saliva mientras mantenía el arma a diez centímetros de su nariz.
—Lany, qué demonios… —dijo Spence.
—Quiero asegurarme de que es su verdadera piel.
El tembloroso sirviente estaba pálido como un fantasma; no había abierto la boca.
—¿Dónde está Wilbur Durand? —pregunté.
Sacudió la cabeza con mucha violencia.
—No lo sé —contestó.
—¿Fue usted quien llevó un par de zapatillas a la comisaría hace cosa de una hora?
—No, no hice tal cosa. —Tenía un ligero acento, quizá hispano.
Continué apuntándolo con el arma.
—Esta mañana ¿llevó unos comestibles al estudio de su patrón?
Abrió los ojos todavía más y volvió a sacudir la cabeza.
—Pero sí que escuché cómo se abría y cerraba la puerta del garaje.
—¿A qué hora?
—No lo recuerdo.
—Aproximadamente.
—Sobre el mediodía, quizá eran…
Le interrumpí.
—¿Entraba o salía?
—No lo vi. Yo me encontraba en la cocina. Hay muchas maneras de entrar y salir de la casa. Yo me ocupo de mis asuntos. —Esperó unos segundos, y después añadió—: Me dijeron que no le gustaba que lo molestaran. Así que no lo molesto.
Estaba aterrorizado; no conseguiríamos sacarle nada de provecho y estábamos desperdiciando unos minutos valiosísimos.
—Camine hasta la calzada y entréguese a la custodia de uno de los agentes que esperan —le ordené.
Asintió ansioso y comenzó andar. Su mirada no se apartó ni un segundo del cañón del arma mientras pasaba a mi lado con las manos levantadas. Casi se echó a los brazos de uno de los agentes que le esperaban.
Me volví hacia la puerta y contemplé la negra boca abierta de la bestia feroz que se había tragado a Jeff Samuels. «Aguanta, Jeff, solo tienes que aguantar unos segundos más. Ahora mismo voy a buscarte…»
Empuñé el revólver con las dos manos, porque de pronto me pareció que pesaba una tonelada. Spence y Escobar estaban directamente detrás de mí cuando crucé la puerta abierta. Escobar intentó adelantarse, pero puse el codo para impedírselo. Escuché las carreras en el exterior; los agentes estaban rodeando la casa. La luz azul se filtraba por las cortinas; estaba encendida toda la calle. Las descargas estáticas en las radios resultaban ensordecedoras. Si Durand se encontraba en el interior, sin duda ya sabía cuáles eran nuestras intenciones.
Perfecto. Ya era hora de que se asustara un poco.
Todo me parecía irreal. Actuaba movida únicamente por el instinto: en un momento era madre, al siguiente, policía; algunas veces, las dos cosas a la vez. Directamente delante tenía la sala de estar; el resplandor naranja del atardecer entraba por el gran ventanal que daba al jardín trasero. Mientras avanzaba por el pasillo me inclinaba ante la puerta de cada una de las habitaciones y escuchaba como un zorro al acecho.
Entonces escuché el rumor de unas voces que provenían de detrás de una de las puertas cerradas. Spence y Escobar, que me pisaban los talones, también las escucharon, porque de pronto los tres teníamos apuntadas las armas al centro de la puerta. Nos quedamos inmóviles y escuchamos con atención.
Por el plano de la distribución de la casa, sabía que había dos dormitorios a cada lado del estudio. Sin embargo, no sabía si había alguna puerta que comunicara cualquiera de esas habitaciones. Susurré: «Puertas», y señalé a izquierda y derecha. Mis compañeros me comprendieron en el acto. Spence se dirigió a la izquierda para echar una ojeada, y Escobar hizo lo mismo por la derecha.
Pero tan pronto como me dejaron sola, una delgada línea de una luz muy brillante asomó por debajo de la puerta del estudio, y después escuché una voz de hombre que decía: «Acción…».
Me convertí en una mezcla de Arnold Schwarzenegger, Clint Eastwood y Charles Bronson. Abrí la puerta de un puntapié, hice la clásica zambullida cuerpo a tierra, rodé sobre mí misma y me levanté con una rodilla apoyada en el suelo con mi Arma Letal en posición de disparo.
«Jeff, ¿dónde estás? Estamos aquí».
Allí estaba, muy a la derecha, atado y amordazado, y con sangre en el abdomen. Mi primera reacción instintiva fue la de correr en su auxilio, pero entonces por el rabillo del ojo vi algo que se movía. Miré a la izquierda, la luz era escasa, y allí estaba Wilbur Durand, pero esta vez como él mismo, no disfrazado como el sirviente.
Había una cámara que enfocaba a Jeff, y detrás de ella se veía al monstruo, que aparentemente estaba rodando toda aquella espantosa escena. Había un objeto oscuro que parecía ser un arma de alguna clase en una de sus manos. Levantaba el brazo lentamente y con mucha firmeza.
Demasiada firmeza.
¿Qué estaba viendo en realidad? No lo sabía. No tenía tiempo para acercarme y comprobarlo más a fondo. No obstante, los movimientos eran demasiado precisos, demasiado mecánicos, completamente inhumanos. Spence y Escobar gritaban, el uno al otro y a mí, mientras todos intentábamos entender qué era aquello a lo que nos estábamos enfrentando.
El manual, el manual, sigue lo que dice el manual; era la primera directriz en todas nuestras operaciones. Por lo tanto grité: «¡Policía, suelte el arma!», con la insensata ilusión de que funcionaría tal como se esperaba, pero el arma continuó subiendo.
Detestaba lo que el manual me decía que hiciera a continuación, pero no tenía elección. Apunté directamente a Durand y apreté el gatillo. Dos veces.
Una lluvia de fragmentos volaron por toda la habitación seguida de una espesa humareda. Pero había algo que no cuadraba, allí había un error grave; no se veía sangre alguna, ni pizca de materia gris, solo una lluvia de brillantes fragmentos. El brazo dejó de subir, pero en lugar de bajar bruscamente como tendría que haber hecho cuando la cabeza estalló, permaneció donde estaba, a media altura, en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Atascado.
Cuando se apagaron los ecos de los disparos, solo escuché dos sonidos: el acelerado latir de mi corazón, y un suave girar electrónico, como si una máquina se hubiera encallado en un movimiento y no pudiera pasar a la siguiente tarea.
Ya no me quedaban fuerzas para sostener el arma; bajé el brazo y me puse de pie. Mientras me acercaba lentamente a los restos de mi víctima tiroteada, mis pies pisaron trozos de plástico. El olor a vinilo quemado se mezcló con el hedor acre de la pólvora.
—Caray —exclamé, cuando apoyé la mano en el hombro de la cosa.
Acababa de matar a un Wilbur Durand animatrónico. Así que corrí a ayudar a Jeff; al menos a lo que yo creía que era Jeff, que resultó ser tan solo un maniquí que se le parecía. Un maniquí con los intestinos fuera.
No estaba preparada para las consecuencias que me produciría ver aquello. Todo, y quiero decir exactamente todo, se volvió completamente claro. Era tan real, tan perfecto… Había dolor en su rostro y la mueca era de alguien que sufría una tortura indescriptible. Spence apareció a mi lado como una centella. Creo que nunca le había escuchado maldecir de aquella manera.
—Un gran disparo —dijo—. Ahora vamos a por el tipo de verdad.