Treinta y uno

El viernes, 14 de octubre, no se reunió el tribunal. En el exterior de nuestra húmeda abadía, que compartíamos con una legión de extrañas y muy desagradables sustancias verdes que iban y venían con la humedad, había un cielo azul salpicado de inmensas nubes de aquellas que pasan sin derramar ni una gota de lluvia pero que, de todas maneras, te humedecen los ojos con su belleza. Hice una pausa en mi carrera a través del patio para contemplar el cielo; el calor me produjo la sensación de que los dedos de Dios acariciaban mi piel. Con una mano me quité el velo y la toca, y dejé que el sol también me acariciara los cabellos.

Nadie entre la muchedumbre me prestó la más mínima atención mientras continuaba mi camino con la cabeza descubierta. Una vez más, se había congregado una nutrida multitud alrededor de un pregonero. Se estaba relatando otra vívida y embellecida historia de la excomunión de Gilles de Rais. Me uní a un grupo cuyas cabezas estaban inclinadas hacia el centro de la reunión; allí me quedé para escuchar mientras uno de ellos relataba lo que había escuchado momentos antes en uno de los otros grupos.

Huesos, dijo el hombre. Y calaveras. Habían encontrado más cráneos. Se habían mencionado cuarenta y nueve cráneos en los artículos de la acusación que se habían leído el día anterior, pero esos al parecer habían sido destruidos. Cuando lo habían dicho, a mí me había parecido una exageración.

Sin embargo, ahora decían que había más, y que estos no habían sido destruidos.

La puerta de su despacho estaba abierta así que entré sin más; no intenté evitar el ruido de modo que el roce de mis hábitos en la alfombra le advirtieron de mi entrada.

—Ah, Guillemette.

Puesto que me había atrasado con las cuentas de los gastos del convento, aquella mañana me había apresurado a acabarlas. Dejé el libro con gran violencia sobre su mesa. Él se echó hacia atrás, sorprendido.

—¿Es verdad? —le pregunté—. ¿Han encontrado más huesos y calaveras en Champtocé?

No me" respondió inmediatamente, sino que me miró con gran curiosidad.

—Tus cabellos. Los llevas descubiertos.

—Ha sido cosa del viento —respondí—. ¿Qué hay de ese rumor sobre los huesos y las calaveras? La gente reunida en la plaza no habla de otra cosa. ¿Hay algo de verdad en lo que dicen?

En un primer momento no dijo nada, pero después acabó por asentir.

—Han encontrado algunos en sus aposentos privados en Champtocé y Machecoul. Muy bien escondidos, probablemente olvidados por sus cómplices debido a las prisas. Pero solo unos pocos; una cantidad que ni siquiera se aproxima a todos los que faltan. Me pregunto cuántos habrán sacado antes.

—Quiero verlos.

—No. —Esta vez la respuesta fue inmediata y contundente.

—Eminencia…

—No —repitió—. Te lo prohíbo.

—Jean, por favor.

—No puedo permitirlo. Mi posición como juez en este juicio se vería comprometida por la manipulación de las pruebas.

—¿Esa posición es para vos más importante que el terrible sufrimiento que anida en mi corazón?

—Me parece que con esa pregunta estás abusando de la posición de que disfrutas conmigo. Me sorprendes, hermana. Creía que estabas por encima de esas cosas.

Me aparté, dolida y confusa. No había nada más que decir después de esa última afirmación. Era culpable de un pecado, no importaba lo que hiciera. Por lo tanto, no vi ninguna razón que me impidiera cometer uno.

Regresé a mi pequeña habitación y saqué de debajo de la cama el cofre donde guardaba los restos de mi vida anterior. Los vestidos eran de una moda correspondiente a otra época y se veían mohosos. Era imposible que pudiera ponerme cualquiera de ellos. Tendría que buscar algo en otra parte, pero no encontraría nada de lo que necesitaba en la abadía sin despertar sospechas.

Los campamentos habían seguido creciendo a medida que se extendían por la región las noticias del juicio. La periferia de Nantes ya no era solo granjas y árboles con alguno que otro villorrio, sino un bosque de tiendas y chozas improvisadas donde se había instalado la gente del campo. Encontré a madame Le Barbier en una de las secciones más limpias del campamento; estaba comiendo un poco de queso y un vaso de hipocrás rebajado, cuando la vi. Pasaron unos segundos antes de que me reconociera sin el velo. Luego apareció una sonrisa en su rostro, algo que me alegró el corazón. Se inclinó cortésmente.

—Madre Guillemette, qué placer volver a veros.

—Y a vos, madame.

—Por favor, acompañadme. —La buena mujer me ofreció el queso—. Comed un poco.

No tenía hambre, pero me pareció una descortesía rechazar la invitación. Cogí un trozo muy pequeño y le devolví el resto.

Se habían esfumado la expresión de sufrimiento y el porte vencido; se la veía mucho más lozana. Con un poco de envidia, le comenté:

—Parecéis gozar de una salud y unos ánimos excelentes, madame. ¡Es algo que alegra mi corazón!

—Me complace saber que por fin se está llevando a cabo este juicio; ha tardado tanto en llegar, tanto… No me devolverá a mi hijo, eso ya lo sé. Pero sin embargo se hará justicia, y cuando ocurra, encontraré un poco de paz.

Paz. Hasta que ella no pronunció la palabra, no me había dado cuenta de con cuánta ansiedad la deseaba para mí.

Continuó comiendo pausadamente mientras me observaba.

—Veo que habéis perdido vuestro velo.

—Así es. —No era necesario que le ofreciera la excusa del viento—. Por el momento, y esa es la razón por la que he venido a veros.

Rebuscó entre los cofres y baúles que había traído. Lanzaba las faldas, las enaguas y los vestidos por encima del hombro como si no fuesen más que trapos viejos, y no las preciosas joyas que eran para alguien que había estado privada de ellas durante tanto tiempo como era mi caso. No había renunciado a todas aquellas cosas con una voluntad sincera, y ahora parecían provocar en mí una cierta nostalgia, un deseo mal definido. La miré asombrada mientras ella sostenía a la altura de mis hombros primero un vestido y después otro para hacer una rápida valoración: ¿favorecía mis facciones naturales? ¿Era el estilo más adecuado a mi figura? Me había olvidado del todo que tenía una figura que podía beneficiarse de aquello que la cubría.

Salí de su tienda, bien envuelta en la capa, pero debajo ya no estaban mis hábitos informes. En cambio, llevaba un vestido de tela azul. Anhelaba tener un espejo donde poder contemplarme, porque para mí ese sencillo vestido de tela lisa era la más magnífica de las prendas.

Me abrí paso entre la muchedumbre sin que casi nadie se fijara en mi. La rebelión en la que me había embarcado, mi pecado de desobediencia, continuaba oculto debajo de la capa.

Recogí el velo de donde lo había dejado y volví a ponérmelo; el peso me pareció insoportable, pero aguanté sin rechistar. Busqué mi camino por los pasillos del palacio en completo silencio y con un paso tan decidido que a nadie se le ocurrió interpelarme. Debieron pensar que estaba ocupada en algo importante y que lo más apropiado era no interrumpirme.

Era un lugar tan bonito, tan diferente de la abadía, con los oscuros muros de piedra y el aire que olía a santidad… Aunque el obispo vivía en el palacio, también era un canciller, quien debía estar rodeado de objetos hermosos, artículos que le recordaran todos los días la importancia de su trabajo. Así y todo, las comodidades apenas si se podían comparar con aquellas a las que mi señor Gilles estaba acostumbrado.

Cuando me presenté delante de los guardias que custodiaban la entrada a sus aposentos privados, les dije que era portadora de un mensaje de Jean de Malestroit, y los hombres no hicieron más preguntas. A lo largo de las semanas, estos guardias me habían visto caminar dos pasos atrás del obispo, y no había ningún motivo para dudar de mí. Mis modales eran recatados y dóciles; les dije que Jean de Malestroit me había encomendado la importante tarea de proveer al barón De Rais de un poco de consuelo y solaz en estas horas tan amargas. Cogí el rosario con actitud ferviente entre las palmas de mis manos e invité a los guardias a que rezaran conmigo por el alma perdida de mi señor. Creo que me dejaron pasar para no tener que soportar durante más tiempo esa exhibición de celo religioso.

El jefe de la guardia se encaró con uno de los soldados y le dio la orden de acompañarme. Al hombre se le cambió la expresión al escuchar que debía acompañarme hasta los lujosos aposentos donde se alojaba mi señor.

El guardia que me precedía caminaba deprisa. No podía acusarlo por su evidente temor; con cada paso que me acercaba a los aposentos de Gilles de Rais, mi corazón latía más y más rápido.

Las preguntas referentes a lo que podía ocurrir comenzaron a abrirse paso en mi mente, y en el tiempo que tardé en dar unos pocos pasos me planteé por qué no había reflexionado un poco más sobre ese encuentro antes de acudir allí. Mientras atravesábamos un gran salón, sentí el impulso casi incontenible de dar media vuelta y echar a correr.

Pero no podía. Respiré lenta y profundamente para dominar a las bestias salvajes que mordían y arañaban mis entrañas. El entorno me ayudó: se trataba de una preciosa sala, con las paredes cubiertas de los más hermosos tapices y bordados, y en el suelo había varias de las extraordinarias alfombras que las naves traían desde el otro extremo del Mediterráneo. En el acto deseé quitarme los zapatos y caminar descalza por aquellos mullidos tejidos antes de que se me escapara la ocasión.

Mientras miraba todo aquello con verdadero asombro, el guardia golpeó tres veces en el suelo con el extremo de la lanza y después adoptó la posición de firmes. De la otra habitación, escuché la voz de mi señor que gritaba furioso: «¿Qué?». De pronto, desapareció todo deseo de pisar las alfombras; lo único que querían mis pies era sacarme de allí cuanto antes.

Había visto el dibujo de un corazón en uno de los libros de anatomía del joven Gilles en Champtocé. Le Coeur, rezaba la inscripción al pie del dibujo. Era maravilloso y muy sencillo, pero me resultó extraño ver que el corazón del ser humano tenía dos partes. ¿Cuál era el propósito de que tuviera dos partes distintas a través de las cuales debían pasar nuestras emociones?

En aquel momento obtuve la respuesta. Un lado de mi corazón estaba totalmente lleno de cólera y deseos de venganza, el otro de una tristeza infinita.

El guardia anunció con voz titubeante: «Vous avez une visiteur, mon Liege». Dicho esto se volvió para marcharse casi corriendo por donde habíamos venido.

Tan pronto como el soldado desapareció de la vista, me quité la toca, el velo y la capa. Lo dejé todo sobre una silla que estaba a mano, una pieza de mobiliario tan perfecta que jamás me hubiese atrevido a sentarme en ella. Esperé allí, convertida en una mujer común, cuando mi señor entró en el salón. En un primer momento se acercó lentamente, hasta que adiviné por la expresión de su rostro que me había reconocido. Entonces se acercó a toda prisa y me abrazó. Tuve que apelar a mis mejores artes femeninas para reprimir el asco y el miedo que me provocaba sentir sus brazos en mi cuerpo.

—Madame —exclamó—. Oh, madame… perdonadme que no os haya reconocido de inmediato. Debéis comprenderlo, esto ha sido una experiencia terrible, y ya no estoy acostumbrado a veros vestida con las prendas de una mujer.

Hizo una pausa, y entonces se apartó un poco, con una mirada de profunda desconfianza.

—¿Os ha enviado Jean de Malestroit para que habléis conmigo en su nombre? Que haya enviado a una mujer a hacer su trabajo…

—Él no me ha enviado —le interrumpí—. Se sentirá profundamente contrariado cuando descubra que he venido a veros.

Era obvio que el odio que venía de antiguo seguía existiendo.

Su barba ya no era rizada y azul, sino oscura y bien recortada. Sin embargo, se la acariciaba como si todavía fuese larga y abundante. Había en sus ojos una chispa de locura que ni siquiera el mejor de los disfraces podía disimular.

—Si no habéis venido como emisaria de Jean de Malestroit, entonces, ¿por qué estáis aquí?

—Estoy aquí como Guillemette La Drappière, aunque aquella mujer me parece que ha muerto hace mucho tiempo. Hay cosas que necesito saber. Preguntas a las que solo vos podéis responder.

En aquel instante casi sentí cómo se encogía por dentro.

Entonces, sabía cuál era la razón de mi presencia.

Se obligó a sí mismo a mostrarse sereno y confiado.

—Sin duda, madame, sabéis más de mí y de mi vida que cualquier otra persona.

—No sé si asesinasteis o no a mi hijo Michel.

Por fin, después de tanto tiempo, lo había dicho. Bastó quitármelo del pecho para que sintiera un cierto alivio. Quizá esto hubiese bastado para satisfacer parte de lo que me consumía por dentro, pero ahora tenía la respuesta al alcance de la mano. Quería escucharla.

Miré directamente los fríos ojos azules de mi fils de lait. Pocas veces en mi vida había sentido una inquietud tan grande como en esos momentos. Entonces, para mi asombro, vi que las lágrimas acudían a sus ojos. Me sorprendió todavía más cuando cayó de rodillas. Apretó su rostro bañado en lágrimas contra mis rodillas y me abrazó las piernas. Casi perdí el equilibrio, tan ferviente era su abrazo. Lloraba a mares, con el abandono de un niño. Luego, comenzó a hablar.

—Madame, he cometido muchos crímenes, a cuál más horroroso. He hecho casi todas las cosas de las que se me acusan. Pero no maté a vuestro hijo, y me aterroriza pensar que podáis creer eso de mí. ¿Es que me veis como la más terrible y sanguinaria de las bestias?

Continuó hablando mientras la confusión invadía mi mente y mi corazón.

—No sé lo que le ocurrió a mi legítimo hermano Michel —afirmó Gilles, quizá con la intención de conmoverme—, aunque siempre creeré que fue aquel condenado jabalí quien se lo llevó, el mismo que asesinó a mi padre.

Había tal contrición en su voz, tanta sinceridad en sus negativas, que susurré:

—¿De verdad que no le matasteis?

—No.

Dios me perdone, pero le creí. Mi alivio fue inmenso, aunque todavía me atormentaba el terrible misterio de saber cómo había muerto Michel. ¿Lo había asesinado algún cazador por algún motivo que solo él conocía? Deseaba creer que hubiese sido así con toda el alma.

—Mi señor, Dios no os aborrece —manifesté—. Dios os ama, estoy segura de ello. Os concederá su perdón de la misma manera que perdona a todos los pecadores. No tenéis más que confesar vuestros pecados con toda libertad y sin la menor vacilación.

Apoyé una mano en su cabeza y le acaricié los cabellos, como era mi costumbre cuando era un niño. Se aferró a mí con la mayor desesperación, como había hecho a menudo de pequeño.

—Sí, sí —gimió sin soltarme—. Dios lo hará. Soy cristiano, aceptado en su seno por el sacramento del bautismo, y ahora se me niega su gracia. Os suplico que me ayudéis, madre. No se me pueden negar los sacramentos.

Aumentó la presión de sus brazos alrededor de mis piernas y me costó conseguir que no terminara haciéndome daño.

—Escuchadme bien —dije—. Ya sabéis lo que os toca hacer. Mañana debéis presentaros ante el tribunal y hablar libremente de todas las cosas que me acabáis de manifestar. Entonces todo irá bien.

Alzó la mirada mientras me soltaba las piernas y se enjugaba las lágrimas con el dorso de una mano.

—¿Es posible que eso sea verdad? —preguntó con una voz infantil.

—Sí —le contesté, convertida de nuevo en madre—. Ahora levantaos. Dios hará que todo vaya bien.

Jean, querido hijo mío:

Por favor, perdóname; sé que mi tardanza a la hora de escribirte te ha preocupado. Su Eminencia me ha comunicado tus inquietudes transmitidas a través de la carta que le envió el cardenal. Olvida tus temores. Ahora al menos estoy curada en parte de la cruel aflicción que me sobrecogió y me impidió sentarme a escribir.

Hoy fui a ver a mi señor Gilles en las habitaciones donde está prisionero en el palacio. Me enfrenté a él con la pregunta que tú sabes que me ha estado persiguiendo; aquella referente a las circunstancias de la muerte de Michel. Para mi eterno alivio negó cualquier complicidad y habló de los cazadores del duque Juan, algo que nunca había hecho antes. Creo que me dice la verdad, porque en la misma frase me confesó que había cometido todos los otros asesinatos de los que ha sido acusado.

Tendría que haberme sentido más sorprendida por este reconocimiento de su parte, pero de alguna manera dicha sorpresa debió verse superada por el bendito alivio de saber que él no había matado a mi hijo y a tu hermano. Sin embargo, su propia alma no conoce el descanso; está desolada y afligida con una confusión y un dolor que no había visto nunca antes y espero no volver a ver nunca más. Le animé a confesar el resto de sus crímenes cuando mañana vaya a la corte y se presente ante sus jueces. Es mi más ferviente deseo que lo haga, porque solo a través de la absolución encontrará el consuelo.

No dudo que ahora comprenderás que nuestro viaje tendrá que ser postergado; confío en que podamos emprenderlo antes de que el tiempo sea demasiado frío como para viajar con cierta comodidad. Pero quizá si nos marchamos cuando el tiempo amenace, nos veamos obligados a quedarnos en el cálido sur. No se me ocurre otra manera más agradable de pasar el helado invierno de Bretaña que en el calor de Aviñón.

Queridísimo hijo, tenme presente en tus oraciones, como hago yo en las mías. Comienzo a creer de nuevo que Dios me escucha de verdad. No me había dado cuenta hasta hoy de lo mucho que echo de menos mi fe.

Tanto como te echo de menos a ti, mi amado hijo. Me alegra mucho saber que nos volveremos a ver muy pronto.

Mi última visión antes de quedarme dormida fue el vestido azul colgado en la parte de atrás de la puerta. No era muy diferente a los que había usado como esposa y madre en Champtocé. Aquella noche soñé que yacía junto a mi marido, con sus queridas manos sobre mi cuerpo. Cuando le trajeron de Orleans, sus heridas ya habían comenzado a infectarse y tanto era su dolor que no soportaba el menor roce en su pierna, así que instalé otra cama junto a la suya. Cuánto deseaba deslizarme bajo la manta con él aunque solo fuera una vez antes de que muriera. En su delirio en los momentos finales no hubiese sabido que había yacido con él, pero yo sí.

Dormí hasta bien pasada el alba. Aquella mañana, cuando entré en la sala, Jean de Malestroit y el fraile Blouyn ya estaban sentados a la mesa de los jueces, dedicados a la lectura de los documentos. Su Eminencia me miró con una expresión de curiosidad mientras yo me dirigía muy discretamente a ocupar mi silla junto al hermano Damien. En su mirada había algo que no me atrevía a interpretar.

—Fui a buscarte esta mañana —dijo—, pero me informaron de que estabas durmiendo. ¿Estás enferma?

—No. Solo muy fatigada. —Miré hacia el frente de la sala—. Veo que Chapeillon ya está aquí.

—Estaba aquí cuando llegué, que fue antes de que entraran Su Eminencia y el fraile Blouyn. No ha dejado de preparar sus documentos ni un solo instante.

Se escuchó un murmullo de excitación porque mi señor, una vez más como un pavo real, había llegado para ocupar su puesto entre los gorriones. Me invadió un sentimiento de culpa y se me subieron los colores cuando le vi entrar, y recordé nuestra conversación y todas las cosas que ahora sabía con certeza que eran verdaderas. No podía hablar con nadie de esos temas. Le seguí con la mirada, y por unos momentos esperé que me correspondiera, pero no lo hizo.

Chapeillon esperó a que se acallara al murmullo para levantarse y comenzar su alegato.

—Honorables jueces —manifestó—, os pido en nombre del duque Juan que preguntéis al acusado si está dispuesto a hablar. Asimismo, os pido que le recomendéis que si bien hasta ahora ha preferido no hablar, puede hacerlo en este momento, ya sea tanto para admitir o en caso contrario objetar a los artículos que la acusación leyó previamente.

Jean de Malestroit asintió y luego se volvió para mirar a Gilles de Rais.

—Mi señor, a petición del fiscal, os pregunto si tenéis la intención de hablar.

Gilles se demoró unos segundos y después de un largo suspiro de resignación, respondió:

—No hablaré, pero tampoco presentaré ninguna objeción.

Este cambio de actitud fue algo completamente inesperado para todos, excepto para mí.

Chapeillon tardó un momento en recuperar la compostura.

—Con el permiso del tribunal —dijo—, solicito a nuestros estimados jueces que pregunten a mi señor Gilles, el acusado, si está dispuesto a reconocer la autoridad de este tribunal para juzgarlo.

Una vez más, Su Eminencia miró a mi señor.

—Habéis escuchado la pregunta, mi señor. ¿Cuál es vuestra respuesta a este tema?

En el rostro de Gilles de Rais apareció una expresión como si le hubiesen ofrecido un vaso de cicuta. Miró a los dos jueces.

—Concedo que estos jueces son competentes para juzgarme y confirmo su jurisdicción sobre mi persona.

No podía verle el rostro, pero noté las lágrimas en su voz. Agachó la cabeza.

—Aceptaré a cualquier juez que decidáis poner ante mí. —Ahora se había echado a llorar abiertamente—. Confieso ante Dios y esta corte que cometí los crímenes de los que se me acusa, y que cometí estos delitos dentro de la jurisdicción de estos jueces.

Apenas si conseguía escucharle entre el griterío del público. Me puse de pie y acerqué una mano a la oreja para que me sirviera de bocina, y así escuché su disculpa.

—Solicito humilde y devotamente a estos jueces y a todos los otros representantes eclesiásticos a quienes haya podido agraviar con mis expresiones ofensivas que me perdonen.

Jean de Malestroit y el fraile Blouyn se habían quedado estupefactos. Se miraron el uno al otro durante unos segundos y llegaron a un acuerdo tácito. Su Eminencia levantó una mano para pedir silencio y cuando se acallaron las voces, expresó:

—Por el amor de Dios, Gilles de Rais, estáis perdonado.

Por fin, Chapeillon recuperó la voz.

—Si place a este tribunal, solicito permiso para establecer las pruebas de los crímenes mencionados en los artículos, y que han sido admitidos por mi señor.

—Los artículos tal como han sido presentados son admisibles como pruebas y se les considera suficientes —declaró el fraile Blouyn con un tono firme.

—Entonces le pediré a mi señor que responda a los artículos y de esta manera confirmar las pruebas.

Todas las miradas se centraron en Gilles, que se irguió en toda su estatura al saberse observado. Ya se disponía a hablar cuando Jean de Malestroit levantó una mano para indicarle que esperara.

—Primero debéis prestar un juramento de veracidad, para que quede claro que todo lo que vais a decir es la verdad ante Dios, y nada más que la verdad.

Gilles se miró los pies durante un momento. Luego respondió con voz clara:

—Juro ante Dios que diré toda la verdad y nada más que la verdad.

—Podéis continuar.

Permanecimos en el más absoluto y arrobado silencio mientras mi señor Gilles declaraba su asentimiento y confirmación de los artículos del uno al cuatro de la acusación, y también de los artículos del ocho al once, todos los cuales se referían a la autoridad del tribunal y de sus miembros.

—También afirmo el artículo catorce. En cuanto al artículo trece, reconozco la existencia de una catedral en Nantes y que Jean de Malestroit es el obispo de dicha catedral. Por otro lado, mis señores, afirmo que los castillos de Machecoul y Saint-Étienne se encuentran dentro de los límites de la mencionada diócesis.

Hubo una pausa momentánea, que todos aprovechamos para recuperar el aliento. La voz de Jean de Malestroit rompió el silencio como un toque de campana.

—Podéis continuar.

Gilles se aclaró la garganta y luego reanudó su parlamento. Sin embargo, las palabras que pronunció no eran las que había esperado escuchar.

—He aceptado el bautismo cristiano. Como cristiano que soy, juro que nunca he invocado ni he hecho que otros invocaran o conjuraran a los espíritus malignos. Tampoco he ofrecido sacrificio alguno a tales espíritus.

Chapeillon y Blouyn intercambiaron otra mirada; estaba muy claro que no lo creían. En el aire se palpaba la tensión, y las palabras de Jean de Malestroit solo sirvieron para aumentarla todavía más.

—Recordad, mi señor —manifestó—, que habéis hecho un juramento sagrado.

—No he olvidado el juramento, mi señor —replicó De Rais y luego se embarcó en algo que pretendía ser una explicación—. Admito que recibí un libro de alquimia de un caballero angevino que ahora está prisionero acusado de herejía y que hice leer dicho libro públicamente a varias personas en una habitación en Angers. Hablé con el mencionado caballero sobre la práctica de la alquimia, pero le devolví el libro cuando hacía muy poco que lo tenía. Admito que practiqué la alquimia con François Prelati y el orfebre Jean Petit, ambos conocidos por vosotros. Contraté los servicios de estos alquimistas para convertir el mercurio en oro. No tuvimos ningún éxito en nuestros empeños.

Jean de Malestroit lo miró con furia.

—Se nos ha dicho que había hornos en Tiffauges que se construyeron con la intención específica de dedicarlos a la alquimia.

Gilles pareció sorprenderse al escuchar esta afirmación, como si la existencia de tales hornos fuese algo secreto. La réplica fue inmediata.

—Sí, mandé construir dichos hornos, pero en ningún momento se me ocurrió utilizarlos.

—Entonces, ¿no es verdad, como se nos ha dicho, que fueron desmantelados sobre todo porque el delfín vienés había decidido haceros una visita y no deseabais que él pudiese llegar a verlos y, por consiguiente, sospechar de vos?

Qué cerrada y defensiva se volvió su postura ante esta acusación.

—No es verdad, mi señor obispo. Lo juro.

Jean de Malestroit se reclinó en la silla y reflexionó sobre lo que se había dicho. Después de unos momentos volvió a inclinarse hacia delante.

—Mi señor, os pediré otra vez que respondáis a la acusación de invocar a los demonios, y os recuerdo que estáis bajo juramento.

Gilles de Rais no estaba dispuesto a ceder ni un ápice en su declaración.

—Lo niego. Rotundamente. Si hay algunos testigos dispuestos a demostrar con sus testimonios que invoqué a los espíritus, estoy dispuesto a someterme a la prueba del fuego para demostrar que están equivocados. Cuando se presenten dichos testigos, utilizaré sus testimonios para aclarar mi propia posición en este tema. —Parecía estar absolutamente confiado en que se saldría con la suya—. Os aseguro que tendremos entonces una explicación mucho más clara sobre estos asuntos.

Esta declaración de inocencia hizo que Chapeillon se acercara corriendo a la mesa de los jueces, donde él, el obispo y el fraile mantuvieron una apresurada conferencia en voz baja. En sus expresiones se mezclaban el desagrado y la frustración, porque las cosas habían ido bien a lo largo de la mañana hasta que Gilles había decidido desafiarlos una vez más.

Yo esperaba algo mejor después de nuestro encuentro la noche anterior. Había rezado con toda sinceridad para que mi señor entrara en el tribunal aquella mañana, admitiera la herejía y aceptara el castigo. Ya no me sentía impulsada a odiar y a desmerecer a ese hombre impulsada por una cólera indefinida; me había confesado que no había sido el causante de la muerte de Michel, y le había creído. Anhelaba que acabara de una vez con todo aquello, aunque no ignoraba que le costaría la vida; tal era el castigo impuesto a los crímenes de esa naturaleza. Pero quizá se le permitiría que la perdiera de una manera más rápida, con menos sufrimientos. No podría soportar verlo morir como había muerto Juana de Arco.

Chapeillon se apartó de la mesa de los jueces y llamó con un gesto a un clérigo que había estado sentado en una de las primeras filas, un tal Robin Guillaumet, que también era de esa diócesis. El fiscal le susurró algo a Guillaumet, quien después de asentir se dirigió presuroso hacia el fondo de la sala. Allí habló brevemente con uno de los guardias, quien a su vez transmitió la orden de Guillaumet a los otros que vigilaban fuera de la sala.

«Traed a los testigos».

El aire en la sala donde se celebraba el juicio parecía haberse agotado, aunque eso no nos afectó porque, de todas maneras, habíamos dejado de respirar; estábamos demasiado ocupados en contemplar a los testigos llamados por el sacerdote Robin Guillaumet. Uno tras otro entraron silenciosamente en la sala, y todos miraron apresuradamente durante un instante preñado de culpa a los ojos de su señor, Gilles de Rais. Cuando todos estuvieron reunidos delante de la mesa de los jueces, Guillaumet les explicó que debían dar un paso al frente e identificarse cuando escucharan decir su nombre.

Henriet Griart. Étienne Corrilaut, también llamado Poitou. François Prelati, clérigo. Eustache Blanchet, también clérigo. Perrine Martin.

Todos permanecieron en silencio y escucharon atentamente mientras se leía la fórmula del juramento.

—… y el Espíritu Santo a decir, manifestar y atestiguar la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, hasta donde me sea conocida, en el tema de los artículos presentados y expuestos por el fiscal del caso y de los casos de este orden, y también a decir la verdad en las cosas en general y en las específicas no expresadas en los antes mencionados artículos…

—¿Tenéis alguna objeción que manifestar a que los testigos hagan este juramento, mi señor Gilles? —preguntó Jean de Malestroit.

Gilles sacudió la cabeza; por lo visto, el asombro le había dejado sin palabras.

—Que en el acta quede constancia del consentimiento del acusado. —Su Eminencia hizo una pausa y después añadió—: Ahora hablo tanto para los testigos como para el acusado. ¿Juráis dejar de lado cualquier antagonismo, amor, miedo, favor, rencor, odio, compasión, amistad y enemistad, cesar en tales conductas y actitudes durante estos procedimientos para que no se vean contaminados por las emociones que puedan existir entre vosotros?

Todos estuvieron de acuerdo y juraron a tal efecto.

—Mi señor Gilles, ¿aceptaréis las declaraciones de estos testigos jurados y de cualquier otro que el fiscal pueda aportar y después de que preste juramento?

—Las aceptaré —contestó. Su voz sonó sin vida, derrotada.

—¿Tenéis la intención de provocar a este tribunal a través de poner en duda el carácter de cualquiera de estos testigos?

—No la tengo.

—¿Tenéis la intención, mi señor, de interrogarlos vos mismo, como es vuestro derecho?

—Confiaré en los dictados de sus conciencias para que les guíen en sus declaraciones.

—Entonces se hará tal como hemos acordado —anunció Jean de Malestroit—. Nos volveremos a reunir el próximo lunes, diecisiete de octubre, para escuchar las declaraciones.

Cogió el mazo y se dispuso a dar el golpe que marcaría el final de la sesión, pero Gilles de Rais se adelantó cuando todavía estaba en alto y comenzó a hablar, así que Su Eminencia volvió a dejar el mazo sobre la mesa.

—Mis señores jueces —dijo Gilles, y cayó de rodillas—. Os ruego con la mayor contrición que me devolváis a los sacramentos. Rescindid mi sentencia de excomunión, os lo imploro. No puedo soportar que se me niegue la bendición del consuelo de Dios. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas y sus hombros se estremecían con la violencia de los sollozos—. Apiadaos de mí, un hijo de Dios, y devolvedme a la gracia, por escrito.

Transcurrieron unos segundos de silencio antes de que Jean de Malestroit mirara al fraile Blouyn.

—¿Estáis de acuerdo con esto? —le preguntó.

El fraile Blouyn se miró las manos con mucha atención, quizá sumido en la reflexión del desagrado que provocaría en el duque Juan el consentimiento a esta petición. Pero al final, él también se apiadó. Asintió con un gesto.

—Entonces, que así se haga —proclamó Su Eminencia. Miró a uno de los escribas, que comenzó a escribir con mucha diligencia lo que el obispo le dictaba. Cuando acabó el dictado, Jean de Malestroit leyó el texto y luego firmó con su nombre. Se lo devolvió al escriba—. Que se hagan muchas copias y se coloquen en lugares públicos. Comunicad a los pregoneros que procedan a su lectura en los mismos lugares.

Juro por Dios que Gilles le hubiese besado los pies de no haber estado la mesa entre ellos. Se escuchó el golpe del mazo.

François Prelati fue el primero en hablar y con voz calma describió cómo había entrado al servicio de Gilles de Rais, de cómo había sido tentado por Blanchet y de las prácticas de hechicería que había realizado con su patrón. Le siguió el citado Blanchet quien confirmó los relatos de hechicería y magia negra, de los conjuros heréticos para reclamar la presencia del diablo. Henriet Griart manifestó que había participado en el secuestro y el asesinato de muchos niños y que lo había hecho voluntariamente.

La más espantosa de todas fue la declaración de Poitou. Describió una vez más el apresurado abandono del castillo de Champtocé, la eliminación de cuarenta y seis cadáveres. Por si fuera poco, añadió un nuevo capítulo de horrores a la historia:

«Aquello fue mi iniciación en los pecados de mi señor. Dios me perdone porque después yo mismo le llevé muchos niños a mi señor para satisfacción de su lascivia, quizá tantos como cuarenta. Siempre supe lo que les tenía reservado. Obtenía tanto placer en esta iniquidad…; gemía de deleite y se estremecía de lujuria mientras los niños chillaban.

»Algunas veces, si los chillidos eran tan fuertes que lo enfadaban o si temía ser descubierto, mi señor colgaba al niño por el cuello hasta que estaba casi muerto y después lo bajaba con la advertencia de que guardara silencio. A veces los engañaba para que creyeran que él no les haría ningún daño, que él solo quería que participaran en esos placeres. Pero él siempre los mataba después, o me ordenaba que los matara yo, o algún otro de sus sirvientes. La mayoría de las veces los buscábamos entre los pobres que venían a pedir limosna a los diversos castillos de mi señor, pero en otras se trataba de niños que disfrutaban de una mejor situación. A menudo se vanagloriaba de que encontraba más placer en la matanza que en la gratificación de la lujuria, que encontraba su mayor satisfacción en verlos agonizar, y después cortarles las cabezas y los miembros. A menudo sostenía en alto las cabezas de los niños que había matado y nos preguntaba cuál de ellas creíamos que era la más hermosa.

»Cuando no podía encontrar niños adecuados para satisfacer sus deseos carnales y luego asesinarlos, satisfacía la lujuria con los niños del coro de su capilla, en particular con los dos hijos de maese Briand de Nantes. Sin embargo, a estos niños no estaba dispuesto a asesinarlos, los apreciaba por sus dones para el canto, y todos le habían jurado que mantendrían en secreto sus actos.

»Ninguno de nosotros hizo nada para detenerlo y cuando apareció monseñor Prelati, las cosas fueron a peor. Cuando nos enteramos de las cartas del obispo, creo que alrededor del quince de agosto, hubiese tenido que escapar, pero no tenía adónde ir. No tenía dinero, porque no había sido astuto como De Briqueville y De Sille, quienes se habían garantizado su seguridad gracias al robo, poco a poco, de una pequeña fortuna a mi señor. Henriet y yo, en cambio, habíamos permanecido leales a mi señor en virtud del afecto que sentíamos por él, y ahora su destino también será el nuestro.

»Mi señor se mostraba cada vez más abatido y repetía constantemente que haría un peregrinaje a Tierra Santa para expiar los terribles pecados que había cometido. Prometió que se apartaría para siempre de su vida de maldades y se acercaría a Dios para suplicarle su misericordia y su perdón. Me di cuenta en aquellos oscuros días de que Dios nunca le perdonaría por lo que había hecho, y que tampoco me perdonaría a mí por mi participación.

»No obstante, a pesar de sus juramentos y promesas a Dios, mi señor volvió a entregarse a la vida licenciosa. Me mandó que le consiguiera a ese chico, recuerdo que se llamaba Villeblanche, con la promesa a sus padres de convertirlo en paje, y también me ordenó que comprara un jubón para el chiquillo. Hice aquellas cosas para él y después llevé al niño al castillo de Machecoul, donde tuvo el mismo destino que todos los otros que se habían aventurado inocentemente a entrar con las fútiles ilusiones de prosperidad. Mi señor abusó carnalmente de él, y luego Henriet y yo le asesinamos. Cuando la vida le abandonó, quemamos su pequeño cuerpo inanimado, que desapareció en las llamas, lo mismo que tantos otros antes que él. Fue el último que yo sepa; desde luego que fue el último para mí. No quería hacer más crueldades para mi señor. Aquella noche lloré amargamente durante muchas horas. También lloro ahora, todas las noches.

»Que Dios se apiade de nuestras almas».

Por la tarde, después de la comida —nos sentamos a la mesa sin ningún apetito—, el tribunal reanudó la sesión, y se tomó juramento a nuevos testigos, dado que mi obispo estaba dispuesto a acabar con todo aquello mientras todavía quedara un poco de bondad en el mundo. El marqués De Ceva, Bertrand Poulein y Jean Rosseau, que habían estado todos con mi señor en Saint-Étienne-de-Mer-Morte, fueron citados. Darían testimonio de la violación de la inmunidad eclesiástica perpetrada por mi señor contra Jean le Ferron, rector de aquella iglesia, quien mantenía la posesión de la propiedad en nombre de su hermano Geoffrey. El miércoles, cuando el tribunal se reuniera para otra sesión a puerta cerrada, los mencionados testigos revelarían a los escribas, jueces y algunos observadores invitados, aquello que Jean de Malestroit ya conocía de primera mano gracias a nuestra presencia en el bosque cercano desde donde habíamos visto todo lo ocurrido. Confirmarían que Gilles de Rais, que había renunciado a interrogar a esos testigos —por tratarse de un acto inútil— había asaltado al servidor de Dios en la tierra de Jean le Ferron, en un desesperado intento que estaba condenado al fracaso desde el primer instante, para recuperar la propiedad. Era, efectivamente, un ataque a Dios.

Ahora Dios se preparaba para devolver el golpe.