30

Seis días, y sin noticias de Wilbur. Teníamos equipos de vigilancia en la casa y el estudio, sus dos guaridas principales, pero nadie lo había visto. Los empleados iban y venían, y los vigilábamos todo lo que podíamos. Habíamos pinchado los teléfonos de los dos lugares, pero Angel Productions tenía registrados doce móviles, y no se podía saber cuál de ellos estaría utilizando Durand.

Llegamos a considerar la posibilidad de solicitar órdenes judiciales para cada uno de ellos; hasta ese punto llegaba nuestra desesperación. Fred se encargó de devolvernos a la realidad.

—Probablemente entró en cualquier tienda de móviles disfrazado de buscona y compró un móvil de tarjeta prepago.

Era una locura la manera como podía cambiar de aspecto. No había ninguna garantía de que no lo estuviese haciendo en ese mismo momento; era el hombre que funcionaba en invisible por defecto. Pero la posibilidad de que se transformara en algún otro era algo que marcaba todo lo que hacíamos para dar con él.

«Descripción del sospechoso: metro setenta a metro setenta y dos de estatura, constitución media/delgada. Entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años. Blanco. Hombre o mujer».

Solo veinte o treinta millones de personas en Estados Unidos encajaban en esa descripción.

Me aseguré de que no hubiera nada de verdura en la mesa aquella noche.

—Mamá —me dijo Frannie—, queremos que Lleves casos importantes más a menudo. Nos gusta la comida que preparas cuando los llevas.

Todos asintieron, y especialmente Evan con notable entusiasmo, quien, como todos los adolescentes, estaba predestinado a despreciar todo aquello que su madre consideraba beneficioso para él, como dormir ocho horas, los deberes, no abusar de los videojuegos y el brócoli.

Después de limpiar la cocina, nos sentamos delante del televisor y vimos La ruleta de la fortuna. Frannie no solo superó todos nuestros esfuerzos combinados, sino que incluso fue capaz de resolver uno de los acertijos solo con los espacios, sin darles tiempo a que aparecieran las letras.

—El viento entre los sauces —dijo—. Acabo de leer el libro. Era pan comido.

La conversación que siguió no fue pan comido ni mucho menos.

—Evan, por favor, apaga el televisor.

—Pero ahora van a dar Urgencias —exclamó—. Siempre nos dejas que veamos Urgencias.

Tenía toda la razón.

—Esta noche, no. Tengo que hablar con vosotros, y dado que por una de esas casualidades estamos todos juntos, quiero hacerlo ahora.

Se escuchó un unánime gemido de queja.

—Oh, no, ¿otra vez tenemos problemas de dinero? —preguntó Julia.

El año pasado había sido duro; se había averiado el motor de mi coche, mi madre se había excedido en los gastos de medicamentos que cubría el seguro y había necesitado ayuda y Evan había tenido que llevar un aparato de ortodoncia. Pasamos una cautelosa etapa de apretarnos el cinturón, que tuvo el inesperado beneficio de enseñarle a mis hijos algo de las realidades económicas de la vida adulta. «Lo superaremos sin muchas dificultades», les había explicado y así había sido. Una lección aprendida. Ahora tenían menos miedo a la falta de dinero, y eso era bueno, aunque no quería decir que les gustara.

Esta vez estaba dispuesta a ser lo más clara posible.

—No, todo lo contrario. Estoy haciendo muchas horas extraordinarias. Este año disfrutaremos de unas magníficas vacaciones.

Esta vez se oyó una ovación unánime. Era un buen presagio; quizá la discusión no iría tan mal como había pensado.

—Sin embargo, hay una razón para justificar todas las horas extraordinarias. ¿Sabéis algo del gran caso en el que el sospechoso es el hombre que dirigió Ellos se comen a los niños?

Por supuesto que sí. No dejaban de comentar todo lo que escuchaban por ahí.

—Es mi caso.

«Sí vale es horrible mamá corta el rollo conoces a Wilbur Durand dinos todo lo que sabes». Todo mezclado en una sola frase, imposible distinguir quién había dicho qué.

—Es verdad. He estado metida en el caso desde el primer momento. Fui yo quien descubrió el patrón.

Nuevos gritos de entusiasmo. «Espera a que se lo diga a la señora Adamy y el señor Forsyth les parecerá fantástico dónde está el teléfono tengo que llamar a Samantha y contárselo todo».

Necesitaban saberlo, pero no podían salir corriendo para presumir; no era precisamente una buena idea en ese momento. Me dolía tener que estropearles la alegría.

—Escuchadme, chicos, sé que es mucho pedir, pero preferiría que no hablarais de todo esto más de lo necesario. Sé que será duro, y lo siento. Pero tendrá que ser así durante un tiempo.

—Venga, mamá, tenemos que decírselo a alguien.

Necesitaría hacerles entender el peligro, conseguir que el asunto fuese algo personal para ellos.

—¿Estáis preparados para la posibilidad de que nos acarree algunas consecuencias si lo hacéis?

Silencio absoluto.

—Tendría que enfrentarme a la prensa, a las personas que son sus admiradores, a toda clase de chalados que no saben cómo comportarse. La gente podría seguirnos por la calle. Podré hacer mi trabajo con mucha más eficacia sin esa clase de interferencias. Así que hasta que no detengamos a ese tipo, necesito vuestra colaboración. Os voy a pedir que esta vez seáis mis ayudantes. No podremos arrestarlo si todo el mundo sabe quiénes somos nosotros.

La palabra mágica: nosotros. Mis tres adorados hijos asintieron con expresiones solemnes.

Dos de mis cielos se fueron a la cama; primero Julia, y después Frannie. Sin duda, sus cabecitas estaban llenas de imágenes de gloria, de las increíbles cosas que haría su madre omnipotente. Bien. Tendrían a una mujer de éxito como modelo.

En momentos como esos, casi me sentía como una impostora.

Una vez más, Evan y yo nos quedamos solos para disfrutar de unos preciosos minutos de compañerismo. «Dios —recé para mis adentros—, haz que estos hermosos momentos nunca se acaben, deja que siempre sea importante para mi hijo».

Todo aquello pasaría demasiado pronto. Cada vez que respiraba, las células de Evan se dividían, sus huesos se alargaban, sus hormonas se activaban y se apartaba cada vez más de mí. Eso es lo que ocurre cuando les das de comer y beber. Pero en momentos como esos, podía recordar cuando sus diminutos brazos rodeaban mi cuello, el dulce olor de su aliento infantil, su absoluta confianza y admiración, los vestigios de un tiempo en el que era todopoderosa, la diosa, la fuente de su sustento y conocimiento.

Era una caída tan grande verte convertida sencillamente en su madre.

—Mamá —dijo Evan, con una mirada donde todavía brillaba la admiración—, sé que no quieres que nosotros hablemos del asunto, pero es que me parece algo fantástico. Tú solucionaste el caso, eso es increíble. Tu trabajo es magnífico. Me lo he estado pensando y quizá acabe siendo policía.

«Cuando sea grande quiero ser como mi madre». Algo poco habitual en boca de un chico, pero algo maravilloso de escuchar. Solo había un problema: convertirse en policía ya no era lo mismo que cuando yo ingresé en el cuerpo. La falta de respeto a la autoridad tan generalizada en la actualidad solo estaba comenzando a asomar la cabeza en mis tiempos. No había ningún peligro acuciante; los requerimientos legales no eran tan restrictivos.

—En cualquier caso, tendrás que estudiar. Necesitarás saber un montón de cosas. En estos tiempos, el departamento quiere personas con instrucción.

—No pasa nada. Estudiaré lo que haga falta y después me haré policía.

—Me siento halagada, Evan. Me hace sentir muy bien escucharte decir esas cosas. Pero todavía tienes mucho tiempo por delante para decidir lo que quieres hacer con tu vida.

—Lo que equivale a decir que no quieres verme convertido en un poli.

—No he dicho tal cosa.

—Pero lo estás pensando. Sé que eso es lo que piensas.

Le alboroté los cabellos como una expresión de afecto. Se enfadó.

—No soy un nene, mamá.

No era necesario que me lo recordara. Lo tenía muy claro.

—Lo sé, Evan. Lo siento. Escucha, ahora que las niñas se han ido a la cama, quiero hablar contigo de una cosa.

Permaneció callado durante unos segundos y después replicó:

—Ya sé lo del sexo, mamá. Papá me habló del tema muy a fondo el año pasado.

Disimulé mi sorpresa con una sonrisa.

—No es de ese tema precisamente de lo que quiero hablar ahora mismo.

En su rostro apareció una expresión de considerable alivio.

—Muy bien. Entonces, ¿de qué se trata?

—Solo quiero que tengas mucho cuidado. No quiero que tengas miedo del mundo, porque es un lugar maravilloso, y espero que siempre lo tengas en cuenta. Pero ahí afuera hay algunas personas que en realidad, aunque no podemos comprender el porqué, en ellas hay algo que no está bien. No actúan como las personas normales. Deseo que comiences a ser consciente de lo que pasa a tu alrededor. Si hay personas que te hacen sentir molesto, apártate de ellas. Esto es algo que vale para todos. Si alguna persona a la que conoces y en la que confías no parece actuar correctamente, apártate de ella. Y, por favor, no te olvides de decírmelo. Por favor.

Se hundió en los cojines del sofá y permaneció en silencio.

—¿Evan?

Sostuvo mi mirada, pero siguió sin abrir la boca.

—Esto es importante, cariño.

—Vale —respondió con un tono sombrío.

Conseguí contenerme a tiempo y no le alboroté los cabellos.

—Gracias.

—Una mañana tranquila —comentó Escobar—. No sé la razón, pero las hienas no se acercan demasiado.

Habían pasado diez días desde que se había hecho pública la noticia. La frenética fascinación inicial había comenzado a ceder a medida que se producían otras historias importantes. Habíamos tenido un tiroteo en una escuela y una toma de rehenes en un aeropuerto para entretener a los representantes del cuarto poder, por no mencionar la permanente paranoia sobre los posibles actos de bioterrorismo. Pasaron once días, luego doce; mis hijos estaban de nuevo con su padre, pero me llamaban con frecuencia, con la aparente intención de saber si me encontraba bien. Pero había otra pregunta que esperaba una respuesta urgente: ¿Cuándo podrían contarle a sus compañeros y amigos toda la historia?

«Todavía no. Dentro de muy poco, pero todavía no».

A la mañana del decimotercer día, mientras estaba en mi mesa, ocupada en organizar todo el enorme papeleo del caso Durand, sonó el teléfono. En la pantalla apareció un número con el código de zona 617. Una llamada desde Boston.

—Por lo que se ve, todo está tranquilo en el frente occidental —fue lo primero que dijo Pete Moskal cuando atendí la llamada.

—Demasiado tranquilo. No veo la hora de que este tipo aparezca. Pero es un auténtico camaleón. Lo más probable es que si aparece, no lo haga como él mismo.

—¡Qué mala suerte! De todas maneras, siempre podrías pegarle un tiro si aparece como alguna cosa verde con escamas. Te llamaba porque he escuchado algo interesante. Corre el rumor de que la hermana le estaba pasando la mayoría de sus casos a los subordinados.

—¿Tienes a alguien en su despacho que te tenga informado?

—Sí.

—Bueno, no está nada mal saber con quién nos tendremos que enfrentar. —Por alguna razón que no conseguía entender, no quería hablar con él—. Muchas gracias por…

—Hay algo más.

Adiviné por el tono que esa vez no se trataba de más rumores.

—Quería avisarte de que voy a solicitar una orden de arresto.

Era algo que tenía que pasar, antes o después.

—Supongo que no te lo puedo impedir. Has tenido mucha paciencia, Moskal, y te lo agradezco. Te deseo buena suerte. Espero que encuentres a un buen juez.

—Una joya.

—Escucha, solo hazme otro favor si puedes. Intenta no meterme en ese asunto.

—Tendré que poner tu nombre en el informe. La cadena de información pasa directamente por ti.

—¿No podrías decir que un agente anónimo de la policía de Los Ángeles te pasó la información?

—¿Quieres decir como un informante anónimo? Supongo que podría, pero el caso ya es bastante endeble. Tener el nombre de un detective de referencia lo reforzaría. Considerablemente.

Si él pillaba primero a Durand, sería porque yo le había abierto el camino. La verdad es que si ocurría, sería para echarse a llorar.

—¿Hay alguna manera de que pueda convencerte de que esperes unos días?

—No lo creo.

—¿No puedes darnos un par de días más para que lo encontremos aquí?

—Estaría perdiendo un tiempo muy valioso si lo hago. Ya estoy reuniendo a la gente para buscarlo aquí.

—No está en tu zona.

—¿Cómo lo sabes?

No tenía ninguna explicación lógica que ofrecerle, tan solo lo que me decía el instinto.

—Porque el aire por aquí todavía hiede.

Al final conseguí convencerlo de que esperara «unos días más» para que yo pudiera tener éxito en mi empeño. La recompensa ofrecida aumentó a medida que otras familias de los chicos desaparecidos se sumaron a la cacería. Como era de esperar, volvió a aumentar el número de llamadas. Investigar las pistas inútiles se convirtió en el pasatiempo de la división: ¿quién podía invalidar el mayor número de llamadas idiotas en un día? Como no podía ser de otra manera, Escobar o Spence, que eran soberbios en las entrevistas, se llevaban la palma y solo tardaban unos minutos en detectarlas. Volvimos a centrarnos en los aeropuertos y los hoteles porque ninguno de nosotros sabía qué más hacer y porque el aumento de las medidas de seguridad después de los atentados terroristas nos facilitaban las cosas. Sin embargo, no podíamos hacernos muchas ilusiones respecto a que pudiéramos encontrar a Durand por esa vía; podía alquilar una casa con una identidad falsa o contratar un avión privado y saltarse los controles rutinarios de los aeropuertos. No había vuelto a aparecer por su casa ni por el estudio, aunque sus empleados continuaban libremente con sus idas y venidas. No teníamos ninguna razón legítima para detenerlos, aunque eso no impedía que cada vez estuviese más cerca de decidir traerlos a comisaría y apretarles un poco las tuercas. Todos eran colaboradores muy próximos, quizá incluso cómplices; parecía razonable suponer que uno o más de ellos estuviesen involucrados en alguna medida en sus andanzas, pero carecíamos de una prueba directa de complicidad.

Tendríamos que seguir esperando a que se decidiera aparecer.

Recibí la llamada cuando me preparaba para marcharme a casa. Había ordenado la mesa y recogido todos los documentos en mi cartera. Ya tenía las llaves del coche en la mano cuando la caja de Pandora se abrió una vez más.

La campanilla ya tenía ese tono de «no se te ocurra atender la llamada», un sonido estridente, artificialmente prolongado que te ponía los nervios de punta. Una operadora me informó cuando cogí el teléfono.

—Es un 911, pero quien sea el que llama preguntó específicamente por usted —dijo con un tono escéptico.

Apreté el botón rojo que parpadeaba enloquecido.

—Detective Dunbar.

—¿Lany?

Era Kevin. Nunca me llamaba al trabajo. En su voz se reflejaba el pánico que lo dominaba. Miré el teléfono. Comprendí en el acto el motivo de la llamada.

Al menos eso fue lo que creí.

—Dios, Lany, tendría que haber regresado a casa una hora antes, y lo estuve esperando. Si tardaba un poco más, se le estropearía la cena. Al final llamé a casa de Jeff, y su padre me dijo que creía que me tocaba a mí ir a recogerlos, y le respondí que no, que era su turno. Y entonces cuando acababa de colgar, llamó Evan para decirme que el padre de Jeff había ido a buscarlos, pero que le dijo a Evan que se esperara porque yo le había dicho que iría a recogerlo para ir a alguna parte, así que se llevó a Jeff y dejó a Evan en mitad de la calle. Lany, se llevó a Jeff. Dios, creía que ya eran demasiado mayores para este tipo de cosas, que los secuestraran… Jeff es tan alto, quiero decir, que es más alto que yo. Por todos los santos…

—Cuelga y no te apartes del teléfono —le dije—. Ahora mismo te llamo. —Colgué el teléfono y me quedé petrificada. Mi parálisis debió de ser muy evidente porque Escobar se acercó a la carrera.

—Estás blanca como la cera, Dunbar. ¿Te encuentras bien?

—No.

—Habla —me ordenó.

—Creo que Durand se ha llevado al mejor amigo de Evan —respondí.

Decirlo en voz alta me arrancó del estupor. A lo largo de los años había estado en todo tipo de situaciones de crisis, había participado en infinidad de cursos, había sido felicitada por mi comportamiento en condiciones de estrés. Sin embargo, ahora mismo solo rogaba: «Oh, Dios, no permitas…».

Las huestes se reunieron para una reunión urgente en el despacho de Vuska.

Me comunicó de inmediato que tenía la autoridad para retirarme del caso como detective principal y que no me correspondía estar al mando en un caso donde mi propia seguridad o la seguridad de otro agente podía verse comprometida por una decisión apresurada o de tipo emocional.

—Sin embargo, es tu llamada —añadió para mi gran asombro. Podría haberme ordenado que me mantuviera fuera del asunto, y era lógico que lo hiciera.

—¿Por qué, Fred? No tienes que dejarme si no quieres.

Me llevó aparte, donde los demás no pudieran escucharnos. Su expresión era tensa y dolida.

—Me siento culpable por no haberte escuchado desde el primer momento —confesó—. Quizá ahora no estaríamos pasando por esto si lo hubiese hecho.

No dejaba de ser una disculpa. La acepté con un gesto adusto.

—Tú sabes más de este tipo que todos nosotros juntos —añadió—. Así que te necesitamos. Dejaré en tus manos la decisión de que me digas si comienzas a flaquear, y si eso ocurre, espero que te apartes de la primera línea inmediatamente y trabajes con el equipo de apoyo. Deja que Spence y Escobar acaben con el tema.

Antes de que saliéramos, sabía que Fred se llevaría a mis dos compañeros aparte y les diría que me vigilaran, y que si era necesario apartarme, que lo hicieran.

No había explicación lógica para el hecho de que cuando todos abandonamos el despacho de Fred, hubiera recuperado la calma. Supongo que en lo más profundo de mi corazón sabía que si Wilbur Durand estaba dispuesto a asesinar al amigo de mi hijo, no había nada que yo pudiera hacer para impedírselo.

La línea estaba ocupada cuando llamé a Kevin. Me disponía a enviar un coche patrulla a su casa cuando conseguí comunicarme.

Estaba completamente fuera de control, maldecía, se disculpaba, rogaba para que el día volviera a comenzar.

—Kevin, cálmate, respira profundamente —le pedí—. Intenta concentrarte en mantener la cabeza despejada. Ahora mismo tengo que hacerte un montón de preguntas.

—Por amor de Dios, Lany, ¿no podría hacerme las preguntas algún otro?

No era el momento de que resurgieran los viejos resentimientos.

—Soy la detective principal en este caso y me corresponde a mí este trabajo. No hace falta que nos comportemos como fieras el uno con el otro. Piensa en mí solo como un detective más.

Solíamos hablar continuamente de mis casos, o mejor dicho le hablaba; no creo que escuchara gran cosa, pero desde que nos habíamos separado, ya no había habido más oportunidades. Escucharnos era uno de nuestros grandes problemas; ninguno de los dos era muy bueno a la hora de escuchar al otro. Hacia el final resultaba muy difícil mantener una conversación civilizada con él sobre cualquier tema, y ya no digamos de las complejidades de mi trabajo. Pero no dejaba de pensar que él habría tomado conciencia del riesgo potencial si le hubiese hablado de este caso. Evan había sido un chico obediente y había hecho lo que su madre le había pedido; no había hablado con nadie, ni siquiera con Jeff, sobre las cosas que le había revelado.

Una cosa que tendría que haber hecho inmediatamente, en cuanto descubrí la importancia que tenía, era haberle mencionado la exposición de los dinosaurios que habían ido a ver con Jeff. Pero nunca lo hice.

Habían pasado dos horas desde que Durand había secuestrado a Jeff, media hora desde que habíamos recibido el aviso. No había duda de que el Honda Accord plateado que Durand había alquilado para imitar el coche del padre de Jeff había sido abandonado hacía tiempo.

No tenía mucha importancia; no necesitaría alquilar un coche nunca más, a menos que permitieran conducir en el infierno o quizá sí; puedes quedarte inmovilizado en un atasco en la autopista 405 a las seis de la tarde de un viernes, con una temperatura de 40 grados, sin aire acondicionado en el coche, y que entonces se produzca un terremoto. Ya habíamos enviado coches para avisarles, a los que hacían guardia en el estudio y en la casa, de que estuviesen muy atentos a cualquier cosa que se apartara de la normalidad. Transmitimos una descripción del coche por la radio de la policía, precedida de un código para el cambio de canal. Detalles de lo que debían buscar: mochilas, cuerdas, artículos de disfraz, se comunicaron a los agentes de los coches patrulla a través de un canal seguro. Todos los Honda Accord color plata relativamente nuevos que circulaban por la ciudad fueron detenidos, sobre todo los que llevaban matrículas de alquiler. Se trataba de un vehículo tremendamente popular, y hubo ocasiones en que detenían cuatro o cinco en una misma calle y en el mismo momento. Algunos de los agentes comenzaron a poner marcas con jabón en la parte superior izquierda de los parabrisas después de inspeccionar un vehículo para reducir al mínimo la repetición de las inspecciones. A los Honda Accord de aquel color que encontraban aparcados les echaban una ojeada y no vacilaban en forzar las cerraduras si había el más mínimo motivo de sospecha, como la presencia de una mochila escolar, una bolsa de deportes o una muda de ropa. A los propietarios, cuando aparecían, se les interrogaba agresivamente antes de devolverles sus coches. Todo aquel jaleo fue una pérdida de tiempo.

El padre de Jeff nos envió una foto por correo electrónico, que retransmití sin perder ni un segundo. Se distribuyó por teletipo y a los ordenadores de los coches patrulla para que los agentes pudieran identificarlo. También transmitimos una foto de Durand sin disfraz, en algo que pareció un acto inútil. Durante las dos horas siguientes, permanecí sentada con la mirada fija en el teléfono, atenta a la aparición de una nueva pista, algo, cualquier cosa que nos permitiera ponernos en marcha. El aparato se empecinó en su mutismo, mientras la comida que alguien había dejado sobre mi mesa se enfriaba del todo.

Apareció el padre de Jeff, sin sus otros hijos.

Encontrarme en presencia de una persona con la que mantenía una relación habitual, y cuyo hijo era ahora el objeto de una búsqueda urgente y masiva porque se encontraba en poder de un monstruo, me hizo ver toda la situación de una manera que no había anticipado. El único delito cometido por su hijo había sido ser amigo del mío, ni más ni menos. Aún no sabía con certeza si Jeff había sido la víctima marcada desde el principio o si lo había confundido con mi hijo. Un recorrido por los vídeos de seguridad de Durand podrían aclarar la cuestión. ¿Kevin había hecho el payaso con Jeff delante de la cámara como había hecho con su propio hijo? Los dos eran tan parecidos que bien podrían haber sido hermanos, y Evan se parecía más a su padre. Durand quizá había cometido el error de tomar a Jeff como hijo de Kevin y mío.

Era algo que todavía no estaba en situación de comentárselo, no era el momento adecuado. Solo serviría para complicar las cosas.

—Tendrías que volver a tu casa —le dije—, quedarte con los otros chicos.

—Necesito estar aquí —me replicó—. Es mi hijo.

—De acuerdo —admití—, pero tendrás que esperar en la sala de visitantes. Te prometo que iré a hablar contigo en el instante en que tengamos una novedad.

En el momento que él salía, sonó el teléfono.

Spence interceptó la llamada antes de que yo pudiera coger el teléfono.

—El criado de Durand acaba de salir de la casa en su propio coche —me informó—. Abrió la puerta del garaje, sacó el coche y volvió a cerrarla.

—Pues entonces que lo detengan y revisen el coche —casi le grité.

Escobar apoyó una mano en mi brazo para que me calmara.

—¿Qué pasará si encontramos algo en el coche? ¿Tenemos una causa probable para justificar el registro? —preguntó.

Podríamos perderlo todo por un registro mal hecho; era algo que había ocurrido con demasiada frecuencia.

—Pues al menos seguidlo —susurré—. Por amor de Dios, que no se os escape. —Miré a Escobar—. El criado casi nunca sale de la casa. Solo muy de vez en cuando. Han pasado días y días en los que no le hemos visto ni asomarse.

—Lany, tranquilízate. Es el criado. Lo más probable es que haya ido al supermercado a buscar leche.

—Le trajeron el pedido esta mañana. Vieron la furgoneta de la tienda, ¿no lo recuerdas?

—Entonces, puede ser que se olvidara de pedir alguna cosa.

—Tendríamos que llamar a los muchachos que hay en el estudio y advertirles de que estén atentos por si aparece.

Escobar los llamó. Les facilitó una descripción del coche y del criado.

Le escuché decir: «un metro setenta, setenta y tres, blanco o ligeramente hispano, constitución delgada…».

—Mierda —exclamé por lo bajo—. Espera un momento.

La voz de Escobar me sonó como muy lejana mientras yo aún no había salido del asombro.

—Dicen que alguien que encaja con la descripción salió de allí esta tarde cuando ellos estaban haciendo el cambio de turno. Trajo el pedido del supermercado y se marchó.