Veintinueve

En el fondo de mi alma en esos momentos comprendía que Gilles de Rais era un monstruosa encarnación del demonio, y esperaba que definirlo lo desarmaría y conseguiría privarle del poder de afectarme. Había desaparecido cualquier recuerdo de la madre que me quedaba dentro, la mujer que había enjugado las lágrimas del niño y lo había acostado con todo cariño cuando su propia madre era incapaz de hacerlo. Ya no podía seguir preocupándome por su angustia, sus sufrimientos, los terribles horrores que había soportado a manos de su abuelo, de los que nadie, ni yo ni sus padres ausentes, podían protegerle.

«No llores, niño, ella se ha ido con tu padre a Pouage. Pero consuélate, mi pequeño, regresarán a Champtocé en menos de dos semanas, y volveréis a estar todos juntos».

Por supuesto, mi pequeño pupilo no podía menos que advertir que mi señor Guy y la señora Marie a menudo se llevaban con ellos a René, sobre todo cuando iban a Machecoul. Siempre he sospechado que el hermano menor, un niño delicado de salud que había estado a punto de morir en el parto, estaba mucho más ligado al corazón de su madre. Invariablemente surgían problemas cuando esto ocurría, quizá no en el momento de la partida, sino con la siguiente desilusión, que siempre parecía motivada por algo sin ninguna relación aparente con lo que él interpretaba como un abandono. Ante la menor provocación se lanzaba sobre mí dispuesto a pegarme con sus pequeños puños y pillaba una rabieta tremenda. Algunas veces, cuando intentaba sujetarlo, levantaba los brazos y se escurría hacia abajo como una anguila, y en cuanto tocaba el suelo comenzaba a dar puntapiés con tanta fuerza que temblaban las piedras. Sus padres me habían prohibido que lo castigase por esas espantosas rabietas cuando ellos no estaban presentes, aunque bien se merecía un muy severo correctivo. Y cuando ellos estaban presentes, su manera de disciplinar al chiquillo solo podía describirse en el mejor de los casos como tímida y poco eficaz.

En una ocasión, cuando ya no me veía con fuerzas para seguir tolerando aquel aborrecible comportamiento, cometí un muy grave error, cuyas consecuencias me persiguen desde entonces. Acudí a Jean de Craon, y sin parar mientes, lo interrumpí en su trabajo. Cuando le expliqué los motivos de mi presencia, dejó la pluma, maldijo en voz alta y declaró que si continuaban mimando al niño de esa manera acabaría convirtiéndose en afeminado. Esperé pacientemente a que acabara con la diatriba, y así poder preguntarle qué debía hacer para poner remedio a la situación. Sus obscenas manifestaciones lejos de interrumpirse fueron en aumento hasta que finalmente estalló en una retahíla de insultos tan viles como para escandalizar a los santos y los ángeles.

Se dirigió directamente a la habitación de los chicos, y yo le seguí pegada a sus talones, sin dejar de suplicarle que no fuera demasiado duro en su reprimenda. Encontramos al pequeño con la niñera a quien le había encomendado que lo vigilara durante mi ausencia. Hablaban en voz baja y él parecía muy tranquilo, cosa que me sorprendió porque estaba hecho una fiera cuando lo puse en los brazos de la muchacha. Jean de Craon, convencido de que lo había apartado de sus cuentas sin un motivo justificado, me miró como si quisiera fulminarme allí mismo.

«Por favor perdonadme, mi señor Jean, pero esto es un inesperado cambio; una bendición, por supuesto, pero también algo muy sorprendente porque el niño estaba fuera de sí cuando lo dejé y…»

Sin esperar a que yo acabara con mis súplicas de perdón, Jean de Craon se volvió para dirigirse hacia la puerta, al tiempo que murmuraba una serie de imprecaciones a cual más horrible. Pero en cuanto vio que su abuelo nos había vuelto la espalda, Gilles comenzó otra vez. Chilló y pataleó para atraer la atención del anciano que estaba a punto de abandonarlo como habían hecho su padre y su madre.

¿Qué extraña aberración era esta?, ¿qué desvío de la normalidad, que un niño busque una atención punitiva porque no tiene manera de conseguir una atención más placentera?

Sin embargo, por aberrante que fuera su naturaleza, la rabieta tuvo una repercusión sensacional. Al escuchar los chillidos del niño, Jean de Craon se volvió hacia nosotros con el rostro desfigurado por la cólera y se dirigió directamente hacia su nieto. Gilles continuó con su magnífica interpretación; se tiró al suelo y comenzó a descargar puñetazos contra las piedras con todas sus fuerzas. El viejo enfurecido cogió a mi pupilo por el cuello, lo levantó en el aire y después lo arrojó otra vez contra el suelo como si quisiera aplastarlo, y a continuación comenzó a atizarle de puñetazos mientras yo le gritaba que detuviera aquel despiadado castigo. La aterrorizada doncella escapó de la habitación y me dejó sola en el intento de defender al pequeño de la brutal agresión de su abuelo, quien me apartó con mucha más facilidad de la que hubiese creído en un hombre de su edad. Me levantó la mano y seguramente me hubiese pegado a mí también, aunque yo no era su esposa, de no haber sido por la providencial aparición de un guardia en la puerta de la habitación, que había acudido, alarmado por los gritos.

Aproveché la momentánea distracción del anciano que despachaba al guardia con cajas destempladas para coger a Gilles y escapar, al tiempo que rogaba a Dios que apareciera mi marido o alguien capaz de socorrerme. Con el pequeño Gilles que yacía entre mis brazos como un muñeco roto, escapé por el angosto pasillo entre la habitación del niño y los aposentos de la señora Marie. Conocía muy bien los lugares donde ocultarme, porque todas sus damas de compañía se habían visto obligadas a desaparecer en un momento u otro cuando Guy de Laval se presentaba sin previo aviso dispuesto a recibir las atenciones amorosas de mi señora. En tales ocasiones no había tiempo para retirarse cortésmente, porque él era un libidinoso que no estaba dispuesto a esperar ni un segundo en la satisfacción de su lujuria. La poseía allí donde la encontraba, sobre un banco, contra la pared, incluso de pie en medio de la alcoba, sin esperar a que los demás nos marcháramos. Así que nos escondíamos y esperábamos en silencio a que mi señor Guy acabara con su asunto, cosa que hacía con brusca eficacia.

Tales episodios, por desagradables que me resultaran en su momento, parecían poca cosa comparados con la angustia de ese instante, pero el conocimiento de los escondites en los aposentos me fue muy útil en aquella situación. Cuando entré en las habitaciones de la señora Marie, me volví un momento y vi a Jean de Craon que avanzaba tambaleante como si la cólera lo hubiese emborrachado. Gilles comenzó a moverse inquieto, pero conseguí librar un brazo para cerrar la puerta. Se escuchó el choque de la hoja contra el marco, el ruido sordo de la madera contra la madera. Cuando el hombre ya estaba a punto de caer sobre nosotros, logré pasar el cerrojo de un manotazo. Con un alivio indescriptible, el pasador entró en la muesca, y la puerta resistió. El terrible anciano comenzó a descargar puñetazos y puntapiés con tanta fuerza que las tablas se combaban y crujían como si fueran a partirse en cualquier momento. Con el niño bien apretado contra mi pecho, busqué refugio en un armario, mientras Jean de Craon descargaba su impotente furia contra la madera.

Pasó algún tiempo antes de que sus fuerzas se agotaran lo suficiente como para hacerle desistir de sus intentos de echar abajo la puerta. Permanecí presa de un terror mortal en el interior del armario hasta tener la certeza de que se había marchado. Cuando finalmente salí de aquella sofocante tumba, tenía la pechera de mi vestido empapada con mis lágrimas y las del niño. Por otra parte, el hedor en el armario era insoportable, porque mientras éramos objeto de la persecución de su abuelo, mi aterrorizado pupilo se había hecho todas las necesidades encima. La vergüenza que vi reflejada en su rostro cuando salimos a la luz me partió el corazón.

Unas horas más tarde, cuando el niño limpio y compuesto dormía tranquilamente en su cama, me dirigí al gran salón para buscar a mi marido. Había estado ausente todo el día, y yo estaba desesperada por contarle lo que había ocurrido. Étienne estaba cenando con sus compañeros. El perverso anciano que nos había aterrorizado tanto, compartía mesa con aquel jovial grupo; parecía estar de muy buen humor cuando se levantó tambaleándose como un borracho.

Por unos instantes permanecí paralizada con la espalda contra la pared. Resultaba imposible evitar el encuentro si, llevado por la borrachera, decidía vengarse. Mi única esperanza era que hubiese bebido suficiente hipocrás como para nublarle la visión, y cuando vi sus vacilantes intentos para mantenerse erguido, comencé a creer que mis oraciones habían sido atendidas.

Mientras avanzaba a trompicones hacia mí, hice de tripas corazón y pasé a su lado con la cabeza gacha. Sentí su mirada, pero no lo miré. Se despreocupó de mi persona con un leve gruñido de desprecio y ya no dijo nada más; no intentó detenerme ni hablar conmigo. Fue como si todo aquel horrible incidente en la habitación del niño nunca hubiese ocurrido.

Me gustaría decir que mi marido se mostró horrorizado cuando le narré los acontecimientos de aquella tarde, pero me desilusionó: «El joven amo Gilles es el primogénito de una casa noble y debe aprender a aceptar su posición como gobernante. Para eso necesita ser fuerte».

Yo le repliqué con mucha convicción: «Aprenderá a comportarse con la misma violencia que ahora mismo tiene que soportar».

«Violencia es lo que se le pide, y tú no eres nadie para decidir en estos temas».

Así acabó todo aquel asunto. Me sentí decepcionada del todo.

Gilles de Rais no se presentó aquel día en la audiencia privada como un niño malcriado que necesitaba aprender un poco de disciplina ni tampoco apareció como un gran grotesquerie merecedor de todos los desprecios. En cambio, se presentó precisamente como las personas que habían sufrido las consecuencias de su vileza creían que era antes de que comenzara todo esto: en calidad de hombre rico y poderoso, en la plenitud de su fuerza física, de gran señor con el poder de aplastar a sus acusadores —como si fuesen unos vulgares insectos— a su capricho. Hacía gala de su posición con un insolente aplomo, hasta tal punto de que se podía dudar que hubiese conocido alguna vez el significado de la palabra «modestia». Se había vestido como un dios menor con una finísima capa de terciopelo rojo, bordada en oro y recamada de valiosas joyas desde el cuello al dobladillo. La tela se ondulaba con una maravillosa fluidez, que resultaba muy agradable a la vista.

—Que Dios me perdone, pero es una visión maravillosa —susurró el hermano Damien.

No cabía duda alguna. Gilles de Rais no necesitaba de la belleza para cumplir con su papel en este mundo, porque con su riqueza hubiese tenido más que suficiente para triunfar, de no haberla dilapidado. Así y todo, había sido bendecido con una extraordinaria belleza y en esa ocasión hacía gala de ella como una doncella que exhibe un rubí en su garganta; las miradas acababan por posarse en él, aún en contra de la voluntad. No obstante, algo dentro de aquel hombre era totalmente inhumano, aunque los polvos, los afeites y las cremas lo habían disimulado muy bien hasta la fecha. A la vista de las horribles deformidades de su carácter que salían a la luz, me sentí complacida de que los arteros planes de Jean de Craon para dominar a mi señor no hubieran dado sus frutos.

A pesar de las dificultades, el paso de Gilles de Rais era seguro y su porte, altivo hasta tal punto que inquietaba a la concurrencia. A medida que se sucedían las sesiones del tribunal sin su presencia, más cómoda se había vuelto su existencia, al menos teóricamente, como si él fuera una concepción del demonio y no un hombre que se hubiese entregado sin reservas a su influjo. Su imponente magnificencia hacía prácticamente imposible creer que Gilles de Rais fuese el acusado en todos esos asuntos. En cambio, parecía estar al mismo nivel o incluso por encima de aquellos que se habían reunido para juzgarlo.

Permaneció erguido en un silencioso desafío a aquellos hombres. Jean de Malestroit fue el primero en reaccionar, como era de suponer; se aclaró la garganta una vez y luego comenzó:

—Gilles de Rais, caballero, barón, señor y mariscal de Francia.

Los relatos a cuál más espantoso, los interminables escritos en latín, las madres llorosas, todo lo sucedido antes de ese momento pareció de pronto del todo insignificante. Mi señor subió a la tarima de los acusados con la barbilla bien alta. Apoyó una mano enguantada en el pomo de la espada y permaneció allí en altivo silencio mientras el fiscal de Dios daba lectura a los cargos en su contra.

—… que habéis secuestrado o mandado a vuestros cómplices y partidarios a secuestrar a un gran número de niños…

Se leyeron los nombres. Recé por el alma de otro centenar de hijos anónimos desaparecidos hacía mucho tiempo y amargamente llorados.

—… que habéis abusado de ellos contra natura y practicado con ellos el muy grave y mortal pecado de la sodomía…

Como en un sueño, recordé las palabras que Henriet había pronunciado en sus respuestas durante el interrogatorio posterior a la detención: «Mi señor desdeñaba la cámara natural de las niñas, y buscaba su placer con niños y niñas colocando su miembro entre sus nalgas, para luego moverse rítmicamente hasta satisfacer su lujuria».

—… que vos y vuestros cómplices habéis invocado a los espíritus malignos, habéis ofrecido tributo a los mencionados espíritus y habéis cometido muchos otros crímenes contra Dios, demasiado numerosos para mencionarlos todos.

Ahora fueron las confesiones de Prelati las que acudieron a mi memoria. «Las palabras de la invocación que empleamos fueron las siguientes: "Yo te conjuro, Belcebú, Satanás, por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por la Virgen Madre de Dios y todos los santos del cielo a que aparezcas entre nosotros en persona, hables con nosotros y hagas nuestra voluntad".»

—Se os dará una copia escrita de todos estos cargos tan pronto como se pueda confeccionar una —le informó Jean de Malestroit al acusado—. ¿Comprendéis las acusaciones que se han hecho en vuestra contra por todos estos muchos ciudadanos?

La voz de Gilles sonó muy baja, con una calma casi sobrenatural. Levantó la barbilla un poco más y manifestó:

—Rechazo todos estos cargos y solicito que sean descartados.

«Mon dieu», exclamé con todos los demás. Nadie había previsto una sencilla negativa a ser juzgado. Los jueces y los fiscales celebraron una rápida conferencia en voz baja y con las cabezas muy juntas. Cuando acabaron, Jean de Malestroit miró al acusado con total desprecio.

—Estas acusaciones no han sido hechas a la ligera, mi señor. Ni tampoco han sido presentadas por unos ignorantes. Hay muchas pruebas, algunas de ellas que no admiten refutación, de que sois culpable de los crímenes de los que se os acusa.

—¡Falsedades y difamaciones! —gritó Gilles a voz en cuello—. ¡Lo juro por mi alma!

—Guardaos vuestros juramentos, señor, no vaya a ser que perdáis vuestra alma.

—¡Invocar al demonio! Esas acusaciones son completamente infundadas.

Una vez más, las exclamaciones de asombro sonaron al unísono. Su Eminencia recuperó rápidamente el control de la situación.

—La corte no opina lo mismo, señor. La corte cree que todas las acusaciones son verdaderas. Además, a la vista de la naturaleza de este caso y del peso de las pruebas reunidas contra vos, esta corte considera vuestra apelación del todo frívola y una pérdida de nuestro tiempo. Por otra parte —añadió—, vuestra apelación no ha sido presentada por escrito.

Esta vez fue Gilles quien resultó pillado por sorpresa y se mostró inquieto como consecuencia del anuncio.

—Pero… pero… —tartamudeó—. ¡No me habéis dado la oportunidad de hacerlo! —Levantó las manos y enseñó las palmas como una demostración de que no disponía de una hoja de pergamino ni de recado de escribir.

—La ley requiere que cualquier apelación deba ser presentada por escrito, señor.

—¡Eso es absurdo!

—Por supuesto que no, mi señor —replicó Jean de Malestroit con una sonrisa de complacencia mal disimulada—. Es una ley que lleva en vigor muchos años.

—¡Entonces será escrita! —gritó el acusado—. ¡De mi propio puño y letra si es necesario! Os ruego que me facilitéis todo lo necesario.

Todos los jueces se mantuvieron en silencio durante unos momentos. Finalmente, Su Eminencia respondió a las exigencias del barón.

—Yo os recomendaría que buscarais los servicios de un abogado para tal escrito, si estáis dispuestos a insistir en esta vía. Pero también os digo que será una inútil pérdida de tiempo por vuestra parte, porque no estamos dispuestos a considerar ninguna apelación, por muy elocuentemente que esté redactada.

—¡Esto es algo inaceptable!

Jean de Malestroit se levantó lentamente; advertí en sus manos un leve temblor, que desapareció cuando las apoyó firmemente sobre la mesa. Su voz sonó muy dura.

—No es necesaria vuestra aceptación. Solo es necesaria la aceptación de Dios y de nuestro señor duque. —Después de una pausa, ofreció algo cercano a una explicación, quizá un apaciguamiento, en un tono de voz más razonable—. Podéis estar seguro, mi señor, de que no rechazamos vuestra apelación llevados por la malicia o el desprecio, lo hacemos porque tanto la fe como la razón exigen de nosotros que continuemos las diligencias por el camino que hemos emprendido.

—Estas no son más que mentiras, blasfemias desde la primera a la última, no hay ninguna causa para este juicio. Todo esto no es más que una conspiración organizada por aquellos dispuestos a destruir mi reputación ante Dios y mi rey. Son unos perros que pretenden arrebatarme mis propiedades.

Esto último era una verdad indiscutible, aunque nunca sería admitida por ninguno de los jueces. Mi señor Gilles parecía estar a punto de estallar. Su rostro se enrojeció a más no poder, y una mano temblorosa se deslizó hacia la braquemard que llevaba al cinto, un gesto que provocó la reacción inmediata de los guardias que, como un solo hombre, acercaron las manos a las empuñaduras de sus espadas.

—¡Niego la competencia de este tribunal! —gritó con la voz ronca por la cólera—, y retiro todas mis declaraciones anteriores, excepto mi bautismo cristiano, que no puede ser negado y que me da el derecho a ser juzgado correctamente ante Dios.

De Touscheronde se levantó impulsado por la ira y respondió con el mismo desprecio que le había mostrado mi señor.

—Vuestro juicio será el apropiado, mi señor, y fiel a la verdad. Juro por la salvación de mi alma que todo aquello de lo que se os acusa está basado en testimonios legítimos y verdaderos. Ahora jurad por la salvación de vuestra alma, señor, que vuestras palabras serán verdaderas.

La única respuesta fue el silencio.

—¡Os digo que juréis!

—No lo haré. No admito la jurisdicción de esta corte.

—¡Jurad!

—¡Jamás!

—¡Bajo la amenaza de excomunión, se os ordena que juréis!

El silencio de Gilles de Rais fue tan sonoro como un repique de campanas.

Jean de Malestroit se levantó una vez más y descargó un fuerte golpe con el mazo. Sin dar tiempo a que se apagara el eco, anunció:

—Este tribunal levanta la sesión hasta el próximo martes, once de octubre, día en que se requeriría de vos, señor, que prestéis el juramento de decir la verdad o de lo contrario se os privará de toda esperanza de salvación eterna.

Señaló a Gilles de Rais, quien le respondió solo con una mueca de soberano desprecio. Se adelantaron los guardias y se lo llevaron a sus aposentos para que reflexionara sobre su posición cada vez más insostenible.

Las noticias de esta confrontación corrieron como el fuego por todos los campamentos. Las conversaciones de los agraviados se referían con una exaltación que crecía por momentos hasta el punto de tomarse la justicia por su mano, cosa que llevó a Chapeillon a enviar varios apremiantes mensajes al duque Juan, en los que le advertía de las posibilidades de una insurrección. Durante los días siguientes hubo una interminable serie de reuniones y discusiones entre Su Eminencia y una auténtica legión de consejeros; mis hermanas y yo dedicamos gran parte del lunes a preparar todo lo que se pudiera necesitar para que sus intrigas para la sesión del día siguiente se pudieran completar a tiempo y con comodidad.

No obstante, a pesar de todos sus esfuerzos —que sin duda debieron ser considerables a la vista de la cantidad de comida que necesitaron— parecieron conseguir poco o nada. Al día siguiente, cuando se suponía que el tribunal reanudaría sus sesiones, volvimos a reunirnos, seguros de que conoceríamos detalles todavía más asombrosos. En cambio, nos quedamos atónitos cuando uno de los escribas formuló el siguiente anuncio:

—Este tribunal suspende la sesión hasta el jueves, trece de octubre, a la hora tercia, momento en el que continuaremos con el caso y los casos que se juzgan, de acuerdo como lo que establece la ley.

Mientras esperábamos a que se marchara la multitud, miré hacia abajo desde nuestra ventajosa posición y vi un mar de manos que se agitaban en una violenta protesta y las bocas abiertas que gritaban encolerizadas.

Acabarían tragándonos a todos.

Aquella noche cuando le llevé la cena a Jean de Malestroit, el sonido de nuestras voces se vio apagado por el continuo griterío, que no había disminuido en lo más mínimo. Las gruesas cortinas y tapices que cubrían las ventanas apenas si conseguían disminuir un poco el ruido, incluso a esa considerable altura.

Aparté un poco la cortina para espiar a la muchedumbre que se arremolinaba en la plaza.

—Me recuerdan a la multitud que se reunió por la Doncella.

Su Eminencia se acercó para echar una ojeada.

—Aquello fue algo que preferiríamos borrar de la memoria.

No había la menor posibilidad de que pudiera pasar, por supuesto. Los errores permanecen siempre en la memoria, mientras que los placeres son borrados por las penas y los sufrimientos. Gracias a Dios su ejecución no había sido un error personal de Jean de Malestroit. Sin embargo, no podía escapar del remordimiento común compartido con otros clérigos de las más altas jerarquías por lo mal que había resultado todo. Por aquel entonces, yo solo Llevaba cuatro años al servicio de Su Eminencia; era demasiado novata para asumir las responsabilidades que ahora tengo. Jean de Malestroit parece haber encontrado en mi persona el tipo de fiel ayudante que necesitaba para encargarle las tareas menores de su despacho, y en aquel momento no podía haber encontrado a alguien mejor dispuesto y complaciente. Así fue como aquel terrible día de 1431 me encontré a mí misma en un lugar donde nunca tendría que haber estado, con una visión general reservada a los poderosos.

Mi dolor por la muerte de Étienne era algo casi constante en mi corazón y mi mente, pero el juicio y la ejecución de Juana de Arco lo había borrado todo, al menos por un tiempo. Su Eminencia jura que había una buena y fundamentada razón para creer que ella se había dedicado efectivamente a la práctica hereje de la brujería. Estoy segura de que esa creencia surge de la necesidad de verse absuelto de la complicidad en aquel asunto. Su pecado, quizá todavía no confesado, consistió en no hacer nada.

Sin embargo había una pregunta que había quedado sin respuesta: ¿Cuál había sido el motivo que la había llevado a tener tratos con el demonio? Desde luego no había sido para obtener riquezas ni poder, para hacerse con las propiedades de un hombre, o peor todavía, para robarle el alma. Si había sido una bruja, entonces había sido una bruja guerrera, que había derrotado a los ingleses y elevado al trono al bastardo Carlos. Todavía estábamos rabiando por lo ocurrido en Agincourt, donde los arrogantes ingleses habían arrancado de nuestros pechos nuestros corazones galos para pisotearlos y convertirlos en una masa sanguinolenta como aquel pobre gato en Saint-Étienne. Si Dios no había dado a la Doncella los medios para vencer, entonces era muy justo y adecuado que lo hubiera hecho el demonio. Demasiadas almas ya habían sido sacrificadas por aquella causa, incluida la de mi propio marido.

A pesar de su legendario compañerismo, mi señor no había estado allí para salvarla cuando la ataron en aquella estaca. Muchos de los presentes que habían observado con horror cómo se acababa con la vida de la muchacha habían mantenido la esperanza, igual que yo misma hasta que vi cómo se encendía la paja bajo sus pies, que aparecería mi señor para rescatarla y llevarla a un lugar seguro. Siempre se había comentado que se había estado preparando para hacerlo, porque había pasado por la vecina Louvriers donde había comprado un caballo, armas y vituallas. Todos habíamos deducido por aquellas compras y su proximidad, que se trataba de los preparativos de un rescate. Pero nunca se concretó, y si de verdad había existido una conspiración para salvarla que había sido reprimida, es algo que nunca supimos porque nadie más había vuelto a hablar del tema desde entonces. Quizá mi señor había llegado a creer, como tantos otros, que estaba loca, y que las voces no eran más que los delirios de una lunática, repetidos con muy convincente fervor para beneficio de unos oídos excesivamente dispuestos a escuchar.

Jean de Malestroit y yo habíamos presenciado la ejecución desde uno de los pisos altos del palacio, apartados de cualquier peligro si la muchedumbre se rebelaba. Nunca olvidaré aquel extraordinario gentío. La concurrencia se apiñaba alrededor de la zona acordonada de la hoguera hasta tal punto que parecían hormigas que se subían las unas encima de las otras. Las nubes de polvo se levantaban como el vapor de un caldero hirviendo. Mientras el carro que transportaba a la condenada se abría paso entre la multitud, comenzaron a escucharse los gritos: «Bruja, hereje, hechicera». Despojada de su reluciente armadura blanca, parecía pequeña y patéticamente frágil. El movimiento de la multitud al apartarse para permitirle el paso era como una ola que volvía a cerrarse inmediatamente porque eran muchos los que querían tocarla. En la hora de su muerte, la Doncella no era una guerrera, sino una niña que comprendía muy bien que estaba a punto de morir.

Dentro de mí le gritaba a Dios por qué dejaba que aquello sucediera. Ese tesoro, la fuerza que había detrás de nuestra unificación, estaba a punto de ser consumida por las llamas debido a la voluntad de sus servidores y en su nombre. Quería proclamar a voz en cuello que estábamos matando a la mejor entre nosotros solo para permitir a los hombres a quienes les había salvado el pellejo gracias a su bravura que pudieran presentarse como sabios y poderosos.

Sin embargo, Dios se mostró aquel día: mientras las llamas consumían sus prendas, cuando su carne comenzó a chamuscarse, a humear, a resquebrajarse, mientras cerraba los ojos con todas sus fuerzas y su rostro se retorcía en una mueca de indescriptible dolor, Él trajo a una paloma blanca para que ocupara su lugar en la estaca. Saltó de entre las llamas y se elevó hacia el cielo con unas alas que batían furiosamente el aire por encima del desierto patíbulo.

No fue hasta mucho más tarde que Su Eminencia y yo estuvimos en condiciones de hablar sobre aquello que habíamos presenciado y que apenas si nos atrevíamos a creer.

Los gritos y los gemidos de la muchedumbre eran tan ensordecedores como indescriptibles, pero ¿gritaban aterrorizados por la salvación de sus almas debido a que habían enviado a la muerte a la Doncella o gritaban de alegría porque Dios la había reclamado para acogerla en su seno?

La multitud que se había reunido ese día en la plaza, aunque menor en número, se parecía muchísimo a aquella, y sus integrantes no dejaban de manifestar sus protestas a voz en cuello. El poder y la influencia de Dios no se apreciaban en ninguno de ellos. Quizá le estaban suplicando que prolongara, aunque solo fuera un poco más, el espectáculo del juicio de mi señor, y Él estaba furioso con ellos por tan deplorable deseo.

Así y todo, les sería concedido.

Sus apelaciones, aunque en extremo apasionadas, no sirvieron en absoluto para conmover a sus implacables jueces. Gilles de Rais sencillamente había ido demasiado lejos. Nos reunimos a las nueve de la mañana en la sala de la Tour Neuve, el jueves 13 de octubre de 1440, el año trigésimo séptimo de la vida de Gilles de Rais, y desde luego, el último.

Aunque significaba un riesgo para el desarrollo normal de la sesión, se permitió una vez más la presencia del público en la sala. Jean de Malestroit conocía muy bien la ventaja política de permitir que su impecabilidad judicial fuese presenciada y comentada. Se habían apostado guardias cada pocos pasos en todo el perímetro del recinto para mantener el orden y controlar a todos los que entraban. Cuando se ocuparon todos los asientos disponibles, no se permitió la entrada de nadie más.

Como si les hubiesen invitado a una fiesta, los señores y las damas de Bretaña se presentaron en pleno, elegantemente vestidos con sus mejores prendas, como si quisieran rivalizar con mi señor, quien se había ataviado con gran esmero para la apertura de su juicio final. Contemplé descaradamente las joyas y los hermosos trajes de los hombres y las mujeres; yo nunca me había vestido con tantas galas, ni siquiera en el día de mi boda.

—Estáis mirando de una forma exagerada —me comentó el hermano Damien en voz baja.

—Por favor, dejadme que disfrute de mi momento de pecado.

El hermano Damien exhaló un suspiro y sacudió la cabeza, pero no hizo más comentarios sobre mi comportamiento. Poco después nuestra atención se centró una vez más en el proceso cuando se escuchó una nueva voz, la de Jacques de Pencoëtdic, un notable erudito en leyes. Para aquella ocasión se le había encomendado, por acuerdo de todas las partes, que actuaría como fiscal; era un hombre con una gran experiencia y una intachable reputación de imparcialidad; no podían haber elegido a nadie mejor. Sabía cómo presentar el tema más complicado de la manera más diáfana y comprensible para todos.

La sonoridad de sus palabras dominaba la sala, y el dramatismo con que pronunciaba cada una resultaba apasionante; los grandes señores y las bellas damas permanecían atentos, poco dispuestos a perderse ni una sola de ellas, incluso de las largas y tediosas descripciones de la autoridad del tribunal.

La fascinación de todos los presentes llegó al máximo cuando se comenzaron a relatar los crímenes.

… que estos niños y niñas fueron secuestrados por el mencionado Gilles de Rais, el acusado, y por sus cómplices… Que ellos degollaron, mataron, descuartizaron, quemaron y atormentaron vergonzosamente a dichos niños y niñas. Que el mencionado Gilles de Rais, el acusado, sacrificó a estos niños y niñas al demonio de la manera más abominable; que según muchas otras declaraciones, el mencionado Gilles de Rais, el acusado, invocó a los demonios y a los espíritus malignos y les ofreció el sacrificio de los mencionados niños y niñas, algunas veces después de que estuviesen muertos, y otras cuando agonizaban; que el acusado también practicó el horrible e innoble pecado de la sodomía en estos niños, con total desprecio del receptáculo natural de las niñas; que el mencionado Gilles de Rais, poseído por los espíritus malignos, sin preocuparse de la salvación de su alma, secuestró, mató y descuartizó a muchos niños, a muchos con sus propias manos y a otros, a manos de sus mencionados cómplices. Que él ordenó y dispuso que los cadáveres de estos niños fueran incinerados, reducidos o convertidos en cenizas, y arrojados en lugares ocultos… Que durante los mencionados catorce años también mantuvo relación con hechiceros y herejes, que solicitó su ayuda en numerosas ocasiones para realizar sus propósitos, que se comunicó y colaboró con ellos, prestó atención a sus dogmas, estudió y leyó sus libros referentes a las prohibidas prácticas de la alquimia y la brujería…

En total, se leyeron en voz alta cuarenta y cinco acusaciones. Para cuando se acabó la lectura, varias de las damas estaban muy próximas al desmayo. La multitud de observadores, al mismo tiempo horrorizados e intrigados, había mantenido un profundo silencio durante las repetidas lecturas de un horror tras otro, y ahora parecía completamente aturdidas por aquel espanto. Pero había dos personas entre ellos, ambas mujeres, las señoras Jarville y Thomin d'Araquin, que parecían ansiosas por conocer más horrores cuando terminó la relación. Miraban a mi señor como un creyente mira la imagen de un santo, con la ilusión de que se le pegara algo de su santidad.

—Escandaloso —afirmó el hermano Damien cuando me vio mirar a aquellas dos—. He escuchado decir que Poitou llevó a esas dos a Champtocé para que presenciaran algunos de los asesinatos desde un lugar discreto, y que estaban extremadamente deseosas de contemplar dichas actividades con toda la frecuencia posible.

Me eché hacia atrás, dominada por el horror; cómo cualquier mujer, incluso aquellas que no habían dado a luz a una nueva vida, podían presenciar el asesinato de un niño era algo que superaba toda comprensión, y luego no decir nada…

La voz del fiscal De Pencoëtdic me sacó de mi profundo horror; pronunció el nombre de mi señor y le pidió que se pusiera de pie para enfrentarse al tribunal. Gilles de Rais se levantó y muy erguido se enfrentó a los jueces sentados en la cabecera de la sala.

—Responderéis, señor —dijo De Pencoëtdic con un tono grave—, a estos bien fundados cargos. Lo haréis bajo juramento y en la lengua francesa a todos y cada uno de los artículos de estas acusaciones.

El acusado miró a la concurrencia en la sala, y de vez en cuando su mirada se cruzó con la de alguno de sus pares. Pero solo sus dos admiradoras femeninas tuvieron el desparpajo de responderle abiertamente. Las consecuencias de devolver la mirada a aquel hombre eran sin duda muy graves.

—¿Tenéis la intención de responder, señor? —volvió a preguntar De Pencoëtdic.

El silencio en la sala era tan absoluto que escuchábamos con toda claridad el zumbido de las moscas, y continuó así porque mi señor no ofreció respuesta alguna a la requisitoria del fiscal. Todas las miradas estaban puestas en el gran mariscal de Francia. El siguiente sonido que se escuchó fue el desilusionado suspiro del fiscal De Pencoëtdic, cosa que hizo que todas las miradas se dirigieran a su persona. Lentamente, debido a las dificultades impuestas por la edad, el fiscal se volvió para mirar a Su Eminencia y al fraile Blouyn. Apenas si movió la cabeza en un gesto de asentimiento, algo que pareció una señal convenida de antemano, y luego se sentó en su silla tapizada de terciopelo rojo, convertido una vez más en un anciano mudo.

Jean de Malestroit se inclinó ligeramente hacia delante para dirigirse al acusado.

—Tenéis que responder, mi señor.

¿Por qué iba a responderle a Su Eminencia, su enemigo desde hacía muchos años, si no lo había hecho con el fiscal, que no le guardaba ninguna animosidad? Es algo que no puedo explicar. Sin embargo, fue precisamente lo que hizo. Gilles de Rais miró directamente a Jean de Malestroit.

—No lo haré —replicó con la mayor soberbia.

Todos los presentes soltaron una exclamación de asombro. Negarse a responder a una pregunta de un representante de Dios era un acto de herejía en y por sí mismo. Dirigirse a él sin emplear un título respetuoso también era algo inconcebible.

—Os lo preguntaré una vez más, mi señor, y os aconsejo que consideréis que está en juego la inmortalidad de vuestra alma. Responded.

Era obvio que Gilles de Rais hacía lo imposible por contenerse; era tal su cólera que temblaba violentamente.

«Te juro, Étienne, que pensé que reventaría en cualquier momento; cuando no pudo tener aquello que pedía contuvo la respiración hasta que comenzó a ponerse azul. Luego, cuando soltó el aire, fue un estallido de cólera en estado puro, como un joven toro al que le han metido un dedo en el ojo. El chico no tolera ninguna negativa a sus deseos sin una réplica desaforada… En más de una ocasión me entran ganas de darle unos cuantos azotes, pero lo tengo prohibido.

»Cálmate, Guillemette. No es a ti a quien le corresponde disciplinar al chico.

»Si no es a mí, entonces, ¿a quién? Es algo que se debe hacer».

Ahora teníamos ante nosotros las consecuencias de aquel fallo, fuese quien fuese el responsable del mismo.

—No responderé —afirmó de nuevo. Miró primero a Jean de Malestroit y después al fraile Blouyn. En su expresión no había más que orgullo y desprecio—. Vosotros no sois ahora, como tampoco lo habéis sido antes, mis jueces.

—En el nombre de Dios, quien es y siempre será vuestro juez, os exijo que respondáis a los cargos que han sido presentados contra vos en este día.

Ahora llegó el momento. Gilles de Rais comenzó a gritar a Jean de Malestroit y a sus compañeros jueces. Ante la violencia de sus palabras, los tres se encogieron como si se estuvieran protegiendo de una agresión física.

—No sois más que unos rufianes y unos ladrones que habéis aceptado sobornos para condenarme —vociferó—, y prefiero que me ahorquen a responder ante unos jueces como vosotros.

Se volvió y comenzó a caminar hacia la salida, pero dos guardias lo detuvieron. Forcejeó con ellos y, por un momento, pareció que conseguiría zafarse. De inmediato reinó el caos en la sala. Jean de Malestroit estaba de pie, gritando a pleno pulmón para hacerse escuchar por encima de toda aquella barahúnda mientras los guardias arrastraban a Gilles de Rais y lo volvían a dejar delante de los jueces.

—Quizá sea que no comprendéis completamente los cargos que hay contra vos, mi señor. —Se volvió hacia uno de los escribas—. Leed las acusaciones en francés —ordenó—, para que el barón De Rais pueda entenderlas, a la vista de que no puede comprender la gravedad de su situación cuando se las describen en latín.

Mi señor intentó una inútil protesta.

—Je comprends le latin!

—Demasiado bien —murmuré casi para mí misma.

Me costaba Dios y ayuda quitarle Los doce césares cuando era un chiquillo. Se trataba de un libro cuyo contenido me hacía estremecer. ¡Las cosas que aquellas bestias llegaron a hacer en nombre de la soberanía! Relatos como aquellos podían dañar a un niño al hacer que su alma fuese indiferente a la barbarie. No obstante, Jean de Craon había insistido en que era parte de su educación, y Guy de Laval no se atrevió a contrariar al abuelo del niño.

El pobre escriba se levantó inmediatamente, con el pergamino en la mano, y comenzó a traducir con voz temblorosa. Mi señor se estremeció de rabia una vez más y gritó bien fuerte para que todos le escucharan:

—¡No soy un imbécil! Comprendo el latín como cualquiera de vosotros.

El aterrorizado escriba interrumpió la lectura y miró suplicante a mi obispo que le ordenó continuar con un gesto.

Gilles de Rais dejó de resistirse, pero continuó mirando con inquina a Su Eminencia mientras las palabras francesas se pronunciaban rápidamente. Era la misma mirada que había visto en su rostro cuando alcanzó la mayoría de edad y se quitó de encima la tiranía de Jean de Craon: una fría mirada de desafío. Su voz volvió a escucharse por encima de las tímidas palabras del escriba.

—No haré nada de lo que me pidáis que haga en nombre de vuestro título de obispo de Nantes —tronó. Mientras forcejeaba para soltarse de las manos de los guardias, los miró alternativamente como si quisiera intimidarlos con su furia. Ninguno de los dos fue capaz de soportar su mirada. Llamaron a un tercer guardia para que les echara una mano, y finalmente entre todos consiguieron retenerlo.

Un silencio que no presagiaba nada bueno reinó en la sala mientras Gilles de Rais hacía un patético intento por recomponer su apostura. Se arregló las prendas y se peinó los cabellos, luego miró en derredor. No encontró el más mínimo apoyo en ninguno de los presentes.

Entonces le dominó una calma de aquellas que siempre parecen producirse antes de que comience la tempestad.

Casi podía escuchar la oración que Jean de Malestroit rezaba para sus adentros: «Dios Todopoderoso, si pudiera despojarme de esta toga…». Así y todo prosiguió con su tarea, y reclamó una vez más del prisionero que respondiera o pusiera en duda cualquiera de los cargos que se habían formulado en su contra.

Así continuó la sesión. Cuando Jean de Malestroit insistió por enésima vez en la sumisión del acusado, las reiteradas negativas de Gilles de Rais se habían vuelto tan apagadas que apenas si conseguíamos escucharlas.

Entonces Su Eminencia nos dejó a todos boquiabiertos.

—Por todos los santos, Gilles de Rais, nos forzaréis a que os excomulguemos de la santa fe católica con vuestras heréticas negativas.

El Gilles de antaño reapareció con una cólera vengativa. Se puso de pie y profirió una retahíla de insultos contra Su Eminencia que no me atrevo a repetir por miedo a poner en peligro la salvación de mi alma. Luego, añadió:

—Conozco la fe católica tan bien como cualquiera de vosotros. ¡No soy un hereje! —Hizo una pausa para tomar aliento—. Si he cometido los crímenes de los que se me acusa en esos pliegos, entonces es que me he descarriado de mi fe, algo que no es el caso y, por lo tanto, no me afecta.

—Quizá no, mi señor —replicó Jean de Malestroit—, pero sí os afectan la impudicia y la locura. Fingís ignorancia, pero no se puede creer en vuestras negativas.

—¡Jamás se me ocurriría mentir en un asunto tan grave como este! —Sus palabras sonaban más a súplicas que a afirmaciones—. Me sorprende en demasía —añadió—, que el señor L'Hôpital esté dispuesto a dar la magra información que pueda tener sobre estos asuntos de los que habláis a la corte eclesiástica, y todavía más que permita que se me acuse de tales delitos en nombre del duque Juan.

Todo aquello no era más que paja. De Pencoëtdic se levantó de su silla tapizada y miró a los jueces.

—En representación del duque Juan —comenzó—, reclamo que este hombre sea acusado de desprecio intencionado a esta corte por su negativa, a pesar de nuestra exhortación canónica, a responder a los cargos presentados en su contra.

Ante esta petición del fiscal, los jueces se miraron los unos a los otros con una tácita comprensión. Jean de Malestroit cogió la pluma y un trozo de pergamino, y comenzó a escribir; trazó las letras rápidamente, pero con visible cuidado, porque las palabras que leyó el fiscal cuando le entregaron el trozo de pergamino eran de la mayor gravedad.

—Gilles de Rais, por la autoridad conferida por Su Santidad el papa Eugenio, quedas a partir de este momento excomulgado de la Santa Iglesia Católica.

—¡Apelo! ¡Una pluma, un trozo de pergamino! ¡Escribiré mi apelación ahora mismo!

Lo habían anticipado todo. Jean de Malestroit le hizo una señal a uno de los escribas, quien se levantó para dar lectura a un texto que sin duda se había escrito mucho tiempo antes.

—Esta apelación se rechaza por la naturaleza de este caso y de los casos de este orden, y también a la vista de la monstruosidad de los crímenes de los que se os acusa.

Una exclamación general rompió el silencio que siguió a este anuncio, luego se escucharon gemidos de desesperación, llamadas a la clemencia, ruegos a Dios por la salvación de su alma y plegarias de agradecimiento, todo a la vez. A continuación presenciamos un tumulto como no habíamos visto hasta ese momento en las sesiones. De Pencoëtdic se puso de pie y gritó con todas las fuerzas para hacerse escuchar por encima del escándalo.

—Continuaremos con el juicio.

—¡De ninguna manera! —replicó mi señor.

—Oh, sí, señor, continuaremos.

Se dio lectura a otra prueba de autoridad, mientras Gilles se estremecía como un poseso, tal era su rabia.

—De acuerdo con las enseñanzas del apóstol, la maldad de la herejía se extiende como la gangrena y destruye traicioneramente las almas puras si no se la extirpa a tiempo con el diligente trabajo de la Inquisición, y es justo y correcto proceder aventajadamente con toda la autoridad y la dignidad del Oficio de la Santa Inquisición contra los herejes y sus defensores, y también contra aquellos acusados o sospechosos de herejía, y de aquellos que atentan contra la fe…

Gilles se debatía como una serpiente capturada. Con una fuerza imprevista, se libró de las manos de los guardias y se lanzó sobre la mesa de los jueces. Sentí una terrible opresión en la garganta: era un guerrero, dispuesto a atacar a un obispo que carecía de la destreza o los medios para defenderse. A Gilles de Rais le bastaban las manos para destrozar la garganta de Jean de Malestroit. Los dos guardias trataron de sujetarlo, pero no lo consiguieron en el primer intento. De algún lugar de entre sus prendas sacó una daga que levantó bien alto para descargar el golpe mortal. Ya había comenzado el movimiento descendente cuando los guardias consiguieron sujetarle el brazo.

Me dominó una arcada y me tapé la boca para contener el vómito. Mientras los guardias luchaban con su atacante a menos de un brazo de distancia, Jean de Malestroit continuó sentado, inmóvil y seguro. Sus ojos eran como dos ascuas que miraban fijamente a Gilles para transmitirle un mensaje silencioso: «Lucha si quieres, pero acabarás por ser vencido. Tal es mi poder sobre ti».

Miré con vergüenza y asco cómo los guardias se llevaban a mi señor. Lo arrastraron de rodillas, una posición que solo adoptaba cuando esperaba recibir la absolución. En aquel momento, nunca había estado más lejos de la absolución, y era lo que necesitaba con más urgencia.