Me adelanté unos días en mi llamada a Moskal.
—No esperaba tener noticias tuyas hasta el lunes —dijo, con el acento bostoniano más marcado que nunca.
—Lo pillé —anuncié, segura de que al otro extremo se vería claramente lo feliz que estaba.
—Caray.
Lo dijo en voz baja, como si en realidad se sintiera desilusionado. Era algo que comprendía a la perfección; él quería arrestarlo tanto como yo.
—Sí. Ya tengo firmada la orden de arresto con el nombre del cabrón.
—Bien por ti. Te has movido deprisa.
¿Las sonrisas se transmitían por teléfono?
—Estamos a punto de salir a buscarlo. La orden es por el secuestro de un menor, varios cargos. Solo quería que lo supieras.
—¿No por homicidio? —Su voz sonó todavía más desilusionada.
—Todavía no. Pero quizá tengamos un cadáver. No sé si lo habrán publicado los periódicos locales…
—No puedes calificar al Globe de periódico local, pero también he estado comprando Los Angeles Times.
—O sea que lo has visto.
—Sí. En cualquier caso, no acabo de entenderlo. La víctima era negra, lo que no encaja en tu patrón.
—Estamos actuando sobre la base de que fue un secuestro de práctica.
—Dios bendito. ¿Es que no ha practicado más que suficiente?
—Después tenemos los tres intentos fallidos en un mismo día. Me estaba provocando.
—Ah —dijo él—. Bueno, eso tiene más sentido. Ahora que hay un cadáver, supongo que podrás ir a por el asesinato cuando tengas organizadas todas las pruebas.
—Podemos y lo haremos.
—Muy bien.
Por el tono resignado en su voz, comprendí que Moskal tenía claro que se enfrentaría en algún momento a solicitar con los mejores modales posibles que enviaran a Durand de vuelta a Boston, algo que no sucedería hasta que California completara el proceso de arrancarle los pulmones, Dios mediante.
—¿Cómo es que finalmente lo has pillado?
—Las zapatillas —contesté—. Guardó todas las zapatillas de los chicos.
Casi escuché cómo abría la boca hasta el suelo. Por un momento creía que la comunicación se había cortado.
—¿Pete? ¿Estás ahí?
—Sí —respondió con una voz apenas audible—. Espera un segundo. Puede que tarde, pero no te vayas.
Se marchó y me quedé encadenada a mi mesa por un cordón mientras pensaba cada vez más inquieta: «Me estás impidiendo que salga a detener al malo».
Me pareció que había pasado una semana antes de que apareciera. Las dos copias de la orden de arresto que sujetaba con todas mis fuerzas estaban arrugadas y con manchas de sudor, pero las notaba tan calientes que esperaba que en cualquier momento se desatara un incendio. Por el rabillo del ojo vi cómo mis cinco compañeros comprobaban las armas, se ponían los chalecos antibalas y se aseguraban de que las radios tuvieran las pilas nuevas. La tribu cumplía con todo el ritual previo a la cacería, y yo tendría que correr para no quedarme atrás. Me consumía la impaciencia.
—Perdona —dijo Moskal, cuando reapareció en el teléfono—. Me llevó más tiempo de lo que pensaba. Tuve que comprobar una cosa.
—Por amor de Dios, ¿de qué se trata?
El fax se puso en marcha en el estante junto a mi mesa. La hoja de papel asomó por la rendija.
—¿El fax que estoy recibiendo es tuyo?
—Sí. Si quieres me espero para que compruebes que lo has recibido bien.
La transmisión finalizó al cabo de dos minutos. Lo cogí con verdadera ansiedad. Se trataba de una foto de mucha calidad que había visto en el expediente del caso de Boston Sur.
Pete había marcado los pies descalzos con un círculo.
—Maldito cabrón —susurré en el teléfono.
—Cuando lo detengas, si no te importa, busca un par de zapatillas de baloncesto negras con el logotipo de los Boston Celtics.
—Será un placer.
Formamos dos equipos de tres y fuimos en dos coches. Yo iba con Spence y otro detective en el primer coche; nosotros nos encargaríamos del estudio. Agradecí la compañía, porque estaba nerviosa; era el caso más importante de mi carrera hasta el momento y rogaba para que toda fuera como la seda. Hay tantas cosas que pueden salir mal cuando tienes que arrestar a un sospechoso…
No tenía a Wilbur Durand por un tipo asustadizo; cuando me había hecho su breve visita, se había mostrado como el tipo más insolente que haya pisado nunca una comisaría. Sin duda había tenido muy claro que no podíamos cogerle. Seguramente había hablado con un abogado antes de aparecer. No con el abogado de empresa que habíamos sacado del campo de golf durante el registro, sino probablemente con su muy famosa hermana, la bruja malvada de la costa Este. Era evidente que Sheila Carmichael lo había escuchado todo, pero en cualquier caso, imaginen lo que debe ser decirle a otro ser humano, nada menos a otro que es de tu misma carne y sangre: «La policía sospecha que soy el autor de una serie de secuestros de adolescentes». Seguiría el silencio, porque la persona en la que confías no será tan tonta como para preguntarte si de verdad habías hecho lo que se sospechaba que habías hecho. Luego imaginen la respuesta: «Pensemos en las cosas que podemos hacer para impedir que te enchironen».
Después los abogados se preguntan por qué la gente los tiene por escoria.
Dentro de muy poco nos meteríamos en la recluida existencia de Wilbur Durand con la intención de reventarla y dejarla expuesta a la vista de todos, y que los abogados se fueran al infierno. No dudaba de que ya le habían prevenido con mucha antelación de que no abriera la boca si lo detenían. La entrevista después del arresto sería uno de los mayores retos para cualquiera de nosotros, Frazee incluido, porque el sospechoso estaría preparado, asesorado y con todo bien ensayado.
Y frío como el hielo.
—¿Estás bien? —preguntó Spence.
Seguramente se me notaba desde una legua.
—Sí. No, quizá. Pregúntamelo después de que le haya puesto las esposas y lo tenga en comisaría.
Se echó a reír.
—¿Has hecho las prácticas de tiro?
—Sí.
—Perfecto. No quiero que me pegues un tiro.
—Nadie le va a disparar a nadie. Durand, que yo sepa, no tiene permiso de armas.
—Eso no significa que no la tenga, o que no tenga cinco o seis gorilas con armas y sus respectivos permisos cobrando para ocuparse de sus tiroteos.
—No es su estilo. Esto saldrá a pedir de boca.
—Sí, como si siempre fuera así.
Estábamos entrenados para enfrentarnos a lo que fuera, para esperar lo inesperado. A menos que estuviera totalmente equivocada, Wilbur Durand no buscaría una confrontación armada. Sus balas estaban hechas de materia gris. Si nos disparaba con ellas, quizá nunca sabríamos con qué nos había golpeado.
Había dos coches aparcados delante de la entrada al vestíbulo del estudio. Uno era un Mercedes último modelo, negro brillante con los cristales tintados; el otro un VW Jetta de unos cinco o seis años, también negro. Transmití los números de las matrículas. Mientras esperábamos la respuesta, comprobé el cargador de mi arma, por las dudas.
La respuesta fue que ninguno de los dos vehículos pertenecía a Durand, lo que fue una desilusión. El Mercedes resultó ser un coche de alquiler, cosa que nos devolvió un poco de esperanza, hasta que nos informaron de que lo había alquilado un importante despacho de abogados. Anoté los números en mi libreta y me desabroché el cinturón de seguridad.
—Ninguno de los dos es de su propiedad o de la compañía.
—En cualquier caso puede que esté aquí.
No estaba. El señor Pantalones de Golf y el empleado de toda la vida nos estaban esperando. Ambos insistieron en que Wilbur Durand estaba de nuevo fuera del país.
—¿Así que voló desde donde fuera que estuviese para hacerme una visita y luego se volvió a marchar inmediatamente?
—No puedo saber cuáles son los motivos de mi cliente para ir donde haya ido —gimoteó el abogado. Tenía una pinta un poco más autoritaria vestido con un traje normal, pero no por eso sonaba mucho mejor—. El señor Durand todavía está muy afectado por la intromisión en su estudio. Tiene unos compromisos que cumplir y ahora tiene que emplearse a fondo para cumplir con los plazos.
—No estaba trabajando aquí cuando llegamos.
—Quizá se encontraba trabajando en alguna otra localización. No lo sé. Pero sí sé que no podía trabajar en su estudio con esa clase de interrupciones.
—Solo tenía que pedirnos que nos marcháramos.
—¿Se hubieran marchado del recinto?
Estaba intentando deliberadamente apartarme del tema, y yo le estaba siguiendo el juego.
—¿Dónde está? —pregunté.
—No tengo ni la menor idea.
—Así y todo, usted ha estado en comunicación con el señor Durand.
—Esa es información privilegiada, detective.
Advertí claramente cómo crecía la frustración en mi interior; no tardaría mucho en echarme a gritar de pura rabia. Spence tuvo que darse cuenta porque me tocó el codo e intervino en la conversación para evitarme el mal rato.
—¿Le importa si echamos otra mirada? —le preguntó al abogado.
—Me importaría mucho.
—Cuando regrese —le dije—, por favor, dígale a su cliente que me gustaría hablar con él. Ah, y de paso también podría decirle que tenemos una orden de arresto a su nombre.
El abogado ni siquiera preguntó cuál era el delito.
Abandonamos el edificio y nos pusimos en contacto con el equipo que había ido a la casa de Durand. Solo nos dijeron que en la casa estaba el mismo sirviente que hablaba en jerigonza, y que no había ni rastro de Durand.
No tuvimos más elección que la de marcharnos. Emprendimos el camino de regreso cuando ya se ponía el sol, y sus cegadores rayos inclinados hacían que todo pareciera decrépito.
—Muy bien, ¿cuál es el plan B? —preguntó Spence.
—No hay ningún plan B —respondí—. A duras penas si había un plan A.
Me miró con una expresión de absoluta incredulidad.
—Venga, Lany, no me engañes, tú tienes un plan B hasta cuando pierdes la lima de las uñas.
—No te engaño, Spence. No hay ningún plan alternativo.
—Y ahora ¿qué haremos, compuestas y sin novio?
—No lo sé.
—Creo que se impone sacarlo de la madriguera.
—¿Cómo? —quiso saber Fred—. Tú misma has dicho que el tipo es un artista de las desapariciones. Además, tampoco es algo que podamos lograr ahora mismo.
Un par de jefes y un puñado de detectives de la división estaban presentes en esa sesión urgente. Yo volvía a estar en la silla de los acusados y necesitaba inventarme lo que fuera cuanto antes.
—Conozco a una persona en el Times —comenté—. Hace tiempo que no estoy en contacto con ella, pero teníamos una relación muy buena. Si le ofrecemos algo a cambio, quizá podríamos conseguir que publicara algo referente a que Durand está de alguna manera involucrado aunque evitaríamos decir que se trata de nuestro principal sospechoso. Podría citar «fuentes anónimas del departamento de Policía», así los jefes no tendrán motivos para darle una patada en el culo a nadie.
—¿Confías en ella?
—Sí, creo que sí. Hace tiempo que no hablamos, pero siempre ha sido muy buena persona.
Había esperado una mayor resistencia por parte de Fred, pero por lo que parecía estaba dispuesto a intentar lo que hiciera falta para salir del atolladero.
—Valdría la pena intentarlo —manifestó—. Así y todo, me gustaría echarle una ojeada a lo que vaya a escribir antes de que lo publiquen.
¿En qué demonios estaba pensando?
—No lo sé, Fred. Probablemente pondrá pegas. La libertad de expresión y toda la pesca.
—No pienso corregirle los errores de ortografía, Dunbar. Solo quiero asegurarme de que el espíritu del artículo sea el que nosotros queremos que sea.
—Lo más probable es que a cambio desee algún tipo de exclusiva cuando pillemos al tipo.
—La primera entrevista contigo, ¿qué te parece?
—¿Qué pasa si yo no quiero que me entrevisten?
—Pues lo siento.
Tocaba apechugar.
Fue una negociación delicada, pero al final llegamos a un acuerdo razonable, solo nosotras dos, sin jetazos, sin Fred y sin editores. Mi amiga aceptó publicar el artículo a cambio del acceso inmediato al proceso cuando estuviera en marcha, con independencia de la relación con el resto de la prensa. Además, yo me reuniría con ella durante una hora tan pronto como consiguiera acabar con todo el papeleo del arresto, que dedicaríamos a hablar con entera libertad sobre el caso y cómo se había desarrollado.
Al día siguiente, la mierda comenzó a salpicar por todas partes.
Fuentes anónimas de la policía han revelado que Wilbur Durand, el genio de los efectos especiales y el maquillaje, cuya carrera estelar en Hollywood incluye la participación en algunas de las películas de terror más taquilleras de todos los tiempos, es objeto de investigaciones por su presunta participación en una serie de secuestros de adolescentes en la zona de Los Ángeles. La película que estrenó recientemente, Ellos se comen a los niños, que ha obtenido un éxito espectacular, es la primera realizada por su propia productora, Angel Films. Durand, a sus cuarenta años, está considerado por muchas de las estrellas de Hollywood como el mejor maquillador de su generación, si bien este calificativo no alcanza a abarcar todas sus extraordinarias cualidades. Una actriz, que prefiere guardar el anonimato, ha dicho: «Él es el único que realmente puede conseguir que parezca joven de nuevo».
Después de lo que un detective describió como «una larga y concienzuda investigación», ahora se busca a Durand para que responda a las preguntas relacionadas con el secuestro y desaparición de tres adolescentes, dos de trece años y uno de doce, todos los cuales fueron secuestrados en la zona oeste de Los Ángeles. Uno de ellos lleva desaparecido aproximadamente unos dos años, otro alrededor de un año y el tercero unos dos meses. Objetos que al parecer pertenecían a cada uno de los adolescentes secuestrados fueron encontrados ocultos en el estudio de Durand, y más tarde fueron identificados positivamente por los familiares de los chicos. A Durand también se le investiga por su presunta participación en la muerte de Earl Jackson, de doce años de edad, cuyo cadáver fue encontrado por la policía en un aparcamiento abandonado en las cercanías del aeropuerto la semana pasada.
La policía no ha vuelto a ver a Durand desde muy poco antes de que se descubrieran los objetos mencionados anteriormente, cuando se presentó en la división de Delitos contra la Infancia y se enfrentó a los detectives por el registro de su estudio que consideraba como un acoso por parte de la policía. Durand reclamó que se le devolviera su espacio de trabajo. Como resultado de los datos recogidos durante el confiscamiento temporal y el registro del estudio, una serie de desapariciones de adolescentes ocurridas en los últimos años, que la policía había creído que eran obra de diferentes secuestradores, están siendo investigadas como el trabajo de un único individuo.
Al parecer, se sospechaba desde hacía algún tiempo que Durand estaba involucrado en estas desapariciones, pero las fuentes policiales comentaron las dificultades que habían tenido a la hora de conseguir información sobre el productor de cine. Mencionaron sus muy conocidas tendencias a vivir en reclusión como un obstáculo en las investigaciones.
Asimismo, un miembro de la policía cercano a las investigaciones ha afirmado que la destacada posición de Durand en la comunidad cinematográfica lo ha protegido hasta cierto punto, con una actitud similar a la adoptada con O. J. Simpson cuando comenzaron sus dificultades legales. En palabras de dicho oficial de policía, no es algo poco habitual que los miembros más conocidos de la comunidad cinematográfica de Los Ángeles sean objeto de una consideración especial cuando se ven en dificultades. «Los policías no son diferentes a las demás personas: quieren tener la ocasión de confraternizar con las estrellas. ¿Qué mejor que ser un aliado cuando una estrella tiene problemas?» Cuando se le pidió que comentara estas declaraciones, la portavoz del departamento de policía de Los Ángeles, Heather Maroney, refutó vehementemente tales afirmaciones y las calificó de «irresponsables y carentes de todo fundamento».
Durand está en paradero desconocido y se ha ordenado la búsqueda y captura en todo el territorio nacional. No se cree que vaya armado, pero se le considera extremadamente peligroso, sobre todo para los niños. El portavoz de Durand ha declarado que se «encuentra fuera del país» ocupado en un rodaje, extremo que no ha podido ser confirmado. Debido a su manifiesta habilidad para enmascararse bajo identidades falsas, es poco probable que Durand viaje con su verdadero nombre. La policía de Los Ángeles ha puesto un teléfono gratuito a disposición del público para atender a cualquiera que tenga alguna información referente a su paradero. Aquellos que llamen pueden hacerlo de forma anónima si lo desean, pero cualquiera que suministre una información que dé por resultado la detención de Durand recibirá toda o parte de cualquier futura recompensa.
No habían pasado ni tres minutos desde que dejaran un ejemplar del periódico en la mesa de Fred, cuando me llamó a su despacho.
—En este ejemplar no veo nada de lo que habíamos convenido. —Descargó un manotazo sobre el artículo, que seguramente le tuvo que doler—. De todas maneras, ¿qué es toda esta mierda?
—Te lo dije, tienen editores. Mi amiga no quiso decirle a su editor que todo esto estaba arreglado, así que no pudo mantener fuera los añadidos.
—¡Y un cuerno! Fuiste tú quien metió todo eso.
Tenía razón; había sido yo. Lo colé entre la lectura de Fred y la última revisión del editor. No lo habían suprimido. Pero la verdad era que nunca saldría a la luz.
—No, Fred —le mentí—, no fui yo. Le di mi aprobación a lo que escribió la primera vez y supongo que lo demás se coló de alguna manera. No te olvides de que a esta gente le pagan para que le echen imaginación y estiren la verdad.
—Bueno, supongo que ahora que lo han publicado, a mí me van a apretar el cuello si no cogemos a este tipo cuanto antes. El tuyo, también.
Las fotografías del indescriptible Wilbur Durand aparecían en las portadas de todos los periódicos del país. México y Canadá estaban en estado de máxima alerta para detener al genio fugitivo, y lo mismo ocurría en los países europeos. El suceso ocupaba los titulares internacionales, como era de prever. Tenía todos los ingredientes para que nadie fuera capaz de resistirse, aunque muy pocos quisieran reconocerlo.
A mí no me da vergüenza. Debo confesar que me engancho como la que más con esa clase de intrigas. Supongo que esa es una de las razones más importantes por las que ingresé en la policía; hice mis años de servicio en la calle, pero siempre tuve muy claro que acabaría siendo detective; hay algunas cosas que sencillamente necesito saber. Conseguí algunas de las respuestas en Boston, pero aquello no fue suficiente.
Quiero saber cómo es que un hombre con una riqueza tan inmensa y con tanto poder, un verdadero genio, alguien con un talento envidiable puede convertirse en lo que se ha convertido. Si yo tuviese su dinero y su cerebro, me dedicaría a gobernar el mundo, porque eso es lo que puedes hacer cuando tienes lo que él tiene.
Otra cosa que me gustaría saber es cómo unos padres con esa clase de hijo pueden ser incapaces de darse cuenta y de fortalecer sus capacidades. Eso en sí ya es un error muy grave, pero ir todavía más allá y causarle daño, bueno, eso seguramente tiene que ser un delito.
Por último, alguien tendría que explicarme por qué en lo más profundo de mi corazón hay algo que se compadece de ese monstruo, cuando mi cerebro no deja de gritar ni por un momento: «Ejecutad a ese cabrón, ya».
Todo el mundo parecía querer colgarse medallas cuando el caso salió a la luz. Teníamos a todos los psiquiatras, a todos los psicólogos forenses y a todos los especialistas del país suplicándonos que los dejáramos participar. Este caso sería una vaca lechera para cualquiera que supiera ordeñarla, y hacían cola, se empujaban y peleaban entre ellos para ver quién se hacía con un puesto que ya estaba ocupado por Errol Erkinnen, que se lo había ganado a pulso desde el primer día.
A través de la línea abierta al público recibíamos miles de llamadas todos los días. Nos volvimos locos investigándolas.
«Lo vi en el drusgstore, ya saben, aquel que está junto a la gasolinera Ultra Mart… Estaba delante de mí en la cola del cine. Yo había ido a ver Ellos se comen a los niños, así que por narices tenía que ser él, porque él hizo la película».
«Lo vimos en el aeropuerto. Iba vestido como Greta Garbo, con un abrigo de piel y sombrero. Con el calor que hace, imagínese lo que es llevar un abrigo de piel; nadie lo haría a menos que tuviera un motivo muy poderoso, así que tenía que ser él».
«Lo vi cuando intentaba entrar en los vestuarios del estadio de béisbol. Llevaba un guante viejo en una mano».
O el colmo del disfraz: «Vestía de uniforme. Lo vi charlando en una esquina con otros dos polis. Ellos no se daban cuenta, pero yo lo pillé en el acto. Sabía que era él».
La locura de la prensa se acercaba a la marca de O. J. Simpson. Todos los días cuando entraba y salía de la comisaría, allí estaban todos con las unidades móviles, las cámaras al hombro y los micrófonos de las radios. Mujeres peinadas y maquilladas a esa hora de la mañana, hombres vestidos de Armani antes del amanecer. ¿Qué podía motivar a alguien a hacer algo así? Por supuesto era la esperanza de aparecer en una de las imágenes que propulsaría al afortunado a la estratosfera de la popularidad. Esa era una de las maneras de conseguir figurar en los índices de audiencia.
Supongo que todos los trabajos tienen sus «números».
Me sentía extrañamente aislada de todo aquello, cortesía del anonimato que Fred insistía en que mantuviera hasta que tuviéramos las cosas más controladas. Por una vez, estuve de acuerdo con él. Antes de que identificáramos a Durand había muy buenas razones para mantener al público apartado. Ahora que sabíamos que era él, necesitábamos la ayuda del público sin interferencias, una situación muy delicada que solo se podía conseguir con un excelente trabajo de relaciones públicas. Por primera vez en mi carrera como policía, comprendí lo que hacía de verdad Heather Maroney como portavoz del departamento: era la primera línea en la batalla con los civiles. Era muy difícil que alguien dentro del departamento me descubriera, a menos que yo tuviera algún enemigo desconocido entre el personal, y eso era poco probable porque siempre había tenido mucho cuidado en no ofender a nadie. A Fred le preocupaba mucho más que alguien de la organización de Durand revelara mi identidad.
Me descubrieron, pero no fue nadie del departamento ni tampoco nadie de la prensa. Fue el propio Wilbur Durand quien finalmente se encargó de informar al mundo quién era yo.