Jean de Malestroit me envió recado para avisarme de que pasaría el resto de la velada en compañía del fiscal De Touscheronde y el fraile Blouyn con el fin de discutir los procedimientos del día siguiente. Cené en compañía de las demás hermanas del convento, quienes se lanzaron sobre mi mano picoteada como un enjambre de médicos. Aunque había muchas cosas que hubiese querido discutir con Su Eminencia referentes a los acontecimientos del día, debo confesar que la compañía de las mujeres fue un agradable cambio después de pasar tantos días en ambientes exclusivamente masculinos. Nos reunimos alrededor de la larga mesa en el salón principal de nuestro convento. Nunca había visto a nadie persignarse con tanta rapidez en todos los años que llevaba allí: un toque en la frente, un velocísimo vaivén a través del pecho y luego comenzaron los murmullos referentes a las intrigas del día. Pero en sus comentarios no había ni rastro de la desesperación que había escuchado en la plaza, una falta de ansiedad que me resultaba tan reconfortante como la comida que nos acababan de servir. Después de cenar me retiré a mi habitación y me encontré con la bendición añadida de la soledad.
Soledad; pensamientos. Uno sigue naturalmente al otro y ¿en qué otra cosa podía pensar sino en todo lo que había descubierto en Champtocé? ¿Qué parte de todo aquello se podía contar, si es que había alguna, y a quién? No le había escrito a mi hijo en Aviñón en toda una quincena, y eso a pesar de que había recibido dos cartas suyas en ese tiempo, ambas llenas de los más tiernos sentimientos hacia mí y una gran curiosidad por el desarrollo de los acontecimientos. Quería responderle con un relato de lo que se había sabido hasta ese momento en las audiencias, pero no sabía cómo poner manos a la obra sin confesarle que ya conocía el destino de su hermano y que una terrible sospecha había invadido mi alma.
«Querido hijo, hemos tenido una visita del demonio en persona encarnado en la forma de un cuervo. A tu hermano le arrancaron las vísceras, pero no fue un jabalí…»
No era capaz de redactar un comienzo satisfactorio. Después de intentarlo varias veces me rendí a mi propia incompetencia y me dediqué a bordar, con el consiguiente gasto de varias velas. Pero cada vez que una hebra atravesaba la tela y quedaba bien firme en su lugar, estaba una puntada más cerca de una decisión. Cuando finalmente me metí en la cama dispuesta a dormir, la había tomado, aunque no por eso reinaba la paz en mi corazón.
La mañana nos trajo una repetición de la jornada anterior. De Touscheronde comenzó la sesión del día con la presencia de otra testigo a quien le habían robado el hijo.
—Estas historias comienzan a provocar más bostezos que lágrimas. ¿Cuántas más tendremos que escuchar? —me susurró el hermano Damien.
Me encogí de hombros; la mujer hecha un mar de lágrimas volvió a su asiento. De Touscheronde se acercó a la mesa de los jueces para mantener una muy grave discusión entre susurros con Jean de Malestroit y el fraile Blouyn sobre lo adecuado de algún punto legal. Después de varios gestos de asentimiento de todas las partes, De Touscheronde se volvió hacia la concurrencia. Llamó al estrado a Perrine Rondeau. Una mujer que recordaba haber visto el día anterior entre la muchedumbre se levantó de su asiento en los primeros bancos de la capilla.
«Mi marido está enfermo desde hace muchos años, y durante un período en que se encontraba bastante mal, decidí alquilar algunas de las habitaciones de mi casa como ayuda para cubrir los gastos. Para él fue motivo de mucha vergüenza, pero por supuesto no se encontraba en condiciones de trabajar. El marqués De Ceva y el monseñor François Prelati se alojaron en las habitaciones del piso superior durante un tiempo; yo también tenía mi cuarto en la misma planta, aunque era mucho más modesto. Una noche me sentí tan mal al creer que estaba a punto de perder a mi marido, que mi ama de llaves me llevó a la habitación que ocupaban Prelati y el marqués, convencida de que me sentiría mucho mejor si descansaba en un lecho más cómodo. Los caballeros habían marchado a Machecoul y todos creíamos que pasarían la noche allí. Pero el marqués y monseñor Prelati regresaron bastante tarde, ambos muy borrachos. Cuando me encontraron en la habitación, que reclamaron como suya justificadamente o no, montaron en cólera.
»Yo estaba muy nerviosa, lo admito; sin embargo no tenían ningún derecho a tratarme como lo hicieron. Primero me insultaron vilmente, y luego me sujetaron, uno por las manos y el otro por los pies, e intentaron arrojarme desde las alturas. De no haber sido por la intervención de mi ama de llaves, me hubieran arrojado sin más por encima de la balaustrada quizá con consecuencias fatales. Entonces, ¿quién hubiese cuidado de mi marido? Desde luego que no hubiesen sido el marqués ni el monseñor Prelati.
»Mientras estaba tendida en el suelo de la primera planta, los dos me patearon la espalda repetidamente con sus botas puntiagudas, y desde entonces no he vuelto a ser la misma.
»Más tarde, durante aquella misma noche, escuché al marqués De Ceva decirle a Prelati que le había encontrado a un joven paje muy bello en Dieppe. Monseñor Prelati se mostró encantado, y al cabo de unos cuantos días se presentó un chiquillo muy hermoso, que dijo ser de una muy buena familia de la región de Dieppe. Se alojó con monseñor Prelati durante unas dos semanas, y durante ese tiempo lo vi en repetidas ocasiones siempre en compañía de Prelati. Entonces, de repente, el chiquillo pareció desvanecerse; su amo iba y venía sin él. Así que pregunté por él. Monseñor François se mostró muy inquieto y afirmó que el paje, por mucho que se vanagloriara de pertenecer a una buena familia, se había aprovechado de su confianza y se había marchado después de robarle dos coronas de oro. Que Dios maldiga a ese infame ladrón, dijo Prelati.
»Me sentí muy desconcertada por esta afirmación; el chico me había causado muy buena impresión y me había parecido muy honrado. No soy de las que suelen equivocarse a la hora de valorar a las personas.
»No mucho después, monseñor Prelati y maese Eustache Blanchet dejaron mi casa para alojarse en Machecoul. Escuché decir que habían echado de su casa a un hombre llamado Cahu y que le habían arrebatado las llaves de la manera más innoble y con gran violencia. Yo conocía la casa en cuestión porque había estado en Machecoul en repetidas ocasiones acompañada de mi marido. La casa estaba lejos de las otras viviendas, en los arrabales del pueblo: tenía su propio pozo, pero a pesar de esta bendición, el edificio presentaba un estado ruinoso; desde luego, nadie lo hubiera considerado una residencia adecuada para personas honorables.
»El marqués De Ceva continuó alojado en mi casa; creo que encontraba mis habitaciones más adecuadas para un caballero. Exigía mucho de mí, incluso en los momentos en que yo estaba claramente angustiada por la salud cada vez más debilitada de mi marido, pero siempre demoraba mucho el pago de las cantidades debidas, y cuando las pagaba, las monedas nunca las entregaba hasta después de largas y agrias discusiones sobre lo que debía en realidad, y de que yo soportara los más ofensivos comentarios referentes a que le engañaba en las cuentas. François Prelati y Eustache Blanchet venían con frecuencia desde su miserable albergue en Machecoul para visitar al marqués y a menudo se quedaban con él en mis habitaciones, pero así y todo no abandonaban la ruina de casa donde estaban viviendo. Lo que hacían eran dejar allí a sus pajes para mantener su posesión. Más adelante comprendí que tenían buenas razones para hacerlo.
»Sucedió que tuve que permanecer en Machecoul durante varios días mientras mi marido consultaba a un médico, muy poco antes del arresto de mi señor Gilles; ya corrían numerosos rumores sobre los problemas a que se enfrentaba, así que sentí curiosidad por saber qué estaba pasando en la casa de Cahu. Me acerqué unas cuantas veces y, oculta entre unos arbustos cercanos, observé las idas y venidas de estos hombres y sus sirvientes; todos parecían muy inquietos.
»Un día, mientras los observaba, sacaron una carretilla cargada con cenizas de la casa de Cahu. Era mucha la cantidad de polvo gris que se desparramaba, y el joven que la empujaba, de un aspecto tan delicado que casi parecía una jovencita, tenía dificultades para evitar que se volcara. Así y todo, parte de la carga se cayó al suelo. No sé dónde se llevaron el resto, pero tan pronto como se presentó la oportunidad, me acerqué a las cenizas derramadas. Noté que era sebosa al tacto cuando la froté entre los dedos, y el olor… Dios mío, no se parecía en nada a la carne asada de ningún animal que yo conociera. Separé unos restos duros y les quité el polvo. Eran blancos y me parecieron de huesos cuando los mordí.
»Entonces me di cuenta de lo que tenía en la mano, y que antes me había metido en la boca, y me entraron unas náuseas tremendas. Dios me libre, pensé para mis adentros, son huesos humanos, quizá los de aquel joven paje tan hermoso. Comencé a escupir; seguí escupiendo hasta que desapareció de mi boca el último resto de aquel sabor».
Comenzó a escupir en el suelo de la capilla como si quisiera hacernos una demostración, y sin previo aviso, comenzó a sacudirse y a temblar como si le hubiese atacado el mal de San Vito. Solo se veía el blanco de sus ojos mientras se convulsionaba de una forma patética.
Una vez más, Jean de Malestroit comenzó a levantarse, pero antes de que completara el movimiento, ella ya se había recuperado.
—Oh, os pido perdón, señores. Sufro de ataques y, cuando estoy angustiada parecen darme con mayor frecuencia.
La sospecha y la preocupación se mezclaron en el rostro de Jean de Malestroit.
—¿Podéis continuar, señora?
—Por supuesto, mi señor.
«No mucho después advertí que se acercaban de nuevo los sirvientes, así que volví a ocultarme entre los arbustos. Me daba mucho miedo estar tan cerca, pero no había otros lugares donde ocultarme. Quizá no estaba a más de dos pasos largos de monseñor Prelati cuando salió de la casa cargado con varias cosas que vi con toda claridad. Entre ellas había una camisa tan pequeña que solo podía pertenecer a un niño. Estaba cubierta de sangre y otras manchas. La mantenía lo más apartada posible, y no me sorprendió que lo hiciera, porque incluso desde donde yo estaba la podía oler; desprendía un horrible olor fétido, y una vez más creí que vomitaría. No obstante, conseguí retener la bilis que pugnaba por escapar de mi boca, y miré atentamente mientras Prelati pasaba por delante de mi escondite. Me alegré de que la camisa no pudiera hablar; no tenía el más mínimo interés en saber cómo habían hecho un corte tan limpio a la altura del abdomen, y que ahora estaba rodeado de sangre».
No escuché nada más de lo que los testigos dijeron aquel día.
Jean de Malestroit se encontraba solo en su despacho cuando fui a verlo más tarde, con la mirada fija en la luz de una solitaria vela; en aquel momento no era el brillante diplomático, sino un humilde hombre de Dios en medio de la penumbra que parecía entregado totalmente a reflexionar en un complicado tema de fe. Se sujetaba la cabeza con ambas manos; en lugar de la habitual respiración normal, esta vez escuché unos profundos y dolorosos suspiros.
Carraspeé muy discretamente para llamar su atención. Pasaron unos segundos antes de que desapareciera su expresión de profunda angustia y su mirada se encontrara con la mía.
—Guillemette —susurró. Había afecto en su tono, y también un cierto alivio.
—¿Os perturbo, Eminencia?
—Ya estoy profundamente perturbado.
—Quizá deseáis permanecer a solas…
—No, por favor… la verdad sea dicha, estaba a punto de enviar a buscarte. Estoy cansado de mis propios pensamientos y anhelo el sonido de otra voz. Disfrutar de tu compañía es algo que agradezco en estos momentos. Estoy harto de las personas con quienes me veo forzado a rozar durante estos días, y me incluyo entre ellas.
Pasaba horas con los llorosos testigos que repetían la misma historia, y los arteros abogados, cada uno animado con la ilusión de complacer al duque Juan más que los demás. Los severos escribas que estaban pendientes de cada una de las palabras que se decían en la capilla eran sus constantes compañeros. Los abogados, los fiscales y los dignatarios que lo rodeaban, todos con las miradas puestas en las ventajas que obtendrían del resultado de ese juicio. Se le había encomendado la muy difícil tarea de guiarlo hasta su conclusión en nombre de Dios. Su inquietud era más que comprensible.
Así y todo, los dos sabíamos que podía haber sido mucho peor.
—Imaginaos por un momento lo mucho más preocupantes que hubiesen resultado estos dos últimos días de haber decidido mi señor agraciarnos con su presencia.
No era mucho consuelo que digamos.
—No puedo —replicó en voz baja—. Llegará el momento en que tendrá que volver a presentarse. No sé cómo conseguiré mantener el orden cuando eso suceda.
Había nuevos testigos que declararían por la mañana, y no existía ninguna razón para dudar de que mi señor tampoco se presentaría. En algunos aspectos, aquella ausencia hacía más fácil sobrellevar todo aquel asunto porque Gilles de Rais, sodomita, asesino, conjurador de demonios, seguía siendo todavía Gilles de Rais, mariscal de Francia, héroe, barón y caballero. Resultaba más sencillo verlo como un terrible monstruo en su ausencia que en su espléndida presencia.
—Estos testimonios darán lugar a la aparición de nuevos cargos —prosiguió el obispo—. Si se niega a presentarse, entonces supongo que tendremos que traerlo a la corte por la fuerza. No obstante, sospecho que se presentará antes de que sea necesaria la coerción. —Apoyó una mano sobre la mía en un gesto de afecto—. ¿Estás preparada para cuando suceda?
Gilles de Rais no se presentaría en la corte como un cordero para luego escuchar en silencio cómo se le lanzaban las más espantosas acusaciones; se mostraría fiel a su belicosa naturaleza y ofrecería una majestuosa batalla.
—Creo que lo más pertinente sería pensar en la preparación de mi señor. En cuanto a mí misma, supongo que estoy todo lo preparada que podría estar.
No se trataba de una declaración completamente sincera; no estaba preparada a grado cabal, pero eso no tenía ninguna relación con ver a mi señor en la corte, y precisamente para hablar de ese tema abordé cautelosamente a Jean de Malestroit.
—Las declaraciones de Perrine Rondeau fueron muy intrigantes, ¿no es así?
El obispo aún estaba distraído.
—Sí, mucho, sobre todo por la diferencia con las declaraciones de los demás testigos.
—Fue muy atrevida a la hora de espiar todas aquellas idas y venidas.
—Demasiado.
—No puedo imaginarme a mí misma en semejante posición, por mucho que hubiese podido ganar. Así y todo, me pregunto —añadí con mucho cuidado—, si alguien sabe qué se hizo de las cosas que Prelati y los demás sacaron de la casa de Cahu, aparte de las cenizas que describió Perrine.
Me miró con una súbita expresión de curiosidad.
—¿A qué se debe tu interés?
—Me gustaría examinarlas.
—Dios bendito, ¿por qué?
—Porque creo que podría aprender algo de ellas.
—¿Qué más se puede aprender de esos objetos? Son la obra del demonio, y por lo tanto, despreciables.
—Podemos conocer al demonio por sus obras —repliqué.
Frunció el entrecejo al tiempo que manifestaba su más sincera desaprobación:
—Serán un montón de cosas a cual más espeluznante: sangrientas, malolientes, cosas muy pocos adecuadas para que las vea una mujer, y mucho menos alguien de tu posición. ¿A qué se debe esta súbita mórbida fascinación?
Fue una negativa expresada con mucha elegancia, su contenido respetuoso de mi supuesta delicadeza, algo que atribuía a mi «posición», cuya naturaleza apenas si podía definir en estos momentos.
—Solo pensaba, quiero decir, me preguntaba si se podía deducir algo más con la observación de los objetos asociados con estos crímenes, eso era todo.
—¿Cuál es el fin que requiere tal conocimiento?
«Un fin que ahora mismo no puedo manifestar».
—El fin de que constituyan una prueba, por supuesto —respondí—. Las pruebas de los crímenes de los que se acusa a mi señor.
—No se necesitan pruebas.
No me había esperado esa respuesta.
—Entonces, ¿cómo se le condenará sin pruebas?
—Confesará sus crímenes.
Mi primer pensamiento fue: «Jamás».
—Gilles de Rais no confesará —afirmé—. El orgullo no se lo permitirá.
—Lo hará, te lo aseguro. Responderá a Dios por sus crímenes, y por voluntad propia, aunque primero tengamos que torturarlo; si es necesario el tormento, entonces será aplicado.
—Así y todo —señalé, con un tono cercano a la súplica—, quiero ver las pruebas. Necesito verlas para que la paz vuelva a mi corazón. —Me tapé el rostro con las manos y comencé a llorar suavemente, y poco a poco mis sollozos fueron en aumento hasta que acabé llorando a moco tendido.
Al día siguiente lamentaría esa espléndida representación y me arrepentiría fervientemente, porque mi obispo era un buen hombre que no se merecía ser víctima de ese vil engaño. Las acertadísimas palabras de la hermana Claire sobre la predecible similitud de los hombres, incluso los más poderosos, resonaron en mis oídos. Solo los más duros de corazón, como el monstruoso Jean de Craon, podían escapar a la influencia de las lágrimas de una mujer. En honor a la verdad, debo decir que mis lágrimas no eran del todo falsas.
Jean de Malestroit fue incapaz de ocultar su malestar cuando dijo:
—Oh, de acuerdo, si significa tanto para ti. Preguntaré dónde han ido a parar esas cosas. Pero no te hagas muchas ilusiones. Es probable que ya las hayan tirado o perdido.
Sabía que mi querido obispo probablemente estaba en lo cierto: era algo muy poco realista suponer que la camisa, del todo inservible, continuaría en el poder de alguien, y por supuesto ninguno de los rufianes guardaría una prueba de su culpabilidad. ¿Dónde podría estar, sin que arruinara todo aquello que estuviese a su alrededor?
François Prelati sin duda sabría qué se había hecho de la prenda, pero era un truhán que intentaría negociar ese tipo de información a cambio de alguna ventaja en el juicio. No tenía nada para ofrecerle. Mi único recurso era buscar a Perrine Rondeau. Sabía que ella había venido a Nantes para asistir al juicio con muchos otros, que habían instalado sus residencias temporales en la periferia de la ciudad. Se habían montado grandes campamentos para los viajeros cerca del río. No tenía más que ir de hoguera en hoguera y preguntar si alguien sabía dónde estaba; se había hecho conocida entre la muchedumbre gracias a la fuerza de su carácter.
Cuando la encontré a la mañana siguiente antes de que comenzara el juicio, el temperamento jovial de Perrine Rondeau demostró que se había recuperado totalmente de los sufrimientos padecidos mientras declaraba el día anterior. Entonces había dicho lo que había venido a decir y había dado por acabado el tema. A diferencia de muchos otros que conservarían el dolor de la declaración, ella no había perdido a un hijo.
Cerca del río había un fogón hecho de piedra donde los pescadores a menudo asaban los pescados que capturaban en las aguas fangosas. Madame Rondeau había colocado una gruesa rama verde sobre los bordes que aguantaba una olla por el asa. Allí estaba ella, canturreando mientras revolvía las gachas con una espátula; sus amplias caderas se movían al ritmo del movimiento circular de su brazo. A sus pies, sobre un mantel, había una piedra plana bien limpia sobre la que volcaría las gachas cuando estuvieran en su punto. Después, en cuanto se enfriaran, cortaría aquella masa en varias porciones que se podían comer con la mano. Era una papilla gelatinosa e insípida, pero llenaría los estómagos de las personas hambrientas que esperaban unos pasos más allá, ninguna de las cuales seguramente poseía los boles y los cubiertos para comerla correctamente. Cuán habituada estaba ahora a estas bendiciones: una mesa, un bol, una cuchara, abundancia de comida que se podía comer caliente y con dignidad. Algo habitual para mí, pero todo un tesoro para los pobres. La arbitrariedad de Dios a la hora de repartir la fortuna era algo que nunca había comprendido.
Así y todo, Él había bendecido a Perrine Rondeau con una maravillosa generosidad, que ahora ella utilizaba en beneficio de aquellos que" nada tenían. El vapor que se elevaba de la olla hacía que se le rizaran los cabellos que se escapaban del moño que los recogía. Llevaba un delantal verde sobre el vestido y se había arremangado hasta los codos.
Miró mis hábitos y me saludó respetuosamente.
—Buenos días, madre.
—Buenos días. ¿Sois madame Rondeau?
—Lo soy.
—Dios os bendiga, madame. Anoche os tuve presente en mis oraciones después de haber escuchado vuestro testimonio. Confío en que estéis plenamente recuperada del súbito trastorno que os afectó.
—Así es, por cierto. Muchas gracias a vos por mencionarme en vuestras oraciones. Los ataques van y vienen. Pero siempre acabo por recuperar mis sentidos.
—Sois una mujer muy valiente y también muy tenaz en vuestras empresas.
—Ah —replicó—, algunos dirían que solo soy demasiado curiosa.
—No juzgaré vuestra conducta, madame, y considero que vuestra curiosidad ha resultado ser de un gran servicio.
—No siempre es así. —Sonrió con un leve toque de picardía—. Pero si lo que dije sirvió para favorecer la causa del fiscal, entonces me alegro de ser una curiosa. Tampoco me importa haber prestado declaración. Siento una gran pena por todos aquellos que han perdido a sus hijos. Sobre todo por la mujer que habló anteayer, cuando suspendieron la sesión.
Sacó la espátula de la olla, la golpeó varias veces en el borde para que se desprendieran los grumos de la mezcla y luego la dejó atravesada sobre la olla. En cuanto tuvo las manos libres, las unió para musitar una oración y, después de persignarse, cogió de nuevo la espátula y reanudó la tarea de revolver las gachas con el mismo ritmo.
—Y aquello que le pasó a ella en la capilla… y a vos…
Oculté la mano vendada en las profundidades de la manga.
—No es nada serio, y en cuanto a madame Le Barbier es una mujer muy fuerte. Estoy segura de que se recuperará totalmente de lo que aquel cuervo…
Se apresuró a interrumpirme.
—Madre, perdonad la impertinencia porque no es mi intención —dijo Perrine Rondeau—, pero aquel no era un cuervo. Era el mismísimo demonio, disfrazado y enviado por Gilles de Rais, para castigarla por las duras palabras que pronunció contra él.
¡Qué tremendo impacto ejercía la brujería en todos los hijos de Dios!
—En ese caso, madame, sin duda todos estamos condenados, porque muy pocas palabras amables se han dicho últimamente.
La buena mujer volvió a repetir el ciclo de golpear la espátula, rezar y persignarse.
—Dios cuidará de nosotros —afirmó al tiempo que agitaba la espátula para acentuar sus palabras. Un trozo de pasta cayó de nuevo en la olla—. Bueno, esto no será la comida de un rey, pero llenará muchos estómagos. ¿Comeréis con nosotros, madre? Hay en abundancia.
—Sois muy amable, madame; ya he desayunado. Pero si me podéis dedicar unos momentos, quisiera preguntaros una cosa, se trata de algo que mencionasteis ayer: la camisa. Dijisteis que habíais visto a Prelati llevársela de la casa de Cahu poco antes de que arrestaran a mi señor.
La matrona miró las gachas y frunció el entrecejo.
—Era algo horroroso de ver, y de un olor insoportable. Manchada toda la pechera con sangre y excrementos. El hedor llegó hasta mí entre las hojas y las ramas; solo el temor a que me descubrieran me impidió vomitar.
Movió la cabeza hacia un lado para señalarme a un hombre que dormía tumbado en el suelo un poco más allá.
—La distancia que nos separaba no era mayor que la que me separa de ese hombre. Quizá menos.
—Por consiguiente, pudisteis ver la camisa con toda claridad.
—Por supuesto. Monseñor Prelati la sostenía con las dos manos y con los brazos extendidos para mantenerla bien apartada de su cuerpo. Digamos que prácticamente me la encontré debajo mismo de la nariz.
—Mencionasteis un desgarrón, en la tela, aproximadamente en el medio.
—No era un desgarrón sino un corte recto; para mí solo se pudo realizar con un cuchillo —manifestó. Acababa de darme respuesta a una pregunta que aún no le había hecho.
La mórbida fascinación que había mencionado Jean de Malestroit comenzaba a dominarme y tuve la sensación de que estaba cometiendo un pecado.
—¿Recordáis, madame, en qué parte de la camisa estaba el corte?
—Desde el faldón hasta casi el cuello. A cada lado del corte, la tela estaba tan empapada de una sangre casi negra que los bordes no se doblaban. Me llamó la atención la parte inferior del corte donde los bordes eran irregulares.
En mi mente apareció con toda claridad una imagen de lo que la buena mujer acababa de describir. Me imaginé el cuchillo en el momento en que penetraba en el blando vientre del niño y me tambaleé. Apoyé una mano en el brazo de la señora Rondeau para recuperar el equilibrio. Ella me miró con evidente preocupación.
—No es más que un vahído —la tranquilicé—. Se me pasará de inmediato.
Antes de que eso ocurriera, otras terribles imágenes desfilaron con toda su crudeza por mi mente. Inspiré lenta y profundamente hasta conseguir serenarme.
—Parece imposible llegar a otra conclusión que no sea que el cuchillo cortó la camisa y el cuerpo del niño al mismo tiempo.
—Así es, madre. Al niño que vestía esa camisa lo mataron como a un cordero.
Un corte limpio excepto en la parte baja; intenté imaginarlo.
—Madame, ¿recordáis hacia dónde parecía extenderse la mancha de sangre?
Durante unos momentos, Perrine Rondeau se dedicó a revolver las gachas rítmicamente mientras su mirada se perdía en la distancia. Dejó la espátula apoyada en el borde de la olla antes de responder a mi pregunta.
—Había una gran cantidad de sangre alrededor del agujero del cuello. Por lo tanto, tuvo que derramarse hacia arriba. —Me miró con una expresión preocupada—. No entiendo cómo puede ser eso.
Al chiquillo lo habían colgado cabeza abajo.
Sentí cómo mi desayuno pugnaba por escapar de mi estómago. Cuando conseguí dominar las náuseas, continué con las preguntas.
—¿Qué edad diríais que podría tener el niño que llevaba la camisa?
—Oh, seguramente era muy joven. Un niño con el cuerpo tan pequeño no podría tener más de siete u ocho años.
La imagen de Michel a los siete años apareció en mis recuerdos para echarme los bracitos al cuello.
—Bestias —susurré—. Bestias asesinas.
—Sí, madre —asintió Perrine.
Le agradecí con toda la cortesía posible la información que me había dado y luego emprendí el regreso a través del campamento. El recto dobladillo de mi hábito se manchaba con el polvo al rozar contra el suelo. Había incluso más gente de la que había a mi llegada, y tuve la sensación de que todas y cada una de las personas que estaban allí me miraban fijamente.
A la hora que entré en el palacio, Jean de Malestroit ya había abandonado sus aposentos privados para dirigirse a la capilla, así que me ahorré tener que explicar mis andanzas hasta más tarde. Pero no pude eludir al hermano Damien, que salió de una de las habitaciones en el momento en que me marchaba.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó, escandalizado—. ¡Me teníais muy preocupado! Su Eminencia también ha estado preguntando por vos. Además llegaremos tarde a la sesión.
Así nos evitaremos escuchar más relatos de terribles sufrimientos, pensé para mí misma. Intenté lamentarlo, pero no lo conseguí.
—Fui al campamento junto al río para hablar con Perrine Rondeau —le expliqué.
Como si yo hubiese cometido un terrible pecado, el joven sacerdote se persignó rápidamente y murmuró una plegaria.
—¿Por qué habéis hecho semejante cosa?
—Había preguntas que reclamaban respuestas, hermano. Quería que me explicara algunos detalles referentes a la camisa que vio.
No había ninguna necesidad de explicarle las razones de mi curiosidad por aquella prenda; el hermano Damien había escuchado el relato de Guillaume Karle. En cambio, él se entregó a una sorprendente diatriba en contra de aquella buena mujer.
—Tiene el mal de San Vito, hermana, y la influencia del demonio todavía puede estar en ella; ya habéis visto cómo ayer, mientras prestaba declaración, se sacudía como una posesa.
—Creo que ha conseguido purgarse de cualquier manifestación del demonio que hubiera podido dominarla ayer. Cuando la encontré estaba haciendo algo que hizo una vez nuestro señor Jesucristo: dar de comer al hambriento.
—El demonio es muy capaz de engañar con falsas bondades. Primero te muestra la luz para después conducirte a las tinieblas. Te engaña con falsas promesas y te convence para que creas…
—Ya está bien —le interrumpí. Crucé los brazos sobre mi pecho—. Cualquiera diría que estáis practicando para llevar la mitra, hermano.
—No es necesario ser un obispo para hablar de las iniquidades del demonio.
—Así y todo no creo que sea una desventaja. No temáis por mi alma —le dije—. He regresado sana y salva.
—Bien, al menos espero que hayáis obtenido alguna satisfacción en sus respuestas.
—Supongo que toda la que es posible en estos momentos —respondí. Sin embargo, como ocurre con tanta frecuencia, las respuestas que me había dado solo abrían las puertas a nuevas preguntas. Tendría que ir a otra parte si quería que me las respondieran.
Las noticias de lo que se decía en la corte se transmitían a los campamentos y poblados vecinos como si existieran unas cuerdas invisibles por las que viajaran las palabras. Nadie hablaba de otra cosa, pero eso es algo que ocurre inevitablemente: dejamos de oler el dulce perfume de las rosas de Dios cuando el olor de la carroña nos seduce. La tarde anterior había escuchado por encima de mi cabeza el suave rumor del batir de alas y cuando alcé la mirada vi una pequeña bandada de palomas que volaban alrededor de una de las torres. Lo hicieron durante unos minutos antes de alejarse, cada una en una dirección diferente, y tan pronto como aquellas palomas desaparecieron de la vista, otra bandada alzó el vuelo. Muy pronto, por toda Francia y Bretaña, la realeza, los nobles y los representantes de la Iglesia estarían leyendo los importantes mensajes escritos en los pequeños trozos de pergamino transportados por las palomas. Al día siguiente, como muy tarde, las aves llegarían a Aviñón, y mi hijo, cuyas cartas llenas de afecto no había contestado, conocería el progreso de los acontecimientos.
—El duque Juan debe de estar ansioso por conocer las noticias —me comentó el hermano Damien mientras las palomas se convertían en unos diminutos puntos que no tardaron en desaparecer de la vista.
—Aguarda con ansiedad la caída de mi señor —repliqué—, aunque parece que eso es algo que sigue su propio ritmo con independencia de sus deseos. Me pregunto cuándo se mostrará. Seguramente se lavará las manos en todo este asunto aunque no dejará de cosechar sus beneficios. Desde luego, parece un comportamiento muy poco cristiano. Claro que dispone de muchos hombres que están dispuestos a comportarse como cristianos en su nombre.
Las noticias eran anunciadas en la gran plaza de Nantes delante del palacio del obispo por el mismo pregonero al final del día. Siempre había una gran multitud que esperaba con impaciencia sus espeluznantes palabras, y las monedas llovían en el interior de su sombrero porque era un excelente narrador de historias. Los oyentes soltaban exclamaciones, gemían y agitaban los puños como una manifestación de su protesta cuando el asombro inicial se convertía en rabia. A medida que se conocían más casos de desaparición de niños, más aumentaba la cólera de la multitud contra su señor.
Habló de más hechos abominables y relató más historias de intimidación por parte de los hombres de Gilles de Rais:
—Hace cosa de unos seis meses, una fregona que trabajaba en el castillo me comentó que había visto la huella sangrienta de un pie infantil. Fue a buscar al ama de llaves, pero cuando volvieron al lugar ya la habían borrado. La despidieron de su trabajo por haber hablado.
También se refirió a actos de insensata valentía:
»Era noche oscura y sin luna cuando me mantuve a la espera junto al muro del castillo de Machecoul. Me parecía que era lícito descubrir las viles actividades de estos asesinos. Si en el transcurso de la noche secuestraban a algún otro niño, estaba preparado para ir a buscar a los hombres de los pueblos vecinos, apresar al barón De Rais y entregarlo a las autoridades. Desafortunadamente, me venció el sueño, y no pasó mucho antes de que me despertara un hombre menudo que me amenazaba con una daga en la garganta. Grité pidiendo ayuda, pero él se echó a reír y dijo: «¡Grita si quieres! Nadie te salvará. ¡Eres hombre muerto!
»Estaba seguro de que tenía la intención de matarme. Supliqué por mi vida. Por la gracia de Dios, el hombre se apiadó de mí y me abandonó allí para que reflexionara sobre el encuentro, pero para entonces había perdido todo el coraje. Me apresuré a bajar del muro y busqué el camino, y aunque estaba oscuro como boca de lobo, corrí y corrí, y solo me detuve a respirar cuando consideré que estaba muy lejos de aquel lugar malvado. Al día siguiente, cuando caminaba de regreso a mi casa, me encontré nada menos que con el barón De Rais en persona que venía de Boin. A mí me pareció estar viendo a un gigante, una impresión reforzada todavía más después de lo que me había ocurrido la noche anterior cuando buscaba pruebas en su contra. Me miró con gran malevolencia y apoyó una mano en la empuñadura de la espada. Cerré los ojos y esperé escuchar el roce del metal, pero solo soltó un bufido de desprecio. Continuó su camino, pero los hombres que lo seguían me rodearon y me propinaron una paliza. Ninguno de ellos dijo ni una palabra, pero sus expresiones me transmitieron el mensaje con toda claridad: "¡Sabemos lo que has hecho. No se te ocurra repetirlo!"»
Aquel fue el último de los horrores que escuché ese día. Cuando entré en la capilla, habían dispuesto una pausa, cosa que agradecí a pesar de mi poco lógico deseo de escuchar nuevas declaraciones. Mientras esperábamos, pasé las frías y suaves cuentas del rosario solo por la distracción mecánica que me ofrecían, sin pronunciar las oraciones, mientras Jean de Malestroit consultaba con el fraile Blouyn y el fiscal De Touscheronde. Los tres conferenciaban con las cabezas muy juntas y en voz tan baja que ni siquiera los escribas, que estaban muy cerca de ellos, conseguían escucharlos.
No tenía mucha importancia porque Jean de Malestroit se encargaba personalmente de la escritura. Con la aprobación de sus compañeros, redactó una breve declaración, que entregó a uno de los escribas después de susurrarle unas explicaciones. El hombre comenzó a buscar rápidamente entre las pilas de documentos; luego se puso de pie y dio lectura a la lista de los principales testigos, indicó el orden de sus presentaciones e hizo un breve resumen de lo que había dicho cada uno.
Cuando acabó con la lectura, el escriba miró a Su Eminencia, quien le autorizó con mucha solemnidad a que leyera un agregado:
—Sus denuncias han sido puestas en conocimiento de los señores Jean, reverendo padre en Dios, obispo de Nantes, y el fraile Jean Blouyn, viceinquisidor, los mismos señores obispo y vicario respectivamente han sido debidamente informados, insistiendo en que estos crímenes no pueden quedar sin castigo, por la presente decretamos y ordenamos a todos los clérigos que llamen al mencionado Gilles de Rais para que el sábado, ocho de octubre, responda como requiere la ley ante los mencionados señores obispo y viceinquisidor de la fe, y para cualquier objeción y defensa que quizá quiera hacer, y también ante el fiscal debidamente asignado en este caso y en otros casos directamente relacionados.
Una brisa demasiado cálida para octubre entraba por la ventana abierta de la habitación en la primera planta. Nos habíamos reunido allí porque la amenaza de un tumulto era demasiado grande en la capilla. La estancia, a diferencia del vestíbulo y la capilla, era muy cómoda, pero en ese momento lo mejor de todo era saber que la presencia de los guardias al pie de las escaleras la convertían en un lugar inaccesible. La admisión a esa estancia dependía exclusivamente de la voluntad del hombre que daba las órdenes a los guardias.
A pesar de que nuestra seguridad parecía garantizada, la confusión duró unos minutos más mientras volvíamos a centrarnos en la tarea a mano. Comenzaron a aparecer rostros nuevos; algunos de ellos ya los conocía. La aparición de Pierre l'Hôpital, presidente de Bretaña bajo el gobierno del duque Juan, e íntimo consejero y confidente de mi obispo, fue una entrada importante.
—Veo que el duque ha enviado a su mastín —comentó el hermano Damien.
—De Touscheronde sin duda lo tomará como una ofensa —afirmé.
—Vaya, vaya —murmuró el hermano Damien.
—Hemos de agradecer la fortuna para todos nosotros de que sea más un abogado que un político en su servicio a nuestro señor duque —añadí—. De lo contrario viviríamos en una crisis diplomática permanente.
Se escucharon unas pisadas en el pasillo. El hermano Damien se giró para ver quién era.
—Guillaume Chapeillon —me informó.
El melifluo Chapeillon era un adecuado contrapeso al petulante l'Hôpital. Hablaría por, y respondería exclusivamente a Jean de Malestroit. Se presentó vestido con sus más lujosas prendas de abogado, con grandes mangas abombadas; me pregunté con cierta envidia cuántos tesoros se podían esconder en aquellos inmensos pliegues. Una tropa de escribas y notarios siguió a Chapeillon como patitos a mamá pata. Todos tenían los dedos manchados de tinta y aferraban un puñado de plumas, que seguramente acabarían gastadas antes de que se llegara a una conclusión.
Todas estas personas encontraron finalmente asiento en las primeras filas, aunque no me inspiró mucha confianza ver la confusión mientras se acomodaban. Aislados como estábamos, todavía flotaba en el ambiente un resto de miedo. Me senté en una de las sillas de respaldo alto que habían traído apresuradamente para acomodar a toda la concurrencia y me ocupé con mucha discreción de los pequeños detalles personales: acomodar el dobladillo de mi hábito hasta que quedara completamente recto, ajustarme el velo, volver a su lugar algunos cabellos rebeldes y toda otra serie de minucias que se me ocurrieron. Cuando por fin me sentí a gusto, cerré los ojos y pensé en las hermosas manzanas que habíamos guardado en el sótano y lo delicioso que sería hincarles el diente cuando llegaran los helados y grises días de enero. Mi respiración se normalizó poco a poco, y recuperé la calma.
Pero no habían pasado más que unos pocos minutos en ese beatífico estado cuando todo se vino abajo ante la súbita aparición, contra todo pronóstico, de mi señor Gilles de Rais.