26

Carl Thorsen era un hernioso ángel rubio, como la mayoría de los otros chicos desaparecidos. Carl no era chico de físico menudo: era alto, pero delgado y de huesos pequeños. Esta vez tenía una ventaja a la hora de valorarlo que no había tenido antes: lo veía en vivo. Las fotos no sirven de gran cosa e incluso los vídeos no acaban de transmitir del todo cómo era la víctima en la realidad. Carl era atlético y con más gracia en los movimientos de lo que podía esperarse; desde luego se movía de una manera mucho menos torpe que la mayoría de los chicos de su edad, incluidos los míos. En el acto se convirtió en un símbolo, la amalgama de todos los chicos desaparecidos. Le observé interactuar con quienes le rodeaban, en particular con la madre. De los otros, no tengo nada más que los recuerdos deformados por la esperanza que sus seres queridos estaban dispuestos a facilitarme como una ayuda para comprender la esencia del chico. No fue así con Carl y su madre: se entregaron a un exquisito juego de intimidad familiar. Él iba y venía entre la proximidad infantil y el distanciamiento del adolescente. En un primer momento ella estaba dominada por la cólera, una emoción que disimuló muy bien hasta que finalmente se transformó en un profundo alivio.

Los pusimos en la mejor de nuestras salas de entrevista, la que generalmente reservamos por los testigos no violentos y dispuestos a cooperar, o a las víctimas angustiadas. Las sillas están tapizadas y la iluminación es suave. Les dejé acomodarse a su gusto, y cuando ambos parecieron razonablemente tranquilos, hablamos un poco, sobre todo de lo afortunado que había sido Carl al conseguir escapar. Entró Escobar —habíamos acordado que entraría «por casualidad»— que concentró sus atenciones en Carl. Tan pronto como consiguió entablar conversación con el chico, yo hice un aparte con la madre y le pregunté si estaría dispuesta a abandonar la sala durante unos minutos para que le hiciera algunas preguntas de carácter doméstico que necesitaba para completar el papeleo. En realidad lo que me interesaba era tener a Jake y a Carl a solas en la misma habitación, para ver cómo reaccionaba Carl ante el amigo de su madre sin su influencia.

El chico se levantó de un salto y se echó en los brazos del hombre, mientras repetía su nombre una y otra vez.

«Sabía que no eras tú, Jake. Sabía que tú nunca intentarías hacerme el menor daño».

Toda aquella escena me provocó una gran inquietud. Todos esos chicos, allí donde pudieran estar y en la condición que estuviesen, habían visto destrozada su confianza en un adulto —es algo que aplasta a un chico mucho más de lo que cualquiera puede creer— y luego habían sido atacados por un extraño.

Regresé con la madre a la sala de entrevistas al cabo de unos pocos minutos. Con Jake a su lado, que le rodeaba los hombros con un brazo, Carl Thorsen se relajó lo suficiente como para comenzar a desmoronarse; probablemente había aguantado gracias a la adrenalina, pero ahora el trauma emocional comenzaba a dejarse sentir. Se interrumpía de vez en cuando para recuperar el control de sí mismo mientras volvía a repetir su historia, pero esa vez, con más detalles.

—Escuché el coche cuando dio la vuelta en la esquina. Volví la cabeza hacia la izquierda para mirar por encima del hombro. Se parecía al coche de Jake, pero el suyo es muy parecido a muchos otros, de color claro, no un cuatro por cuatro. Al cabo de unos segundos escuché cómo aminoraba la marcha; te das cuenta porque escuchas cómo los neumáticos hacen ese ruido especial cuando se mueven más despacio por el pavimento. Lo escuchaba con toda claridad. Me puso un poco nervioso.

»El coche se acercó tanto a la acera que las ruedas casi tocaban el bordillo y se movía tan poco a poco que avanzaba a mi misma velocidad. Luego se adelantó unos pasos. Se abrió la puerta del pasajero; el tipo seguramente tuvo que inclinarse sobre el asiento para abrirla con la otra mano. Me aparté un poco. Él me llamó por mi nombre, pero la voz no me era conocida. Cuando miré en el interior del coche vi a un tipo que me resultó parecido a Jake, así que me acerqué.

Le pregunté qué le pasaba en la voz, y él comenzó a toser muy fuerte y dijo que estaba resfriado. Después el tipo me dijo que subiera al coche porque mi mamá me necesitaba en casa en ese preciso instante.

»Supuse que debía pasar algo grave en mi casa y casi subí al coche. Pero no me acabé de creer que era Jake. El tipo debió darse cuenta de lo que estaba pensando porque me cogió del brazo. Conseguí zafarme. Él cerró la puerta con una fuerza tremenda; tuve miedo de que me pillara la camisa y me arrastrara. Pero no lo hizo. Arrancó a toda pastilla y me dejó allí. Me eché a llorar.

Hizo lo mismo en la sala de entrevista cuando llegaba al final de su relato. Me pareció que era una buena cosa. Le vendría muy bien descargarse de toda esta historia en un lugar donde sabía que no corría ningún riesgo.

Salía de la sala para ir a buscar una gaseosa para el chico y un café para la madre cuando Spence apareció a la carrera por el pasillo con una expresión que no auguraba nada bueno.

—Se ha producido otro. También abortado.

—Por lo que parece, tu sospechoso tiene un hermano gemelo —se mofó Vuska.

Gritar era la única manera de hacerte escuchar, así que eso hice, aunque no me gustó nada el sonido de mi voz en aquel momento.

—Nada contradice que todo esto sea obra de un solo tipo —chillé entre todo aquel caos.

Frazee y Escobar se mantuvieron discretamente en un segundo plano.

—Esperad un momento, pensad en lo que está haciendo —les supliqué a todos—. Hasta ahora nunca ha fracasado en los secuestros, al menos por lo que sabemos. Se ha llevado a todos los chicos que decidió raptar. Dejó escapar a estos dos para despistarnos. ¿No lo veis? Está jugando con nosotros.

A los polis no les gusta que jueguen con ellos. Pero era obvio que a los secuestradores tampoco les hacía mucha gracia; al menos no a Wil Durand. Era como si hubiésemos encendido la luz en el laboratorio del doctor Frankenstein cuando comenzamos a verlo abiertamente.

—Tenemos que ir a por este tipo ahora mismo porque nos está ofreciendo la oportunidad, y quizá no volvamos a tenerla nunca más —insistí—. Hasta ahora ha sido prácticamente invisible. Está dejando que le veamos, se pasea por delante de nuestras narices, porque el muy hijo de puta se cree mucho más listo que todos nosotros.

Me dolía la cabeza y me sudaban las manos. Pero advertí un cambio de actitud cuando acabamos la sesión informativa.

Carl Thorsen y su madre todavía estaban en la sala de entrevistas. Acorralé a alguien del personal auxiliar y le dije:

—¿Podría ir a decirles que me demoraré un poco más porque tengo que ocuparme de otro caso?

La auxiliar asintió aunque me miró enfadada.

—Dígales que regresaré lo antes posible. Sírvales algo de comer de alguno de los menús autorizados si les apetecen, y si no hay dinero suficiente en la caja, lo pagaré de mi bolsillo.

Volví a mi mesa, consciente de que iba a enfrentarme a otro enloquecido ataque por parte de Durand, cuando casi no me quedaban fuerzas para seguir adelante. Las miradas de mis compañeros detectives estaban fijas en mí. Fred y un puñado de jefes estaban reunidos en su despacho para analizar los últimos acontecimientos, cuando recibimos la siguiente llamada.

Lo había hecho una vez más, con solo una hora de diferencia de la anterior.

—Es un mensaje —afirmé, aunque nadie pareció escucharme excepto Spence y Escobar—. Me está diciendo: Atrápame si puedes.

Que era precisamente lo que pensaba hacer, con o sin ayuda. Si es que todavía era una detective.

Aunque tenía el número del busca de Errol Erkinnen, nunca lo había utilizado hasta la fecha. Sin embargo, eso era una emergencia. Respondió a mi llamada casi de inmediato.

—Tengo a tres chicos que se escaparon del tipo. Están todos aquí en la división ahora mismo.

—Espera un momento —dijo, como si no me hubiese entendido bien—. ¿Se escaparon todos?

—Sí. Los tres, lo creas o no.

—Esto es una auténtica escalada en su comportamiento; está jugando contigo, está haciendo una declaración.

Es tan agradable saber que hay alguien que confía en ti.

—Yo lo tengo claro, pero no parece que nadie más de los que están aquí se lo crea. Comienzo a creer que todo este asunto se ha convertido en algo personal entre nosotros dos. Ya no se trata de los chicos.

—Probablemente tengas toda la razón. Se ha salido del esquema y se está comunicando contigo a través de la variación. No hay ninguna duda de que espera tu respuesta.

—Puedes estar seguro de que le responderé. Pero ahora mismo tengo que entrevistar a los chicos. Quiero hablar con los tres juntos porque creo que si hablan entre ellos se sentirán más en confianza y dirán muchas más cosas que si se las pregunto. Necesito de tu ayuda porque el teniente quiere que esté presente «algún médico».

—Yo no soy médico.

—A ti te llaman doctor, ¿no es así? Eso es más que suficiente para la ocasión.

—De acuerdo. Ahora mismo voy. Ve con mucho cuidado y no te dejes engañar por esta pequeña desviación. Sabes que lo hará de nuevo en serio, y que no tardará mucho.

—Voy a meterlo en la cárcel antes de que ocurra.

—Eso es lo que crees.

—Sé que lo haré.

Fiel a su palabra, Erkinnen apareció quince minutos más tarde.

Teníamos a cada uno de los grupos en salas separadas. Las auxiliares se quejaban de tener que ocuparse de servir bebidas y comidas para los chicos y los familiares, que yo, la detective abusona, había ofrecido tan descaradamente para que estuviesen un poco más cómodos. Escuché que una de ellas decía: «Este lugar se está convirtiendo en un maldito Holiday Inn».

¿Qué hubiese dicho de haberse tratado de su hijo?

Antes de que entráramos en las salas, Errol me llevó aparte.

—Tienen que estar lo más cómodos posible cuando lo hagamos —dijo—. ¿Alguno de ellos necesita higienizarse?

No le comprendí.

—¿Alguno de ellos tuvo una reacción física como consecuencia del intento de secuestro? ¿Se ensució o se meó encima?

—No, que yo me diera cuenta cuando los trajeron.

—Bien. Esa es una buena señal.

Nos presentamos y hablamos con los chicos por separado durante unos minutos. Volví a mi mesa con la sensación de haber estado hablando con una pared.

—No están diciendo gran cosa —manifesté, con un tono de queja.

—Lo más probable es que no quieran abrir la boca porque sus padres están presentes. Tendremos que hablar con ellos a solas —afirmó el psicólogo.

—¿Tú crees que es prudente hacerlo en estos momentos? Han pasado por una experiencia muy desagradable. Cualquiera creería que se sentirían mucho más seguros teniendo el apoyo de los padres.

—Ahora mismo todos experimentan una sensación de vulnerabilidad extrema, que no es muy diferente del síndrome del estrés postraumático. Estos chicos no son unos soldados veteranos. Carecen de gran parte de los mecanismos defensivos de los adultos.

—En ese caso, ¿por qué debemos alejarlos de algo que les hace sentirse seguros? ¿No se cerrarán todavía más si no están presentes los padres?

—Quizá. Eso es algo que no puedo saber. En cambio, estoy absolutamente seguro de que todos dan por hecho que sus padres están furiosos con ellos por lo que ha pasado. ¿Cuántas veces crees que a cada uno de ellos le han repetido «No hables con ningún extraño»? ¿Y qué ha pasado esta vez? Hablaron con un extraño.

Tenía razón. Evan se hubiera sentido muy mortificado en el caso de haber sido víctima de algo que yo le había advertido mil veces que no debía hacer; no me hubiese dicho ni una palabra.

—Todavía son demasiado jóvenes como para sentir la culpa del superviviente —comentó—. Quizá la sientan más tarde, pero ahora mismo no creo que sea un factor importante. A menudo hay efectos retardados; algunas veces no aparecen hasta al cabo de varios años. Por supuesto, hay tratamientos…

Tuve que interrumpirle.

—Ya me darás clases más tarde, Errol. Ahora mismo necesito que estés conmigo en esto; deja que yo lleve la voz cantante. Me vendrán muy bien algunas sugerencias sobre cómo podemos llevar a la práctica toda esta teoría.

—Quizá tendríamos que empezar con los tres chicos en una misma sala, sin los padres, y ver cómo va —manifestó, un tanto contrito—. Tendremos que tener mucho cuidado para evitar que se sientan interrogados.

Ninguno de los padres planteó objeción alguna, pero las cosas no fueron tan bien como esperábamos con los chicos. Los tres no dejaban de moverse inquietos a más no poder. Parecían creer que aquello era algo parecido a un castigo en grupo.

Erkinnen me llevó a un rincón de la sala y me susurró:

—Tenemos que evitar esta sensación de que están en el despacho del director de la escuela. Quizá suene un tanto perverso, pero necesitamos conseguir que todo esto les resulte divertido.

¿Qué les gustaba a los chicos aparte de las bestias?

Los coches.

—Quédate aquí —le respondí—. Creo que tengo la solución.

Spence le pidió prestada la gorra a uno de los agentes y simuló ser el chófer. Erkinnen y yo nos instalamos en los asientos de atrás con los tres chicos. La limusina Mercedes confiscada, un resplandeciente monstruo negro que flotaba por la calle como una alfombra mágica, era el vehículo escogido para recorrer los tres escenarios de los secuestros frustrados.

Hubo unos momentos de nerviosa vacilación hasta que di unas palmaditas en el revólver que llevaba en la sobaquera.

Se instalaron muy a gusto en menos de cinco minutos. Había un reproductor de vídeos, una PlayStation, un teléfono y una multitud de chismes electrónicos en ese coche fantástico, que estaba a punto de salir a subasta tal como señalaba la ley. Nos movimos a poca velocidad entre el bosque de neón, y entre todos tomamos la decisión de que lo mejor era seguir un orden cronológico, cosa que me complació porque así vería lo que Wilbur había tenido que pasar para ir de un escenario al siguiente. En los tres lugares, después de unos breves instantes de silencio, la conversación se volvió animada y descriptiva. «Yo estaba aquí mismo y él se acercó, y luego se abrió la puerta y…»

En la seguridad de la experiencia común, sus casi tragedias se convirtieron en aventuras que valía la pena relatar. Solo el chico involucrado podía explicar los detalles de lo ocurrido en cada sitio, pero tal como había esperado, los otros respondieron con las entusiastas comparaciones con sus propias vivencias. Hubo momentos en que los tres se bajaron del coche, para comparar notas y ver quién lo había hecho mejor.

La gira concluyó con una visita a la famosa heladería en Santa Mónica y una breve parada en el muelle para que los chicos consumieran las energías acumuladas en el viaje y con los helados. Erkinnen y yo nos apoyamos en la balaustrada y los observamos mientras correteaban por la playa en el lado norte del muelle. Estos tres chicos se habían salvado por los pelos de convertirse en fotos de mi galería de víctimas, pero allí estaban, vivos y corriendo por la arena, tal como hubiese hecho mi hijo, de haber estado presente. Consideré la posibilidad de que, después de todo, existiera Dios.

—Todos jóvenes y hermosos —comenté.

—Así es, efectivamente. Su fetiche, desnudo y a la vista —afirmó Erkinnen—. No es algo fuera de lo habitual que en situaciones de series el criminal se vea impulsado por fuerzas que no comprende a la hora de escoger a las víctimas con unas determinadas características. Cuando tengamos a este tipo, quiero preguntarle sobre este asunto. Las características pueden tener un significado muy importante.

«Cuando tengamos a este tipo». Todavía no era más que un sueño muy bonito, pero nos acercábamos cada vez más. Me pregunté si me encontraría con la orden de arresto a nombre de Wilbur Durand sobre mi mesa cuando volviera a la división.

Los graznidos de las gaviotas dominaban el estruendo de las olas que rompían en la playa. Sobre el horizonte aún se mantenía una faja de color naranja brillante sobre el fondo de un océano gris, aunque el sol ya se había puesto.

—Mira qué cielo —dije con un suspiro de asombro—. ¿Cómo puede existir algo tan horrible como Wilbur Durand en un mundo tan hermoso?

Erkinnen apoyó una mano en mi hombro. El cálido y afectuoso contacto fue un gran consuelo.

—Creo que ya habíamos hablado de todo esto —respondió con un tono muy comprensivo—. La supervivencia del más fuerte. El último que queda en pie no tendrá rivales a la hora de reproducirse, y si para eso tiene que matar, pues entonces matará. No estoy muy seguro de que estemos preparados de verdad para comprenderlo.

—No tendrá ninguna oportunidad para reproducirse.

Corrían, saltaban, se tiraban puñados de arena. Ya volverían a la realidad, pero por ahora eran personajes de una película de terror con un final feliz.

—Míralos —añadí—. Disfrutan con toda la ilusión y la fuerza de la primera adolescencia.

—Sí. Algo muy envidiable. —Me miró directamente a los ojos—. Alguien tuvo que robarle esa parte de la vida a Wilbur Durand. Ahora está intentando recuperarla a través de robársela a los demás. Fíjate bien, son prácticamente clónicos. Busca a las víctimas por su parecido con alguien específico.

No podía ser otro que Aiden, el hermano mayor de Michael Gallagher. Tendría que llamar a Moskal antes de lo que pensaba, para pedirle una fotografía. Lamenté no haber pedido una cuando habíamos estado en la casa de los Gallagher.

—Tendríamos que llevarlos de vuelta a la división —dije—. Los padres estarán como locos al ver que no volvemos.

—Sí, lo sé. Pero no tengo ninguna gana de marcharme. Este es el momento más tranquilo que he disfrutado en varias semanas.

—Yo también.

Se metió dos dedos en la boca y silbó con fuerza. Los tres chicos se volvieron para mirarnos y echaron a correr en respuesta a la señal que les hizo agitando una mano. El padre universal, un refugio seguro.

—Por cierto, has hecho un muy buen trabajo —afirmó.

Permanecí en la comisaría el tiempo justo para entregar a los chicos a la custodia de sus ansiosos padres. Me puse de acuerdo con las tres familias para hacer un seguimiento, a sabiendas de que pasaría algún tiempo antes de que pudiera dedicarme a ello; había tantas otras cosas que atender. Sin embargo, antes de que hiciera cualquier otra cosa, necesitaba ir a mi casa. Allí me reencontraría con la cordura, de la clase que solo se puede conseguir ejerciendo de madre durante unas cuantas horas. Kevin se mostró muy dispuesto a llevarlos a casa, y me ahorró el esfuerzo suplementario de ir hasta la suya; tenía sus momentos.

Necesitaba con desesperación revolcarme en la dulce, cálida, caótica normalidad de mis dos hijas y mi hijo. Ellos sabían muy bien cómo era mi trabajo y el efecto que tenía en mí en algunas ocasiones; eran tantas las noches que había regresado cubierta con toda la maldad del mundo. Caminaban de puntillas a mi alrededor cuando me consumía la rabia después de haber arrestado a algún delincuente juvenil por un crimen que la mayoría de los adultos apenas si eran capaces de concebir, algo que sucedía con demasiada frecuencia.

Frannie, la más sensible, fue la primera en preguntarme por la inquietud que me dominaba.

—¿Estás bien, mamá?

Aparté un mechón de cabellos rebeldes de su frente. Se le estaba rizando el pelo y ese gesto se había convertido en un pequeño juego entre nosotras.

—Tal cual están las cosas, cariño, no me puedo quejar.

No se dejó convencer.

—¿Problemas en el trabajo?

—A ti no se te puede engañar, ¿verdad?

—¿Por qué tendrías que engañarme?

Sí, ¿por qué? Para ahorrarle cosas que no tenía ninguna necesidad de comprender.

—Desafortunadamente —le respondí—, todavía será peor antes que comiencen a mejorar.

—Te puedo ayudar con las tareas de la casa —me ofreció con su voz más tierna. La solidaridad no podía ser más sincera.

Detestaba pensar que el estrés provocado por mi trabajo la llevara a creer que ella debía asumir las responsabilidades de un adulto cuando todavía era una niña.

—Esta noche no haremos deberes —les anuncié a todos—. Escribiré una nota para vuestras maestras. Esta noche toca jugar.

Comenzaron a gritar de alegría. Videojuegos, palomitas, helado, música a tope, batallas de almohadas; hicimos todo aquello que representa la decadencia para aquellos que son demasiado inocentes para saber lo que significa de verdad. Mi adusto hijo, que puede ser tan distante cuando le da por el malhumor, se mostró tremendamente amistoso.

Las niñas se fueron a la cama alrededor de las diez. Evan parecía dispuesto a quedarse conmigo, cosa que casi me hizo llorar de agradecimiento. Pusimos el vídeo de Apolo 13, pasamos la cinta a toda velocidad para ver las partes buenas, y escuchamos de fondo las risas de Frannie y Julia que nos llegaban desde la habitación que compartían. Había ocasiones en las que tenía la sensación de que Evan se sentía genéticamente excluido. Esta noche, no parecía afectarle. Tenía a su madre para él solo.

Apenas si me lo pude creer cuando se acurrucó contra mí durante la impresionante escena de la reentrada en la atmósfera.

—Mamá —dijo con un leve titubeo.

—Dime, cariño.

Noté la tensión en sus hombros. No le gustaba que lo llamara cariño. Lo abracé por un momento.

—Lo siento, Evan. Me olvido cuando estoy distraída. ¿Qué pasa?

—Ya no estás mucho tiempo en casa.

Una puñalada directa al corazón.

—Lo sé, y lo siento mucho. Ahora mismo tengo un caso que me obliga a estar en el trabajo mucho más de lo que quisiera.

—¿De qué se trata? —preguntó llevado por la curiosidad.

No tenía muy claro si debía decírselo. No tenía manera de saber cómo le harían sentir mis revelaciones. Decidí darle una explicación lo más general posible.

—Es un caso muy grave, Evan. Han desaparecido unos cuantos chicos. De tu misma edad. Algunos de ellos llevan desaparecidos mucho tiempo y me temo que quizá estén muertos.

Permaneció callado durante unos momentos mientras reflexionaba, y luego me preguntó:

—¿Cómo lo llevas?

Me sorprendió, pero le respondí corno si estuviese hablando con un adulto.

—Es muy frustrante —confesé—. Sin embargo, es algo que ocurre en mi trabajo. Hace tiempo que tengo a un sospechoso, pero no he tenido las pruebas necesarias para arrestarlo hasta hace muy poco. Ahora estoy esperando que me den la orden de arresto, y no tengo idea si la firmarán o no. No es como si pudiera llamar a un juez y decirle: «Creo que este es el tipo». Necesito tener lo que llaman una causa probable, y una causa probable es algo que depende de cada juez. Algunas veces el mismo juez me firmará la orden para un caso y luego no me firmará otra para un caso similar. No hay manera de explicarlo.

—Vaya gilipollez.

Demasiado adulto. Pero no le corregí; lo dejaría para otra ocasión, cuando no estuviésemos en mitad de un «momento».

—Sí, es una gilipollez. Mi consejo es que si no quieres sentirte frustrado, no te hagas policía.

—Creo que tu trabajo es guay, mamá. No sabes lo orgulloso que me siento cuando le hablo a los chicos de tu trabajo.

Me entraron ganas de llorar.

—Evan, eso es encantador. No tenía idea.

—Me gusta que seas poli. Me gusta que pilles a los tipos malos.

Siempre había deseado criar a unos chicos que comprendieran el valor de un trabajo noble. Al parecer lo había conseguido.

Por primera vez en lo que me pareció muchos años, acosté a mi hijo, le abrigué con la manta, y apagué la luz de su habitación. Cuando me quedé sola, fui a mi ordenador y escribí el informe del trabajo noble que había hecho aquella tarde mientras tenía los hechos bien frescos en la memoria. Fue otra pieza muy bien redactada, con la intención de reforzar todavía más la posición que había adoptado en este caso. Wilbur Durand era el perpetrador que había secuestrado a todos esos chicos. También estaba el pequeño asunto de un paseo no autorizado en un vehículo confiscado que ahora pertenecía a los contribuyentes, que requería una justificación.

Los tres chicos fueron abordados por un hombre disfrazado como una persona de confianza de cada víctima. Los intentos se produjeron con intervalos de aproximadamente una hora; en la reconstrucción de los hechos, confirmamos que las rutas tomadas para ir a los diferentes lugares se podían recorrer fácilmente en menos de quince minutos, incluso si tomamos en cuenta la densidad de tráfico, lo que otorga un margen de tiempo suficiente para que un mismo perpetrador pueda cambiar de disfraz si fueron confeccionados con la idea de permitir un cambio rápido. Los tres chicos eran de estatura, peso, color de piel y edad similares, cosa que se corresponde con el patrón de víctimas previamente establecido en múltiples casos presuntamente cometidos por el mismo secuestrador.

Mi preparación profesional y experiencia me han llevado a la conclusión de que el secuestrador es muy consciente de que le estamos persiguiendo vigorosamente y que su intención de permitir que estas tres víctimas escaparan es la de confundir al/los investigador/es y desviar el caso. Los intentos de secuestros fueron realizados en lugares donde no es probable que haya testigos presentes, aunque en uno de los casos hubo un testigo, quien se ha mostrado poco dispuesto a colaborar y que puede ser considerado como poco fiable. Ninguna de las víctimas tenía la fuerza suficiente para resistir a un secuestrador decidido, pero todos consiguieron zafarse de la sujeción del secuestrador con relativa facilidad y con muy pocos forcejeos, cosa que apoya la teoría de fracasos orquestados.

Hubiera cogido al menos uno de ellos si hubiese querido hacerlo de verdad; si solo llevaba una careta y una peluca como disfraz, disponía de tiempo más que suficiente. Todos los chicos habían coincidido en que había tirado de ellos, pero no con la fuerza necesaria para meterlos dentro del coche, y les había parecido que el hombre estaba representando un secuestro y no que quería hacerlo de verdad.

Lamenté no haber podido incluir todo esto en la solicitud de la orden de arresto.

A la mañana siguiente, cuando entré en la sala de la división, descubrí que no hubiera servido de mucho. Spence y Escobar estaban uno a cada extremo de mi mesa con una sonrisa de palmo.

Otra vez me había tocado el buen juez.

—Estamos preparados para ir —dijo Spence.

—No lo dudo —respondí, con un tono un tanto incrédulo—. El único problema es saber ¿adónde?