–Habéis de jurar ¡Jurad!
—No lo haré.
—Hermano, si no lo hacéis, haré que vuestra vida se convierta en un verdadero infierno. No debéis decirle a nadie las cosas que hemos averiguado.
Fue necesario apelar a la amenaza de la condena para que él aceptara, aunque a regañadientes.
—Cosas como estas tienen que ser dichas —replicó—, o será algo que se gangrenará en vuestro interior y os hará daño. No puedo tolerar que vuestro espíritu se infecte con una enfermedad que se cura sencillamente con decir su causa.
—Si eso ocurre, mía será la preocupación —manifesté para dar por cerrada la discusión.
Como no podía ser de otra manera, se convirtió en mi preocupación. Cargué con mi penoso secreto siempre en silencio y cada vez más sola. No le escribí a mi hijo para contárselo ni confié en ninguna de las hermanas, que susurraban a mi espalda cada vez con mayor frecuencia a medida que me mostraba más distante con todas ellas. Las actividades del convento se desarrollaban con la normalidad de costumbre, pero yo apenas si les prestaba atención porque mis intereses estaban en otra parte. Mi vida cotidiana se parecía a cruzar un pantano con una pesada carga a cuestas. Ponía un pie delante del otro y así avanzaba pesadamente de una obligación a otra como si mi corazón no latiera en mi pecho.
Ni siquiera hablé con Jean de Malestroit del horror que había descubierto en Champtocé. Era a él a quien hubiese hecho mi confesión de haber necesitado ser absuelta por el pecaminoso conocimiento que había adquirido. Mi obispo percibió los cambios, los momentos sombríos y las súbitas llantinas, y muchas veces me preguntó si deseaba confesarme.
—Me mantengo libre de pecado hasta donde es posible, dadas las circunstancias —le aseguré, y me pareció una bendición que no insistiera. Él tenía otros asuntos que atender.
Si bien todo esto es cierto, debo confesar que septiembre pasó con una asombrosa velocidad. La mañana del veintiocho nos reunimos muy temprano en la capilla que hacía las veces de sala del tribunal, mucho antes de tercias. Se habían traído sillas porque las filas de duros bancos de madera no alcanzarían para acomodar al público. Habían colocado una tarima para los testigos delante de la mesa de los jueces, a la que se sentarían Jean de Malestroit y el fraile Jean Blouyn, encargados de juzgar el caso. Todo ello hacía que se disipara la sensación de santidad que normalmente ofrecía este lugar.
El día había comenzado con la gran esperanza de que por fin veríamos progreso, después de tantas demoras, pero a medida que pasaban las horas sin que apareciera el barón Gilles de Rais, empezaron a escucharse algunos murmullos de impaciencia. Desde mi asiento casi en el extremo del primer banco, observé en el más riguroso silencio cómo las sombras se acortaban a medida que el sol se acercaba al mediodía. El canto matutino de los pájaros había dado paso a aquellos que habitualmente se cantaban a medida que avanzaba el día. El hermano Damien se movía inquieto a mi lado como un chiquillo de diez años; a pesar de sus deseos de no perderse nada de aquellos acontecimientos, deploraba invertir un día en esos menesteres cuando bien podía estar trabajando en los huertos.
Su disgusto llegó a tal extremo que, por una vez, hizo una manifestación poco habitual en una persona tan dulce y amable.
—Nunca hubiera creído que mi señor fuese tan cobarde. Tendrían que ir a sacarle de su madriguera y traerlo a la presencia de los jueces.
—A los miembros de la nobleza nunca los sacan de ninguna parte, hermano. Tienen que presentarse para ser humillados con la apariencia de que hacen un favor.
La «madriguera» eran unos suntuosos aposentos en el palacio del obispo. No había ninguna posibilidad de escapar de aquella prisión, pero tampoco era precisamente una prisión. Podía recibir visitas, —aunque hasta ahora nadie se había presentado a visitarlo— y vivía de una manera adecuada a su posición.
Mientras pasaban las horas, soñaba despierta con manzanas, peras y almendras, con finos y complicados bordados que se podían realzar con cuentas de colores. Hubo un momento de distracción cuando un hombre y una mujer entraron en la capilla y se persignaron apresuradamente; más testigos que llegaban mucho más tarde de la hora señalada.
—No es necesario que se den prisa —comentó el hermano Damien.
Su Eminencia había estado ansioso por iniciar el proceso y aquella mañana había ocupado su lugar de honor en la mesa de los jueces con una casi visible excitación. Ahora se veía forzado a salvaguardar la dignidad y, por lo tanto, hacía ímprobos esfuerzos por dominar los bostezos que se sucedían cada vez con mayor frecuencia. El fraile Jean Blouyn, un hombre con cara de pocos amigos, corto de estatura, las mejillas caídas y una larga nariz picadas de viruelas, sentado a la derecha de Su Eminencia, también se aburría a más no poder. A menudo me había preguntado si el color encarnado de su rostro se debía a algo más propio de la naturaleza o algún accidente como el haberse escaldado con el vapor de una olla, y no, como se rumoreaba, a su afición a la bebida. El inquisidor no tenía aspecto de ser alguien aficionado a guisar sus alimentos, así que acabé por decidir que la razón era la bebida. En todo lo demás era una persona notable, muy instruida y devota, poseedora de todas las cualidades necesarias para este proceso y muy apta para la tarea de decidir en temas de herejía porque no había otro hombre más correcto en toda la región, aficionado o no al trago.
Estaba acostumbrada a ver al fraile Blouyn con sus hábitos o de vez en cuando vestido como un maestro, pero aquel día llevaba la toga de un juez y una gorra cuadrada de terciopelo rojo, que a primera vista parecía irle un poco grande. Él debía de ser de la misma opinión, porque se la sujetaba con una mano cuando se inclinaba para hablar con Jean de Malestroit. En una de esas veces, una borla comenzó a balancearse delante de su nariz, y él la apartó con la mano libre, con lo cual fue incapaz de tapar completamente sus palabras.
—Hay tantos testigos —le escuché, o más correctamente le vi, decir—. ¿Creéis que debemos llamar a más escribas?
Las declaraciones de aquellos que habían sido elegidos por la fuerza y la pasión de sus testimonios, serían debidamente registradas por los cuatro escribas designados para este trabajo, que estaban sentados delante y un poco más bajo que los jueces. Movían los dedos manchados de tinta en busca de algo con que entretener las horas; uno marcaba un ritmo en la superficie de la mesa; otro trataba de arrancarse un trozo de cutícula de las uñas, mientras que los otros dos afilaban por enésima vez las puntas de sus plumas.
Al final de cuentas tendrían que registrar todo lo dicho en el juicio y la sentencia.
La estrategia, la astucia y las tretas legales serían las armas que emplearían contra Gilles de Rais, en lugar de las espadas y las flechas contra las que podía defenderse. Jean de Malestroit y el fraile Blouyn lo aplastarían como la piedra del molino que muele el grano. Los testigos —los comerciantes y los campesinos que suministrarían la munición— se movían en los bancos como un grupo de niños díscolos, mientras esperaban con algo de miedo el momento de prestar declaración. Muy pocas entre esas personas se hubieran atrevido siquiera a hablar a un noble, y mucho menos a denunciarlo en la presencia de los íntimos del rey. Sin embargo, allí estaban, movidos por una justa cólera. Admiraba sobre todo el coraje de madame Le Barbier. En ese instante me preguntaba si en algún momento ella había sido consciente de la terrible tormenta que había desatado cuando visitó al obispo.
La voz del alguacil sonó inesperadamente y acalló todos los murmullos con su anuncio. Casi me caía de mi asiento.
Empezarían el juicio sin él.
Al anuncio siguió un silencio tan absoluto que incluso el leve sonido de la respiración parecía un incordio. El alguacil continuó pronunciando las palabras que exigían una respuesta por parte de Gilles de Rais, incluso in absentia.
—En este miércoles, en el vigésimo octavo día de septiembre de 1440, en el décimo año del reinado de nuestro pontífice el Muy Santo Padre monseñor Eugène, Papa por la gracia de Dios, el cuarto de este nombre, durante este consejo general de Basel, ante nuestro reverendo padre de Dios Jean de Malestroit, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, obispo de Nantes, y ante el fraile Jean Blouyn de la orden de los dominicos, bachiller de las Sagradas Escrituras y vicario de la orden religiosa, fraile Guillaume Merici, de la mencionada orden dominica, profesor de teología, inquisidor de herejías en el reino de Francia, delegado por la autoridad del mismo fraile Guillaume y especialmente designado para el cargo de inquisidor en la diócesis y la ciudad de Nantes, ahora sentado en la capilla del palacio episcopal de Nantes, y en la presencia de escribas y notarios, Jean Delaunay, Jean Petit, Nicolas Géraud, y Guillaume Lesné…
Los mencionados escribas y notarios se inclinaron sobre sus pergaminos y escribieron afanosamente, dispuestos a registrar todas y cada una de las palabras con gran diligencia.
—… que escribirán fielmente delante de estos mismos señores obispos y el viceinquisidor de todas y cada una de las cosas que ocurran en los casos ante nosotros, y finalmente, encargados de hacer todo esto de una manera pública, tarea que delegan en todos y cada uno de nosotros presentes.
Ad infinitum, ad nauseam. Comprendí el deseo de Jean de Malestroit de dejar claramente establecida la autoridad de la corte tal como estaba constituida, pero era un recitado tedioso. Inmediatamente después, se llamó a los testigos para que hicieran sus declaraciones en apoyo de los cargos. Unos pocos alzaron sus voces, encendidos por la cólera que les dominaba, y aquellos que lo hicieron fueron debidamente llamados al orden.
Agathe, esposa de Denis de Lemion; la viuda de Regnaud Donete; Jeanne, esposa de Guibelet Delit; Jean Hubert y su esposa; la viuda de Yvon Kerguen; Tiphaine, esposa de Eonnet le Charpentier. Miré aturdida mientras cada uno de los llamados, se levantaba, juraba, y luego hacía su declaración. Todos hablaron larga y amargamente contra el acusado y sus cómplices; sus relatos eran prácticamente calcados. Poitou se había llevado al chico; la anciana había aparecido en el camino del bosque y engatusado a sus hijos con la promesa de comida y otros regalos; De Sille y De Briqueville habían hablado de recompensas. Se habían ofrecido trabajos al servicio de los nobles, ropas, alojamiento y comida. Luego no se había vuelto a saber más nada, ni una palabra, ni una carta, ni la más mínima prueba de que esos buenos y afectuosos hijos habían encontrado la muerte o se habían desvanecido por alguna otra razón.
Pero hubo una de las testigos que ofreció un relato diferente. Ella no había entregado a su hijo a cambio de las promesas de beneficios. Se trataba de una mujer pequeña, delgada, y de un aspecto de tremenda fragilidad vestida con sus muy humildes prendas: sentí el deseo de abrazarla y darle consuelo; de enjugar sus lágrimas mientras rodaban por sus mejillas, como estaba segura de que habían rodado antes, amarga y frecuentemente. Sin embargo, mantuvo la cabeza erguida mientras hablaba, sin demostrar la menor flaqueza; ni una sola vez Su Eminencia tuvo que pedirle que hablara un poco más alto.
—Soy Jeanne, esposa de Jean Darel. Volvía a casa en compañía de mi hijo el día de la festividad de San Pedro y San Pablo. Habíamos ido de nuestra casa en la parroquia de Saint-Similien a Nantes, donde tenía que ocuparme de unos recados, y aprovechamos la oportunidad para visitar a mi hermana Angelique, que vive no muy lejos de este palacio donde ahora estamos reunidos. También tenía la intención de acudir a Nuestra Señora de Nantes para encender un cirio por el alma de mi madre, cosa que complacería mucho a mi hermana.
»Somos una familia pobre, Eminencia, y no tenemos monturas. Es un trayecto largo, pero hacía buen tiempo y parecía un buen día para una caminata. Hicimos nuestra peregrinación a la catedral y luego fuimos a visitar a mi hermana; la quiero mucho y ella adora a su sobrino, así que mi hijo no protestó por tener que ir caminando hasta su casa, aunque para un niño de su edad tuvo que resultarle algo muy fatigoso. Como muchas veces ocurre cuando el tiempo transcurre alegremente, Eminencias, sin darnos cuenta pasaron las horas y tuvimos que decidir entre quedarnos a pasar la noche o regresar a Saint-Similien aunque nos sorprendiera la noche. Como no habíamos mencionado la posibilidad de quedarnos en Nantes, pensé que si no nos veían volver, se preocuparían mucho. Así que nos despedimos y salimos de la casa de mi hermana cuando el sol se acercaba al horizonte.
»Mi hijo tenía hambre, así que le di un trozo de pan mientras caminábamos. Solo comió un trozo; al parecer con eso tuvo suficiente para calmar su apetito al menos de momento. El chiquillo también comenzó a dar muestras de cansancio, porque había sido una jornada muy larga para alguien de tan corta edad. Muchas veces, cuando hacíamos algún viaje, solíamos jugar al escondite para que no se aburriera. Él se ocultaba detrás de algún árbol y yo le buscaba con muchos aspavientos. Él disfrutaba mucho con estos juegos; aún no sabía ocultarse del todo, y a mí me hacía mucha gracia ver cómo asomaba un brazo o parte de una pierna mientras el chiquillo creía que era invisible. Sin embargo, había ocasiones en las que conseguía ocultarse del todo, y entonces me provocaba una gran preocupación, porque no quería mostrarse a pesar de mis súplicas.
»Lo último que vi de él aquella noche fue su manita que asomaba detrás de un tronco, con el trozo de pan que aún no se había comido. Hice ver como si no le hubiese descubierto y reanudé la marcha sin prisas, con la absoluta tranquilidad de que me seguía.
»Fui consciente de su continua presencia durante nuestro inocente juego, hasta que llegó un momento en el que me sacudió un helado estremecimiento y me asusté mucho sin ninguna razón aparente. Me volví para ver a mi hijo, pero no le vi por ninguna parte. No me había llamado, y por lo tanto supuse que no había sufrido ningún daño, solo que quizá se había retrasado un poco, o que se escondía muy bien. No obstante, me pregunté si de la misma manera que me había dominado un súbito miedo a él le había ocurrido lo mismo, y su reacción había sido ocultarse mejor en el bosque. Lo llamé varias veces para tranquilizar sus temores, pero no apareció. Retrocedí sobre mis pasos a lo largo del camino, muy atenta a su presencia, y luego cuando no conseguí encontrarle, volví a adelantarme a la carrera ante la posibilidad de que hubiese salido de entre los árboles. Ya no apareció nunca más, y no tengo idea de lo que pudo haberle pasado, solo que quien fuese que se lo llevó lo ha mantenido apartado de mí durante todo este tiempo.
Escuché muy poco de lo que dijeron los testigos que la siguieron. Su hijo había desaparecido sin siquiera un susurro de alarma en medio de la aterciopelada oscuridad, mientras ella se encontraba a unos pocos pasos, y desde entonces nadie le había visto ni se había sabido nada más del infortunado chiquillo.
¿Qué puede haber más terrorífico que eso? En un momento, todo es absolutamente normal. Pero al siguiente, todo lo que previamente hemos considerado como una verdad divina deja de ser realidad, todo se pierde, todo se viene abajo, y no queda nada a lo que aferramos para tener un poco de seguridad.
¿Se había encontrado con La Meffraye, la anciana que recorría los bosques y los caminos en busca de los niños perdidos, y que se presentaba a ellos como una mujer amable y cariñosa, incapaz de hacerles ningún mal? «Que la paz de Dios sea contigo, pequeño», podría haberle susurrado la arpía, oculta detrás de un árbol en la oscuridad. «Veo que tienes un trozo de pan, pero aquí tienes otro mucho más tierno, que no te hará ningún daño en tus bonitos dientes. Ven, cógelo, pon tu manita en la mía, deja que te lleve allí donde encontrarás cosas muy ricas… Oh, no llames a tu madre, no hay que asustarla, porque se enfadará contigo si lo haces… Ya te llevaré con ella más tarde y me ocuparé de que no se enfade contigo, así que no tienes nada que temer…»
Los pequeños quieren confiar, sobre todo en aquellos a quienes les han enseñado a respetar.
«Lo último que vi de él aquella noche fue su manita que asomaba detrás de un tronco, con el trozo de pan que aún no se había comido».
Nos quedamos en la capilla hasta que prestó declaración el último de aquellos que habían sido citados a declarar. Se les dijo a los testigos que podían marcharse, pero muy pocos se levantaron, porque aún quedaban cosas por hacer. Se escuchó un fuerte murmullo cuando se presentó un grueso fajo de pergaminos como prueba; reconocí el elegante cartapacio, cerrado con una correa de cuero dorado; era el mismo que había visto en el despacho de Jean de Malestroit.
Casi percibí la maldad que rezumaba de aquellas páginas. Allí estaban consignados los primeros testimonios de Henriet y Poitou. A Dios gracias, no los leyeron en voz alta.
Se dispuso un receso para que pudiéramos tomar un refrigerio y atender a las necesidades personales. Cuando volviéramos a la capilla, Jean de Touscheronde haría unas breves y sencillas declaraciones para que la corte pasara a ser de eclesiástica a secular. Entonces se le pediría a Gilles de Rais que respondiera a las preguntas del duque Juan V, de la misma manera que respondería a las preguntas de Dios ante Jean de Malestroit y el fraile Blouyn en esa misma sala.
Como disponíamos de tiempo más que de sobra antes de que comenzara la transformación, el hermano Damien y yo nos escabullimos hacia la cocina, donde casi con toda seguridad encontraríamos un plato de sopa y pan y, si la cocinera estaba de buen humor, algo dulce de postre. En el camino nos vimos obligados a pasar entre la muchedumbre que se había congregado delante del palacio, a la espera de cualquier noticia del juicio. Me detuve y permanecí inmóvil durante un momento en medio de toda aquella marea humana que me había llamado la atención. El hermano Damien se había alejado unos pasos cuando advirtió que me había detenido.
—¿Madre? —me llamó—. Es mejor que sigamos. —Se acercó para cogerme de la mano y comenzó a guiarme.
—Adelantaos —le dije—. Enseguida me reuniré con vos.
Él exhaló un suspiro, sacudió la cabeza, y me dejó allí.
El número de curiosos había aumentado considerablemente a lo largo de toda la mañana. La plaza delante del palacio era el lugar donde la gente se reunía por muchas razones diferentes; por lo general se congregaban para presenciar la actuación de algún titiritero o de un trovador, o algunas veces para escuchar al pregonero vocear alguna noticia importante. Los reunidos comentaban animadamente los detalles que habían trascendido de la sesión. La visión de todas aquellas personas, el vivo rumor de las voces, el incesante movimiento de gente que iba y venía, era más que suficiente para concitar mi atención.
Yo no era la única que miraba a los demás; también había muchas miradas que se centraban en mí, y me resultaban tan palpables como si me tocaran con las manos. Yo había salido de la gran capilla, y eso significaba que sabía muchas más cosas de las que habían trascendido. Pero mis hábitos negros me protegían. Aquellos que miraban se apresuraban a mirar en otra dirección tan pronto como me fijaba en ellos, hasta que solo una persona continuó mirándome. No pude hacer menos que mirarla a mi vez, y cuando lo hice me embargó la alegría, porque se trataba ni más ni menos que de madame Le Barbier.
Me saludó respetuosamente con un gesto; le respondí de la misma manera y esbocé una sonrisa. Sentí la tentación de acercarme y departir con ella durante unos momentos. Sin embargo, ninguna de las dos nos movimos. Al final nuestras miradas se separaron, y yo continué mi camino hacia las cocinas, donde la cocinera me obsequió con un plato de sopa como única comida, dado que no había tiempo para una colación más consistente. Pero no me importó: la visión de aquella buena mujer me había dado todo lo que necesitaba para recuperar fuerzas.
Con Jean de Malestroit sentado detrás de él en el sitio de los jueces, De Touscheronde parecía casi diminuto. En realidad, toda su persona era delicada. Tenía una voz suave, con un tono casi femenino, pero era algo que ayudaba a su labor de fiscal: todos nos veíamos forzados a escuchar con la máxima atención, y mientras hablaba el silencio en la capilla era absoluto. Convenció hábilmente a unas personas inquietas y alteradas para que hablaran con toda lucidez de cosas indescriptibles delante de extraños muy poderosos.
«Decidme, madame, si sois tan amable, ¿qué pasó después de que confiarais a vuestro hijo a las manos del tal Poitou?»
«Señor, con la mayor claridad que os sea posible a la vista de vuestra considerable desazón, por favor explicadle a la corte lo que vos creéis que le ocurrió a vuestro hijo Bernard…»
Se lo contaron todo y más, confesaron libremente como si él fuese un santo, aunque no eran ellos los pecadores sino las personas que habían sido objeto de los más horrorosos crímenes. Le explicaron cuándo habían advertido la pérdida por primera vez, cuándo habían ocurrido las desapariciones, quién había hecho la primera denuncia, por qué sospechaban de Gilles de Rais; un inquisidor más imponente quizá no habría conseguido tantos detalles de unos testigos tan humildes como aquellos.
Un hombre llamado André Barbé habló de la desaparición del hijo de madame Le Barbier.
—Le vi recogiendo manzanas en el huerto de la casa de Rondeau, y no le he vuelto a ver desde entonces. También han desaparecido otros muchos: los hijos de Guillaume Jeuden, Alexander Chastelier, y Guillaume Hilairet… Nos hubiésemos presentado antes, pero ninguno de nosotros se atrevió a hablar por miedo a los rufianes en la capilla de mi señor De Rais, y a otros que le servían, porque nos amenazaron con meternos en los calabozos, con pegarnos o cosas peores si comunicábamos nuestras sospechas al magistrado, y este último tampoco hizo mucho caso de lo que decíamos cuando alguno de nosotros reunió el coraje para presentarse y hablar.
Entonces, para mi gran sorpresa, madame Le Barbier se levantó:
—Su Señoría, con vuestro permiso, quiero añadir algo más a las palabras de mi buen vecino.
El desagrado y la vacilación se reflejaron en el rostro de Touscheronde.
—Muy bien —manifestó con desgana—, pero sed breve, os lo suplico.
La mujer nos sorprendió a todos cuando pasó junto al lugar reservado para los testigos y se acercó a la mesa a la que estaban sentados los jueces. Los guardias se alertaron rápidamente cuando Le Barbier levantó el puño y comenzó a moverlo rítmicamente como si estuviese bombeando decisión y coraje del aire.
—Maldigo al señor Gilles de Rais para toda la eternidad —proclamó—. Que su alma baje a las profundidades del infierno por todo lo que me hizo a mí y todas estas otras buenas personas. Que el demonio lo reclame como suyo y lo encadene a un poste ardiente por los siglos de los siglos.
Gritos y aplausos siguieron a esa declaración. Jean de Malestroit se levantó a medias de la silla y pidió orden a voz en cuello, pero de nada sirvió su advertencia. Inspirada por sus maldiciones, la multitud quería decir lo suyo. Confundidos con las excitadas voces de triunfo se escuchaban los gritos de pena de aquellos que habían sufrido, y luego sonaron otras maldiciones. En presencia de un obispo era algo escandaloso, una cosa cercana a la herejía denunciar al soberano. Si bien a mí me parecía muy justo que aquellos que habían sufrido como consecuencia de los actos de mi señor tenían todo el derecho a opinar sobre cualquier sentencia que finalmente se decidiera imponerle, los gritos y los insultos eran poco más que un gesto. La palabra final sería la de Dios, pronunciada a través de su siervo Jean de Malestroit.
Rodeada por los guardias, la mujer se mantuvo firme y miró acusadoramente a Jean de Malestroit, el hombre que había intentado hacerla desistir de su primera queja; su mirada parecía decirle: «A vos también os maldigo por no haber hecho caso de mi súplica, y todos los santos saben que os lo tenéis bien merecido».
Su rostro se convirtió en una máscara de piedra: impasible y muda como si detrás no hubiese ningún sentimiento. Cuando los guardias decidieron intervenir, él los apartó con un gesto. Se aclaró la garganta antes de hablar.
—Podéis retiraros, madame, si ya habéis dicho lo vuestro.
Sin desviar ni un ápice la mirada, madame Le Barbier se recogió la falda y retrocedió. Mientras se confundía una vez más con el grupo de los testigos, la temperatura en la capilla subió brusca y sin ninguna causa aparente, como si todo el aire fresco hubiese sido aspirado por alguna criatura gigantesca que acababa de emerger de las profundidades de un lago. Los hombres comenzaron a desabrocharse los cuellos; las mujeres se abanicaban para protegerse de los vahídos. Jean de Malestroit se incorporó a medias en su silla y ordenó con un gesto enérgico que abrieran la ventana. Las bisagras de hierro chirriaron sonoramente cuando el alguacil abrió la ventana que casi nunca se abría.
Entró una corriente de aire cuya frialdad nos pareció todavía más extrema en comparación con el calor agobiante de la sala. Antes de que la buena mujer tuviese la oportunidad de volver a sentarse, un gran cuervo negro azulado entró por la abertura y sobrevoló la asamblea. Miró a la concurrencia con sus malévolos y pequeños ojos amarillos y movió las alas hasta desplegarlas al máximo. Un tremendo grito de espanto resonó en la capilla. Una mujer, impulsada por el miedo, se levantó bruscamente y después cayó desvanecida sobre su acompañante. El pájaro desconcertado por el ruido buscó posarse en el sitio más alto que, en ese momento, era la cabeza de madame Le Barbier. Hundió las afiladas garras en los cabellos de la mujer en un frenético intento de posarse en algo sólido.
La mujer comenzó a proferir unos alaridos tremendos y a dar vueltas, mientras manoteaba con auténtica desesperación en sus intentos por apartar las garras que se le clavaban en el cuero cabelludo. Los asistentes se apartaban, aterrorizados. Un hombre se levantó para señalar al negro intruso con un dedo acusador.
—Es la encarnación del mismísimo demonio —gritó.
Fue entonces cuando comenzaron los verdaderos gemidos de espanto. Todos se levantaron en un intento por escapar pero se entorpecían los unos a los otros. Su Eminencia, ahora de pie, aporreaba la mesa con su mazo en un inútil intento por restablecer el orden en la sala.
Me apresuré a correr en ayuda de la infortunada mujer. Con la cabeza echada hacia atrás para no ser alcanzada por el furioso aleteo del pájaro, lo sujeté lo mejor que pude y comencé a tirar hacia arriba. Él fue a por mi mano con su afilado pico, y la sangre comenzó a manar en abundancia cuando me hizo un profundo corte en el dorso. Otros acudieron finalmente a ayudarnos, y entre todos conseguimos apartar las garras del pájaro de la cabellera de la víctima que no dejaba de chillar. Libre al fin, el cuervo se remontó hasta lo más alto de la capilla, donde se entretuvo en dar vueltas en un estado de perversa agitación. Todos a la una nos encogimos atemorizados mientras el demonio negro se lanzaba en picado con las garras desplegadas a la búsqueda de una nueva víctima. Nos pareció que transcurría una eternidad antes de que los gritos de terror consiguieran espantarlo y saliera a través de la abertura, para volver a la libertad del cielo.
De Touscheronde literalmente se lanzó sobre la ventana y la cerró con tanta violencia que el estruendo nos hizo temer a todos que acabaría destrozada. Sin embargo, por obra de algún milagro, el marco de hierro resistió, y todos los cristales de colores —tan artísticamente montados y unidos con cintas de plomo— quedaron intactos.
Con cuánta pena hubiese llorado mi madre al ver su delicado pañuelo de encaje blanco teñido de rojo con la sangre de su hija. Mantuve la tela apretada con fuerza sobre la mano herida mientras las personas a mi alrededor gemían con desesperación y se abrazaban las unas a las otras en busca de consuelo. Los hombres y las mujeres rezaban y se persignaban, algunos con verdadera furia, para purgarse del espíritu maligno que había entrado con aquellas alas negras.
¿El señor De Rais había enviado a este demonio para atormentar a madame Le Barbier y, junto con ella, a todos nosotros? ¿O había sido su súbita aparición tan solo una coincidencia? Ninguno de nosotros lo podía decir a ciencia cierta.
En cualquier caso, del primero al último, estábamos aterrorizados.
El cuervo se había marchado hacía rato, pero el tumulto continuaba, y era imposible seguir adelante con el proceso en semejantes condiciones; madame Le Barbier acabó siendo la última testigo de la tarde. Su Eminencia dio por terminada la actividad del día con unas cuantas frases en latín que tuvo que gritar a voz en cuello para hacerse escuchar en medio de todo aquel escándalo, y los escribas se apresuraron a consignar sus palabras en los pergaminos. Luego Jean de Malestroit le hizo una seña al capitán de la guardia del tribunal, quien a su vez se apresuró a transmitir la orden a sus subalternos. Como un solo hombre, los guardias comenzaron a golpear rítmicamente en el suelo de piedra con los cabos de las lanzas, pero en lugar de apaciguarse, el tumulto aumentó rápidamente en fuerza e intensidad. Muy pronto los gritos fueron acompañados con el batir de palmas, que se acoplaron perfectamente al ritmo marcado por los golpes de las lanzas.
Era el caos más absoluto. Vi a Jean de Malestroit hacerle otra seña al capitán, quien ordenó a los guardias que dejaran de golpear. Ahora las lanzas comenzaron a empujar a los ciudadanos fuera de la capilla. El palmeo se fue apagando poco a poco mientras la concurrencia abandonaba descontenta la sala y bajaba las escaleras.
Las protestas de aquellos que aún tenían que declarar no podían ser más estridentes y furiosas, porque cada uno de ellos estaba absolutamente seguro de que su relato bastaría para convencer a los jueces de la culpabilidad de mi señor. Sentía una profunda compasión por estas personas desilusionadas, aunque no alcanzaba a entender de qué serviría otra declaración a la vista de todo lo que ya habíamos escuchado.
Miré hacia donde se encontraba Jean de Malestroit; me interrogó con una rápida mirada por la gravedad de mi herida, y yo le respondí con un leve encogimiento de hombros. Al día siguiente me dolería, pero de momento no me molestaba. Despejada aquella preocupación, en su rostro apareció una expresión de profundo enfado. En lo más profundo de su corazón, se estaría reprochando haber permitido que se produjera ese desorden, aunque era claramente obra de Dios, o quizá del diablo. Desde luego, a él no se le podía hacer responsable. En cualquier caso, se culparía. Le observé mientras se marchaba por una de las puertas laterales; lo hizo con tanta prisa que la toga se levantó impulsada por el aire.
El hermano Damien y yo salimos con los demás que habían estado en la capilla. Avanzamos a buen paso; entre los testigos parecía reinar la voluntad de llegar cuanto antes a la plaza, porque había muchas cosas que contar. La muchedumbre que nos aguardaba a todos nosotros parecía haberse duplicado una vez más desde la última pausa. Ya corría de boca en boca un terrible relato de brujería, protagonizado por el cuervo, y comprobé cómo aumentaban las exageraciones con cada repetición.
«Sus alas eran tan grandes como las de una cigüeña.
Sus ojos. ¡Sus ojos eran tan humanos!
¡Cuando abría el pico, se escuchaban palabras en muchas lenguas!»
Los embellecimientos continuarían hasta que el cuervo acabaría convertido en un dragón alado con unas garras sanguinarias, escamas verdes, y unos demoníacos ojos amarillos capaces de arrebatarle el alma al más valiente con tan solo una mirada. Dirían que tenía las fauces tintas en sangre, que era la mía. El pájaro usurpador se había llevado con él algo más que mi sangre: se había llevado todas mis ilusiones de que el juicio y el eventual castigo de Gilles de Rais se pudiera conseguir de una manera ordenada, y que todos pudiéramos evitarnos el escándalo que lo empañaría. Pero ahora las cosas estaban demasiado trastornadas para que se impusieran la santidad y la sensatez.