Había acertado: Wilbur Durand no se encontraba fuera del país. Había estado tan cerca que si hubiese estirado lo suficiente el brazo, lo hubiera tocado. Respiraba lo mismo que yo y todos los demás en la sala de guardia; vi cómo su pecho subía y bajaba mientras estaba allí al otro lado de la mesa de recepción. Por todo lo demás, era como una estatua, completamente inmóvil, y de un único color.
Me hice a un lado para sacarlo de la protección de la mesa y así verlo mejor. No se movió de donde estaba, solo varió ligeramente el ángulo para seguirme. No pude evitar el mirarlo fijamente por un momento. «Oh, por favor, por favor, por favor —le supliqué silenciosamente a ese oscuro demonio—. Haz algo estúpido, saca una navaja o lánzate súbitamente sobre mí para que pueda desenfundar el arma u meterte una bala en tu retorcido cerebro».
Pero había tenido que pasar por los controles de seguridad de la entrada para llegar hasta allí, incluido el paso por el detector de metales, así que era imposible que llevara alguna arma encima. Sin embargo, no estaba desarmado, ni mucho menos: si se quitaba las gafas de sol que le ocultaban los ojos y me impedían interpretarlo, dispararía una descarga de rayos láser y me abriría un agujero en mitad de la frente.
—Señor Durand —dije como una estúpida—. Soy la detective Lany Dunbar.
Menuda idiota que soy; él sabía quién era yo. Hizo un gesto de desdén y no hizo el menor caso de mi mano extendida.
—Gracias por venir —añadí, como si tuviese una patata caliente en la boca.
Tenía la sensación de que me había convertido en un objeto de cristal, que el más mínimo movimiento brusco conseguiría que me rompiera en un millón de trozos que nunca se podrían recomponer. No obstante, mis sentidos no me habían abandonado del todo; lo evalué, grabé su imagen en mi cerebro como una fotografía y lo medí de todas las maneras posibles. Durand era de estatura mediana, de constitución muy delgada, con la piel de una palidez enfermiza allí donde era visible. Iba vestido de negro de pies a cabeza, como en las pocas fotografías que había conseguido encontrar. Llevaba el pelo negro lacio largo y muy bien peinado. Las gafas de sol impedían el más mínimo atisbo de sus ojos. Su postura era erguida, parecía un soldado en posición de firmes. Delante de mí tenía una caricatura ambulante, pero no conseguía identificar a quién estaba caricaturizando.
A pesar de toda aquella afectación, resultaba un tipo totalmente indescriptible; seguramente me costaría Dios y ayuda reconocerlo entre una multitud. Durand era de la clase de persona que podía parecer un ser del todo anónimo y carente de importancia. Era probable que pudiera asumir el aspecto que quisiera. Pero cuando habló, me pegó un susto de muerte.
—Devuélvame mi estudio.
No «¿cómo está usted?» o cualquier otro saludo habitual. Su voz me sorprendió; me esperaba escuchar una voz dominante y arrobadora, algo en el estilo de Vincent Price o Will Lyman. Pero en lugar de la voz sonora, autoritaria, que me había imaginado, soltó una serie de sonidos agudos que sonaron, contra todo pronóstico, como una exigencia.
De haber sido un cantante, su registro hubiera correspondido al de una soprano; no era en absoluto una voz masculina, pero tampoco acababa de ser del todo femenina. Si me hubiese llamado por teléfono, no hubiese sido capaz de identificar a qué sexo pertenecía. Su voz tenía algo que sonaba como muy artificial, como si estuviese hablando a través de un aparato que distorsionaba la voz o desde debajo del agua; cada palabra que pronunciaba te provocaba dentera como si alguien arañara una pizarra. No dijo: «Hola, soy Wilbur Durand, tengo entendido que usted quería hablar conmigo». Solo pronunció una orden: «Devuélvame mi estudio».
Aquel estudio era su punto débil.
Resultaba desconcertante comprobar lo mal que encajaba la imagen fantasma que me había hecho de Wilbur Durand con la realidad. Había esperado una voz poderosa, un físico imponente, una presencia más sustancial. Era tan inocuo que, en otras circunstancias, ni siquiera le hubiera mirado una segunda vez. Pero en vista de lo que sabía, me estremecía encontrarme en la misma habitación con él, con ese exterminador de gatos, ese secuestrador de niños, ese presunto asesino. Yo rezaba para que no se diera cuenta. Pero por supuesto, sí que se percató.
Cuando el sargento de la entrada me dijo quién quería hablar conmigo, puse boca abajo la fotografía de mis hijos para evitar que él los viera si conseguía hacerle venir a la sala de la división para que habláramos. No quería que conociera ni el más mínimo detalle de mi vida privada.
Cualquiera hubiese imaginado que alguien como Durand se presentaría con una comitiva de abogados, pero había venido solo. Había una pregunta que no dejaba de acosarme: ¿Cómo demonios tenía la desfachatez de presentarse en una comisaría cuando había muy buenas razones de que lo detuvieran como el presunto autor de un asesinato o quizá de varios? Tenían que darse en él una de dos condiciones psicológicas contrapuestas: albergar una temeraria confianza en la aceptación del mundo cuando se pasaba de la raya o ser un psicópata incapaz de reconocer cuáles eran los límites de una conducta tolerable y, en consecuencia, no tenerlos en cuenta. Quizá ambas; en cualquier caso me asustaba, y estaba segura de que él lo sabía.
Me miró con una expresión de absoluto desprecio que decía claramente: «Te tengo». Y era verdad: me quedé muda del todo mientras una sonrisa de desafío aparecía en su rostro.
En aquel momento, Spence apareció a mi lado, y él recordó para qué servía la boca mucho antes que yo.
—Su estudio está confiscado por una orden judicial. No se lo devolveremos hasta que hayamos acabado con nuestro inventario de las posibles pruebas que encontremos allí.
Durand no hizo el menor caso de Spence y me ofreció su respuesta.
—No he cometido ningún crimen. Por lo tanto, no puede haber ninguna prueba. —Las comisuras de sus labios se movieron de una forma casi imperceptible mientras que todos los demás músculos permanecían inmóviles—. Lo que ustedes crean que es una prueba real no se trata más que de una ilusión.
Recuperé la voz, pero sin duda debió sonar temblorosa.
—Señor Durand —repliqué—, nosotros determinaremos el valor probatorio de todo aquello que encontremos tan pronto como nos sea posible. No lo molestaremos más que lo estrictamente necesario. Pero mientras tanto, hay varios temas de suma importancia respecto a sus posesiones; necesitamos tener la certeza de que estamos obrando de la manera correcta, tanto para su protección como para la nuestra. Debido al posible valor histórico y artístico de los objetos que tiene usted allí, nuestros asesores legales nos han aconsejado que actuemos con el máximo cuidado.
Él sabía perfectamente cuál era el verdadero significado de mis palabras: que estaríamos allí hasta que nos echaran con alguna argucia legal. Hice acopio de todo mi coraje y lo presioné todavía más.
—Si tiene usted un momento, quisiera pedirle que me acompañara a una de nuestras salas de entrevistas. Estaríamos más cómodos.
—No.
Eso fue todo lo que dijo. Podría haber comenzado a gritar lo que nos haría su abogado, pero no lo hizo, podría haberme amenazado, haber despotricado y maldecido, pero permaneció en silencio. No quería debatir conmigo en absoluto. Nada de toma y daca, ninguna negociación en la que yo dijera una cosa y él otra, y así llegar a una conclusión, con o sin acuerdo. No profirió ninguna amenaza, vaga o específica. Sencillamente permaneció allí durante unos segundos, frunció el entrecejo y luego se volvió para marcharse.
En la sala de recepción reinó un silencio sepulcral mientras la puerta por la que había salido Wilbur Durand se cerraba con un leve susurro. Miré a los demás; los rostros de todos se habían quedado pálidos. Cuando el aire acondicionado se puso en marcha, todos nos sobresaltamos con el ruido.
—Joder, Lany —exclamó el sargento de guardia—, ¿qué demonios ha sido eso?
—No lo sé —respondí—. Creo que los científicos lo están investigando.
—Les deseo buena suerte —intervino Spence.
El coche sin identificaciones avanzaba lentamente por las calles de la ciudad con Spence al volante. Yo iba a su lado, todavía aturdida. El tráfico era cada vez más complicado y ruidoso, y por mi mente no pasaba otra cosa que las imágenes del cuerpo mutilado de Earl Jackson. Lo único que deseaba de la vida era detener a Wil Durand.
—Dios, Spence, estaba allí. Todo lo que tenía que hacer era sacar las esposas…
—Sé lo que se siente. Pero todavía no es el momento. Este no es un caso que quieras ver cómo se hunde por culpa de un error.
También hubiese significado que si lo tocaba, no hubiese sido capaz de tocarlo de nuevo.
Tenía las fotografías del estudio sobre mi falda. El calor hacía que el aire se ondulara sobre el pavimento. Una vez más, repasé una a una las imágenes del escalofriante mundo de Durand en busca de la chispa, la pequeña chispa que me permitiera entender todo aquello. En cambio, me vi enfrente a montones de cabezas, brazos, dientes, pelucas, orejas, sangre e intestinos; todo incomprensible para una persona normal.
—Mira esto. —Levanté una de las fotos. Spence desvió la mirada por un segundo para echarle una ojeada.
Frunció el entrecejo.
—¿Qué demonios es eso?
—Un cajón lleno de mocos de utilería, esa cosa de goma que ponen en las narices de los actores para que cuelgue y parezca moco.
—Espero que ese no sea el motivo para que vayamos allí.
¿Quién podía saber qué sería lo que nos permitiría pillarlo?
Tiene que ser algo vulgar, solo que todavía no sé qué.
Entramos en el vestíbulo, y el mismo empleado de antes intentó detenernos. Una vez más, no le hicimos caso.
—Ya se acostumbrará a vernos por aquí —bromeé. Pero tan pronto como entramos en el estudio, desapareció toda alegría. Caí en una especie de trance. Dejé que mi mirada pasara de una caja a otra, de estantería en estantería, sin perder ni un solo detalle. Puse mi cerebro en la modalidad de búsqueda y realicé el equivalente mental del zapeo, con la ilusión de que algo, cualquier cosa, me llamara la atención.
Pensé en mis hijos; ¿qué cosas podían tener en esa sala sin que llamara demasiado la atención? El lugar estaba lleno de recuerdos de películas, cosas que quizá algún día llegarían a ser tan famosas como las rojas…
Zapatillas de deporte.
Calzado de utilería. Habían vaciado el contenido de la caja en el suelo, y las zapatillas estaban dispersas por todas partes. Un detective de una de las otras divisiones las estaba contando metódicamente. Era como si estuviese contemplando la sala de estar de mi casa: zapatillas por todas partes. Los chicos llevan zapatillas. Había demasiados pares de zapatillas de chicos comparados con los otros tipos de calzado en la caja.
¿Por qué tenía tantas zapatillas?
Recordé la caja de zapatillas vacía en la habitación de Nathan Leeds.
Entró el abogado. Permaneció en el umbral en compañía del empleado, quien sin duda lo había llamado en el momento en que aparecí.
—Guardemos todos los zapatos otra vez en la caja —le dije en voz baja a los policías que hacían el inventario—. Nos los llevaremos.
Seguramente pensaron que me había vuelto loca. Uno de ellos me miró.
—No hagáis nada que saque a ese energúmeno de sus casillas.
Cuando nos llevamos la caja —Spence a un lado y yo al otro—, el abogado se puso hecho un basilisco.
—¿Qué están haciendo? ¿Dónde creen que van con eso? La orden de registro no decía nada sobre los objetos personales de mi cliente.
Brincaba a mi alrededor, me gritaba con tanta furia que me manchaba con la saliva, a pesar de que todavía tenía la orden de registro en una mano.
—¡Cállese! —le ordené, y para mi estupefacción, lo hizo. En el momento de abrir la puerta, le repetí sin perder la calma mi declaración inicial—. Tenemos una orden para llevarnos los objetos que puedan servir como pruebas en la investigación de varios crímenes.
Comenzó a gritar de nuevo. Pero sus gritos no nos detuvieron.
Dos fornidos agentes cargaron con la caja desde el garaje y la dejaron en el suelo junto a la mesa de entrada de la división. La arrastré yo misma hasta una de las salas de entrevistas a pesar de la multitud de brazos que se me ofrecieron. Ahora que la tenía, no quería que nadie más la tocara hasta que no acabara de mirar todas las zapatillas.
Nike, New Balance, Adidas, Puma, todas las marcas del mercado. Todas ocultas a simple vista. Comencé a llamar a los padres para que vinieran a verlas; los cité con media hora de separación entre cada visita durante toda la tarde y a la mañana siguiente.
Me pregunté cuándo me llamaría mi ex para que le pasara una pensión para los niños, en lugar de pagarla él como hasta ahora. Quizá tendría todas las razones para acusarme de ser una mala madre. Eso al menos era lo que comenzaba a creer. Así y todo, por lo menos mis hijos estaban seguros.
Los padres y los tutores se presentaron tal como habíamos convenido. Algunos, llevados por la angustia, llegaron antes de hora y tuvieron que esperar. Los nervios y la impaciencia eran palpables mientras los familiares de los niños desaparecidos vigilaban el reloj sentados en las sillas de plástico naranja, conscientes de la posibilidad de que la muerte de un hijo se pudiera confirmar finalmente gracias a las pruebas.
Habíamos instalado dos grandes mesas en el centro de la sala de entrevistas, y cada una estaba cubierta con las hileras de zapatillas cuidadosamente ordenadas. Escobar había ido corriendo hasta su casa para traer varios pares de zapatillas viejas de sus hijos, marcadas con etiquetas debajo de las lengüetas. Les pedí a otros compañeros que buscaran en las profundidades de sus taquillas para ver si tenían algún par. Era como poner fotos de policías entre las fotografías de los presuntos sospechosos; la validez de una identificación positiva se vería confirmada si había otros elementos que sabíamos falsos y que el identificador había descartado en favor de la prueba auténtica. «Hemos intentado deliberadamente confundir a este testigo, Su Señoría, solo para confirmar que estaba seguro de la identificación, pero siempre insistió en escoger la fotografía del acusado por muchas otras que le presentáramos».
Fred Vuska, Spence, Escobar y yo miramos a través del espejo mientras un agente hacía entrar a los aprensivos adultos y los guiaba en el recorrido de la extraña exposición. Les había dicho a los padres y tutores que no debían tocar ninguno de los objetos para evitar la contaminación de la prueba, pero estaba segura de que alguno lo intentaría. No tardó mucho en suceder: uno de los padres acercó una mano, luego la retiró, miró hacia el espejo —no era tonto y sabía que lo estábamos observando— y asintió. Se le aflojaron los hombros y se echó a llorar.
Entré inmediatamente en la sala y recuperé las zapatillas del número treinta y siete de la hilera. Las sostuve con las manos enguantadas y le pregunté al padre:
—¿Está seguro de que estas zapatillas pertenecen a su hijo?
Consiguió susurrar un «sí» entre los sollozos. Señaló una mancha pálida en una de las punteras.
—El día del Padre estuvimos pintando la galería y a Jamie se le cayeron unas gotas de pintura en la zapatilla. Conseguí quitar la mayor parte, pero no hubo manera de quitarla del todo.
La observé con más detenimiento. Entre las acanaladuras de la puntera había unas pequeñas manchas verdes que destacaban contra el blanco gris de la goma.
Si quedaba alguna duda de la identificación de la zapatilla como perteneciente al niño, siempre se podía hacer un análisis de la pintura —en la zapatilla y la galería— para confirmarlo.
Para aquella hora, el técnico de recogida de pruebas que había enviado al apartamento de Ellen Leeds había regresado con la caja de las zapatillas debidamente marcada y empaquetada, Le dije que la guardara en el armario de las pruebas. Una vez más miré a través del espejo a tiempo para ver cómo otro hombre —un tío de la víctima— se apartaba de la mesa, caía de rodillas y vomitaba. Corrí a su lado. Después de limpiarse los labios con la manga, señaló los cordones de Disney World que había comprado para su sobrino en un viaje por motivos de trabajo a Florida. Les había cortado las puntas porque eran demasiado largos y el chico se los pisaba continuamente. Los identificó con toda claridad por el pegamento que había puesto en los extremos cortados para que no se deshilacharan.
Continuaron las entradas, y conseguimos otras cuantas identificaciones positivas. Cuando se acabaron las visitas de la tarde, nos quedamos solos para disfrutar de nuestra triste victoria.
El terrible peso de nuestro nuevo descubrimiento pareció caer sobre nosotros de una sola vez. Por fin, Fred se volvió hacia mí.
—Supongo que ya tienes a tu hombre. Ya sabes el follón que se organizará cuando todo esto salga a la luz.
Tenía razón, sería una carnicería. De pronto me sentía exhausta. Ahora que tenía a Wilbur Durand en la trampa, llegué a la curiosa conclusión de que todavía no estaba preparada para encerrarlo. Necesitaba primero aclarar mi vida antes de entregársela.
—Necesito un día más para ocuparme de un par de cosas antes de acabar con este asunto —repliqué.
Fred me miró, incrédulo.
—¿Qué cosas?
—Cosas, Fred. Detalles. Tengo que escribir todo esto y meterlo en los expedientes, y necesito dormir unas horas antes de poder ocuparme. Será cuestión de un día.
—¿Hay algún riesgo de que secuestre a algún otro chico mientras esperamos?
A buena hora preguntaba.
—No tengo la menor idea, y tú lo sabes. Sé que necesita prepararse para lo que hace si continúa haciéndolo como hasta ahora, y le hemos visto la cara, así que es probable que no esté preparado para otro secuestro.
—Detesto el «probable».
No era el único.
—Solo un día —insistí en voz baja.
Eran las últimas horas de la tarde del martes cuando ocurrió todo aquello. Fred me dio hasta el jueves por la mañana para acabar con los pormenores del caso y organizado todo con el fin de llevar a cabo un arresto en toda regla.
Hasta nos dimos las manos. Quizá él estrechó la mía para felicitarme, no lo sé, pero fue como si estuviésemos sellando un pacto entre caballeros. Disponía de un cierto margen de tiempo, siempre y cuando las cosas no se desviaran. Ya les había dicho a los padres que estábamos preparando una orden de arresto, pero no mencionamos quién era el sospechoso; queríamos que todo saliera a pedir de boca, así que necesitábamos de toda su cooperación para mantener las cosas en orden. Resultó algo bastante difícil; todos me presionaron al máximo para que les diera más información. No les había dicho nada, y aquello me estaba matando.
Era casi medianoche cuando acabé con todo el papeleo. Cuando nadie me miraba, me escabullí en una de las salas de entrevistas, corrí las cortinas que tapaban el espejo para que nadie pudiera mirar en el interior y me dejé caer en una silla, consumida por el deseo de venganza. Esos serían probablemente mis últimos momentos a solas durante algún tiempo; todavía me quedaban montañas por escalar. La orden de arresto, el arresto propiamente dicho, la presentación de pruebas al fiscal, la acusación, el juicio, la sentencia si es que ganábamos…
«Por favor, Dios mío, no permitas que se celebre un juicio, no dejes que haya la más mínima oportunidad de que esto se estropee… Haz que se declare culpable de lo que sea y así no tendremos que pasar todos por esos follones legales…»
¿Quería de verdad que fuese así? Claro que sería todo mucho más sencillo, pero para que lo fuera tendría que haber una negociación. Si el estado aceptaba la declaración de culpable, tendría que ofrecer la cadena perpetua a cambio de la condena a muerte.
¿Quería de verdad que sucediera así? No tenía ningún sentido plantearse tal posibilidad en esos momentos. Toda mi vida estaba a punto de cambiar, y no precisamente para bien. Si ganábamos el caso, lo más probable es que recibiera algunos beneficios y quizá un ascenso, pero el futuro previsiblemente iba a convertirse en un verdadero infierno. También cambiaría la vida de mis hijos. Se acabarían las plácidas tardes hogareñas dedicadas a los deberes o a ver la televisión. Se acabarían las visitas al muelle de Santa Mónica. Pasarían la mayor parte del tiempo con su padre, aunque eso no era tan terrible. Se verían acosados por los compañeros de la escuela y los amigos.
Acabé por levantarme para ir a buscar la caja de las zapatillas de Nathan. Cogí de entre el montón las suyas y las guardé cuidadosamente en la caja: como si fueran el zapato de cristal de Cenicienta, entraron en la caja sin el menor problema. Las había dejado para el final porque no hubiese estado bien haber conocido por anticipado que sus zapatillas estaban allí. Todo lo demás después de eso me hubiera parecido solamente una confirmación, y no quería desilusionar a los padres que habían tenido que revivir todas aquellas terribles penurias mientras buscaban entre todas aquellas zapatillas. Sencillamente no parecía justo.
La petición de la orden de arresto fue la obra maestra de mi carrera, el documento más claro y conciso que había redactado en toda mi vida.
Fred estaba muy atareado con la elección del grupo que se encargaría de arrestar a nuestro excéntrico sospechoso. Cuando informó del caso a nuestros estupefactos superiores, se me pidió que estuviera presente para ofrecer más explicaciones si eran necesarias. Fred fue extraordinariamente cuidadoso a la hora de exponer los detalles para que no creyeran que meteríamos la pata. Todo el asunto me produjo un profundo asco y me provocó un terrible cabreo.
Para que después digan que el trabajo de la policía no es creativo.
Disfrutaba de un breve momento de diversión al recordar la pinta de Fred con su horrible traje en medio de todos aquellos elegantes uniformes, cuando sonó el teléfono de mi mesa.
Pandora intuyó el problema en el campanilleo electrónico, pero atendió la llamada de todas maneras; una prueba más de lo idiota que es.
Se le había acercado a un chico de doce años alguien a quien tomó por un amigo de la familia cuando regresaba a su casa después de los entrenamientos de fútbol tras las clases. El supuesto amigo había aparecido en un coche y le había dicho que su madre le había pedido que lo recogiera porque lo necesitaba en casa. El incidente se había producido en una calle secundaria donde el tráfico era reducido, en presencia de dos testigos. Uno de ellos era una vagabunda adolescente mal encarada y drogadicta que no tenía el menor interés en colaborar.
El otro, milagrosamente, era el propio chico, que había conseguido escapar.
Se llamaba Carl Thorsen, y a diferencia de la drogadicta, que tenía que soplarse la nariz después de cada palabra que chapurreaba, hablaba tan deprisa que tuve que pedirle que me repitiera todo lo que acababa de explicar.
—El coche se acercó muchísimo al bordillo así que caminé más despacio porque creí que era el coche de Jake la puerta del pasajero se abrió así que me detuve y miré el interior pero estaba oscuro y no pude ver muy bien quién estaba dentro pero al principio creí que era Jake porque el coche se parecía mucho y el tipo se parecía así que pensé que caray claro que es él sin embargo había algo en su voz que me preocupó no acababa de ser del todo la suya porque era demasiado aguda así que me asusté mucho y retrocedí pero antes de que pudiera ponerme completamente fuera de su alcance me cogió la manga y comenzó a tirar de mí así que me resistí como un loco y conseguí soltarme y entonces salí corriendo de allí lo más rápido que pude.
Carl juró que había gritado, pero no había nadie más cerca, excepto la chica, quien afirmó no haber escuchado ningún grito de socorro y que tampoco había podido ver la matrícula porque estaba demasiado lejos. Lamenté no poder llevarla a comisaría acusada de algún delito, por insignificante que fuese. Quizá que no quisiera colaborar tampoco era tan grave; los drogadictos son un desastre como testigos.
Metí a Carl en un coche patrulla para que lo llevara a la división, donde llamarían a los padres y pondrían en marcha el engranaje de la justicia. Escobar y yo pusimos manos a la obra al equipo encargado de recoger pruebas en la escena del secuestro y después recorrimos la zona mientras ellos hacían su trabajo. Una de las personas que vivía en una de las casas nos dijo que le había parecido escuchar el grito de un chico, pero que no se había asomado para ver lo que pasaba. Nadie más había visto ni escuchado nada.
Dios sabe lo mucho que me hubiera gustado tener el número de la matrícula de aquel coche.
Cuando volví a la división le pedí a Carl que me diera la camisa. No había muchas posibilidades de encontrar huellas digitales pero rogué para que esa vez nos acompañara la suerte; la buena fortuna parecía ser propicia, especialmente en el mundo de Carl Thorsen. La camisa se veía impecablemente limpia y sin arrugas para haber estado involucrado en una pelea: ninguna costura abierta, ni desgarros en la tela, ni partes deformadas por el estiramiento que yo pudiera ver.
Se presentó la madre, y le permití que pasara unos minutos a solas con su hijo antes de entrar a verlos a los dos.
—Necesito la dirección y el número de teléfono de su amigo Jake.
Pareció más que dispuesta a colaborar en beneficio de su amigo.
—Tengo el número de su móvil —dijo—. Llámelo ahora mismo. Él no tuvo nada que ver con esto. Sé que no lo hizo.
Yo también lo sabía, pero no podía decírselo todavía.
Jake había estado solo en su coche en el momento de producirse el incidente y, por lo tanto, no tenía ningún testigo de su paradero, excepto uno que resultó ser un tanto fortuito: el agente de tráfico que le había puesto una multa por exceso de velocidad cuatro minutos antes de la hora exacta del intento de secuestro, en un lugar a más treinta kilómetros en línea recta de donde se había producido el hecho. «Te estás volviendo descuidado, Wilbur».
Le recomendé al horrorizado Jake que acudiera inmediatamente a la división; se presentó en menos de quince minutos, histérico perdido. Comprobamos su coartada en el acto, y le informé de que no era sospechoso. Luego pasé a preguntarle aquello que quería saber de verdad.
—¿Usted y Carl han ido a algún lugar donde los vieran juntos en público en los últimos dos años?
Tendría que haber visto la expresión de su cara.
—Por supuesto que sí. A una infinidad de lugares. Para mí es corno mi propio hijo.
Admito que no es la primera pregunta que alguien esperaría en aquellas circunstancias. Pero no quería que nadie dijera más tarde que lo había guiado de alguna manera hacia la exposición en el museo de La Brea. Quería que él lo mencionara por su cuenta sin necesidad de ayuda. Por consiguiente le pedí que fuera un poco más preciso sobre los lugares y las cosas que habían ido a ver. Se mostró muy agitado y luego me recitó una lista de películas, espectáculos deportivos, reuniones…
Y una exposición.
No pude evitarlo. Sonreí como el gato de Cheshire. Ni siquiera intenté disimularlo. La verdad es que casi solté un grito de alegría.
¿Qué le habían parecido las filmaciones en vídeo que se hacían mientras la gente esperaba en la cola?
Eran fantásticas, una gran idea; él y Carl habían hecho el payaso ante la cámara y habían apuntado sus nombres. Afirmó que había sido tan divertido como la propia exposición.
—¿Qué diablos tiene que ver todo esto con que intentaran secuestrar a Carl?
Dejé la pregunta sin contestar.
—Si no le importa el detective Escobar le formulará algunas preguntas más y luego lo acompañaremos para que vea a Carl y a su madre.
Escobar tomó nota de todo lo que Jake le expuso sobre la naturaleza de su relación con el chico y las razones de pasar tanto tiempo con él; asimismo, le facilitó unos cuantos detalles más sobre sus actividades de la tarde de forma tal que su coartada fuera irrebatible. Nunca en la historia del crimen la policía se había preocupado tanto de reafirmar la coartada de alguien; por lo general, lo que intentamos hacer es desmontarla. En realidad era un exceso de celo: todo lo que necesitábamos era una fotocopia de la multa y que el agente lo identificara.
Esta vez no habría fallos.
Todos los detectives entraron en acción después de ese incidente. «Un solo tipo —les decía a todos—. Es un solo tipo». Nadie dijo lo contrario. Era emocionante ver a todos aquellos supervisores dándose codazos para demostrar cuál de ellos había apoyado mi teoría desde el primer momento. El tiempo volaba mientras repasábamos el caso; cuando miré el reloj, ya eran casi las cinco. Tuve que llamar a Kevin a toda prisa y pedirle que fuera a buscar a nuestros dos hijos pequeños a la piscina a las cinco y media. Yo no podía llegar a tiempo de ninguna manera. Por primera vez desde que había comenzado a investigar estas desapariciones, no estaba preocupada; ni siquiera Wilbur podía montar otro secuestro en tan poco tiempo.