Aquellos que engañan a la muerte al vivir hasta el final de la vejez a menudo alcanzan una condición mitológica, se deba o no tal reverencia a los méritos de un extraordinario carácter o a magníficos logros; conocimos a una mujer de Saint-Étienne que alcanzó a ver ciento dos primaveras; era de espíritu mezquino y algo lerda de mente, una auténtica arpía en su edad madura y, sin embargo, la gente viajaba desde muy lejos para tocarla, con la ilusión de recibir algo de su longevidad. Si madame Catherine Karle hubiera llegado a esa edad, sin duda nos hubiésemos enterado porque era una mujer francamente notable. Se decía entre aquellos que la conocían en Champtocé que obraba milagros con las piedras y un puñado de tierra, y no he encontrado nunca ninguna razón para no creerlo.
Su hijo Guillaume era un hombretón de naturaleza bondadosa y comprensiva, alguien que hubiese sido un excelente marido de haberse casado. A mí siempre me pareció que tendría que haber ocupado un rango más alto; había algo en él que lo separaba del resto de nosotros. Era reservado, pero no porque fuese un presumido; sin embargo, tenía algo que lo hacía más próximo a la nobleza, un porte regio que no podía pasarse por alto. Lo expresaba en sus trabajos y sus buenas obras, de las que yo misma me beneficié en una ocasión. Para la época en que estaba a punto de acabarse la terrible agonía de mi marido, yo me quedé sin fuerzas para volverlo en el lecho, y fue Guillaume quien siempre se mostró dispuesto a ofrecer sus fuertes brazos y su buen corazón para la tarea de cuidar de un hombre moribundo.
Por aquel entonces, yo era una mujer mucho más joven, más acorde con las exigencias y las posibilidades de la vida. En aquel momento, Guillaume debía estar muy cerca de cumplir los sesenta, pero seguía siendo un hombre muy apuesto, alto, delgado y musculoso, con unos ojos color azul cielo y una hermosa sonrisa. Me avergüenza admitir que cuando se apagaba la vida de mi Étienne, miré a Guillaume con algo de anhelo. No había disfrutado del vigor de mi marido desde antes que marchara a Orleans y echaba muchísimo de menos sus caricias. Desde entonces he conseguido perdonarme a mí misma aquellos pecaminosos pensamientos, aunque dudo que Dios también esté dispuesto a hacerlo; y si Jean de Malestroit llegaba a saberlo, bueno, no había manera de saber las penitencias que me impondría como castigo por mis debilidades humanas.
De todas maneras tendremos que pasar por Champtoceaux, me dije a mí misma. Ni siquiera Su Eminencia podría reprocharnos una pequeña demora en nuestro viaje de regreso. Fue muy fácil encontrar a Guillaume Karle; todas las personas a quienes preguntamos sabían cómo llegar a su casa, y todas hablaron con gran admiración del viejo gentilhomme. Así y todo, nunca se sabe lo que puede encontrarse detrás de una puerta cerrada, y mi diligente escolta no quiso ni oír hablar de que me presentara allí sola. «Por vuestra propia protección, hermana», había dicho el hermano Damien, con expresión muy grave. No pude menos que preguntarme cómo había podido salir bien librada durante tantos años sin su custodia; seguramente había sido gracias a la intervención de algún ángel invisible y misterioso cuyos poderes estaban reservados exclusivamente a la protección de las abadesas viajeras.
Permanecí atenta mientras se abría la puerta, y cuando apareció el ocupante de la casa, resultó ser el mismo hombre que habíamos visto en la taberna. No negaré que verlo me sorprendió tanto como su hermosa cabellera blanca. Sentí dentro de mí un placer que quise contener, pero que no solo persistió, sino que fue en aumento mientras lo contemplaba después de tantos años. Vi la sorpresa y quizá también algo de placer en su rostro; se volvió hacia mí y mientras que con una mano se resguardaba los ojos de la fuerza del sol, con la otra me saludó alegremente. No pude reprimir mi sonrisa de respuesta.
Cruzó el pequeño jardín delantero con un andar firme y vigoroso para acercarse a mí, y aunque yo continuaba en mi montura, no resultaba mucho más alta que él.
—Señora —dijo, con un tono de sincero afecto—, o quizá deba llamaros madre.
—De ninguna manera, señor, nadie sino vuestra admirable madre puede recibir semejante honor de vuestra parte.
—Qué amable sois al hablar tan bien de ella, y qué maravilloso me resulta que hayáis tenido la bondad de venir a visitarme. Han pasado muchos años, ¿no es así?
Mi sonrisa expresaba claramente el placer que sentía en aquellos momentos.
—Así es, señor, han pasado muchos años.
Continuamos con las cortesías durante unos minutos más, hasta que él dijo:
—Quizá tendríamos que entrar en casa y hablar de otras cosas.
Me ofreció su mano y yo le permití que me ayudara a apearme de la bestia. Cuando vas vestida con el hábito de una monja e intentas bajarte del lomo de un burro, no hay muchas posibilidades de hacerlo con elegancia. Por lo menos conseguí poner los pies en el suelo sin trastabillar.
En cuanto entré en la casa me dominó una sensación de bienestar que no era habitual que experimentara en lugares desconocidos. El aire era cálido pero puro y olía a madera aceitada. No tenía nada de particular a la vista de que los muebles eran muy bonitos y estaban muy bien construidos, de una finura que no era lógico esperar en la casa del hijo de una comadrona. Casi se palpaba la presencia de una mujer; quizá después de todo se había casado. Había una abundancia en su mundo que me hacía sentir una felicidad inexplicable.
No tenía idea de cómo Guillaume Karle se ganaba la vida más allá de ayudar a su madre en su trabajo, pero me imaginé que debía ser algo muy lucrativo si podía permitirse todos los lujos que había acumulado.
—Qué muebles tan bonitos —comenté.
—Ah, muchas gracias —respondió—. La mayoría los hice yo mismo.
Dicho esto, todo quedó explicado. Era ebanista. Tendría que haberlo sabido cuando le vi tallar el trozo de madera en la taberna. No obstante, había tapices y bordados por todas partes, todos de una calidad que solo se encuentra en las mansiones de los nobles. Apoyé una mano sobre un hermoso tapete que cubría la tapa de una preciosa cómoda. Guillaume Karle advirtió mi interés.
—Mi madre siempre se lamentaba de que casi nunca tenía tiempo para hacer estas cosas. Le habían enseñado a bordar cuando era una niña.
Los conocimientos para hacer una labor tan delicada no eran algo que se impartiera a las hijas de las familias de escasos recursos. Siempre habían circulado rumores referentes a que la comadrona era por nacimiento una duquesa o una princesa que había escapado de su casa y se había mantenido oculta de los suyos. Yo nunca había dado crédito a tales cotilleos; Katherine Karle era una mujer demasiado práctica, muy versada en el mundo natural como para haber sido criada en una casa noble. Por otro lado, la propia comadrona me había comentado que su padre había sido médico. En cualquier caso, a mí me importaba muy poco cuáles habían sido sus orígenes. Simplemente se trataba de una gran mujer que había criado a un hijo merecedor del orgullo de cualquier madre, y ambos siempre serían objeto de mi admiración.
No pude evitar la curiosidad y continué observando todo lo que me rodeaba. Mi mirada se posó en un pequeño retrato de una joven dama, realizado a plumilla sobre pergamino, en un marco de marfil tallado. Miré a Guillaume para pedirle su permiso para tocarlo, y él accedió con un gesto. Lo cogí con mucho cuidado.
La mujer del retrato mostraba una leve sonrisa, con una expresión que yo recordaba haber visto en más de una ocasión en el rostro de la comadrona.
—¿Es vuestra madre? —pregunté.
—Así es.
El retrato era muy bueno porque me permitió ver a la mujer mayor que me había ayudado a traer a mis hijos al mundo como una joven matrona en la plenitud de su vida. Aunque no había ni un solo toque de color, comprobé que sus cabellos habían tenido un tono muy claro; cuando ya habían encanecido, aún seguían conservando algunos toques del dorado original. Había una gran dignidad en su expresión y una extraordinaria viveza en sus ojos, dos cualidades que yo recordaba perfectamente de mi contacto personal con ella. Volví a dejar el retrato sobre la cómoda.
—Ahora me diréis que todavía está viva, y no me sorprenderé en absoluto de que así sea.
—Ojalá pudiera deciros tal cosa —me respondió su hijo—, pero Dios la llamó a su seno cuando había cumplido los noventa y nueve. Al menos, eso es lo que creemos. Mi madre recordaba haber presenciado la peste negra, y eso es lo que nos llevó a sacar tal conclusión. —Sonrió con una cierta tristeza—. Pero ni siquiera ella pudo resistirse a la llamada final. Nadie puede, por muchas ilusiones que nos hagamos.
Después de todo, no habían pasado tantos años desde el fallecimiento de la comadrona.
—Lo siento mucho —le dije—. Siempre le estaré agradecida por todo lo que hizo por mi marido, y a vos también.
La silenciosa presencia del hermano Damien me hizo recordar que más nos valía ocuparnos sin más demoras del asunto que nos había llevado hasta allí.
—Bien, se acabará la luz de este día antes de que nos demos cuenta —manifesté con un suspiro nostálgico—. Quizá el hermano Damien ya os lo haya dicho al entrar. Acabamos de estar en Champtocé. Fuimos a visitar al antiguo castellano que todavía vive en la fortaleza.
—Ah, el señor Marcel —exclamó Guillaume.
—El mismo.
—Un hombre a carta cabal. ¿Cómo le van las cosas? A menudo lo recuerdo, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez que visité aquel lugar.
Por el tono de su voz comprendí que no lamentaba en absoluto no haberlo hecho.
—Goza de muy buena salud y se le ve tan animoso como siempre —respondí—. No parece que se hayan producido muchos cambios en la fortaleza, excepto por algunos descuidos que debemos atribuir seguramente más al paso del tiempo que a la intención. Claro está que las cosas no pueden ser las mismas detrás de aquellos muros, a la vista de que ha cambiado de propietario con tanta frecuencia.
—Yo diría que ha sido para bien —afirmó Guillaume. Hizo una muy breve pausa y añadió—: Llegó un punto en el que mi madre se negó a ir allí, por mucho que se lo pidieran. Siempre decía que allí dentro estaban ocurriendo cosas malvadas. Me dijo que lo sentía en los huesos.
Sus huesos no se habían equivocado. Más tarde lo escucharíamos de la boca de Poitou.
«Cuando mi señor Gilles recuperó una vez más el castillo de Champtocé de manos de su hermano René, señor De la Suze, fuimos allí, pero nuestro propósito solo fue el de volver a entregarlo de nuevo, esta vez al señor duque de Bretaña. Mi señor se lo había vendido, aunque sospeché que no se hubiera desprendido del castillo de haber tenido la manera de evitarlo. No sé cuáles fueron las disposiciones del arreglo entre ellos, solo que mi señor se mostró terriblemente contrariado y que acabó por cederlo cuando se le amenazó.
»Fue en aquella ocasión cuando mi señor Gilles me hizo jurar que guardaría el secreto. Dijo: "Poitou, nunca traiciones mis confidencias. A nadie". En aquel momento no comprendí qué quería que mantuviese en secreto, pero llevado por mi fidelidad, juré de todas maneras.
»Con aquel juramento comenzaron todas mis vergüenzas.
»Mi señor nos ordenó a Henriet, a su primo Gilles de Sille, a dos sirvientes, Robin Romulart y Hicquet de Brémont, y a mí mismo, que fuéramos a la torre, donde dijo que encontraríamos los cadáveres y los esqueletos de muchos niños muertos. Quería asegurarse de que el duque Juan no los encontraría cuando tomara posesión de Champtocé. En un primer momento me resistí a creerlo. Pero luego los demás comprobaron la verdad de sus palabras, y comencé a temer por mi alma. Debíamos recoger aquellos restos, meterlos en cofres y trasladarlos en secreto al castillo de Machecoul. No nos informó de cuántos encontraríamos, pero cuando fuimos a la torre encontramos los despojos de treinta y seis o cuarenta y seis niños, aunque ahora mismo no recuerdo el número correcto; sí recuerdo que en aquel momento contamos los cráneos para saber cuántos eran.
»Trasladamos aquellos "cuerpos" —ninguno estaba entero— a las propias habitaciones de mi señor en Machecoul. Viajamos al amparo de la oscuridad, cada uno junto al carro donde habíamos cargado los restos. Una vez allí, con la ayuda de Jean Rossignol y André Buchet, quemamos los cuerpos en la gran chimenea, ante la presencia de mi señor que controló todos los detalles. A la mañana siguiente, cuando las cenizas se habían enfriado, las arrojamos al foso y a las letrinas de Machecoul. No fue tarea difícil, y bien podríamos haberlo hecho en Champtocé de haber tenido el tiempo necesario; pero el señor duque podía presentarse en cualquier momento, y si no él, su emisario el obispo Jean de Malestroit.
»No puedo decir quién mató a los niños; sé que los primos de mi señor se presentaban con mucha frecuencia cada vez que él estaba allí y que había una gran intimidad entre ellos, algunas veces con la práctica de la sodomía, algo que también ocurría con frecuencia entre mi señor y yo mismo. Sé que ellos le procuraban los niños, como yo mismo hice en muchas ocasiones posteriores, para satisfacer su inmensa lujuria. Entre todos, quizá le llevamos a unos cuarenta. Más de los que quisiera recordar, que Dios me perdone.
»Cosa que seguramente no hará».
Después de la desaparición de Michel, yo estaba tan sumida en el dolor que si el mal comenzó a filtrarse en la fortaleza de Champtocé, no me di cuenta de lo que sucedía. En cambio, Katherine Karle que no podía sentir el mismo cariño por aquel lugar, pero que sí que lo había frecuentado a lo largo de muchas décadas, había presenciado su ascenso y caída sin la menor emoción visible.
—Vuestra madre poseía unas maravillosas dotes de observación —le comenté a Guillaume—, así que aceptaré lo que me estáis diciendo sin la menor duda sobre su veracidad, aunque yo no haya sido testigo de los sucesos. —Por un instante pensé en mis propias carencias como observadora—. Supongo que tendría que haberme dado cuenta —me lamenté—, dado que Champtocé fue mi hogar durante muchos años.
—No os culpéis porque haya sido de esa manera. Nadie desea ver esas cosas.
—Os sorprenderíais, señor, de las faltas que podemos encontrar dentro de nosotros si tenemos el tiempo necesario para reflexionar, algo que he tenido en abundancia. —Le expliqué el motivo de mi visita sin más rodeos—. Estamos aquí con la ilusión de averiguar algo más referente a la desaparición de mi hijo.
Se retrajo un poco y se persignó. No había ninguna necesidad de recordarle a aquel hombre lo que le había ocurrido a Michel, algo que me daba una cierta tranquilidad; en otro tiempo había creído estúpidamente que si lo repetía una y otra vez, me serviría para aliviar el dolor.
—Marcel mencionó que quizá había algunas cosas que vos podríais recordar. Cuando sucedió, él y yo no hablamos del tema ni tampoco lo hicimos vuestra madre y yo. Así que ahora os pido que habléis.
Él cogió el retrato de su madre y lo contempló durante unos momentos. Después de dejarlo en su sitio con mucha reverencia me preguntó:
—¿En qué os pueden beneficiar mis recuerdos? Son muy dolorosos y nada cambiará por repetirlos en voz alta.
—Eso es algo que no podré decir hasta después de escucharlos. Pero no vaciléis en hablar con toda claridad, porque nada de lo que digáis podrá hacerme sufrir más de lo que ya he padecido.
Durante unos segundos me pareció que iba a discutir la validez de mis palabras. Sin embargo, no fue así.
—De acuerdo, madame. Si ese es vuestro sincero deseo, lo haré. Pero primero tomemos asiento. De pronto me duelen todos los huesos.
La silla en que senté mi cuerpo derrengado por la montura era tan cómoda que si el sol se hubiera ocultado ya de la vista, muy probablemente me hubiese quedado dormida de inmediato, sin pensar en las oraciones que debía rezar antes de cerrar los ojos. Así que me senté bien erguida en el borde del cojín; quería ver su rostro mientras hablaba. Ya se apreciaba una expresión de angustia.
—Mi madre no habló durante muchas horas después de regresar de la primera búsqueda —declaró—, algo muy poco habitual en una persona tan aficionada a la charla. Intenté de muchas maneras hacerle hablar, pero insistió en no decir palabra, como si tuviese que poner en claro una gran confusión interna. Solo respondía a las preguntas más críticas si estaban vinculadas a su oficio. —Se frotó las manos lentamente; cuando se calmó su nerviosismo, continuó—: Mi madre era una mujer fuerte y con una extraordinaria presencia de ánimo; había visto muchas terribles heridas y lesiones a lo largo de su vida; había sufrido muchas tribulaciones y soportado momentos muy difíciles. Hasta tal punto era así que yo había llegado a creer que era inmune al dolor y la sorpresa. Sin embargo, en aquellos momentos había en ella una cólera… sin duda vuestro marido tuvo que contaros lo que ella le dijo.
Me eché hacia atrás, sorprendida.
—Nunca mencionó que hubiese hablado con ella.
—¿No os dijo nada de la vez en que se encontró con nosotros en el bosquecillo de robles?
Le repliqué que no con un ademán. Me sentí traicionada, más todavía porque no podía volverme hacia mi marido y preguntárselo.
Guillaume Karle se dio cuenta de mi inquietud.
—No os inquietéis, señora —se apresuró a decir—. Si yo hubiese sido vuestro marido, quizá también os hubiese ocultado unos hechos tan terribles. Así y todo, os diré lo que recuerdo de aquel día. Étienne buscaba entre los matorrales, apartando con mucho cuidado las ramas con la punta de la espada. Cuando nos vio, pareció como si le hubiéramos pillado cometiendo algún acto pecaminoso. Pero nos saludó, conversamos durante unos momentos. De habernos preguntado qué hacíamos en el bosque, madre le hubiese respondido que estábamos buscando hierbas medicinales, pero no lo hizo. Estaba muy ensimismado en lo que le ocupaba.
Cuando Étienne regresaba de las búsquedas —siempre solo—, su humor era lúgubre y distante.
—Fue tantas veces que seguramente tuvo que encontrarse con muchas personas —comenté.
—Pues nosotros no vimos a tantos. Creo que después de la muerte de Guy de Laval y la desaparición de vuestro hijo, nadie de los que vivían en los alrededores quería aventurarse por aquella zona. Tal como ocurrió en París, cuando los lobos entraron en la ciudad.
—Ah, sí, que Dios nos proteja.
El otoño anterior, un lobo malvado, a quien dieron el nombre de Courtaut porque se había cortado la cola a mordiscos para escapar de la trampa de un cazador, había capitaneado a una manada de sus hermanos y hermanas por las calles de París. Juntos habían atacado y herido a docenas de personas entre Montmartre y la Porte Saint Antoine. Se ocultaban durante el día en los viñedos y los pantanos y salían por la noche para lanzarse sobre los aterrorizados ciudadanos que vivían dentro de las murallas. Si se encontraban con un rebaño, su presa natural, dejaban a las ovejas en paz y se lanzaban sobre el pastor. Cuando finalmente lo cazaron en la víspera de San Martín, pasearon a Courtaut en una carretilla por las calles de la ciudad para que todos vieran sus enormes fauces y sus terribles dientes tintos en sangre.
—Pues entonces, si era tan peligroso, ¿por qué vos y vuestra madre ibais al bosque?
—Habíamos estado separados durante varios años después de mi nacimiento, así que ella sabía muy bien lo que era el dolor de perder a un hijo. Antes de que volviéramos a encontrarnos, ella había estado en muchas ocasiones a punto de renunciar a toda esperanza; eso al menos fue lo que me dijo.
Las lágrimas asomaron a mis ojos. Esas eran cosas de las que no sabía nada en absoluto. Le había ofrecido consuelo si me lo hubiese dicho, pero quizá no deseaba ningún consuelo: Catherine Karle había sido una mujer especialmente dotada para soportar las cargas más increíbles. Bajé la mirada y expresé en voz baja:
—La esperanza es lo último que se pierde. Todavía espero ver a Michel acercándose a mí. Mi gran miedo, si llegara a producirse ese milagro, es que yo no lo reconozca.
Guillaume Karle permaneció en silencio durante unos segundos, lo mismo que el hermano Damien. El único sonido que se escuchaba en la habitación era el de nuestra respiración. Por fin, el dueño de casa lo rompió.
—Señora —susurró.
Mantuve la cabeza gacha.
Él tendió sus manos para coger las mías.
—Señora —repitió—, lamento tener que deciros que vuestro hijo no regresará.
—La esperanza es lo último que perdemos —insistí—, al menos hasta que desaparece toda esperanza.
Me apretó las manos con fuerza.
—Ha desaparecido toda esperanza.
Esta vez alcé la mirada y vi la terrible tristeza en sus ojos.
—Veréis, señora, nosotros lo encontramos.
«Eran las últimas horas del día y la luz se apagaba. Nosotros llevábamos en el bosque desde antes del mediodía. Nuestros caballos comenzaban a inquietarse en virtud de aquella urgencia que obliga a las bestias a importunar a sus jinetes cuando se aproxima esta hora. Quizá es que notan que se acerca la oscuridad y pretenden ponerse a cubierto antes de que caigan las tinieblas. En el bosque nunca se sabe qué puede provocar la inquietud de un caballo. Mi bestia se mostraba todavía más inquieta que la de mi madre, porque si bien ella era una mujer de elevada estatura, tenía muy poca carne en los huesos, mientras que yo, más parecido a mi padre según afirmaba ella, era mucho más corpulento y pesado.
»Demos de beber a las bestias, propuso, porque quizá así se calmaran al saciar la sed. Me pareció una buena idea, de modo que me puse en cabeza y guié a mi caballo entre los robles del bosquecillo donde habíamos estado buscando a vuestro hijo. La fortuna quiso que encontráramos una gran abundancia de muérdago entre los robles, y mi madre y yo nos dedicarnos a recogerlo hasta llenar nuestras alforjas. Todavía nos estábamos felicitando por el tesoro que habíamos encontrado cuando llegamos al arroyo en el fondo de la cañada.
»Aquel año había llovido mucho y anticipadamente, así que el arroyo llevaba mucha agua y estaba más crecido que nunca. Ramas, hojas y un cieno blanquecino marcaban en las riberas la altura que habían alcanzado las aguas. Pero para estos momentos, el agua ya había bajado en parte y estaba un buen par de palmos por debajo de la marca máxima. Al ver cuál era la situación, nos movimos por la orilla con mucha cautela, porque el fango podía ser traicionero en algunos lugares y lo bastante blando como para que se hundieran el casco y la caña de un caballo, quizá hasta tal profundidad que después ni la más fuerte de las bestias hubiese conseguido sacar el remo. De manera que, como era natural, prestamos el máximo de atención a las rocas y las ramas que había allí, y nos cuidamos de que nuestros caballos avanzaran poco a poco entre ellas.
»En el curso de este cuidadoso avance por la fangosa orilla del arroyo, nos encontramos con un curioso montón de piedras, un túmulo tan cuidadosamente construido que no podía tratarse de una obra realizada por la mano de la naturaleza.
»Atamos a nuestros caballos a las ramas de un arbusto y nos acercamos al borde del agua; de inmediato nuestros pies se hundieron en el fango. Tuve que sujetarme a toda prisa a una gruesa rama y así conseguí librar mis pies del cieno; a continuación ayudé a mi madre a llegar a terreno más seguro. Pero ninguno de los dos había puesto ni estaba dispuesto a poner un pie encima de aquel túmulo junto al borde del agua, porque no había ninguna duda de que se trataba de una tumba».
—Señora —escuché que decía Guillaume. La palabra flotó en el aire pero sonó como si hubiese salido de debajo del agua de aquel lejano arroyo junto al que habían encontrado los restos—. Señora, ¿debo interrumpir mi relato?
No sé cómo conseguí volver a la superficie.
—No —respondí. Tan contenido y profundo era mi dolor que apenas si podía hablar—. Por todo aquello que es sagrado —susurré—, no. Por favor, contádmelo todo.
De pronto, la edad a la que él había parecido previamente tan inmune cayó sobre él con todo su enorme peso, y vi ante mí a un hombre viejo que había llevado en su alma una pesada carga durante demasiados años.
«Una vez más actuamos con muchas precauciones, pero en cuanto nos encontramos en un sitio donde podíamos hacer pie sin peligro, comenzamos a quitar las piedras de la parte superior del túmulo. Muy pronto aparecieron las formas de los brazos, las piernas y el torso y, mientras continuábamos retirando piedras hacia la cabecera de la tumba, la cabeza. Por el tamaño y la forma sabíamos que se trataba de un joven o de un niño. Para aquel momento, las piedras grandes habían dado paso a los guijarros; la persona que había enterrado a vuestro hijo lo había cubierto primero con arena y cantos rodados, y luego había colocado las piedras más grandes. Seguimos trabajando con el mismo cuidado para no perturbar su descanso, y en un momento dado le dije a mi madre: destapemos solo su rostro y así sabremos quién es.
»Estuvo de acuerdo en que eso era lo que debíamos hacer, así que trabajamos alrededor de la cabeza; apartamos la arena apisonada hasta que nuestros dedos tocaron finalmente la carne. Tenía un tacto que parecía esponjoso y duro al mismo tiempo, y aunque la naturaleza había hecho su obra en el rostro del muchacho, aún quedaba lo suficiente de sus facciones para permitirnos saber que se trataba de Michel. Había una tela alrededor de su cuello.
»Descansamos un momento, y después mi madre comenzó a rezar, en voz alta, algo francamente poco habitual en ella. Siempre era muy reservada en sus devociones, estaba muy segura de que Dios la escucharía, y por lo tanto, no le preocupaba en absoluto ofrecer una imagen de piedad. Rezó a Dios y a la Virgen por el eterno descanso del alma de vuestro hijo. Cuando acabó con las oraciones, permaneció en silencio durante unos momentos. Luego se volvió hacia mí y me dijo que Dios le había transmitido la idea de que el muchacho debía ser absuelto de sus pecados, y que si se hacía, el chico sería recibido en el cielo tal como se merecía por su dulzura y bondad en la vida.
»Cuando le recordé que aquello era algo que solo podía hacer un sacerdote, se echó a reír. He vivido en medio de la peste negra, me recordó, y en aquellos momentos no podías encontrar a un sacerdote ni por todo el oro del mundo, porque la peste cabalgaría a través de un monasterio como si fuera montada en el más veloz de los caballos. No había bastantes personas vivas para enterrar a los muertos, y teníamos que apañarnos con lo que había. Muchas veces, el último de los vivos era el único que quedaba para ocuparse del alma de aquellos que le habían precedido en la muerte. Y aunque el último de los vivos bien podía estar debatiéndose entre las heladas garras de la muerte, se ocupaba de dar la absolución a aquellos que se habían ido antes que él. Sin duda no podrás decir que todas aquellas almas cayeron en las manos de Satanás por no tener la gracia de Dios.
»Te absolve, dijo sobre el cadáver de vuestro hijo, y yo siempre he creído que aquellas palabras surtieron el efecto deseado».
Ella había sido una mujer muy buena, pura de espíritu y bondadosa de corazón. No podía menos que creer que sus palabras habían asegurado la salvación del alma de Michel.
—Me reconforta saber que no continuó en pecado —manifesté mientras lloraba a lágrima viva—. Sin embargo, no podré descansar hasta… sencillamente necesito saber… ¿cómo, en el nombre de Dios, encontró la muerte?
«Vamos a destaparlo un poco más, me dijo.
»No podemos hacerlo, le respondí. Debemos dejar que descanse en paz.
»No, insistió ella, aquí hay un misterio que se debe resolver. Un muchacho no se tiende en el suelo y luego se entierra a sí mismo de una forma tan exquisita a la espera de una muerte que sabe que se avecina. Todavía le quedaban sesenta años para que se acabara su vida.
»Así que quitamos toda la arena y el barro, y a través de la capa formada por los últimos restos vimos la herida que seguramente le había producido la muerte. Porque su camisa aparecía desgarrada en el centro y le habían arrancado las entrañas».
Las lágrimas que rodaban por mis mejillas caían sobre la pechera de mis hábitos y de allí a mi regazo. Me habían abandonado todas mis fuerzas, y por mis venas ya no corría sangre sino el venenoso mercurio, que me helaba hasta el fondo de mi alma. Así pues, él había muerto en medio del más terrible dolor.
«Nos sentamos un momento y miramos lo que habíamos descubierto. Mi madre pronunció por lo bajo una terrible maldición y después me ordenó que destapara el resto de los brazos. Ella siempre llevaba una navaja en la liga —una costumbre adquirida gracias a la insistencia de mi abuelo— y en más de una ocasión había resultado de gran utilidad. La utilizó para cortar la pechera de la camisa del muchacho, que plegó y guardó cuidadosamente en el bolsillo del delantal.
»Así veremos mejor la herida, afirmó. No quiero que nada nos la tape precisamente ahora.
»Observamos el corte en el abdomen con mucha atención. Mi madre lo tocó cuidadosamente con las yemas de los dedos y apartó parte de las entrañas para ver el lugar de donde habían sido arrancadas. Entonces volvió a maldecir. Tenemos que hacer algo ahora mismo, me dijo. No puede quedarse aquí.
»Le repliqué que era una blasfemia desenterrar a los muertos. ¿No fue acaso la causa de todos los problemas de tu padre? Sin duda nos ahorcarán si nos detienen.
»Nos pudriremos en el infierno si no hacemos nada, insistió ella. Esta herida no fue obra de un jabalí. Será algo que pesará sobre nuestras almas por toda la eternidad si nos quedamos de brazos cruzados. Ya hay demasiadas cosas que pesan sobre mi alma.
»No hizo el más mínimo caso de todas mis protestas y advertencias. Al final conseguí llegar a un acuerdo con ella: que regresaríamos a nuestra casa y, después de descansar, discutiríamos cuál sería la mejor manera de actuar sin presiones. Después de tomar esta decisión comenzamos a tapar el cadáver. Para ese entonces, mi madre apenas si podía moverse porque llevaba mucho tiempo de rodillas, y sus rodillas ya no eran las de una mujer joven; creo que ya tenía más de setenta años. Le pedí que se levantara para aliviar el dolor de las articulaciones mientras yo acababa con el trabajo de cubrir el cuerpo. Cuando ya se había levantado se volvió para mirar detrás de nosotros. Escuché su exclamación y yo también me volví para ver cuál era el motivo de su sorpresa. En lo alto de la cañada vi una figura montada en un caballo. Era el abuelo de mi señor, Jean de Craon».
Ella casi nunca había dicho gran cosa de su familia, y lo poco que había revelado era que su padre había sido médico. Había servido a reyes y príncipes, y había estudiado con los más grandes maestros, de cuyas lecciones había obtenido extraordinarios beneficios. Pero en el curso de sus estudios y después, en la práctica de la cirugía, había exhumado y diseccionado cadáveres, lo que estaba expresamente prohibido por la Iglesia. Pero el hombre llevaba años muerto, y fuera del alcance de cualquier castigo.
—¿Jean de Craon conocía la historia de su padre?
—Supongo que al menos una buena parte.
—Así y todo, nada podía hacer él para perjudicarla; los crímenes de su padre no eran los suyos.
—Mi señor Jean probablemente hubiese estado en desacuerdo con esa opinión.
—Es muy libre de hacerlo desde su nicho en el infierno, pero no alcanzo a comprender cómo algún juez hubiera decidido que la hija era responsable de los pecados de su padre.
—Dios nos considera a todos responsables de los pecados de nuestros padres.
—Sí, sí —repliqué con impaciencia—, pero este es un asunto del todo diferente. Se refiere al pecado con el que venimos a este mundo, no a los pecados que cometemos por nuestra cuenta.
—Mi madre tenía sus propios pecados por los que debía responder —manifestó Guillaume—. Mi señor Jean tenía los medios para silenciarla. Había detalles sobre ella que era preciso mantener en secreto. De lo contrario, os lo aseguro, no hubiese vacilado en presentarse para contar toda la verdad de lo ocurrido a vuestro hijo.
Me daba miedo presionarlo. Sin embargo había llegado hasta aquí y no veía ningún beneficio en retirarme; mirara por donde mirara había dificultades.
—Quiero saber toda la verdad.
—Lo siento mucho, señora, no será algo fácil de escuchar.
—Por favor, hablad.
—Muy bien, si así lo queréis. Mi madre era de la opinión de que el vientre de vuestro hijo no había sido abierto por los colmillos de un jabalí, sino por un cuchillo. Quien había perpetrado el crimen, añadió más tarde, había sido lo bastante astuto como para intentar que la herida pareciera consecuencia del ataque de una bestia, y para ello la había desgarrado en parte y la había ensuciado con tierra. Pero después consideró que quizá el engaño no valdría y acabó por enterrar a Michel. Incluso así, si algún otro lo hubiese encontrado, lo que ella vio probablemente hubiese pasado desapercibido.
Permanecí en silencio, con la mirada puesta en mis manos que, apoyadas en mi regazo, retorcían con fiera desesperación un pañuelo que había sido de mi madre. Ni siquiera recordaba haberlo sacado del puño de la manga, pero allí estaba, retorcido en una masa de arrugas; el inocente objeto de mi rabia contenida.
Mis pensamientos, que tendrían que haber estado concentrados en aquello que Guillaume Karle me acababa de revelar, se desviaron en cambio hacia la señora Catherine y su padre. A la vista de su condición de bastarda, resultaba un tema delicado sobre el que preguntar a su hijo, pero algo en su pasado le había impedido contarme lo que averiguó de mi hijo. Me sentía impulsada a saber qué había motivado la demora en la transmisión de dicha información. Por encima de todo, no quería que ese hombre se sumiera en el silencio por culpa de mis renovadas exigencias de nuevas revelaciones. Así que acabé por decidirme por una pregunta que parecía no plantear problemas.
—¿Recordáis bien al padre de vuestra madre?
—Oh, muy bien —me respondió—. Como si hubiese sido el mío. Cuando yo nací, mi padre ya había muerto. El abuelo me cuidó cuando me separaron de mi madre.
—Quizá querríais contarme algo de la historia de vuestra notable familia.
Sonrió al escuchar la petición, pero no la respondió directamente.
—Seguramente nos llevaría mucho más tiempo del que disponemos. —Señaló hacia la ventana; la luz exterior era más débil—. Comienza a ponerse el sol, y vosotros tenéis que regresar a Nantes. Me sentiría muy honrado si aceptarais comer algo antes de la partida. Un poco de vino, un trozo de queso y pan. Si os agradan, también tengo unas manzanas deliciosas.
Miré al hermano Damien, que aceptó la oferta con un ademán.
—Sois muy amable al compartir vuestra comida con nosotros y os damos las gracias —manifesté—, aunque ahora mismo mi estómago no está para aceptar ni un solo bocado.
—En ese caso, señora, tendré suficiente con vuestra presencia.
Cuando se levantó de la silla pareció por un momento que se tambaleaba, quizá debido a la rigidez en las articulaciones que suelen padecer las personas mayores después de estar mucho tiempo sentadas. Me disponía a tenderle la mano para ayudarlo, pero me contuve, y él se las arregló por su cuenta.
—Me habéis dado mucho en que pensar, señor —le dije más tarde mientras montábamos en nuestras respectivas cabalgaduras—. Os estoy profundamente agradecida por vuestra sinceridad.
Él me tocó la mano con verdadero afecto.
—Tales cosas no son precisamente agradables para la reflexión.
—Así y todo, deben ser consideradas.
Su mirada me comunicó aquello que la boca no podía decir: que hay algunas cosas que es mejor no tocar, y que me disponía a entrar en un bosque con fama de peligroso.
Entraría de todas maneras. Que vinieran a por mí los lobos de París y los jabalíes de Champtocé. Los estaría esperando.