22

Necesitaba a un confidente en este caso. Frazee y Escobar eran colegas y compañeros de trabajo, pero era preciso contar con un amigo. Errol Erkinnen se mostraba muy dispuesto a serlo, cosa que le agradecía profundamente, en más de un sentido.

—Esta mañana he presentado la petición de una orden de registro de la vivienda y el estudio profesional de Wilbur Durand. Necesito encontrar las cintas de vídeo para seguir adelante con esto. Se me hace la boca agua con solo pensar en que revisaré sus cosas; tiene que tener un cajón de medias en alguna parte.

—¿Un qué? —preguntó Erkinnen.

—Perdona. Me refería al lugar donde las chicas guardan sus objetos más secretos. Mi ex utiliza el primer cajón de su escritorio para esas cosas.

—Ah. Pues en mi caso es la caja de herramientas. Me cabrea mucho que alguien meta la mano en ella. Vaya trabajo que tienes: curiosear en las cosas más íntimas de la gente.

—Tú te metes en el cerebro de las personas.

—Tocado —admitió.

—Te juro que a veces pienso que todos estamos tan enfermos como los tipos que intentamos arrestar.

—Vaya, no lo creo. Algunos de esos tipos están mucho más que enfermos. Pero esto es una escalada, has tenido que enterarte de más cosas de ese tipo.

—Sí. Muchas más.

Me escuchó con gran atención mientras yo le hablaba de mi excursión a Boston Sur, del detective Pete Moskal, de la familia Gallagher, de la extraña falta de pruebas en el asesinato de su hijo y de todo lo que me había dicho Kelly McGrath.

—Caray —exclamó cuando terminé—. No creo que pudieras escribir mejor guión para un asesino en serie.

—Secuestrador.

En su rostro apareció una expresión sombría.

—Tú sabes que existe la posibilidad muy real de que todos estos chicos estén muertos.

—Por ahora no hemos encontrado ningún cadáver, Errol, aparte del cuerpo del hijo de los Jackson, y todos estamos de acuerdo en que aquello fue un ensayo. El único que está legalmente muerto es el sobrino de Jesse Garamond, y es el único porque el tío fue condenado por asesinarlo y, por lo tanto, la ley asume que hay un cadáver en alguna parte. Aunque no lo encontraron.

—Me pregunto qué hará con los cuerpos.

El psicólogo formuló la pregunta con un tono divertido; su distanciamiento profesional era algo que casi me sacaba de quicio. Mi voz sonó áspera incluso para mí cuando le repliqué:

—Probablemente lo averiguaremos dentro de muy poco, siempre y cuando no nos retiren del caso. Dime algo más sobre el guión.

—De acuerdo. Lo siento. Quería decir que se trata del perfil clásico. Carencia de un vínculo maternal, un padre débil o ausente, una figura masculina autoritaria que interviene de una manera negativa, dominante; en el caso de Durand, son dos: su tío y su abuelo. La pérdida de una importante persona de apoyo, la gobernanta, a una edad crítica.

—El tío es el tipo al que me gustaría estrangular. Lo suyo fue una canallada. Me refiero a que se aprovechó de la confianza del chico para satisfacer sus apetitos sexuales.

—¿Tenemos la absoluta certeza de que lo hizo?

—No, absoluta no. Pero si me baso en lo que descubrí en Boston, me parece que está del todo justificado creer que fue así. El tío está muerto así que no puedo interrogarlo. Mala pata. Claro que visto desde otro ángulo, quizá no sea tan malo, me refiero a que esté muerto, después de lo que hizo.

—Vete con ojo, detective. No mezcles tus emociones en este asunto. Sé de muchos casos de policías que se implicaron emocionalmente con las víctimas de los crímenes, y te aseguro que se pasa muy mal. No es una buena idea que des tanto de ti misma con un criminal.

No le contesté inmediatamente, porque necesitaba pensarlo un momento; ¿qué sentía de verdad por Wilbur Durand? Era una extraña mezcla de contradicciones: lo despreciaba y también me sentía fascinada por él, algunas veces todo en un mismo pensamiento.

—Tienes toda la razón y lo sé —respondí—. Odio esto; me siento mal por todas las cosas horribles que le pasaron a este tipo cuando era un crío, y por otra parte tengo muy claro en mi corazón que es un monstruo de la peor calaña. Qué patético que resulta.

—No tiene nada de patético. Es algo natural sentir compasión por alguien que ha tenido que pasar por todas las cosas que padeció este tipo. Si no se hubiera convertido en un pedófilo, si hubiese acabado convertido en un lampista o algo así, ahora le estarías palmeando en la espalda por haber puesto su vida en el camino correcto. Por haber sobrevivido a todo aquello. La ironía es que de haberse convertido en un hombre normal, al menos en la superficie, probablemente nunca hubiésemos sabido lo que tuvo que pasar en la infancia.

—¿Cómo se las apañó para pasar por todo aquello y no reventar?

—Las personas lo hacen. Desarrollan los mecanismos más increíbles para salir adelante.

—Entonces, ¿por qué no lo hizo Durand?

—Quizá lo hizo. Tal vez no llegue a ser el monstruo que pudo haber sido. Escucha, comprendo cómo te sientes. Cada vez que veo a uno de estos tipos pienso en lo afortunado que soy porque mi vida no tomara ese camino. Pero son asesinos. Criminales a sangre fría, tipos que no conocen límites. Las cosas que les ocurrieron son trágicas, pero sus actos siguen siendo inexcusables.

Sabía que en el momento en que un abogado se levantara y comenzara a hablar de todo esto, me entrarían ganas de degollarlo en el acto. Un buen jurado no le prestaría la menor atención si se presentaban las pruebas necesarias y concluyentes; en este caso no las había, al menos por el momento.

—Sheila Carmichael encontrará algún psicólogo para la defensa que afirmará bajo juramento que alguien tendría que haberlo visto venir y haber hecho algo al respecto, y que no se le puede considerar responsable de su comportamiento porque nadie lo ayudó cuando era el momento oportuno —señaló Erkinnen.

—No, si yo la mato primero.

—Lany, esto es nuevo.

—Lo sé, lo siento. No lo digo de verdad.

No pareció muy convencido.

—¿Cómo es que ella no lo vio venir? —añadí—. Es su hermana.

—Dirá que ella estaba muy poco en casa.

—Bueno, no es una mentira. Se llevan una diferencia de diez años.

—Además, tampoco es algo que no haya pasado antes —comentó—. A la psicología se le achaca el fallo de que no es una ciencia exacta. Algunas personas ni siquiera creen que sea una ciencia, sino un montón de palabrería que pretende manipular a las personas.

—Déjame adivinar quiénes son los que lo piensan: los paranoicos.

Se rió, pero no mucho.

—Y los bipolares. Pero así y todo, la sociedad todavía quiere que adivinemos quién perderá la chaveta. —Dio unas palmas en la pila de notas que había acumulado en el transcurso de nuestras charlas—. Todo lo que creemos que serviría para descubrir a un pedófilo y secuestrador en serie lo tenemos aquí. Podríamos habernos ahorrado un montón de disgustos si hubiéramos podido entrevistar y analizar a Wilbur Durand cuando era un chiquillo y llegar a la firme conclusión de que había que encerrarlo por el resto de su vida como un asunto de seguridad pública. Pero imagínate el esfuerzo y el coste de someter a todos los chicos a pruebas para determinar si se convertirán o no en pedófilos; piensa en las protestas y manifestaciones de los defensores de las libertades civiles. Es algo completamente irrealizable; no podemos detener a todos los tipos aficionados a la pornografía infantil solo porque quizá puedan pasar al siguiente nivel.

Si yo estaba en lo cierto, Wilbur Durand había ascendido de nivel hacía mucho, y ahora secuestraba a niños de verdad y los mataba. Cualquier sentimiento de piedad se esfumó en el acto cuando llegué a esa conclusión. Me puse de pie para pasearme por el despacho.

—Tendría que haber algún islote en el Atlántico norte donde pudiéramos enviarlos a todos durante una temporada para comprobar si eso marca alguna diferencia en el número de pedófilos. Quizá algún archipiélago cercano a Siberia.

Errol captó la profunda amargura en mi voz.

—Estás bastante más que frustrada con este caso, ¿no es así?

—Me estoy quedando sin tiempo, y a él le sobra.

Dios bendiga al juez. Dios bendiga al fiscal. Aquella tarde me dieron la orden para buscar las cintas de vídeo grabadas en el museo.

También Fred Vuska accedió finalmente a echarme una mano. La verdad es que no podía hacer otra cosa, a la vista de que el juez tenía la suficiente confianza en el caso como para dictar una actuación oficial contra el sospechoso. Además, no podían registrar los dos lugares a la vez; todo el asunto dependía de presentarnos allí, pasarle la orden de registro por las narices a quien estuviese allí, y ponerlo todo del revés antes de que alguien pudiera sacar u ocultar nada de los dos locales.

Nos presentaríamos en la casa y en el estudio a la misma hora. Yo iría al mando de uno de los equipos, Escobar del otro. No teníamos manera de saber en cuál de los dos lugares se encontraba el cajón de las medias de Durand, pero no me quitaba de la cabeza la idea de que todo aquello era para él un proceso creativo y que su lugar favorito para ser creativo era el estudio. Trabajo y placer, ¿no? Las dos cosas que de verdad motivan a las personas. Ese era un tipo que combinaba las dos cosas de una manera exquisitamente pervertida.

El estudio se encontraba al final de una zona de aparcamiento de los estudios Apogee, bien apartado de la ruta que seguía el tranvía de las visitas guiadas. Había visto unas fotos del lugar muy borrosas que habían publicado en un par de tabloides, donde decían que la magia negra y los rituales secretos eran algo habitual en el estudio, junto con las visitas de alienígenas que aparecían en unas fotos donde era tan evidente que les habían pegado las cabezas puntiagudas que hacían reír. Todo comenzaba a parecerme muy posible.

El edificio era una monstruosidad de grandes dimensiones, cuadrado, con el tejado plano, completamente rodeado por un desierto de asfalto. Cuando lo vimos, mi excitación dio paso al nerviosismo. Era algo tan desnudo y muerto que provocaba inmediato rechazo. No había nada alrededor de esa fortaleza, el reino de Wilbur, donde él estaba preparado para defenderse contra lo que fuese. Me imaginé calderos de aceite hirviendo colocados cada veinte pasos alrededor de todo el tejado, y guerreros sin rostro apostados y listos para derramar la muerte líquida sobre cualquiera que se acercara.

Los oficinas exteriores eran igual de impresionantes; no es que Durand necesitara impresionar a nadie para conseguir trabajos. Entramos por una pesada puerta de cristal, que parecía ser el único acceso. Eso me sorprendió; la mayoría de los edificios de los estudios tienen grandes puertas deslizantes, y a menudo están abiertas de par en par con el fin de que se pueda ver el interior. Pero no era ese el caso de Durand; su puerta estaba literalmente encastrada en metal y cemento.

Entramos sin más con nuestras placas a la vista y la orden de registro en la mano.

—Buscamos a Wilbur Durand —anuncié.

Un joven empleado me miró como a una cucaracha.

—Lo siento, pero no está aquí.

Nos olvidamos de él y seguimos adelante; Spence se reía. El empleado cogió el teléfono mientras nosotros cruzábamos la puerta de acceso al lugar de trabajo. Nos detuvimos en seco.

—¡Santa madre de Dios! —exclamó Spence, al ver lo que tenía delante.

Era Disney World, un museo, una escena de Alicia en el país de las maravillas, todo en uno. Hasta el último centímetro de pared estaba cubierta con máscaras y reproducciones de cuerpos a tamaño natural de aquellos personajes que todos conocíamos. En una caja de cristal situada junto a la puerta había una serie de reproducciones de cabezas de varios artistas famosos. Colgados del techo había alienígenas de plástico, brazos mutilados, piernas con muñones sanguinolentos.

Era una exposición increíble, y tendría que rebuscar entre miles de objetos.

—Este tipo está locamente enamorado de su propio trabajo —manifestó Spence, y sus palabras resumieron la opinión general.

—Creo que eso es precisamente de lo que se trata.

Había imitaciones de rostros por todas partes, máscaras con cabellos en la frente y las sienes, para que se mezclaran con los cabellos auténticos de los actores. Era el sueño de un cazador de cabezas. Debajo de un mostrador muy largo había cajas llenas de objetos que nadie se hubiera molestado en coleccionar. Cordones de zapatos, guantes, cinturones y paraguas, todo impecablemente organizado, incluso para mí que soy una maniática del orden; cubos llenos de pelucas y postizos, cabellera de Harpo, cabellera de Marilyn, cabellera de Moe. Cogí una de las pelucas y la olí a fondo; no olía como el cabello auténtico, pero no tenía nada que ver con las brillantes cabelleras de vinilo que utilizan en las muñecas. Había docenas y docenas de estanterías, que te hacían pensar en gigantes exhibidores de especias, solo que estas estaban cargadas con maquillajes, centenares de botellitas, cada una con un color diferente. También había unas grandes bolas de arcilla —supuse que era arcilla, porque desde luego era lo que parecía— en cada una de las mesas. Aunque por el olor bien podía tratarse de plastilina. Tenía todos los colores de piel imaginables, en todos los tonos.

Lo fotografiamos todo. La orden de registro no especificaba que podíamos sacar fotos, y en algunos casos recientes no se habían aceptado las fotografías como parte de las pruebas porque no aparecían autorizadas, pero no me importó. Si podíamos utilizar las fotos en el juicio, fantástico; si no, lo dejaría correr. Al menos dispondríamos de un registro más sólido que el de la memoria. Yo estaba obsesionada con no pasar por alto ni el más mínimo detalle.

Había pilas y más pilas de cajas, había tantas cosas que revisar que comencé a preguntarme si tendríamos tiempo para hacerlo antes de que el abogado de Durand se las apañara para echarnos de allí. Era tanto lo que había que ver que tuve que recordarme a mí misma y a los demás que habíamos venido a buscar exclusivamente las cintas de vídeo. Podíamos llevarnos cualquier otra prueba incriminatoria, pero nada de lo que colgaba en las paredes era prueba de un crimen real, tan solo eran ilusiones. No sabíamos qué debíamos buscar, aparte de los vídeos.

Al cabo de media hora de búsqueda, uno de los muchachos me llamó para que viera el contenido de una caja que había encontrado en un armario al fondo del estudio. La caja había estado cerrada con cinta adhesiva, pero cuando la abrió, se encontró con que estaba llena de cintas de vídeo marcadas con el nombre de una de las películas de Durand; al parecer, había más cintas de las necesarias para una sola película. Cogí una y leí la etiqueta: tenía escrita la fecha de la inauguración de la muestra. Saqué al azar unas cuantas más de diferentes secciones de la caja, y vi que todas correspondían al tiempo que había durado la exposición.

Tuve la sensación de que el corazón me iba a estallar en cualquier momento.

Comencé a contarlas porque tendríamos que hacer un inventario de todo los que nos lleváramos y también porque no sabía qué hacer con toda aquella energía que me inundaba. Cuando llegué a la número veintinueve, me di cuenta de la presencia de un nuevo jugador: un abogado con pantalones y gorra a cuadros, que parecía muy alterado; era obvio que lo habían tenido que ir a buscar al campo de golf.

Comenzó a chillar a voz en cuello sobre cómo conseguiría una orden que nos impediría utilizar cualquiera de las cosas que estábamos requisando. Me acerqué a él sin más y le dije, muy cortésmente:

—Adelante, hágalo. —Le mostré la orden—. Tenemos una autorización muy clara para confiscar estas grabaciones de seguridad y cualquier otra cosa que pueda implicar a su cliente en una serie de desapariciones de niños.

No se mostró impresionado en lo más mínimo por mi exhibición de autoridad.

—Estas no son cintas de seguridad —se mofó—. Mire las etiquetas.

—Creo que han sido etiquetadas erróneamente con toda intención. Su cliente podrá recuperarlas cuando hayamos acabado con ellas, y tendremos muchísimo cuidado en no dañarlas de ninguna manera, pero son pruebas confiscadas por orden judicial, y nos las llevaremos de aquí le guste a usted o no.

Mis voluntariosos esfuerzos se ganaron una mirada de desprecio. Sacó un móvil del bolsillo. El abogado me volvió la espalda y se alejó mientras marcaba un número.

Me moría de ganas por ver a Wilbur Durand entrando en su estudio mientras lo poníamos todo patas arriba; quería ver y escuchar a ese tipo en carne y hueso, hacerme una idea de cómo era más allá de las fotos borrosas. ¿Quién podía ser sino él en el teléfono con el abogado? Tomé nota de la hora.

Estaba segura de que la llamada resultaría ser local cuando confiscáramos la factura telefónica.

A pesar de que ya tenía lo que buscaba, aún no estaba preparada para marcharme del estudio; allí había algo más, lo notaba en mis huesos. Me acosaba una frase del libro que me había prestado Erkinnen.

«Siempre hay una tendencia casi universal a guardar algún recuerdo de cada una de las víctimas».

Solo Dios sabía las cosas horribles que podía guardar. ¿Dedos de las manos, de los pies, orejas? En el local tenía centenares de dedos y miembros de imitación, pero los reales acabarían por despedir un olor que todos estábamos habituados a identificar de inmediato. Tenía que tratarse de una prenda de ropa o una tarjeta de estudiante; incluso los niños de la escuela primaria tenían una. Un mechón de pelo, metido entre todas aquellas pelucas.

—Necesitamos algo más de tiempo —le dije a Spence—. Tengo que inventarme alguna excusa.

—Podríamos vaciar las cajas y hacer el inventario como si fuéramos a llevárnoslo todo.

—Eso nos dará un poco más de margen.

Uno de los agentes metió la caja con las cintas de vídeo en el asiento trasero de mi coche. Salí a toda velocidad del aparcamiento y volví directamente a la división.

Lo primero que dijo Fred cuando le informé de que tenía unas cuantas cintas fue:

—Bien. Ahora ya os podéis largar de allí.

—Todavía no hemos acabado. Así, a primera vista, parece que no están todas las que corresponden al tiempo que duró la exposición. Hay un par de agentes que todavía están buscando el resto.

Mientras alguien se encargaba de cargar las cintas para evitarme el esfuerzo, había mirado la escena que se desarrollaba a cámara lenta; nunca veías a nadie que sacara las cosas de una caja con tanta parsimonia. Las sacaban una a una, siempre con el mismo ritmo. En el momento de marcharme, les dije a los demás, en voz bien alta para que me escucharan el abogado y el empleado, que se tomaran su tiempo para que no quedara nada sin catalogar. El abogado estaba lívido y no dejaba de amenazarnos con el Tribunal Supremo. Nuestros muchachos sonreían orondos como si se estuvieran saliendo con la suya. Y así era.

En uno de los armarios de la división había una carretilla de mano que había confiscado en una redada y que nunca había salido a subasta. La utilicé para llevar la caja con las cintas a una de las salas de entrevistas. Mientras esperaba a que me trajeran un aparato de vídeo, saqué todas las cintas que correspondían a las fechas de visita a la exposición que las familias me habían mencionado. Sus recuerdos no eran del todo exactos, naturalmente. Cuando al final aparecieron con el aparato, yo ya estaba inquieta, pero mi frustración fue a peor porque en un par de casos tuve que pasar las cintas de varios días hasta encontrar al chico en cuestión. Parecían muy diferentes en movimiento; hasta entonces, solo los había visto en fotos. Pero todos ellos habían tecleado sus nombres, porque se suponía que era parte de la diversión. Cada vez que encontraba a uno, me animaba; era como si todavía siguieran vivos.

Hice una copia del segmento correspondiente a cada uno, de modo que al acabar los tenía a todos en una misma cinta. Me estremecí al pensar en la pesadilla que sería tener que notificarlo a miles y miles de familias si no conseguíamos detener a Durand cuanto antes.

—Lany.

Di un bote que casi toqué el techo con la cabeza. Fred estaba en el umbral de la sala de entrevistas.

—¿Cuánto tiempo más? Me cortarán la cabeza por pagar tantas horas extraordinarias.

—Un par de horas más. Máximo.

—Por si no lo recuerdas, se supone que debemos ser diligentes en nuestros registros.

Dios no quiera que mantengamos a un pervertido fuera de su lugar de trabajo.

—Allí hay algo más, Fred, pero ahora mismo no acabo de saber qué es. Solo necesito un poco más de tiempo.

—Cada cinco minutos tengo a ese abogado en el teléfono con una nueva amenaza.

¿Qué podía decir?

—Lo siento, Fred, estamos trabajando lo más rápido posible.

Nada satisfecho, me dejó sola con mi mejor esperanza: las cintas. Sabía que si me sentaba y sencillamente miraba lo que había copiado, algo me vendría a la memoria. Las miré una y otra vez.

Escobar regresó de la casa.

—¿Has encontrado algo?

—Nada.

—Eh, ¿me puedes dedicar un par de minutos? —le pregunté.

—Para eso, por lo general tardo un poco más.

Me eché a reír.

—Lo tendré en cuenta. ¿Podrías mirar esta cinta y decirme lo que ves?

Se sentó como un chico obediente y miró.

—Son todos rubios —comentó.

—Eso ya lo sabía.

—Son todos jóvenes.

—Vale, eso también.

—Todos tienen cara de ser unos chicos encantadores.

Decidimos que la inocencia era el factor de atracción.

—En cualquier caso, no tiene ningún valor como prueba.

Tenía más razón que un santo. Yo ya me imaginaba lo que Erkinnen afirmaría: que estas cualidades representaban todo aquello que el secuestrador hubiese deseado ser y que, desde su punto de vista, él había sido la primera víctima, un niño encantador a quien le habían hecho daño una y otra vez. Se sentiría furioso porque lo habían despojado de su infancia, le habían destruido la inocencia, hasta el punto de haber asumido como una cruzada personal asegurarse de que él no fuera el único niño al que le hubiese sucedido. Wilbur ya había dejado muy atrás la edad en que las cicatrices y los golpes de la infancia sencillamente se pueden dejar de lado y así despejar el camino para aquel precioso estado mental. Veía la inocencia y la confianza en cada una de sus víctimas, e intentaba arrebatárselas para él.

Sin embargo, dicha conclusión no me serviría para nada a la hora de conseguir una orden de arresto. Tampoco nada de lo que pudieran encontrar en su casa. Allí no se había presentado ningún abogado, pero Escobar la había recorrido toda, perseguido de habitación en habitación por un muy enojado sirviente, que no había dejado de gesticular y de maldecirlos a todos en algún idioma extranjero por el desorden que dejaban a su paso.

—Se puso como una moto por las cosas que dejábamos —me comentó Escobar—. Pero el registro fue mucho más ordenado que la mayoría porque sencillamente no había gran cosa para desordenar; todo estaba puesto como si tuviera algún significado. Sí que parecía desordenado si lo comparas con como estaba antes de comenzar. Aquel tipo estaba que echaba espuma por la boca.

La ausencia de un abogado era una de aquellas flagrantes omisiones que claman al cielo. ¿Por qué no había enviado a un abogado a cada lugar si no tenía nada que ocultar en ninguno de ellos? Un tipo como Wil Durand seguramente tenía todo un despacho de abogados a su servicio. Por lo tanto, el hecho de que no enviara a uno a su casa mientras se efectuaba el registro debía significar que allí no había nada que esconder.

Las fotos Polaroid mostraban claramente que Escobar tenía razón: el lugar parecía tan espartano como una ermita, el enclave de un fanático del control. El dormitorio principal era la cosa más fría y menos acogedora que había visto en mi vida. La cama era de ébano, sin adornos de ninguna clase en la cabecera ni en los pies. Probablemente costaba tanto como mi coche. Había mesillas de noche, pero no había nada en ellas, salvo por unas cosas que parecían esculturas —la verdad es que no sabía cómo llamarlas—, algo parecido a esas cosas de piedra que los budistas utilizan en la meditación. Algo totalmente inútil excepto para acumular polvo. En mi mesa de noche tengo libros, cremas hidratantes, un vaso de agua, un diafragma por si soy afortunada y se presenta la ocasión y no sé cuántas cosas más.

Pero lo que más me impresionó fue lo que tenía colgado en la pared encima de la cabecera de la cama: un póster de su película Ellos se comen a los niños.

—¿Dónde estaba el ataúd?

Escobar no lo pilló.

—El que seguramente usa para dormir —añadí.

—Creo que empiezas a derrumbarte —dijo Escobar y se levantó—. Es hora de largarnos.

Volví a mirar las fotografías del estudio. La destrucción de la inocencia era visible en todos y cada uno de los cuerpos de imitación, en los fluidos, en las espadas y cuchillos de plástico que parecían reales, las heridas abiertas y putrefactas con los músculos y los tendones a la vista, hechas de vinilo con las formas y los colores exactos. Intenté superponer las imágenes de las fotos con las imágenes de los vídeos, y luego lo superpuse todo con lo que recordaba de las habitaciones de los chicos.

Estaba allí, tan cerca que casi podía tocarlo.

Fuese lo que fuese.

Encontré a Spence en su mesa.

—Necesito volver al estudio ahora mismo. Tengo que mirarlo todo otra vez.

No hizo ninguna pregunta.

—Yo conduciré —dijo. Ya casi habíamos salido cuando sonó mi busca.

Oh, sí, tengo hijos a los que alimentar, llevar y consolar si es necesario. En medio de toda aquella locura, casi lo había olvidado.

—¿Qué pasa, Evan se ha vuelto a olvidar las espinilleras?

Esta vez no. Era el sargento de la entrada. Tenía una visita.