Era una ardua cabalgata ir hasta Champtocé, todo un día —todavía más si el viaje se hacía en un mes de lluvias y las carreteras se convertían en lodazales— a lo largo de la ribera, donde las desnudas raíces de los árboles eran lo único que evitaba que se hundieran los taludes. No parecía tener mucho sentido que hubiesen construido esta carretera tan cerca del río y no más próxima al bosque donde el suelo era más firme, hasta que el viajero se detenía y miraba hacia el sudeste en un día despejado. La belleza del paisaje al otro lado del Loira quitaba el aliento. Sabía por la experiencia de viajes realizados en mi juventud entre Champtocé y Machecoul que siempre estaba presente el peligro de que la carretera se hundiera después de un fuerte aguacero, pero aquel día gozábamos de un tiempo maravilloso.
Avanzamos a buen ritmo, sin distracciones inútiles, pero hasta el viajero más resistente tiene que detenerse de vez en cuando. Mientras el hermano Damien satisfacía sus necesidades en la misma ribera, yo me dirigí al bosque para satisfacer las mías de una manera más discreta. A medida que me alejaba de la carretera, las ramas caídas crujieron bajo mis pies; los insectos zumbaron y los pájaros con sus trinos se avisaron de mi llegada. Un rayo de sol se filtró entre el follaje; todo era muy conocido, y de pronto me vi inundada de los recuerdos de mi vida antes de tomar los hábitos. Las sensaciones e imágenes de tiempos pasados en ese y otros bosques me abrumaron con una sorprendente rapidez y fuerza. No podía sostenerme de pie y acabé cayendo de rodillas.
Su mano en la mía, que me tironeaba seductoramente, sus sonrisas, las risas y la picardía…
«Ven, Guillemette, mi bonita esposa, te enseñaré un nuevo juego, uno que te encantará». Étienne y yo éramos muy jóvenes, nos acabábamos de casar y estábamos dulcemente cautivados por nuestro mutuo deseo. Muy dispuesta, accedí a su atrevida proposición, pero no sin antes fingir una recatada resistencia. Juro que fue en aquella ocasión, en este mismo bosque, sobre una hierba tan suave que avergonzaría a un plumón, que su semilla se depositó en mi vientre y se convirtió en Jean, nuestro primer hijo.
Sonreí ahora al recordar nuestros excesos.
Ah, que el amor fuera pecado… La comadre de Bath sabía muy bien lo dulce que podía ser.
En aquellos días viajábamos con mucha frecuencia a Machecoul, pero algunas veces íbamos al Hôtel de la Suze, al otro lado de Nantes. Era tan cómodo como cualquiera de las mansiones de mi señor, y todavía más en el invierno; estaba, contra toda lógica, mucho más protegido contra las corrientes de aire que sus otras casas en los cortos y helados días de enero.
El viaje de regreso a Champtocé, no obstante, siempre era mucho más placentero porque Étienne y yo llegamos a verlo como nuestro hogar. Allí me han visitado mis mayores alegrías y mis más terribles sufrimientos. Qué locura de mi parte fue dejar que aquel lugar me poseyera, cuando yo no tenía ningún derecho sobre él.
Poco después del mediodía, el hermano Damien y yo cruzamos el pueblo de Champtoceaux. Allí había una taberna, donde a menudo hacíamos un alto con mi marido, que era capaz de escuchar cualquier música, por mala que fuera, durante horas. Muchas veces me cogía por el talle y comenzábamos a bailar al ritmo del tamborín; mis faldas se levantaban con los giros de la manera más impúdica y vulgar, pero a él nunca parecía importarle; le encantaba bailar y se entregaba con toda el alma. Experimenté el súbito deseo de visitar de nuevo aquel lugar.
—Aquí quizá nos cuenten alguna historia —manifesté en voz alta.
—Cuentan historias en todas partes.
—Hermano, vayamos a tomar algún refresco.
No puso ningún reparo. Atamos nuestras cabalgaduras a un poste delante del venerable establecimiento. El cartel de madera donde aparecía escrito sencillamente TABERNA, colgaba un tanto torcido de un soporte de hierro, tal como lo había visto la primera vez que pasé por debajo de él.
En el instante en que cruzamos el umbral, comprobé que nada había cambiado. El tabernero y su regordeta esposa, que aún atendía a la clientela con los mismos aires de la dueña del mejor hotel, seguían siendo los mismos. Solo había aumentado el volumen de sus cuerpos; ahora eran el doble de gruesos.
Nos quitamos las capas y nos sentamos en los bancos a cada lado de una larga mesa. El patrón se acercó para servirnos; me miró directamente a la cara, pero no me reconoció, aunque difícilmente se me podía tomar por una parroquiana habitual dado que no vivía en Champtoceaux. No obstante, me produjo una cierta pena y, por un momento, me pregunté si había hecho bien en detenerme allí.
—Que Dios os bendiga, madre —dijo, y se inclinó cortésmente—. Y a vos también, hermano. ¿Qué os puedo servir?
—Una jarra de cerveza —respondió el hermano Damien.
—Y después quisiera hablar un momento con vos —añadí.
—¿De qué os interesa hablar, madre?
—Quiero saber qué pasa por estos lugares —le contesté—. Hace mucho tiempo que no paso por aquí. Antes lo hacía con frecuencia.
El hombre sonrió con una expresión picaresca y se retiró para ir a buscar la bebida. Miré a los otros parroquianos: en una esquina, había un hombre mayor cuyo rostro no alcanzaba a ver del todo. Había algo en él que me resultaba conocido, pero no conseguí ubicarlo en mis recuerdos. Se trataba de un hombre fornido y con una muy llamativa cabellera blanca, pero lo que más atrajo mi atención fue el tamaño de sus manos, que empequeñecían la navaja con la que tallaba un trozo de madera. Mostraba una gran habilidad, y sentí una gran curiosidad por saber qué estaría modelando. Las virutas se amontonaban sobre la mesa. De vez en cuando, la patrona en su camino hacia alguna otra mesa, barría las virutas con la mano y las arrojaba al suelo de tierra donde servirían para absorber la cerveza derramada.
Su marido volvió con una jarra de cerveza y dos tazones, que dejó sobre la mesa.
Mientras bebíamos comenzó a recitarnos toda una serie de acontecimientos banales: el nacimiento de un ternero, la compra de un telar, una plaga en los cerezos, los cotilleos referentes a una corpulenta matrona que le había propinado una paliza a su enclenque marido en un arrebato de ira provocado por una supuesta infidelidad. Luego me miró de nuevo a la cara y manifestó:
—Por supuesto, no es necesario que os diga que han desaparecido algunos más de nuestros niños.
Me sentí dominada por una alegría inexplicable al comprobar que me conocía, aunque me picó un tanto comprender que era más por la reputación de mis investigaciones, que no como una parroquiana de tiempos pasados a la que se recordaba con aprecio. Él aprovechó mi momentáneo silencio para preguntar:
—¿No sois vos la madre superiora?
—Lo soy —admití.
Parecía esperar algo de mí, así que procuré no desilusionarlo.
—¿Cuántos han desaparecido aquí?
El patrón sacudió la cabeza.
—Hemos perdido la cuenta —respondió en voz baja.
El hermano Damien intentó pagar la consumición, pero el tabernero no quiso aceptar nuestro dinero. Durante unos segundos, mientras él se alejaba, no pude hacer más que mirar la superficie de la mesa. Después, mi mirada buscó al hombre de la cabellera blanca. Se había marchado.
Para cuando llegamos a Ancenis —la última ciudad importante que encontraríamos antes de entrar en las tierras de Champtocé— me dominaba un estado de febril excitación. Allí me esperaban tantos recuerdos… Por qué me sentía impulsada con tanta vehemencia a reabrir una herida que a duras penas había cicatrizado era algo que no conseguía comprender. Jean de Malestroit, la única persona en este mundo que quizá hubiese podido disuadirme no había estado por la labor.
Nos acercamos a la fortaleza por la carretera principal, que atravesaba un amplio prado cubierto de flores. Cualquiera que estuviese de guardia en las almenas del castillo podía vernos sin la menor dificultad; estábamos tan indefensos y expuestos como un ratón al ataque de un búho. Sin embargo, no escuchamos ninguna advertencia ni gritos para que nos identificáramos. Supongo que el centinela no sentía la menor preocupación al ver que se acercaban una monja montada en un burro y un sacerdote. Una tras otra, aparecieron a la vista las cosas que recordaba. Lo primero que vi fueron las saeteras que rodeaban la torre del lado sur justo debajo de las almenas. Después vi el estandarte que ondeaba al viento; no podía ser el de mi señor. Solo Dios sabía quién era ahora el propietario del castillo fuese quien fuese el tonto, ya que con harta frecuencia había cambiado de manos en los últimos tiempos, aunque nos habían dicho que René de la Suze había conseguido arrebatarle el título de propiedad al prestamista de su hermano. Quizá había más hierbajos que antaño en la base de las murallas; en general, los terrenos a este lado del foso parecían haber sido abandonados y estaban cubiertos de matojos, una consecuencia previsible dados los frecuentes cambios de propietario. Faltaban piedras y otras, amenazaban caerse en la impresionante primera muralla, y todo el lugar presentaba un aspecto de abandono.
No obstante, a pesar de esos detalles no dejaba de ser algo magnífico. Por fin uno de los centinelas nos avistó; respondimos a sus señales para indicar que éramos amigos. La reja comenzó a levantarse cuando nos acercamos al puente levadizo. Qué bien recordaba cada crujido de los engranajes mientras las cuerdas levantaban la enorme reja. Mi corazón se veía sacudido por el entusiasmo, la incertidumbre, el terror, la esperanza y muchas más emociones, la mayoría de las cuales nunca sería capaz de nombrar.
¿Encontraría aquello que tanto ansiaba hallar?
Me parecía muy poco probable después de tanto tiempo.
El hermano Damien se fijó en mi ansiedad.
—No os inquietéis tanto, hermana —manifestó—. Él todavía estará aquí.
Cuál sería la justificación, que no fuese su optimismo, que lo animaba a manifestar esta dudosa afirmación. Lo ignoraba totalmente, pero intenté que me sirviera de consuelo.
—Envidio vuestra confianza, hermano.
—Vos misma habéis dicho que era un magnífico castellano.
—Sí, pero sin parentesco alguno con nadie de la nobleza y, por lo tanto, expuesto al riesgo de verse desarraigado, como sé muy bien.
—¿Qué señor podría ser tan tonto como para desprenderse de un castellano excepcional con el fin de designar a otro que nada sabe de los entresijos de la propiedad, solo por el hecho de emplear a uno de sus aliados?
—Hay muchísimos señores que son tontos de capirote, hermano, y las alianzas son una fuerza muy poderosa.
—No tan poderosas como lo fueron, ma soeur, ni nunca serán tan atractivas como la sabiduría para alguien que no tiene dinero.
Las capas que vestían los guardias de la entrada llevaban el escudo de armas de René de la Suze, tal como se rumoreaba, y la influencia de la sabiduría había prevalecido, al menos en parte, en su ocupación de Champtocé, porque el castellano Marcel continuaba viviendo en la fortaleza.
—Tendría que haberos retado a una apuesta —comentó el hermano Damien con una sonrisa.
—No la hubieseis ganado del todo —repliqué.
—No obstante, debéis admitir que el resultado se hubiera merecido algún tipo de recompensa.
—De acuerdo, pero no todo el pago. Ninguno de los dos ha tenido toda la razón.
Marcel efectivamente continuaba allí, aunque sus obligaciones oficiales habían sido traspasadas a un hombre más joven escogido por René de la Suze. Así y todo, el prudente hermano menor de Gilles de Rais le había dado al hombre mayor un cargo permanente como asesor de su inexperto aliado, quien así se beneficiaría en gran medida de esa ayuda. Al mismo tiempo, el antiguo castellano recibía una recompensa por sus leales servicios, algo que era lo justo y adecuado.
El animoso hombretón que había sido Guy Marcel en sus años mozos cuando yo vivía en Champtocé aún perduraba en parte en el viejo en que se había convertido. En sus ojos todavía brillaba la alegría de vivir, su paso seguía siendo decidido, aunque más corto. Conservaba el mismo porte orgulloso que yo recordaba con tanto afecto. También mantenía sus maneras corteses, sobre todo con los viajeros.
—Bonjour, mon frère —saludó al hermano Damien cuando se acercó a nosotros—. A votre service.
—Merci bien, pero es mi hermana en Cristo quien os busca, no yo —respondió el joven hermano con la misma cortesía.
Guy Marcel se volvió hacia mí y observó mi rostro sin dar ninguna muestra de reconocimiento. No me miró con rudeza, como quizá hubiese hecho un hombre menos educado.
—Encantado de conoceros, hermana.
Me eché a reír suavemente.
—Ah, monsieur, ¿es posible que haya pasado tanto tiempo?
—Pardon?
—En un tiempo me llamabais madame La Drappière —le recordé.
Se quedó boquiabierto.
—¡Mon dieu, madame, habéis vuelto!
Era consciente de que quizá nadie le había comentado qué había sido de mí después de la muerte de Étienne. Es probable que las mujeres lo supieran, porque cualquiera de ellas podía seguir el mismo destino. Pero yo había sido amiga de la esposa de aquel hombre cuando ambas vivíamos en el castillo: siempre había sido una arpía de poco fiar y muy malas pulgas, así que yo la había evitado en la medida de lo posible, y siempre creí que él también lo hacía a menudo. Me pregunté si aún viviría.
Se acercó a mí, con los brazos extendidos en una muestra de cordial bienvenida.
—Madame —exclamó con un tono afectuoso—, es de verdad una gran alegría volver a veros después de tanto tiempo.
Le presenté al hermano Damien y a continuación le pregunté amablemente por su desagradable esposa. Me respondió que había fallecido hacía ya algunos años. Toda aquella amable charla tuvo lugar antes de que llegáramos a desmontar.
—Llamaré a un mozo para que se haga cargo de vuestros… animales —añadió Marcel. Me ofreció su mano para ayudarme a realizar aquello que de otra manera hubiese sido un muy poco digno descenso. Mientras se llevaban a nuestras bestias, nosotros los seres de dos piernas fuimos acompañados hasta las mismas habitaciones cerca de la puerta en la muralla exterior que el castellano Marcel había ocupado antaño. El nuevo castellano había preferido vivir en otras habitaciones de la fortaleza más resguardadas, quizá por razones de segundad, algo que era muy comprensible; el primer edificio en caso de ataque siempre soportaba el asalto inicial, por ser el más cercano y vulnerable de todos; Étienne lo llamaba el vientre expuesto de cualquier castillo. Pero el viejo estaba acostumbrado a la idea del peligro y probablemente la hubiese echado de menos de haberse trasladado a otra parte.
Nos sentamos a la mesa y nos ofreció algo de beber, cosa que aceptamos de todo corazón. Sirvió para todos vasos de hipocrás y dejó sobre la mesa un bol lleno de unas preciosas peras maduras acabadas de coger del árbol. El hermano Damien tomó una y la hizo girar en sus manos. Exhaló un suspiro de admiración.
—Très belle —le dijo a la pera—. Magnifique!
Guy Marcel sonrió complacido ante la alabanza.
—No puedo adjudicarme el mérito de su perfección. Tenemos a un excelente jardinero que se encarga de nuestros árboles frutales. No sé nada de estas cosas más allá de disfrutar de los frutos de la sabiduría y el trabajo de otro. Pero me han dicho que la tierra de estos parajes es por algún milagro ideal para el cultivo de peras, y ahí reside el secreto.
—Me gustaría visitar el huerto y recoger una muestra de la tierra, si fuera posible —manifestó el hermano Damien.
—Me ocuparé de satisfacer vuestro deseo —respondió Marcel. Luego se volvió hacia mí—. ¿Y vos, madame, qué explicáis de vuestra vida? —Señaló el crucifijo que descansaba sobre mi pecho—. Veo que estáis al servicio de Dios…
Le hablé al viejo castellano de mi vida desde mi partida de Champtocé, un relato que, lamento decir, solo me llevó unos minutos completar. Él tuvo la bondad de mostrarse interesado y de felicitarme por mi aparente buena fortuna.
—Considero que es una gran cosa gozar de la confianza de nuestro señor —afirmó.
—Vos sois el más indicado para saberlo.
—¿Qué hay de vuestro hijo, madame? Si Dios no me hubiese privado de gran parte de mi memoria, recordaría su nombre.
—Se llama Jean. Está al servicio de Su Santidad en Aviñón. Admito que me veo obligada a realizar constantes penitencias por mi exceso de orgullo en este tema.
Nos echamos a reír como viejos amigos. Luego ya no hubo más razones para la demora.
—Señor, quiero haceros algunas preguntas, referentes a mi otro hijo, Michel.
Cuando pronuncié el nombre de mi hijo, Guy Marcel pareció encogerse un poco.
—Madame —protestó—, han pasado tantos años desde que ocurrió aquella tragedia…
—Yo misma tengo muchos problemas con mi memoria —repliqué—. No os acusaré por unos recuerdos incompletos.
—Sois demasiado joven para tener tales dificultades —señaló con una amable sonrisa—. Hablemos de otros temas.
Sus cumplidos no hicieron mella en mi decisión ni tampoco sus gentiles intentos por cambiar de tema me apartaron del camino elegido. Así y todo, no quería ponerle en una situación violenta así que permanecimos en silencio durante unos momentos; la pausa en la conversación pareció en cierta manera un homenaje a la memoria de mi hijo desaparecido tantos años atrás. Esperé pacientemente hasta que me pareció propicio insistir.
—Solo os pido que recordéis todo lo que podáis de lo que ocurrió.
El pobre hombre se movió inquieto en el banco.
—Madame, ¿qué más os queda por saber? El chico sencillamente desapareció; no sabemos cómo ni por qué. Quizá fue el resultado de la villanía del jabalí, tal como nos lo contó mi señor Gilles. Pero no hay nadie que lo sepa a ciencia cierta. —Su mirada se paseó alternativamente entre el hermano Damien y yo, y luego bebió un buen trago de hipocrás—. Es mi más sincero deseo que Dios acune a vuestro hijo en sus brazos, como espero que haga por mí algún día. Sospecho que no tardará mucho en que así sea.
—Cuando mi señor regresó aquí aquel día, ¿qué os dijo exactamente?
—Madame, por favor, no puedo recordar esos detalles después de tantos años.
Aunque habían pasado más de diez años desde la muerte de Étienne, aún recordaba la visión de su pierna gangrenada con tanta claridad que anhelaba con todas mis fuerzas borrarla de mi mente, si tal milagro era posible. A lo largo de los años había intentado con verdadera desesperación aliviarme de la imagen de su pierna ennegrecida, que se pudrió poco a poco hasta arrebatarle la vida. Pese a la sinceridad de mis esfuerzos, fracasé en el empeño. Todavía persiste en mi memoria como una enorme piedra que es imposible quitar. Enterrado en algún lugar de la memoria de Guy Marcel estaba el recuerdo de aquello que Gules de Rais le había dicho al regresar de aquella salida que me había arrebatado a mi hijo. Necesitaba que aquellas palabras volvieran a salir a la luz.
Se lo expresé con toda claridad.
—Señor, las cosas que escuchasteis aquel día no se borran fácilmente de la memoria de nadie. Solo necesitáis hacer un muy pequeño esfuerzo, y todo volverá con claridad diáfana. Estoy segura de que será tal como os digo.
Marcel se levantó y comenzó a ir de aquí para allá, sin molestarse en disimular su profunda inquietud; luego, volvió a sentarse y me cogió la mano.
—Madame, por favor. —Me palmeó los dedos—. Soy viejo. No puedo recordar algo que sucedió tantos años atrás.
Aparté mi mano y le palmeé el dorso de la suya.
—Os digo con mucho respeto, señor, que no sois mucho más viejo que yo. Por otro lado, debo recordaros que fuisteis vos quien me mantuvo apartada de mi señor, así que dependo de vuestros recuerdos sobre lo ocurrido. Ahora, por favor, por el bien del descanso de mi corazón, intentadlo.
Guy Marcel había visto a muchos hombres heridos y muertos en las batallas y las guerras; había visto de primera mano la herida en el vientre de Guy de Laval. Siempre se había mostrado firme en tales circunstancias. Ahora, cuando tan solo se le pedía que recordara unas palabras, se inquietaba. Estaba segura de que su inquietud no era por una aparente incapacidad de recordar sino más bien por la naturaleza de los recuerdos.
Se acarició la frente como si le doliera la cabeza.
—Muy bien —accedió con un tono de cansancio—. Lo intentaré.
Algo siniestro pareció apoderarse de él cuando comenzó a hablar:
—Los centinelas escucharon los gritos que sonaban muy lejanos, así que envié inmediatamente más vigías a la torre. Cuando mi señor Gilles apareció a la vista vimos que corría con todas sus fuerzas y que parecía muy angustiado. Ordené en el acto que levantaran la reja. Entró solo y cayó en mis brazos. En los primeros instantes jadeaba tan fuerte que apenas si conseguía hilvanar palabra. Cuando recuperó la voz me dijo que el jabalí había reaparecido, y que él se había vuelto y echado a correr, que pensó que Michel le seguía pegado a sus talones. Pero que al mirar no había nadie.
Todo aquello ya lo había escuchado antes, el día del terrible acontecimiento. Quería saber más.
—¿No dijo nada más aparte de eso? Debía de estar tremendamente alterado.
—A mí no me dijo nada más. Su abuelo se lo llevó sin tardanza. Dijo que el chico necesitaba recuperarse un poco antes de poder interrogarlo a fondo. No volví a hablar del tema con mi señor Gilles ni con Jean de Craon. Tampoco nadie más escuchó nada después de aquello, al menos que yo sepa.
El castellano se miró las manos que mantenía apoyadas en las tablas de la mesa como si quisiera sujetarse.
—Jadeaba, madame. Dijo muy poco aparte de mencionar el descubrimiento de la ausencia de vuestro hijo. Por lo tanto, no puedo decir exactamente cuál era su estado mental en aquel momento. Así y todo, Jean de Craon parecía creer que estaba muy alterado.
Por la expresión en el rostro de Marcel comprendí que tenía otros pensamientos que se agitaban en el fondo de su alma. Había algo que quería decir pero no se atrevía.
—Señor, podéis hablar conmigo con toda franqueza. Mi alianza ya no es con mi señor Gilles, sino con Dios y Su Eminencia. No temáis traición alguna de mi parte.
—Madame… —dijo.
—No se os acusará de nada, no importa lo que me digáis.
Permaneció en silencio durante unos segundos con la mirada perdida y luego volvió a mirarme.
—Madame, os suplico perdón, pero me pareció ver que mi señor sonreía durante un instante.
—¿Sonrió? ¿Qué queréis decir con sonrió?
—Como si se sintiera feliz o complacido por alguna cosa.
Aquel era un detalle que nunca había conocido; tan grande habían sido mi miedo y mi dolor que no había visto ni oído nada más. Escuché la voz del castellano cuando prosiguió con su relato:
—Recuerdo dos pensamientos que tuve aquel día. Los dos me hicieron reflexionar. El primero fue que resultaba extraño que mi señor se hubiera dado la vuelta y no hubiese visto ni al chico, ni el jabalí. Cualquiera hubiera creído que tendría que haber visto a uno o al otro. Pero a ninguno… parecía tan poco probable.
—¿Cuál fue el segundo?
Se aclaró la garganta, con un carraspeo nervioso.
—También recuerdo que durante toda aquella tragedia, mi señor parecía mucho más excitado que dolido. Me atrevería a decir que su talante cuadraba con la sonrisa.
Cogí mi pañuelo y, sin ninguna vergüenza, me enjugué las lágrimas antes de que rodaran por mis mejillas.
—¿Se vio algún rastro de sangre en las prendas o el cuerpo?
Se tomó un momento para refrescar la memoria.
—Lo había. En su camisa, más o menos por la cintura. Tenía las prendas desordenadas; supuse que en la carrera había sufrido alguna caída y se había cortado, y que después se había limpiado las manos en la camisa. Había manchas de sangre en sus manos, pero presentaban numerosos cortes y magulladuras. Afirmó que se había hecho las heridas mientras corría por el bosque, al tener que apartar las ramas. Parecía una explicación razonable, y él mismo nos la ofreció.
La primera vez que vi sus manos de cerca al cabo de varios días, las palmas aparecían cubiertas de tajos a medio cicatrizar. La comadrona le había aplicado ungüentos y emplastos para acelerar la curación. Sin embargo, a mi señor le había costado al principio abrir el puño debido a un corte especialmente profundo en la palma de la mano derecha. No quería abrir el puño para que pudiera ver sus heridas más de cerca; me dijo que le dolía mucho. En mi pesar, no tuve la voluntad de insistir.
Cerré los ojos por un momento e intenté recordar las prendas que había vestido el día de la tragedia, un detalle que estaba bien guardado en mi propia memoria. La imagen de una camisa azul oscuro y una casaca amarilla salieron lentamente a la superficie. Ambas tendrían que haber ido a parar a manos de algún pariente lejano si no habían conseguido quitar del todo las manchas de sangre. Ninguna de las lavanderas había hecho comentario alguno. Me pregunté si aquellas prendas habían llegado alguna vez a sus manos.
—Tampoco ninguno de los carboneros que aquel día recorrían el bosque escucharon ningún sonido extraño. Todos ellos estaban enterados de lo ocurrido, pero ni uno solo de ellos se presentó.
Yo no estaba enterada de la presencia de los carboneros en la zona. Mi hijo había sido un chico muy valiente para su edad, aventurero y atrevido; no era un chico que se hubiera dejado sorprender por un jabalí sin correr, gritar o hacer lo que fuera para defenderse del ataque. No habría muerto en el acto, sino que hubiera gritado para pedir socorro. Alguien tendría que haberlo escuchado.
¿Mi señor había escuchado los gritos y lo había abandonado a su destino?
—Señor, ¿los jabalíes tienen el hábito de comerse a sus presas?
El castellano rehuyó mi mirada.
—¿Señor?
—No, madame, no lo hacen. Son bestias furiosas, pero cuando matan lo hacen casi siempre para defender su propia supervivencia.
Por enésima vez, formulé la pregunta que me había afligido desde aquel terrible día. Cuando acabó de atravesarme, permití que escapara de mis labios como un sordo gemido:
—Entonces, ¿por qué, oh, por qué nunca encontraron el cuerpo de Michel?
—Ese continúa siendo un misterio insondable, madame.
El grupo de búsqueda había salido inmediatamente, Étienne con ellos. Se habían utilizado todos los caballos de los establos; entre los jinetes se encontraba nuestra comadrona madame Catherine Karle, que se encargaría de atender las heridas de mi hijo en el caso de que lo encontraran herido.
Continuaron con la búsqueda hasta que se acabó la última luz. Todos regresaron en un aparente estado de agitación. Sin embargo, la comadrona Karle, una mujer enamorada del sonido de su propia voz, enmudeció súbitamente, incluso conmigo, y permaneció así durante casi una quincena.
Cuando le comenté lo curioso de aquel episodio, el castellano me respondió:
—Recuerdo que durante un tiempo se mostró muy retraída.
Llegó un momento en que la penosa conversación se agotó por sí misma. Intentamos reanimar nuestros espíritus con una excelente comida de pichones y caracoles, con nabos y pan fresco para acompañar las viandas. El hipocrás corrió como agua de la jarra que el castellano dejó sobre la mesa, y creo que nos bebimos hasta las heces en nuestro empeño por verla vacía. El viejo Marcel estaba feliz de poder hablar de las aventuras que había vivido desde la última vez que nos habíamos visto, y nuestros corazones se tranquilizaron con aquellos relatos que no tenían nada que ver con la inexplicable desaparición de un niño.
Nuestro viaje de regreso a Nantes sería largo; se esperaba que pasáramos la noche en Champtocé, y fuimos cómodamente instalados por nuestro anfitrión en sus propios aposentos. Me dije que era un buen arreglo, y quizá él también lo vio así. Me esperaban demasiados fantasmas en las habitaciones del castillo, y no deseaba presentarme allí para ser acosada por ellos ni someterme a las miradas de los ocupantes vivos, dos cosas que seguramente pasarían si se me ocurría poner un pie allí dentro. Todos nuestros deseos fueron satisfechos en abundancia, y me fui a la cama bastante bebida, sin rezar mis oraciones.
Como penitencia por el olvido, Dios me castigó con unas horrendas pesadillas durante toda la noche, y luego con un espantoso dolor de cabeza por la mañana, que ni siquiera el agua helada del lavamanos consiguió eliminar. Tampoco los suaves masajes de las tibias manos del hermano Damien en mis sienes sirvieron de gran cosa, aunque hasta añadió una muy adornada y efusiva bendición. Con una sonrisa comprensiva y unos curiosos susurros sobre los efectos de la bebida, nuestro venerable anfitrión me hizo beber otra copa de hipocrás que obró una cura casi milagrosa. Incluso más milagroso fue que no me emborrachara.
—Ahora que me habéis devuelto el bienestar —le dije—, tengo que pediros otro favor.
No pareció muy complacido, pero así y todo se mostró cortés.
—Oui, madame.
—Cuando vayamos a visitar los huertos, me gustaría también que nos llevarais hasta la cañada donde mi señor dijo que vio a Michel por última vez.
Tampoco esa petición pareció hacerle mucha gracia porque frunció el entrecejo.
—¿Qué podéis conseguir con ir allí? —preguntó.
—No lo sé. Solo siento el impulso de ir.
No había ninguna razón válida para negarse, y él accedió. Recogimos nuestras escasas pertenencias, las atamos a nuestras monturas y a continuación nos dirigimos hacia los huertos; el hermano Damien no dejó de hablar ni un momento del tema del cultivo de los árboles frutales. Mi joven compañero de viaje recogió la tan deseada muestra de tierra y la analizó con mucha atención: la olió, la probó, la apretó entre los dedos y la mezcló con su propia saliva, todo en el afán por descubrir sus secretos. Su comentario final, después de todo aquello, fue sencillamente: Humm. Me dejó intrigada, pero no quise preguntar porque mis pensamientos estaban en otra parte.
Después de visitar los huertos, tomamos por un sendero que se dirigía al oeste y cabalgamos un corto trecho. No tardamos en llegar a la señal del bosquecillo de robles, y allí seguimos por otro sendero que se acabó bruscamente cuando no habíamos cabalgado más de tres o cuatro minutos por una pendiente casi a pico.
Allí, en la pendiente, a unos diez palmos del borde, estaba la pequeña cruz blanca que Étienne había clavado en el suelo para marcar el lugar donde había comenzado nuestro penar, aunque nunca supimos dónde situarlo exactamente. Me había llevado a verla poco después de haberla colocado, y recuerdo que me había preguntado a mí misma si aquella cruz sería todo el legado de mi hijo, más que las historias y relatos de hazañas que habíamos deseado.
Miré el símbolo de su recuerdo, tan blanco y brillante contra el fondo verde y marrón que lo rodeaba. Aunque llevaba en aquel lugar muchos años sin ninguna protección, parecía estar muy bien conservado.
—Alguien lo ha estado cuidando —comenté.
—Oui, madame —dijo Marcel en voz baja—. Venimos de cuando en cuando y le damos una mano de pintura.
Apenas si tuve palabras para manifestar mi gratitud. En el respetuoso silencio que siguió, el murmullo del arroyo que corría por el fondo de la cañada parecía de una alegría poco adecuada.
—¿El arroyo sube mucho de nivel durante la primavera? —pregunté.
—Sí. Puede alcanzar la altura de un hombre.
—¿Se seca durante el otoño?
—Eso no lo sé, madame. Este mes ha llovido muy poco, y estamos en la estación más seca del año, así que no creo que baje mucho más de lo que se ve ahora.
Observé las ondulaciones del agua al chocar contra las piedras del fondo. Había agua más que suficiente para lavar la sangre.
Nos despedimos de Guy Marcel en el camino que rodeaba el prado delante del castillo; viajaríamos en dirección oeste hacia Nantes, y él en la dirección opuesta hacia su casa en la fortaleza. El hermano Damien agradeció a nuestro anfitrión las atenciones recibidas y le dio su bendición. Por mi parte, le dije adiós con una afectuosa melancolía; aquel castellano constituía uno de los pocos vínculos que me unían todavía a Champtocé, y solo Dios sabía si volveríamos a encontrarnos en alguna ocasión antes de que cualquiera de los dos abandonáramos este mundo. En los ojos del anciano había algo del mismo anhelo de volver atrás en el tiempo, de un retorno a las viejas glorias que habíamos conocido, un deseo que no perdía su atracción a pesar de ser imposible.
No nos habíamos alejado más de cien pasos en direcciones opuestas cuando escuché la voz del castellano:
—¡Madame, un momento!
Sofrené a mi burro y me volví para mirarlo. La inexpugnable fortaleza que se levantaba en el fondo lo empequeñecía con su grandeza.
—¿Sí, señor?
Se acercó con su caballo para no tener que gritarme.
—La comadrona, madame Karle… —comenzó. Luego hizo una pausa como si quisiera considerar si sería recomendable continuar con lo que quería decirme—. Quizás ella no esté viva, pero sí es posible que su hijo todavía camine por esta tierra.
Yo lo recordaba muy bien.
—Guillaume —repliqué.
—Así es, el mismo. —Nos dijo dónde podíamos encontrarlo, muy cerca de nuestro camino de retorno—. Quizá sería conveniente que le hicierais una visita.