20

El avión se elevó como un cohete del aeropuerto John Wayne y tardó muy poco en alcanzar la altitud asignada, pero el resto del vuelo fue aceptable y me pareció más corto que los interminables controles de seguridad que tuvimos que pasar antes de subir a bordo. Aterrizamos en Newark; era la primera vez que veía en directo el cambio en el perfil de la ciudad. Todos los que viajábamos permanecimos en silencio mientras el avión carreteaba hasta la terminal. Me pareció muy adecuado.

Los cinco de nuestro grupo fuimos en el autobús hasta nuestro hotel de segunda categoría. Dado que era la única mujer, disponía de una habitación para mí sola, mientras que los muchachos tenían que compartirlas. No podía ser mejor. Aprendí unas cuantas cosas muy interesantes en la clase del viernes. Era una pena que me perdiera la clase del día siguiente: el encargado del curso había mencionado algunos temas muy prometedores. Buscadores diseñados específicamente para el trabajo de investigación, algunos similares a Lexus Nexus, que se centraban en los tipos con antecedentes. Pero tenía otros asuntos que atender. El sábado por la mañana me escabullí del hotel a las seis mientras todos los demás dormían. Colgué el cartel de NO MOLESTAR en el pomo de la puerta y deslicé una nota por debajo de la puerta de una de las habitaciones de mis compañeros para avisarles de que había pasado la noche en vela debido a los trastornos femeninos y quería dormir. Los polis, tan machos y fuertes, se enfrentan a las armas sin pestañear, pero un tampón es otro cantar.

El detective Peter Moskal me estaría esperando en South Station, porque según me aseguró era mucho más conveniente que la propia Southie. Le dije que no tenía ningún inconveniente en coger un taxi, pero él insistió en recogerme.

Lo reconocí de inmediato por la placa dorada que llevaba enganchada en el bolsillo superior de la americana de cuero, pero no se parecía en nada al viejo detective de aspecto decadente que me había imaginado. Moskal era guapo al estilo de Clint Eastwood, incluidas las arrugas. Tenía una magnífica cabellera, con un corte de estilista y muy bien peinado. Era alto, atlético y tenía una gracia natural en sus movimientos. No se le veía ni una sola cana, aunque no podía faltarle mucho para cumplir los cincuenta.

No llevaba alianza.

—Por lo que parece, aquí reclutan a los polis muy jóvenes —comenté.

Me dedicó una magnífica sonrisa.

—Sí. Tenía cuatro años cuando entré en la academia. Pero estoy a punto de retirarme, al menos eso dice mi esposa.

Maldita sea. A los buenos siempre los tienen cogidos.

—Quiero darte las gracias por haber renunciado a parte de tu día de descanso para atenderme.

—No te preocupes. Ninguno de los chicos tiene compromisos, aparte de hacer los deberes, así que hoy no es problema. De todas maneras, ya no puedo ayudarles con las matemáticas de ahora.

Una vez más me dedicó una sonrisa que me hizo estremecer.

—Dime, ¿tienes los expedientes? —le pregunté.

—Te esperan sobre mi mesa. Me pareció que lo más conveniente era dejarlos allí para que les echaras una ojeada; es mucho material. Después, si quieres, te llevaré a dar una vuelta por las escenas. Por supuesto ya no están como entonces. Confío en que no esperes encontrar nada nuevo después de veinte años.

—Me alegra que por lo menos estén los edificios. En Los Ángeles tienes la impresión de que levantan y derrumban los edificios todos los años. La verdad es que quiero ver dónde ocurrieron los hechos. Quiero ver si puedo ubicarlos allí. Si nos queda tiempo, también querría hablar con cualquiera que hubiera estado involucrado en la investigación original.

—Creo que te llevarás una desilusión. El detective a cargo está… bueno, digamos que está bastante mal. Apenas si habla. En cuanto al sargento que fue el primero en presentarse en la escena, se retiró hace cosa de tres años con una buena pensión. Poco después se enteró de que tenía cáncer y falleció el año pasado.

—Vaya. Espero que tuviera contratados los derechos para su esposa.

—No estaba casado.

—En ese caso al menos no dejó a una viuda en la miseria.

—No. Sean O'Reilly venía de una familia acomodada. Por cierto, era el tío de Wil Durand.

—Venga, no puede ser.

Los edificios desfilaban mientras él asentía.

—Es la pura verdad. Yo crecí aquí en Southie y conozco a su familia. Aquí nos conocemos todos, al menos de nombre.

La sorpresa de esta revelación tardó unos momentos en asentarse.

—Perdona si me equivoco, pero ¿Moskal no es un nombre europeo? Creía que Southie era una comunidad estrictamente de irlandeses-norteamericanos.

—No te equivocas, detective —replicó Moskal, divertido—. Es polaco. Supongo que a vosotros también os dan cursos sobre la diversidad.

—Una vez al año, los necesitemos o no.

—El apellido de soltera de mi madre era O'Shaughnessy. La volvieron a admitir a pesar de haberse casado con un polaco.

—Ver para creer.

Subimos a su coche, que estaba aparcado en una zona de carga; nadie iba a ponerle una multa. Nos dirigimos en dirección sudeste a lo largo de la costa de Boston, una zona marcada por construcciones de transición momentáneamente interrumpidas. Poco a poco, en un trayecto de unos quinientos metros, los edificios de ladrillos de hormigón dieron paso a hileras de casas pintadas de color amarillo pastel y verde. El avance de la ciudad, en la zona residencial, imparable como el de un glaciar, era inconfundible. Me pregunté hasta dónde llegaría la resistencia del barrio o si el hielo ya se había afincado definitivamente.

—Durand tiene aquí a dos hermanas y a su madre; Sean era su hermano. Viven en una casa muy bonita que da a la playa. Yo te recomendaría que hablaras con alguien de la familia; son un grupo muy interesante.

—¿Cómo es eso?

—Bueno, para empezar, la hermana de Durand es Sheila Carmichael. Quiero decir, su hermanastra.

Ella era una de esas abogadas defensoras con una reputación a escala nacional de quien los fiscales huían como de la peste. La había visto en la televisión infinidad de veces como la portavoz de algún cliente cuyos derechos a cometer una matanza corrían el peligro de verse recortados por unos incomprensivos lacayos de los contribuyentes, incluida yo misma. Su característica más llamativa era una formidable cabellera pelirroja con un mechón blanco al estilo de Bonnie Raitt. Una mujer de armas tomar, dura como el acero, que nunca se rendía.

—Supongo que entonces no le costará nada contratar a un abogado si él resulta ser el tipo que estoy buscando.

—Seguro que no. La familia pertenece al grupo de irlandeses de buena posición; no son ricos como los Kennedy, pero tienen un buen pasar. Jim Durand fue el segundo marido de la madre. El primero, Brian Carmichael, murió joven y la dejó con un montón de críos. Tendrías que hablar con la familia.

No dejaba de repetirlo. Me moría de ganas de preguntarle la razón, pero me pareció que era demasiado pronto.

La comisaría de Boston Sur no tenía aparcamiento propio; los coches azules y blancos estaban aparcados en tercera fila a todo lo largo de la fachada. Moskal aparcó el coche en el primer espacio disponible.

—Y yo que creía que teníamos un problema de aparcamiento.

—¿Vuestras calles son así de angostas?

—No.

—Entonces no tienes idea.

—Estoy segura de que nuestros atascos son peores que los vuestros.

Me dedicó otra de sus sonrisas especiales que me derritió el corazón.

—Te recomiendo que un viernes por la tarde, a eso de las cuatro y cuando amenace nieve, te metas en la autopista del sudeste. Entonces sabrás lo que es un atasco de tráfico.

Era un curioso juego sin importancia, pero divertido. En cuanto entramos en el ruinoso edificio, vi muy claro que ganaría de calle el concurso de adivinar quién tenía la peor oficina. La mesa de Moskal estaba embutida en un rincón de sala con humedades en el techo y las tuberías de la calefacción oxidadas.

—Bienvenida a mi dominio —dijo—. Esto es lo que hay.

Los expedientes estaban perfectamente apilados y en línea con el borde de la mesa cuya superficie aparecía llena de iniciales marcadas con navaja. Cogió la pila y me la alcanzó.

—Esto te mantendrá ocupada un buen rato. Voy a buscar café. ¿Quieres algo? Voy al Dunkie que está en la esquina. Tiene bollos, donuts y todo eso.

Le pedí que me trajera café y un bollo e intenté darle el dinero. Lo rechazó y me dejó allí con los expedientes. Pesaban mucho así que volví a dejarlos sobre la mesa. Cogí el primero de la pila y me sumergí en la lectura de los informes.

El primer chico que desapareció en Boston Sur —Michael Patrick Gallagher— tenía trece años, pero parecía más joven para su edad, el clásico «buen chico» que destacaba en los estudios y nunca se metía en problemas. Lo habían visto por última vez a media tarde en una tienda de Boston Sur, donde se había gastado todas las monedas que llevaba en dos chocolatinas y chicles. Se despidió de su grupo de amigos en la esquina donde estaba la tienda. Tendría que haber regresado a su casa alrededor de las tres y media, pero era viernes por la tarde, cuando era habitual que Michael se retrasara un poco si no tenía deberes. Cuando se hicieron las siete y aún no había regresado, su madre, un tanto inquieta, llamó a las casas de los amigos, sin ningún resultado. El padre telefoneó a la policía a las siete y veinte. Un coche patrulla fue enviado a la casa de los Gallagher. El agente de policía que atendió la llamada para denunciar la desaparición comenzó por hacerle a los padres las preguntas habituales en esos casos: ¿Había alguna razón para creer que el chico podía haberse fugado porque tenía problemas en el hogar o en la escuela? ¿Estaban informados de cómo le iban las cosas en la escuela? ¿Había advertido algún cambio destacable en el comportamiento del chico en los últimos tiempos? La respuesta había sido no a la primera y tercera pregunta, y sí a la segunda.

El agente recorrió la casa para eliminar cualquier posibilidad de que Michael hubiese podido regresar sin que lo vieran y se hubiera quedado dormido en alguna parte o, peor, que estuviera inconsciente y fuera incapaz de escuchar las llamadas de sus padres. Se convenció rápidamente de que el chico no se encontraba en la casa y de que los padres no le mentían, que este no era el caso de un adolescente fugado cuya familia no se había dado cuenta de que tenía problemas. A Michael le encantaba ver las reposiciones de una serie que daban en la televisión los viernes a las cinco, pero no había acudido a verla. La madre declaró que le había sorprendido mucho que se la hubiera perdido.

Una descripción y una foto del chico desaparecido se habían enviado por teletipo y se había distribuido a todos los agentes de la ciudad de Boston. El caso fue asignado a un detective del distrito de Boston Sur. El primer informe estaba firmado por el agente Peter Moskal.

Acababa de empezar la lectura del último informe del caso escrito por el detective, una amarga crónica de su frustración, cuando apareció Moskal con mi café y el bollo que dejó sobre la mesa.

—¿Por qué no mencionaste que fuiste el primero en la escena?

Se puso muy filosófico conmigo.

—Me pareció que sería exagerar mucho la coincidencia. No lo sé, supongo que me espanté un poco. Pero cuando escuché tus preguntas, me alegré mucho. Nunca tuve la oportunidad de investigar este caso. A lo largo de los años pedí muchas veces que lo reabrieran, pero se negaron a hacerlo al no aparecer nuevas pruebas.

Me recliné en la silla y lo miré. Había fuego en sus ojos y el entusiasmo había reemplazado a su anterior expresión preocupada.

—Bien, detective, me parece que tendrás la oportunidad de subir otra vez al cuadrilátero.

—Solo confiemos en que no me tumben en el primer asalto. Todo este asunto siempre me pareció que estaba muy inconcluso. Sin embargo, no había nada que pudiera hacer al respecto, hasta ahora. Tendría que darte las gracias.

—Yo invito. Pero hablando de cosas inacabadas, tengo que regresar a Nueva York esta noche. Así que organízame el día, si no te importa, basándote en lo que sepas.

Cogió el montón de expedientes que me quedaban por leer y los dejó encima del archivador más cercano.

—Olvídate de estos —dijo—, o al menos déjalos de lado por el momento. El caso del chico de los Gallagher es el más completo de todos, y si encontraras algo útil, estarías allí. Primero iremos a la escena; no está lejos. Y después hablaré con los Gallagher. El padre y un par de hermanos todavía viven en el vecindario. Si nos queda tiempo, hay alguien con quien tendrías que hablar. Una mujer muy agradable, conoce muy bien a la familia Durand, aunque un tanto de manera indirecta, así que no les debe ninguna lealtad. Una señora llamada Kelly McGrath. Su hermana Maggie trabajó en la casa de los Durand durante un tiempo: ahora está muerta, también de cáncer.

—Es una epidemia, ¿no?

—Eso parece. Espero que no me pille.

—Lo mismo digo.

Moskal hizo tres llamadas para mí antes de que marcháramos al lugar donde había encontrado el cuerpo de Michael Gallagher. El servicio de llamadas de Sheila Carmichael informó que estaba fuera de la ciudad y que no devolvería las llamadas hasta el lunes; Moskal no dejó ningún mensaje, pero me anotó el número para que al menos yo pudiera llamarla cuando regresara a Los Ángeles. Patrick Gallagher, el padre de Michael, manifestó que estaría encantado de hablar conmigo; según Moskal, incluso pareció ansioso. En cuanto a Kelly McGrath, me invitaba a tomar el té. Cuando saliéramos de su casa iríamos directamente a la estación. Sería una gira breve, pero agotadora.

—Podría buscar al detective que hizo todo el seguimiento del caso si quieres, pero tengo que advertirte una cosa, el tipo no te podrá ayudar gran cosa.

—Ahora mismo tengo demasiadas cosas que hacer y muy poco tiempo. En cualquier caso, siempre puedo llamarlo desde Los Ángeles.

—No creo que todavía tenga teléfono.

—¿Tan mal está?

—Peor.

Él condujo; yo leí. Las entrevistas realizadas por el detective ahora alcohólico perdido eran completas y perfectamente realizadas; me dolía que alguien tan capacitado acabara hecho una piltrafa. Había una muy clara escalada cronológica de la ansiedad del hombre en cada nuevo informe que había escrito, muy parecida a la que había encontrado en los informes de Terry Donnolly. Cuando llegó el final fue algo terrible. La investigación se apagó por sí sola y se llevó por delante a alguien que hasta entonces había sido un detective de primera fila.

Había buscado a todos los pedófilos conocidos de la zona, como yo había hecho, por orden de su supervisor, lo mismo que yo. Tres sospechosos, todos hombres blancos de treinta y tantos años, habían sido interrogados después de las entrevistas iniciales, pero más tarde los tuvieron que dejar en libertad ante la falta de pruebas que relacionaran a cualquiera de ellos con la desaparición del chico.

Había interrogado a fondo a todos los compañeros de Michael Gallagher, ninguno de los cuales recordaba nada extraño o poco habitual en los acontecimientos de la tarde o en el comportamiento del chico. Michael se había despedido de todos ellos con una sonrisa, según decían las transcripciones, y después había emprendido el camino de regreso a su casa con media chocolatina en la mano. Uno de los compañeros recordaba que Michael había quitado el papel del envoltorio del resto de la chocolatina cuando daba la vuelta a la esquina, momento en el que desapareció de la vista.

Aquel era el último avistamiento conocido de Michael Gallagher hasta que encontraron su cadáver la mañana del lunes siguiente.

El coche se detuvo en un callejón detrás de lo que parecía ser un edificio abandonado. Se trataba de una casa de tres plantas con galerías cerradas en la parte de atrás. Las cuerdas de tender se extendían desde cada galería hasta un poste al otro lado del callejón. Era un lugar del todo deprimente, incluso un tanto siniestro.

—Ya estamos aquí —anunció Moskal. Nos bajamos del coche y me llevó directamente a la galería de la planta baja. Señaló el enrejado que rodeaba la galería para cubrir las columnas.

Me apoyé en uno de los paneles; cedió un poco, pero no se abrió más que unos centímetros.

Para mi gran sorpresa, Moskal lo tiró abajo de un puntapié, sin preocuparse en lo más mínimo por lo que pudiera haber al otro lado.

—Bonito lugar para que muriera un chico, ¿no te parece?

Era un lugar húmedo, hediondo y lleno de telarañas. Solo Dios sabía cuánto excremento de rata había sido depositado en el suelo de tierra, cuántos esqueletos de ratones habían sido dejados por los gatos vagabundos, cuántos vagos habían vaciado sus vejigas, cuántos borrachos lo habían utilizado para protegerse de la lluvia. Todas aquellas porquerías probablemente se habían hundido un poco más en la tierra durante el ataque a Michael Gallagher, probablemente por la presión ejercida por su vientre mientras lo violaban por detrás.

Las tablas debajo de la galería estaban podridas allí donde se hundían en la tierra.

—Parece estar desierta —comenté en voz baja.

—Lo está. Ha tenido infinidad de propietarios. Ninguno de ellos consiguió sacarle ningún provecho.

—¿Estaba vacía cuando ocurrió?

—No, pero sé que el primer piso estaba desocupado. Los ocupantes del segundo estaban a punto de marcharse.

—¿Quién lo encontró?

—Unos trabajadores. Estaban reemplazando unas tablas rotas en el frente de la casa. El propietario les había dicho que podían dejar aquí las herramientas y los materiales durante el fin de semana. Se marcharon el viernes por la tarde a eso de las tres. A Michael lo vieron por última vez alrededor de las tres y media. El lunes por la mañana cuando vinieron aquellos tipos, lo primero que notaron fue el hedor. Uno de ellos vomitó aquí mismo donde tú estás ahora. Recopilar las pruebas para este homicidio fue un trabajo repugnante, te lo aseguro.

Los restos de un pasador oxidado eran lo único que quedaba de un cerrojo.

—¿No estaba cerrado?

—El asesino rompió el candado, pero después lo colocó de forma tal que a primera vista pareciera intacto. Por desgracia, cualquier huella en el candado desapareció cuando uno de los trabajadores lo sujetó para abrirlo el lunes. La puerta estaba abierta cuando llegué aquí; no la habían vuelto a cerrar. Lo primero que hice fue llamar a mi supervisor, el sargento Sean O'Reilly.

El tío de Durand.

—Maldita sea.

—Exacto. Apareció en menos que canta un gallo y me hizo acordonar la zona. Pasó por encima del vómito y entró aquí, sin nadie más.

—Maldita sea otra vez.

—Sí. Estuvo aquí dentro durante un buen rato, quizá unos cinco minutos. No sé cómo demonios lo aguantó, pero lo hizo. Me ordenó que llamara al forense y a los equipos después de salir de aquí.

—¿No durante?

—No. Me mantuvo ocupado con otros asuntos. Me encargó que anotara los nombres y las señas de los trabajadores, cosas que tendrían que haber hecho los detectives. Sin embargo, me mandó a mí que lo hiciera.

El informe mencionaba que a Michael Gallagher lo habían estrangulado con una media de nailon —no un panty, sino una media de aquellas que necesitan una liga o un liguero— mientras lo atacaban. Algo absolutamente anacrónico, incluso veinte años atrás. El asesino había utilizado los calcetines del chico para metérselos en la boca y ahogar sus gritos. Lo había atado de pies y manos, también con medias, y después lo había tumbado boca abajo en el suelo. Lo había sodomizado brutalmente hasta el punto de que el suelo debajo de las ingles había quedado manchado de sangre. No se habían encontrado restos de semen en el ano.

En cambio sí que habían encontrado restos de látex cuando le practicaron la autopsia.

—¿No encontraron el envoltorio o el preservativo usado por ninguna parte?

—No, el tipo se los llevó.

Se trataba de un asesino muy cuidadoso, al menos respecto a ese tipo de detalles. Un asesino organizado.

—Escogió un buen lugar para esconder el cadáver.

—Excepto que no contó con el aumento de la temperatura. El hedor hubiera atraído a alguien al cabo de un par de días.

—Es probable que el asesino quisiera que lo encontraran, pero no demasiado pronto —comenté.

Las fotografías que había visto en el expediente mostraban un cuerpo ligado de pies y manos, y en una posición que transmitía un terrible sufrimiento.

—Estoy segura de que el chico se resistió violentamente.

—Es probable.

—Eso quiere decir que el asesino tuvo que actuar deprisa. Quizá la razón por la que no se encontraron rastros de semen fue que no acabó el acto.

—Lamentablemente, eso es algo que no podemos saber. Lo único que podemos decir a ciencia cierta es que Michael Gallagher no participó voluntariamente. Tenía los brazos y las piernas llenos de cortes y morados, Dios le bendiga. Si hubiésemos pillado a tiempo al tipo que lo hizo seguramente también hubiéramos visto los morados en su cuerpo. El único problema de los morados como pruebas es que desaparecen.

—¿Cómo se comportó Sean O'Reilly durante todo esto? Me refiero a que si se mostró nervioso o algo parecido.

—No dejaba de repetir que era una desgracia, una terrible desgracia, y que no se debía permitir que la madre lo viera de aquella manera, desnudo y con un reguero de sangre entre las nalgas. También recuerdo que él parecía bastante trastornado. Sean era todo un veterano; algo como esto no tendría que haberle afectado hasta tal punto. Admito que la escena no era nada agradable, pero yo había visto algunas mucho peores y él también; recuerdo que un par de años antes habíamos tenido que participar en el rescate de las víctimas de una colisión entre un tren y autobús, y que había restos diseminados por todas partes. Ni siquiera parpadeó. Le pregunté si se encontraba bien y me respondió algo de una posible gripe.

Moskal guardó silencio y miró al suelo.

—¿Qué más?

El detective exhaló un suspiro. Parecía profundamente preocupado y no hacía ningún esfuerzo por disimularlo.

—Sean salió de aquí dentro con sangre en las manos, que intentaba limpiarse con un pañuelo; en aquellos tiempos no nos poníamos guantes. Éramos como los equipos de hockey de nuestros abuelos, nada de protecciones. Le pregunté cómo era que se había manchado las manos y me respondió sencillamente que había querido comprobar que el chico estaba muerto. Como si hubiese existido la más mínima posibilidad de que no lo estuviese. Por lo general lo hacemos apoyando un dedo en alguno de los puntos donde se toma el pulso. El chico tenía las manos atadas, así que Sean había tenido que buscarlo en el cuello. No había sangre en el cuello de Michael Gallagher. Según el informe del médico que practicó la autopsia, el único lugar donde había sangre era en el ano.

—Lo que quiere decir que estaba con vida después de ser sodomizado. De lo contrario, no hubiese ocurrido.

—Así es. No tienes idea de las veces que ese pensamiento me atormentó en mitad de la noche. Siempre he querido saber qué parte del cuerpo tocó Sean O'Reilly. Estoy seguro de que estropeó la prueba que pudiera haber habido allí.

Nada de aquello figuraba en los informes.

—Hay otra cosa: las medias. Me refiero a que no eran solo lo que el asesino había utilizado para estrangular al chico. Recuerdo cuando aparecieron los panties; mi madre y mi hermana no tardaron ni un segundo en tirar todas las medias y los ligueros. Detesto pensar cuánto ha pasado desde entonces. Que alguien las utilizara tiene que tener algún significado.

Busqué entre las fotografías del expediente hasta que di con una de las medias. Las habían fotografiado extendidas, pero con un doblez en el medio para que entraran en el encuadre. Si las hubiesen fotografiado totalmente extendidas, la imagen hubiese sido poco clara. Se veía la superficie de la mesa a través de la malla beige.

—¿Eran de seda o nailon?

Me miró fijamente.

—No lo sé.

Observé la foto con mayor detenimiento; había algo en las medias que me llamaba la atención. Era una raya oscura a todo lo largo de la parte correspondiente a la parte de atrás de las piernas.

—Tienen costuras —exclamé.

—¿Qué?

—Costuras. En la parte de atrás. Muy años cincuenta. Betty Grable, ¿la recuerdas? Había un par de fotos de ella muy famosas con costuras en las medias.

—¿Y qué?

—Pasaron de moda a principios de los sesenta. Las enfermeras y las putas todavía las usan, pero nadie más. Este tipo tuvo que molestarse para conseguirlas. Probablemente en alguna tienda de lencería de lujo.

—¿Quizá en una casa de disfraces?

—Estaba creando una ilusión —murmuré, y después en voz alta le pregunté—: ¿Sabes a qué escuela iba Wilbur Durand cuando se cometió el asesinato?

—Por aquel entonces teníamos el transporte escolar, así que no te lo puedo decir de memoria, pero supongo que estaría en el instituto. La verdad es que no lo sé, tendrás que preguntar en el departamento de enseñanza. Espero que tengas suerte. Creo que la vas a necesitar.

Allí no quedaba nada más que ver. Me empapé con el ambiente de la escena. No había ni una sola nube en el cielo y soplaba una cálida brisa que me alborotaba los cabellos, pero estaba helada hasta la médula.

Patrick Gallagher nos invitó a pasar al salón de su casa adosada y nos ofreció café. Pete Moskal aceptó la invitación; yo la rechacé.

Habían transcurrido veinte años, pero todavía eran visibles las heridas emocionales. Le expresé mis más sinceras condolencias. Me preguntó por qué yo, una policía de Los Ángeles, estaba interesada en un crimen cometido veinte años atrás al otro extremo del país.

—Tengo un sospechoso en el caso de la desaparición de un niño en Los Ángeles que en un tiempo vivió aquí.

—Así que espera establecer una relación entre ellos, ¿es eso?

Asentí.

—Se trata de Durand, ¿no es así?

Pete Moskal alcanzó a decir: «No estamos en disposición de…», cuando le interrumpí con un firme sí. Nos miramos los unos a los otros durante unos segundos. Gallagher fue el primero en hablar.

—Lo sabía. Ese hijo de puta, lo sabía. —Señaló a Moskal con un gesto airado—. Le dije que tenía algo que ver con el asesinato.

Me apresuré a intervenir en apoyo de mi colega.

—Señor Gallagher, en estos momentos no sé a ciencia cierta si Durand es el hombre que estoy buscando. Por favor, no se apresure a sacar conclusiones. Solo se lo he dicho porque necesito su más total colaboración. También necesito su discreción, al menos hasta tener las pruebas suficientes para detenerlo. De lo contrario, podría escapar. Ahora, si no le importa, le estaría muy agradecida si me explica por qué cree que Wilbur Durand mató a su hijo.

—Para empezar porque era un pervertido.

—Un pervertido.

—Sí. Era un maricón perdido. Además tenía un motivo.

—¿Cuál era?

—Vengarse de Aiden.

Miré a Moskal.

—No sé quién es.

—El hermano mayor de Michael —respondió Gallagher—. Durand se encaprichó con él en el instituto. Intentó convencerlo para que hicieran las cosas más repugnantes. Aiden le dijo que lo dejara en paz, incluso le atizó en un par de ocasiones.

—Señor Gallagher, ¿por qué no mencionó nada de todo esto cuando la policía investigó la muerte de su hijo?

—Porque Aiden no me lo dijo hasta hace un par de años.

Me imaginé la escena entre padre e hijo, la desilusión y la sensación de impotencia, la terrible sorpresa de escuchar algo tan depravado.

—¿Puedo preguntar por qué salió a la luz, después de tanto tiempo?

Gallagher pareció desmoronarse. Fue Moskal quien me dio la respuesta.

—Aiden era bombero. Estuvo en aquel edificio que se vino abajo en Boston, donde muchos sufrieron terribles quemaduras…

Lo recordé. Habían transmitido la noticia por las cadenas nacionales. Siempre es así cuando un bombero fallece a consecuencia de las quemaduras.

Moskal y yo estábamos pálidos y agotados cuando salimos de la casa de los Gallagher. Había cosas no dichas que flotaban en el aire como un olor fétido, cosas terribles que ningún ser humano podía pronunciar. Patrick Gallagher había puesto la pelota otra vez en juego; ahora nos correspondía a Moskal y a mí hacer que continuara rodando.

—Kelly McGrath nos espera dentro de media hora. Es un trayecto de un par de minutos. ¿Quieres volver a la comisaría?

—No. Creo que tenemos que hablar de unas cuantas cosas. Más vale que lo hagamos ahora.

—De acuerdo. —Aparcó el coche delante de un pequeño parque; un viejo solar que habían aprovechado como equipamiento urbano. Me pregunté si allí se había alzado una casa, quizá una que se hubiera incendiado. Los chiquillos que disfrutaban de los columpios y del tiovivo chillaban de placer con la feliz despreocupación de la infancia.

—Hay nuevas pruebas suficientes para reabrir el caso Gallagher —señalé.

—Las hay.

—Y tú pedirás que lo reabran.

—Lo haré.

—Necesitaré un poco más de tiempo para reunir pruebas en Los Ángeles. Quisiera pedirte que esperaras, si crees que eso no será un estorbo.

—Supuse que me lo pedirías.

—Tengo trece chicos desaparecidos. Quizá uno de ellos todavía esté con vida.

—Sabes que no es verdad.

Lo sabía, pero me negaba a aceptarlo.

—Siempre queda la esperanza.

Los gritos de los chiquillos sonaron de pronto mucho más fuertes. Ambos nos volvimos a la vez y vimos que dos de los chicos mayores se habían bajado del tiovivo y ahora lo hacían girar todo lo rápido que podían. A los más pequeños les encantaba.

—Ah, si pudiéramos volver atrás —dije.

—Sí —replicó Pete. Por el tono era obvio que no pensaba en el pasado, sino que estaba desesperado por ir hacia delante—. Yo puedo esperar, pero si se huele que vas a por él y se me escapa, te juro que lo pasaré muy mal.

—No te puedo garantizar que no lo haga. En cambio, te puedo prometer que me moveré lo más rápido y seré todo lo discreta que pueda. Ya he llamado a su estudio para preguntar por él. Alguien puede haberle comentado que se están haciendo investigaciones. Todo es posible, incluso que ya se haya largado de la ciudad.

—Si lo ha hecho, pediré el retiro ahora mismo y lo encontraré.

Estaba segura de que lo haría.

Llegamos más o menos a un acuerdo: dispondría de una semana para conseguir lo que pudiera, y después Moskal y yo volveríamos a hablar para evaluar la situación. Si él no estaba satisfecho con mis progresos, comenzaría a actuar por su lado. Hasta entonces no haría nada oficial. Cuando faltaban cinco minutos para la hora del té, aparcamos delante de la casa de Kelly McGrath.

No era tan mayor como me había imaginado. Tendría los sesenta recién cumplidos, menuda, con los cabellos teñidos de un tinte castaño rojizo, esbelta y muy bien arreglada. Nos sentamos en la sala sin perder ni un momento; el servicio de té ya estaba preparado en la mesa de centro. Había una jarrita con crema, pero eché de menos el limón. Sobre el piano vi varias fotos de Kelly y otra mujer un poco mayor que podía ser su gemela.

—¿Es su hermana Maggie? —le pregunté mientras ella me servía una taza de té.

—Sí —respondió. Se persignó—. Que el Señor la tenga en su gloria.

—¿Cuánto tiempo hace que falleció?

—Oh, hace mucho tiempo. Acaban de cumplirse los treinta y tres años.

Había muerto cuando Wilbur tenía siete años.

—¿Su hermana trabajó de gobernanta en la casa de los Durand?

Me miró desconcertada por un momento y después respondió a la pregunta.

—Ah, sí, el apellido del chiquillo era Durand, ¿no? Lo había olvidado. Siempre la recuerdo como la casa de los Carmichael. Bueno, ellos también, esa es la razón. Nunca les gustó que Patricia se casara con aquel francés. Me refiero a que él también era católico, así que no entiendo cómo algunas personas pueden tener una mentalidad tan cerrada. En mi opinión es algo que tiene que ver con el dinero, lo mismo que la mezquindad. Las cosas quizá le hubiesen ido mucho mejor si la hubiesen apoyado un poco más.

Era obvio que no necesitaba hacer más preguntas para que siguiera hablando.

—Patricia no estaba bien, sabe usted. Lo había pasado muy mal con el nacimiento del chiquillo, y el nuevo matrimonio tampoco funcionaba muy bien que digamos. Pilló una terrible infección y tuvieron que extirparle todas las partes femeninas; le pido perdón por hablar de estas cosas en su presencia, detective Moskal. Después de aquello, su marido dejó de prestarle toda atención. La abandonó a su suerte. Se la llevó a Brookline inmediatamente después del nacimiento porque dijo que aquel era un lugar en alza y una buena inversión. Patricia lo encontraba odioso. Allí no tenía amigas, en la iglesia no fue bienvenida así que le dio por beber para ahogar los problemas. Los chicos Carmichael: Sheila, Eileen y Cullen, no lo pasaron mal porque tuvieron a su madre cuando se encontraba bien, y su padre había sido un hombre maravilloso. Que el Señor lo tenga en su gloria. Fue una pena que falleciera tan joven.

»Patricia se despreocupó totalmente del pobre Wil. Maggie iba allí todos los días en el trolebús para asegurarse de que a Wilbur le daban de comer y lo vestían correctamente. Algunas veces se quedaba a dormir si Patricia estaba demasiado borracha. Tuvimos que acabar poniendo un teléfono porque la señora O'Day, que vive en la planta baja, se hartó de tener que subir las escaleras para darme los mensajes. Infinidad de veces se encontró con que el chiquillo había mojado las sábanas y que no tenía ropa limpia para cambiarlo si ella no hacía la colada. También, en más de una ocasión, tuvo que espabilar a la mujer para llevarla al banco a sacar dinero para los gastos de la casa. Un par de veces hizo la compra con su propio dinero. Pero le prohibí que volviera a hacerlo. Trae al niño aquí, le dije, y nosotras nos ocuparemos de criarlo como es debido. No lo hicimos porque ella no quería entremeterse en un asunto que era exclusivamente de la familia. Ella era así.

»Sin embargo, hiciera lo que hiciera, él siguió siendo un niño extraño. Muy callado la mayor parte del tiempo, pero cuando le salía el pronto irlandés había que verlo. Su madre nunca se preocupó de disciplinarlo, y su padre ya se había largado para aquel entonces. Era algo que te partía el corazón. Pero Maggie hizo lo imposible para que el chico estuviera bien, hasta que cayó enferma, quiero decir. Él tenía seis años cuando Maggie descubrió el primer bulto. No acudió inmediatamente al médico, afirmó que no era nada, pero creo que estaba asustada. Cuando se decidió a ir, ya era demasiado tarde, aunque de todas maneras le amputaron los dos pechos, creo que para darle alguna esperanza. Ganó un poco más de tiempo, pero no mucho.

»El abuelo de Wil, el padre de Patricia y Sean, era la encarnación del mismísimo diablo. Detestaba a Maggie por lo que decía que era un estorbo en los asuntos de su hija. Tendría que haber estado todo el día de rodillas dándole las gracias por todo lo que hacía. El viejo diablo se ponía lívido como la cera si a alguien se le ocurría decir algo en contra de Sean, aunque todos sabíamos la clase de persona que era. Nunca se casó, siempre rondando a los niños; el abuelo no quería ni oír hablar de que no se debía permitir que Sean estuviera a solas con los niños. Era un oficial de policía y creo que eso lo convertía en un santo a los ojos de su padre. Maggie llevaba a Wil a la casa de los abuelos porque creía que era correcto que los conociera, aunque su madre no se molestaba en hacer el esfuerzo. Me dijo que él había llamado a "esa condenada sirvienta" en presencia del chiquillo. "Esa infame fregona te está echando a perder", le decía, como si Maggie no estuviese presente. "Esa infame fregona es demasiado blanda contigo."

»En todo el tiempo que Maggie se ocupó del niño, la abuela nunca intentó oponerse a su marido. Supongo que le tenía miedo y no le faltaba razón. Dicen que le había dado una paliza en más de una ocasión. Llegó un día que Maggie se vistió de punta en blanco y fue a ver a la anciana a la hora del té, como ustedes están haciendo ahora, y le contó todo lo que estaba pasando. Le suplicó que se hiciera cargo de los chicos. Al final, consiguió convencerla.

»Maggie falleció unos dos meses más tarde, poco después de que Wil y los otros chicos se fueran a vivir a la casa de la playa. A partir de aquel momento, a Wil no le fueron muy bien las cosas por lo que me han dicho. Había perdido a la única persona que lo quería por él mismo. Y después comenzamos a verlo siempre en compañía de Sean. No estaba bien. No, señor.

Todo aquello me daba vueltas en la cabeza mientras el tren traqueteaba y se sacudía en el viaje de regreso a Nueva York. Muy rápido, desde luego, pero el viaje podría haber sido más suave. Sin embargo, estaba feliz de emprender la vuelta; tenía mucho trabajo que hacer; tenía que encontrar aquellas cintas de vídeo grabadas en el museo si quería mantener viva la esperanza de cazar a ese tipo. Necesitaría una orden para entrar en su casa y en su estudio. El informe tendría que ser impecable. No serían más que pruebas circunstanciales, pero no tenía nada mejor.

El domingo próximo tendría que llamar de nuevo al detective Moskal. Si estaba ocupado con su familia, quizá podría estirar el plazo hasta el lunes. Si yo no había conseguido lo que necesitaba, confiaba en que él atendería a razones.

En el andén de la estación Sur, Moskal me había dicho:

—Siempre he creído que Sean O'Reilly encontró algo en aquel cobertizo que implicaba a alguien y que se lo llevó de allí. Si hubiese insistido más en seguir las normas, quizá todos estos chicos no hubieran desaparecido.

—Él era tu oficial superior —le respondí amablemente—. ¿Qué más podías hacer?

—Él también tenía un oficial superior, podría haber hecho un informe. Pero tenía que mantener a los chicos y a mi esposa. No podía permitirme perder mi trabajo.

—No te puedes culpar —repliqué—. Cosas como estas nunca están bajo nuestro control, por mucho que quisiéramos que lo estuvieran.

El tren apareció en aquel momento.

—Te llamaré el domingo por la mañana.

—Cuando quieras.

El paisaje era una mancha borrosa al otro lado de la ventanilla. Quería trabajar en mis notas, pero había demasiado movimiento. Eché hacia atrás el respaldo del asiento y traté de concentrarme en todos los nuevos datos que había conseguido.

El tío Sean había corrompido a Wilbur; estaba dispuesta a jugarme la placa. Wilbur había comenzado a abusar de los niños cuando tuvo la edad y la fuerza necesarias. Uno de ellos probablemente había amenazado con hablar, y él lo había matado. Le gustó la sensación que le había producido, todo aquel poder. El asesinato de Michael Gallagher, tan bien planeado y llevado a la práctica con toda precisión, había sido seguramente el primero y el catalizador para todo lo que vino después. Erkinnen estaría encantado con todo esto.

El único amor que Wilbur Durand había tenido en la infancia había sido tildado de «infame» por una poderosa figura autoritaria. El amor infame era el que conocía; el que intentaría recrear. Una, otra y otra vez.

Pero no iba a recuperarlo nunca más.