Diecinueve

«Investigaciones e interrogatorios tendentes a probar, si tal cosa es posible, que el señor Gilles de Rais y sus cómplices, seguidores y fieles transportaron a un cierto número de niños, algunos pequeños, y que los maltrataron y mataron para obtener su sangre, sus corazones, sus hígados y otras partes, con el fin de utilizar dichas partes en sacrificios al diablo o en otros conjuros, tema sobre el que hemos escuchado numerosas quejas».

Lo dijo sin ninguna emoción el fraile dominico Jean de Touscheronde, sin la menor señal de la gravedad que debía acompañar a estas acusaciones. Mi señor no se encontraba presente este dieciocho de septiembre, pero el propósito de esta audiencia no era hacerle responder de su desaparición —eso ya llegaría en su momento—, sino dejar constancia legal de que habían sido secuestradores, de forma tal que cuando comenzara el juicio eclesiástico, Jean de Malestroit tuviese todos los mandatos requeridos, de Dios y el rey, para apretar el nudo de la culpa alrededor del cuello de Gilles de Rais.

Entre aquellos que esperaban para dar su testimonio estaban las mismas personas que habíamos encontrado en Saint-Étienne, que habían hecho todo el camino hasta Nantes para que la memoria del niño Guillaume Brice no se viera arrastrada por el viento de la misma manera que el polvo en que él seguramente se había convertido. Pero en la relación de su historia se añadió un nuevo personaje: una secuestradora.

«Un hombre de nuestro pueblo dice que alrededor del día de San Juan se encontró a una anciana con el rostro terso, de una edad entre los cincuenta y los sesenta años; vestía una camisa de lino corta sobre su vestido. Antes él ya la había visto atravesar el bosque de Saint-Étienne, en dirección a Nantes. El mismo día que la vio por última vez, este hombre vio al niño Guillaume Brice cerca de la carretera donde se encontró con la anciana. Dice que el lugar estaba a tiro de flecha del presbiterio, cerca de donde vive un hombre llamado Simón Lebreton, que es conocido como fiel de mi señor Gilles de Rais. Presentamos esta queja en nombre de este niño, con la esperanza de que se pueda descubrir algo que explique su pérdida».

«Oh, Michel —pensé aquella noche mientras me arrodillaba junto a mi cama—, fuiste tan afortunado al tener a una madre, a un padre, y a un hermano para que te lloraran». Sin duda, el niño desaparecido tenía que haber sido un verdadero encanto para que lo recordaran con tanto cariño. Su imagen aparecía con toda claridad en mi mente como uno de esos chicos cuyo espíritu es alegre, el corazón puro, que siempre encuentran la manera de enfrentarse a los desafíos que Dios pone ante ellos a pesar de sus numerosas desventajas, a los que colocan directamente en el camino de cualquier mal que pueda acechar en las sombras del bosque y a los que hacen confiar en los malvados cuando se presentan. No podía menos que preguntarme si esa anciana había cogido la mano del hermoso niño y, con una bondadosa sonrisa, le había hecho unas promesas irresistibles: bonitas prendas para reemplazar los harapos que vestía, una cama limpia y bien abrigada, comida en abundancia para llenar su estómago siempre vacío, zapatos para que los pies no le sangraran en el invierno. «Todo lo que tienes que hacer es acompañarme para ir a ver a mi amo, quien adora a los niños hermosos como tú y que desea sobremanera conocerte».

Sus padres, que descansaban en la gracia de Dios, nunca supieron que él había desaparecido; quizá eso había sido una bendición. Al menos yo sabía qué podía haberle pasado a mi hijo. Para mí había algo tangible, una tabla, a la que se aferraba mi odio.

Entonces, ¿por qué me sentía de pronto tan insegura?

El lunes 19 de septiembre, Gilles de Rais fue requerido para que se presentara ante Su Eminencia en la gran sala de la Tour Neuve. No se permitió la asistencia de ninguno de aquellos que podían obtener algún beneficio de la inminente caída de mi señor; Jean de Malestroit no deseaba que nadie pudiera decir de él que les había facilitado el camino, ni tampoco permitió que ninguno de ellos entrara en la sala hasta que se admitió la entrada de la concurrencia general.

A punto estuvo de no permitirme a mí que asistiera. Entró en la antecámara mientras yo me ocupaba de sus vestiduras y anunció:

—Guillemette, no creo que sea una buena idea permitir que hoy estés presente en la sala del tribunal.

Mi voz adoptó un tono agudo en un abrir y cerrar de ojos.

—Me disteis vuestra palabra de que estaría presente, en todas sus instancias, cuando acepté abandonar mis propias investigaciones en favor de las vuestras.

—No hice una promesa específica.

—¡Eminencia, esto es vergonzoso! ¿Tenéis la intención de apartarme con argucias de la investigación que inicié sin vuestra ayuda y que realicé tan bien que considerasteis apropiado continuarla después de apartarme de ella?

El obispo frunció el entrecejo al escuchar mi enérgica protesta: Jean de Malestroit no estaba acostumbrado a que nadie le gritara. Tampoco sus guardias que entraron a la carrera. Él los despachó con una mirada, y volvimos a quedarnos solos una vez más; yo con mi furia que crecía por momentos, y él con su exasperante paciencia.

—Lo planteas como si fuese un acto condenable. Mi única intención era protegerte de cualquier daño.

—Me conocéis muy bien, hermano; no soy de constitución delicada. Dios me ha hecho pasar por tantas experiencias que me he hecho fuerte.

—Preferiría evitarte la experiencia que podrías vivir ahora. Quizá sea demasiado terrible.

—A menudo me recordáis que nuestro Señor no rechazó la copa de hiel. Ahora soy yo quien os lo recuerda.

—Está en mi poder negártelo. Tú lo sabes.

Se trataba de la más infame de las traiciones.

—Naturalmente, Eminencia, podéis hacer aquello que consideréis más conveniente mientras sea vuestra doncella. Pero entonces no os sorprendáis si me quito este condenado velo y me aparto de vuestro poder.

—No lo harás. No puedes hacerlo.

Me arranqué el velo de la cabeza y lo arrojé al suelo.

—He vivido antes sin llevarlo y lo volveré a hacer si es necesario. Cueste lo que cueste.

Durante unos segundos, él permaneció en silencio; se limitó a mirarme con una expresión donde se mezclaban la tristeza y el anhelo.

—Puede que a ti no te interese lo que te pueda pasar, Guillemette —manifestó finalmente—, pero te aseguro que a mí sí. Mucho.

—Si es así, entonces debéis mantener la promesa que me hicisteis ante Dios —repliqué—. Si no lo hacéis, me marcharé de aquí.

Así fue como Jean de Malestroit salió aquella mañana para ir a la corte secular, yo iba a su lado. Mientras cruzábamos el palacio, mi humor estaba manchado por el asombro de lo que acababa de pasar entre nosotros y, por lo tanto, me espantó la visión de la furiosa muchedumbre que aguardaba en la plaza delante del palacio. Tan pronto como nos vieron comenzaron a escucharse voces airadas, y la multitud avanzó amenazadoramente. Esas almas coléricas gritaban su frustración, manifestaban su crispada protesta ante el secretismo y la lentitud de los procedimientos. Los entresijos de las retribuciones políticas que los nobles practicaban entre ellos —es decir, a través del oro y las posesiones— escapaban al entendimiento de estas pobres gentes. Solo querían ver aplicada la misma rápida y sencilla justicia que se aplicaba a ellos.

Sin embargo, mientras miraba más allá de los escudos y las espadas que esgrimían los guardias, vi que en la multitud había muchos que, por su vestimenta, debían ser personas que disfrutaban de una mejor posición económica, y sospeché que habían venido atraídas por la promesa de una sórdida intriga; no era algo muy frecuente que un gran señor y héroe cayera en desgracia después de alcanzar las más altas cimas de la fortuna.

Volvimos a entrar apresuradamente en el palacio y tuvimos que tomar el camino que nos ofrecía un laberinto de túneles mal iluminados que apestaban a moho y que bordeaban todo el perímetro del palacio. Pasamos por el lugar por donde los ingleses habían conseguido pasar, ahora reparado, pero todavía visible después de tanto tiempo, y salimos mucho más tarde en la planta baja, donde estaban las escaleras que conducían a la sala de audiencias.

¡Luz, calor, aire puro! Respiré profundamente el aire fresco y me sacudí los hábitos para desprender cualquier insecto que hubiese podido engancharse durante el recorrido por las galerías subterráneas. Subimos las escaleras sin demoras hasta el balcón del primer piso y miramos a la multitud concentrada cinco o seis metros más abajo. Aunque Su Eminencia se mantuvo un tanto apartado, nuestra presencia no pasó inadvertida. Un estruendoso coro de amenazas y maldiciones resonó por toda la plaza.

¡A la horca! ¡Que sufra como sufrieron nuestros hijos! ¡Que su alma se pudra en el infierno para toda la eternidad!

El hermano Damien se abrió paso entre toda esta locura y se unió a nosotros en el balcón.

—La multitud —exclamó con voz ahogada—. ¡Se han vuelto locos!

—Más a medida que pasan los minutos —afirmó Su Eminencia. Había en su rostro una muy poco habitual expresión de miedo mientras observaba a la muchedumbre que crecía por momentos—. Quizá la guardia se vea superada —señaló—. Cuán diversa es su composición: ricos, pobres, plebeyos y nobles.

El hermano Damien fue menos generoso en su valoración de la concurrencia.

—Charlatanes, ladrones, buhoneros con su inservible quincalla.

Tenía mucho mejor ojo que yo para esas cosas, pero si mirabas más atentamente resultaba obvio que tenía razón. Se distinguía fácilmente desde nuestra posición quiénes eran los truhanes y ventajistas que se aprovecharían de aquellos que disponían de lo suficiente para haber venido hasta Nantes, pero que se marcharían todavía con menos. Aparte de los carteristas y rateros estaban las bailarinas, los malabaristas, los trovadores y los cómicos, con sus alegres palabras y sus fantásticas vestimentas, moviéndose entre la multitud dispuestos a arrebatarles los pocos sous que pudieran tener en las bolsas. Existía el peligro de que los procedimientos legales se convirtieran en algo así como una diversión, que la solemnidad y la gravedad del juicio se vieran mermadas por todo aquel circo que se había organizado.

No obstante, el deseo común de todas aquellas personas era inconfundible: querían a Gilles de Rais. Lo habían alojado temporalmente en la sección de la abadía reservada a los hermanos y tendría que pasar entre esa muchedumbre para llegar al palacio, donde se realizaría el juicio.

Lo estaban esperando.

No habían pasado ni cinco minutos, cuando un palanquín de los que utilizan las damas hizo su aparición en la plaza, a hombros de media docena de fornidos porteadores en lugar de los cuatro habituales.

Había algo que evidentemente no encajaba. Todos miramos el avance del palanquín; el hermano Damien fue quien manifestó en voz alta el pensamiento de todos.

—Sin duda se trata de una dama muy corpulenta.

La multitud no se dejó engañar por el ardid. Fueron muchos los que se acercaron y comenzaron a tirar de las cortinas, dispuestos a arrancarlas. Los porteadores aceleraron el paso y sujetaron las varas con mucha mayor firmeza, mientras los escoltas luchaban a brazo partido para mantener apartada a la muchedumbre.

—Tendría que haber entrado por los túneles como hicimos nosotros —comenté en voz baja.

—Entrará de esta manera —replicó Jean de Malestroit con un tono decidido.

Me aparté un poco y lo observé mientras él contemplaba la escena que se desarrollaba en la plaza. No era exactamente alegría lo que vi reflejado en su rostro, sino algo más cercano a la satisfacción. Le estaba dando a esas personas lo que deseaban, que era la presencia de mi señor Gilles entre ellas. De ahí su preocupación por el número de guardias, la posibilidad de que hubiese contado con menos de los necesarios. Volví a mirar abajo y comprobé que los guardias se apañaban, pero por muy poco.

Cuando me giré para hablar con el obispo, se había escabullido, al parecer en un santiamén.

La multitud reaccionó con viveza cuando comenzó a sonar la campana de la tercia. La furia que emanaba de esa muchedumbre de descontentos era feroz y estaba cargada de odio. Los insultos, las maldiciones y las amenazas se expresaban en voz alta como si no tuviera ninguna consecuencia que un campesino maldijera a su soberano. Antes de que comenzara la caída en desgracia de mi señor, la multitud le hubiese abierto paso con todo el respeto debido a su posición, tal como había ocurrido en la celebración de la Paz cuando había venido a la iglesia para confesarse. Hoy no quedaba ni rastro de aquel respeto, solo las burlas y los insultos.

Los soldados de Dios vestidos con los uniformes del sagrado color púrpura se vieron forzados a volver sus lanzas y espadas hacia los más atrevidos que no cejaban en sus intentos por acercarse al palanquín.

—Lo descuartizarían ahora mismo si pudieran —le susurré al hermano Damien.

—Hay quienes dirían que eso sería algo más que deseable —me respondió.

No era yo uno de ellos; dentro de mí estaba el pecaminoso deseo de escucharle hablar sobre lo que había hecho.

Más guardias acudieron a la plaza desde el patio interior del castillo. Con los nuevos refuerzos resultó más fácil conseguir que la multitud se apartara, y el palanquín se puso en movimiento una vez más y alcanzó finalmente la seguridad del patio.

Nos apresuramos a dejar el balcón y nos dirigimos hacia la capilla. Estaba al otro lado de una rotonda con unas escaleras que la rodeaban. Mientras las subíamos escuchamos unas pisadas que nos seguían a la carrera. Miré por encima de la balaustrada y vi a mi señor rodeado de la guardia; todo el grupo corría escaleras arriba, como si huyeran, aunque no había nadie que lo persiguiera.

El apuesto y carismático señor Gilles de Rais, magníficamente vestido de azul brillante, parecía completamente fuera de lugar entre sus guardias con uniformes púrpura. Al escuchar mi exclamación de asombro, levantó la mirada, y nuestros ojos se encontraron. Durante el tiempo que tardó en subir las escaleras, permanecimos unidos por una mutua mirada de asombro. Recuperé a tiempo el control de mi mente e intenté imaginármelo entrando en otras circunstancias, quizá para recibir una distinción, y me imaginé a mí misma vestida con prendas mucho más alegres, quizá incluso con algunas joyas. A mi lado, gallardo y orgulloso estaría Étienne, mi adorado marido, satisfecho a más no poder ante los logros de su comandante como si fueran propios. Se escucharía el toque de una trompeta, y todos los que estuvieron con nosotros, todos y cada uno de los fieles servidores, aplaudiríamos y gritaríamos alabanzas. En la mirada de mi señor yo vería el respeto y el honor que yo deseaba que sintiese por mí como la mujer cuya influencia sobre él le había hecho merecedor de las muchísimas distinciones que hubiese podido recibir, de haber ido las cosas de otra manera.

En cambio, vi en su rostro una momentánea expresión de culpa, un destello de vergüenza, antes de que fuera reemplazada por otra despiadada. Entonces, como por obra de algún hechizo, las facciones de quien fuera mi muy querido fils de lait comenzaron a esfumarse hasta que apareció ante mis ojos como un ser sin rostro.

Escuché su voz como si llegara de muy lejos que me decía:

—Mère Guillemette…

El sonido era áspero y sin el menor atisbo de la ternura que tendría que haber tenido.

De haber ido las cosas de otra manera…

Con toda la fuerza de que fui capaz, recuperé el control de mis emociones.

—Mi señor —dije con toda la decisión posible, aunque mi tono reflejó que se trataba de una súplica—, debo hablar con vos. Hay algo que necesito preguntaros.

Tendía una mano, pero él ya había pasado, y estaba fuera de mi alcance. Pero yo sabía con la misma certeza como que estaba allí que nunca me vería totalmente libre del suyo.

Aquel día, quizá el más importante en el doble servicio de Jean de Malestroit, el hombre parecía más que nunca un patricio ataviado con sus hábitos rojo oscuro. El fraile Blouyn, que se encontraba a su lado, vestía de la misma guisa, aunque el efecto no era ni de cerca tan imponente como el que ofrecía mi obispo, que era el sagrado y secular rey de esa corte durante el tiempo que se tardara en conseguir los fines del duque. Los nombres de los dos fueron citados en la apertura de la sesión por el fiscal del duque Guillaume Chapeillon, quien a partir de aquel momento llevó la voz cantante.

Jean de Malestroit mantenía una expresión severa e impasible, aunque yo le conocía demasiado bien como para creerme aquella muestra de indiferencia. La fascinación que sentía era evidente para mí, tanto en sus expresiones como en la excitada postura de su cuerpo, ligeramente inclinado hacia delante para escuchar mejor. Dispuesto a no ser menos, mi señor Gilles mostraba la misma indiferencia o quizá todavía más; se le veía despreocupado, aparentemente aburrido, indiferente ante la tempestad que estaba a punto de engullirlo.

—No consigo entender por qué se complace en mostrar una indiferencia rayana en la locura —me susurró el hermano Damien.

—Tampoco yo —le respondí.

Quizá algún abogado o consejero legal le había dicho que mantener la actitud propia de un noble le beneficiaría ante el tribunal. No era el hombre penitente que habíamos visto en la celebración de la Paz, cuyas preocupaciones marcaban profundas arrugas en su rostro ni tampoco era el hombre que con un golpe de espada había cortado en dos a un pobre gato en Saint-Étienne, sino alguien que estaba a medio camino entre los dos. Lo observé sin pestañear, mi mirada fija en él como si mi vida dependiera de mantener el contacto visual. En ningún momento volvió a mirarme directamente, sino que permaneció de pie en silencio mientras Chapeillon le acusaba de haber atacado Saint-Étienne, de haber hecho prisionero a un sacerdote y de practicar la sodomía con muchos niños inocentes a los que después había asesinado.

Los escribas se apresuraban a escribirlo todo sin omitir ni una coma.

El lunes siguiente a la festividad de la Exaltación de la Santa Cruz, en el juicio ante el muy reverendo padre, el señor obispo de Nantes, sentado en el estrado para administrar justicia en el gran salón de la Tour Neuve en Nantes, apareció en persona el honorable Guillaume Chapeillon, fiscal del caso en el citado tribunal, que reprodujo de hecho la convocatoria, con la ejecución hecha pública, por una parte, y el mencionado mi señor Gilles, caballero y barón, el acusado, por la otra.

—¿Os someteréis a la admisión de herejía doctrinal? —preguntó Chapeillon.

Intercambié una mirada de ilusionada expectación con el hermano Damien, porque si mi señor confesaba, nos evitaría a todos la agonía de un largo y controvertido caso. Pero Gilles de Rais no estaba dispuesto a admitir nada.

—No, Su Gracia —respondió, con sorprendente convicción—. No admitiré dicho cargo. Ni tampoco ninguno de los otros que han sido hechos. Es mi deseo aparecer personalmente ante vos, señor, y delante de cualquier otro juez o inquisidor de herejía, y así poder librarme de estas acusaciones que han sido presentadas contra mí con tanta falsedad.

Las plumas se movieron a una velocidad vertiginosa por las páginas de los escribas mientras esas palabras incomprensibles resonaban en la capilla.

«A esto, mi señor Gilles, caballero y barón, después de las numerosas acusaciones por parte del mencionado fiscal contra el citado mi señor Gilles, para asegurar si él admitía la herejía doctrinal, tal como afirmaba el mencionado fiscal, manifestó el deseo de presentarse personalmente ante el citado reverendo padre, el señor obispo de Nantes, ante todos los demás jueces eclesiásticos, además de ante cualquier otro inquisidor de herejías, para exonerarse a sí mismo de los cargos expresados».

Se trataba nada menos que de una declaración de guerra a los jueces bretones y franceses tan clara como lo había sido su espada en alto para un inglés en Orleans. Pocas batallas en la historia han tenido un resultado tan claro como aquella que Gilles de Rais parecía tan dispuesto a librar. Pero él nunca había sido un cobarde, así que no tendría que habernos pillado por sorpresa, como ocurrió. El descarado desafío resonó en la sala, y durante unos segundos después de que se apagara su eco, el único sonido que se escuchó fue el del suave golpe de los pergaminos donde estaban escritos los cargos cuando cayeron de las manos del atónito Chapeillon. A él, también, el anuncio lo había cogido con la guardia baja.

Cuando Su Eminencia habló, su voz, que era un poco más que un susurro, sonó muy firme.

—Como deseéis, señor Gilles. Es vuestro derecho y será debidamente atendido. —Entre los dos se cruzaron miradas cargadas de desprecio. No había el más mínimo rastro de la cortesía y el respeto que un escriba pudiera reflejar en su transcripción. Por supuesto, ninguno de ellos se hubiera atrevido a reproducir en palabras la terrible cólera de Jean de Malestroit.

—Giles de Rais, caballero y barón —añadió el obispo—, se os ordena que os presentéis ante este tribunal el día veintiocho de este mes de septiembre del año de 1440, ante mí y el reverendo fraile Jean Blouyn, momento en el que responderéis por los crímenes y ofensas tal como han sido enumerados en la precedente declaración de Guillaume Chapeillon, a quien designamos para que continúe con su muy capacitada actuación en este asunto. En nombre de Dios y la ley, responderéis por dichas maldades. —Después de una breve pausa, declaró—: Que Dios se apiade de vuestra alma si eso place a sus propósitos.

Me senté en un banco de piedra situado junto a la entrada de una habitación que se destinaba generalmente a aquellos que venían de visita a la abadía. Si bien aquel edificio tenía muchos lugares tan encantadores como discretos, donde hubiese disfrutado de una mayor intimidad, ese era mi lugar favorito. En él podía observar las idas y venidas de los visitantes, los peticionarios, los vendedores, los acreedores y de cualquiera que tuviese algún asunto que resolver allí, incluidos los dignatarios. No obstante, en aquel momento estaba tan inmersa en mi pequeño mundo interior que hasta el Santo Padre hubiese podido pasar sin que advirtiera su presencia. Cuando quedó claro que se les permitiría asistir al proceso, todos aquellos que se habían congregado en la plaza desde primera hora de la mañana se habían marchado, y lo único que quedaba de su paso eran los montones de basura que tendrían que recoger los servidores. Me pregunté muy irritada por qué era necesario dejar todo aquel desorden, cuando el desorden que estaba teniendo lugar entre los muros del palacio ya era más de lo que se podía tolerar.

El tiempo era inexplicablemente magnífico, y de haber estado de mejor talante, me hubiese echado a llorar de la alegría de disfrutar un día más del verano antes de que volviera el invierno. Tenía un cesto con manzanas marcadas a mi lado y un bol sobre el regazo. Con un pequeño cuchillo de marfil, mondé las manzanas una a una, y quité las partes dañadas para poderlas utilizar en la confección de pasteles, cuya delicada textura podía verse perjudicada por la inesperada aparición de algún trocito de piel o la más mínima imperfección de la carne.

Con mucho cuidado mondé una manzana, y la piel cayó al suelo. Hundí el cuchillo un poco más; cayeron más mondaduras. Tiré las partes dañadas al suelo porque ya no tenían ninguna utilidad. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo; todas las cosas que nacen de la tierra volverán a ella en su debido momento.

Como le había ocurrido a mi hijo, que creció y volvió a ella demasiado pronto o eso al menos era lo que creía.

Sin detenerme ni un instante sometí a las inocentes frutas al tumulto desatado dentro de mí. Confutatis, maledictus, pergatorium. Si esas cualidades se veían reflejadas en nuestra repostería, sería un amargo e incomestible desastre. Verdades que me habían parecido intocables parecían desmoronarse una tras otra. Siempre había deseado creer que había sido la voluntad de Dios que me hubieran arrebatado a mi hijo, pero Gilles de Rais había estado con él en el día que ocurrió; por cierto que había sido él quien lo había visto por última vez, de la misma manera que sus sirvientes habían sido los últimos que habían sido vistos con tantos de los niños desaparecidos.

Aquel día aciago yo me encontraba en la torre de Champtocé, muy entretenida en airear unas sábanas, cuando se escuchó un gran clamor. Corrí a la ventana y vi al castellano, preso de la más viva urgencia, que gritaba a sus hombres que levantaran la reja. Cuando ocurre una de esas cosas, en lo primero que piensas es en una tropa que se acerca, y mi hijo estaba en el bosque de Champtocé con mi señor y quizá en su camino. Pero cuando vi que el joven Gilles cruzaba solo la entrada, mi preocupación se convirtió en terror. Dejé caer mis sábanas impecablemente plegadas, bajé las escaleras como una exhalación y salí al patio como alma que lleva el diablo.

Mi señor, todo brazos y piernas, a punto de convertirse en un hombre, estaba inclinado con las manos sobre las rodillas y la cabeza gacha. Jadeaba sonoramente después de la violencia de la carrera. Aquellos que lo rodeaban parecían perplejos y confusos, y le animaban a que dijera en qué lo podían ayudar. Estaba segura de que hablaría conmigo; yo era para él lo más parecido a una madre y, por todos los santos que le haría hablar.

—Mi señor —le pregunté—, ¿dónde está Michel?

Jadeó unos segundos más y después apareció en su rostro una expresión de terror incontrolable.

—Madame —gritó—, el jabalí… nos lo encontramos… eché a correr con todas mis fuerzas, y creí que Michel me seguía, pero cuando me volví, no estaba…

Solté un grito de angustia y me tambaleé; el castellano Marcel me sostuvo.

—¿Dónde lo visteis por última vez? —le preguntó Marcel.

—No lo sé —respondió entre jadeos.

El castellano lo sacudió por los hombros, sin demasiados miramientos.

—Pensad, ¿dónde lo visteis por última vez?

Intimidado por el tono de Marcel, el joven Gilles balbuceó:

—Al oeste del bosquecillo de robles, a unos cincuenta pasos, en la cañada que lleva hasta el río.

—¿El muchacho está herido?

—No… no lo sé.

El castellano ordenó que le ensillaran un caballo. Lo cogí por el brazo, dominada por la desesperación.

—La comadrona. Si a Michel lo ha atacado la bestia, necesitaremos de sus servicios.

Él miró a uno de sus hombres mientras apartaba mi mano.

—Busca a madame Catherine —le ordenó—. Tráela aquí.

Me volví y di un primer paso para dirigirme a las caballerizas. Ahora fue él quien me sujetó.

—No —dijo—. No debéis ir.

—¡Es mi hijo! —le supliqué.

—No —repitió él, esta vez con mayor firmeza. Para ese entonces toda la compañía nos rodeaba, así que había todos los hombres que necesitaba para hacer su voluntad—. Que madame La Drappière no se mueva de aquí —ordenó, y uno de ellos se adelantó de inmediato para cumplir con la orden.

Intenté inútilmente liberarme de su mano de hierro. Había tanta piedad reflejada en su rostro que pensé que si suplicaba un poco más, me dejaría ir. Él, prudentemente, desvió la mirada y le dijo a otro de sus hombres:

—Busca a Étienne y acompáñale al bosquecillo. —Luego montó en el caballo que le habían traído y en un momento se alejó a galope tendido.

Comencé a toser como consecuencia de la nube de polvo que levantaron los cascos de los caballos. Todos aquellos recuerdos me hicieron toser de nuevo. Me sobresalté cuando una mano se apoyó en mi hombro.

—Guillemette —dijo Jean de Malestroit—, estás torturando a esas pobres manzanas.

La fruta que había destrozado sin darme cuenta cayó de mis manos. Ambos miramos cómo rodaba por el suelo.

Me limpié las manos en el hábito, un gesto de desaliño que no era habitual en mí porque soy una fanática de la pulcritud.

—Sois muy observador, Eminencia.

Él parecía deseoso de sentarse; no necesitaba de mi permiso, y en honor a la verdad, tendría que haber sido yo quien se levantara en su presencia. Pero estábamos mucho más allá de estas pequeñas tonterías. Moví la cabeza ligeramente hacia la parte desocupada del banco, y él se sentó a mi lado y se arregló la toga de juez.

—Escucharé tu confesión, si lo deseas, y así te aliviarás de la carga que te produce una angustia más que evidente —manifestó.

Aparté un mechón que me caía sobre la frente y lo miré. Mi expresión no debió de ser muy tranquilizadora porque se apresuró a añadir:

—No tengas miedo, no te pondré una penitencia demasiado severa.

—Entonces como deseéis. Pater, ignosca me, ob malo dissipavi.

Jean de Malestroit se rió por lo bajo.

—Puede que Dios no esté en exceso preocupado por el desperdicio de una manzana precisamente en estos momentos —me aseguró—. Pero Él sabrá, como yo, qué es lo que te pesa.

Un suspiro de cansancio escapó de mi boca. Le miré directamente a los ojos y vi en ellos la voluntad de devolverme al estado de gracia. No obstante, no había llegado todavía el momento de confiarle los pensamientos que rondaban por mi mente. Así que le manifesté algo que serviría para tranquilizarlo.

—Aquello que nos acosa a todos en estos días es lo que me preocupa.

—Ah. —Apoyó la espalda en la pared y consideró mi respuesta durante unos momentos—. Supongo que es algo del todo natural, porque todos nosotros estamos preocupados por las cosas que hemos comenzado a escuchar. ¡Todo es tan lamentable! Sin embargo hay otros que están haciendo las lamentaciones adecuadas, hermana; las tuyas no son necesarias todavía.

—En cualquier caso, hermano, estoy preocupada y no puedo hacer menos que expresarlas. Mirad en qué se ha convertido. Hubo un tiempo en el que creí que lo conocía. Bien, por lo que parece no lo conocía en absoluto.

—El Maligno adopta múltiples y muy variadas formas, hermana. Se colará en el mundo allí donde encuentre la más mínima grieta. Cambia de forma para adaptarse a la abertura y entrará sin ser advertido a menos que nos mantengamos eternamente vigilantes contra su presencia.

—¿Es posible que seamos tan ignorantes como para que semejante cosa camine sobre la faz de la tierra sin llamar nuestra atención?

—Eso al menos es lo que parece.

—Fueron tantos los que lo denunciaron; ¿por qué no los escuchamos?

—La mayoría no eran más que niños pobres, muchos de ellos olvidados.

—No todos eran pobres, y algunos tenían padres que se quejaron ante su pérdida.

—Por lo que parece, no se quejaron todo lo necesario.

No le recordé que sus propios oídos figuraban entre aquellos que en un primer momento se habían negado a escuchar los lamentos, y que solo había accedido a regañadientes a que yo investigara las desapariciones.

—Dios mío —exclamé después de una breve pausa—, ¿cómo ha podido suceder?

—Lo más probable es que estas maldades se cometieran sutilmente a lo largo del tiempo y no fueran descubiertas hasta ahora. —Cambió de postura para no quedarse entumecido—. He dedicado muchas horas de reflexión a la naturaleza del mal porque Dios me ha encomendado que lo elimine. Debo confesar que la misión siempre me ha parecido imposible de realizar. Al final de cada día son más los fracasos que las victorias. —Volvió a moverse porque no acababa de estar cómodo—. Es obvio que este banco te resulta mucho más cómodo que a mí.

El comentario me hizo olvidar por un momento mis tribulaciones.

—Dios me ha dado la amplitud de caderas necesaria para tolerarlo.

—Eso he visto. Dios es muy generoso con sus regalos. —Su expresión recuperó la gravedad anterior—. Pero no debemos pasar por alto el hecho de que el mal puede ser uno de los más grandes regalos de Dios.

—¿Cómo puede ser eso posible? —pregunté, sorprendida.

—Piensa en sus múltiples formas: las guerras, las pestes, los temblores de tierra y la caída del cielo, la oscuridad. Dios puso el mal en este mundo con un propósito y una intención. Nos ayuda a reconocer, a través de la comparación, aquello que debemos interpretar como bueno. Aborrecemos la oscuridad y celebramos la luz debido a que tenemos el conocimiento de que una representa al mal, y la otra al bien. Sin embargo la oscuridad y la luz siempre han existido; desde que Dios las hizo, no se han convertido en nada diferente a lo que siempre han sido. Quizá fueron reveladas en etapas, pero siempre han estado en este mundo. Sospecho, hermana, que Gilles de Rais siempre ha sido algo malvado y que ahora comenzamos a descubrir su auténtica naturaleza.

Él acababa de dar voz a unos pensamientos que yo sencillamente no podía manifestar, como si supiera que los albergaba y que acabarían por envenenarme si continuaba sin expresarlos.

—Creo que todavía nos enteraremos de muchas más cosas —afirmó.

Comprendí entonces que él sabía más de lo que me estaba diciendo. No podía acusarlo por ello. Hay ocasiones en las que las malas noticias se deben comunicar poco a poco, para no dejar imposibilitado al oyente. Cogí otra manzana y comencé a mondarla.

—El tiempo nos lo dirá, Eminencia, como siempre lo hace.

Continué con mi trabajo; la piel de la manzana cayó al suelo. Él me observó en silencio durante unos momentos.

—Mucho me temo que nos enteraremos de muchas más cosas de las que deseamos cuando todo se diga.

—Creo que estáis en lo cierto —respondí. No obstante, cuánto deseé que se equivocara.

Pasaron tres días antes de que reuniera el coraje para plantearle a Su Eminencia la pregunta que me estaba carcomiendo. Ya no podía contenerla.

—Habéis interrogado a aquellos que fueron sus cómplices en todas estas maldades, Poitou y Henriet.

En aquel momento él hacía de canciller y estaba muy atareado con los asuntos desatendidos de Estado.

—Lo he hecho —respondió escuetamente. Pareció molesto por la interrupción, aunque me miró, cosa que no siempre hacía.

—¿A fondo?

—Lo suficiente como para saber que fueron sus cómplices en los delitos y que sufrirán las mismas consecuencias que puedan corresponderle a su amo.

—Por lo tanto, saben cómo murieron todos aquellos inocentes.

Jean de Malestroit dio algunas muestras de la incomodidad que le ocasionaban mis preguntas.

—No todos eran inocentes, Guillemette. Hubo algunos que aparentemente buscaron la compañía de nuestro señor De Rais con el propósito de aprovecharse de su posición. No se puede saber a ciencia cierta si dichos jóvenes estaban totalmente libres de culpa.

No quería perder el tiempo en discutir el detalle, porque mi decisión comenzaba a flaquear.

—Pero aquellos que eran más pequeños, ¿sabéis cómo murieron?

—Lo sé. —Dejó a un lado el documento que estaba leyendo y se reclinó en su silla, perplejo—. ¿Hay algo específico que quieras saber, hermana?

—Sí —respondí—. Lo hay.

—Entonces dilo de una vez, si eres tan amable; tengo mucho trabajo pendiente y quisiera acabarlo.

—Los más pequeños —pregunté—, los que tenían diez, once años. ¿Cómo los mataron?

—Cruelmente —contestó—. ¿Cómo si no?

—No, me refiero a los métodos que utilizó para acabar con sus vidas.

—Guillemette…

—Decídmelo.

Hizo una pausa como si quisiera escoger bien las palabras.

—A algunos los mató haciendo que se desangraran. A otros los degollaron y luego los decapitaron.

El horror me impidió hablar por unos segundos.

«En el nombre de Dios…»

Casi sentí alivio porque no era aquello lo que temía escuchar. Sin embargo, la verdadera paz no llegaría hasta conocer la respuesta a la última pregunta.

—¿A algunos de ellos les abrieron el vientre?

Esta vez me miró directamente a los ojos.

—Sí, a la mayoría. Ahora dime, ¿por qué quieres saber estos detalles tan espantosos?

No hice el menor caso de la pregunta.

—Eminencia, quiero emprender otro viaje. Este será más largo que el anterior. Quiero solicitar vuestro permiso para que el hermano Damien me acompañe.

—Eso es imposible —replicó. Apartó los documentos que tenía delante—. No te puedes marchar precisamente ahora.

—Decidle a la hermana Hélène que ocupe mi lugar.

—En cuanto al hermano Damien, tampoco puede…

—La cosecha está muy adelantada. Nuestra presencia aquí no es en absoluto necesaria en estos momentos.

—¿Adónde queréis ir esta vez? Ya hemos…

Levanté una mano, y él toleró que le hiciera callar.

—Hay cosas que quisiera saber —respondí.