A Earl Jackson, la víctima de doce años, lo encontraron en una esquina de un aparcamiento perteneciente a un grupo de almacenes abandonados no muy lejos del aeropuerto. La escena estaba dentro de los límites de la ciudad de Los Ángeles, pero por muy poco.
Erkinnen seguía conmigo cuando aparqué junto a la cinta amarilla. Había cuatro coches patrulla que rodeaban la zona acordonada, todos con las luces de advertencia funcionando. Era un exceso: el tráfico más cercano pasaba unos noventa metros más allá. Pero las normas son las normas.
No me encontré con nada de lo que me esperaba como obra de un ilusionista: nada de decorados, maniquíes o instrumentos de tortura.
—No lo entiendo —comenté mientras nos acercábamos—. Esto no parece encajar en el esquema.
—¿No habías comentado algo referente a secuestros de práctica?
—Lo único que el tipo podía practicar era el momento de secuestrar a la víctima.
—Quizá lo más probable es que tenga perfeccionado todo lo demás. El secuestro es su punto más vulnerable. Todo lo demás lo tiene perfectamente controlado.
No parecía tener mucho sentido discutirlo.
—¿Alguna vez antes han visto a un chico muerto?
—No.
—Puede ser bastante horrible.
—No lo pongo en duda ni por un segundo.
Lo curioso fue que la que acabó vomitando fui yo.
Siempre llevo una botella de agua en el coche para así poder quitarme el regusto de la bilis de la boca antes de ocuparme de la escena del crimen. Nadie me culparía por aquella momentánea muestra de emoción. Cuando por fin me concentré en el tema vi que Earl, como los demás chicos desaparecidos, era menudo y parecía más joven de lo que era. Lo habían dejado apoyado contra un contenedor con las piernas extendidas. Tenía los brazos a la espalda y probablemente maniatados, pero no lo podríamos saber hasta que le diéramos la vuelta. Todavía faltaba mucho para ese momento. Estaba desnudo de cintura para abajo. Las pantorrillas y los muslos flacuchos no mostraban la menor huella de la musculatura que viene después de la pubertad. Los genitales estaban metidos parcialmente entre los muslos y apenas si se veían, pero a primera vista parecían intactos. Los tres últimos botones de la camisa de manga corta estaban desabrochados, como si el asesino hubiese tenido la intención de quitársela.
Sin embargo no había ninguna señal de violencia para desvestirlo, como botones arrancados o costuras rotas.
—Le estaba quitando la camisa con mucho cuidado —le comenté a Erkinnen.
—Ritualista. Muy organizado.
Una mancha de sangre seca corría desde algún lugar de debajo de la camisa hasta la entrepierna. Me puse los guantes y con la mano derecha le levanté el faldón de la camisa. Había una herida abierta de arma blanca muy precisa en el vientre por la que asomaba una pequeña parte de los intestinos, muy parecido a una hernia.
Me concentré en el cuerpo, hasta que escuché la voz del psicólogo.
—Mira su rostro.
Por supuesto, allí era donde él miraría primero, el lugar donde se reflejan las emociones. Dejé caer el faldón de la camisa y miré el inmaculado rostro de Earl Jackson. Allí vi aquello que probablemente había sido su última emoción: terror. El más terrible y crudo terror.
No conseguía imaginarme en la piel de un chico de doce años sentado contra un contenedor, viendo cómo un cuchillo me abría el vientre. El horror ante la tortura era lo más lógico.
—Dios, te puedes imaginar…
—No —replicó Errol—. No puedo.
Aparté la mirada de su rostro para fijarme en el cuello; así conseguí librarme de la pena y recuperar la cólera inicial, un estado mucho más productivo en estos casos. La piel debajo de la barbilla se veía inflamada y con marcas amoratadas.
—Al parecer, lo estranguló. La herida del cuchillo no es tan grave.
—Tiene la boca abierta —escuché que me decía Erkinnen—. Muy abierta y redonda. Estaba gritando. Tuvo que ser lo bastante grave como para darle esa expresión.
—Sí, probablemente fue algo muy doloroso. Pero no lo mató.
—Estaba gritando. Lo veo en su rostro.
No tenía ninguna importancia. Solo dos personas sabían qué había sido lo último que había gritado Earl: él mismo y la persona que lo había asesinado.
Me levanté para ir a hablar con los agentes. Mientras me quitaba los guantes, pregunté:
—¿Quién lo encontró?
—Yo. —El poli que me respondió parecía muy joven. Por la expresión desencajada, me dije que aquel debía ser el primer cadáver de verdad.
—¿Cómo fue que lo encontraste?
—Estaba haciendo un recorrido de rutina —contestó—. Si no estoy atendiendo otra llamada, se supone que debo pasar por este lugar dos veces al día. Esta mañana no pasé por aquí porque tuve que atender una cuestión doméstica —añadió con la cabeza gacha—. Dios, espero que no pasara precisamente…
—No lo parece. La sangre está muy seca. Es probable que lleve muerto toda la noche. —Solo era un cálculo aproximado; el forense sería mucho más preciso—. ¿Cuándo fue tu última pasada por aquí antes de esta?
—Anoche. Cambié el turno con uno de los muchachos que quería la noche libre. Pasé por aquí sobre las diez y media.
—¿Viste algo fuera de lo normal?
—No. Todo parecía muy tranquilo. Pero la verdad es que fue una ojeada rápida porque había mucho trabajo. Por lo general soy un poco más concienzudo. —Exhaló un sonoro suspiro; tendría que cargar con el «si hubiese» durante mucho tiempo.
Miré su nombre en la placa y lo anoté en mi libreta.
—Te llamaré para que hagas una declaración —le dije. Él asintió con una expresión grave.
El forense determinó más tarde que la hora de la muerte había sido en las primeras horas de la noche.
—Diez y media o las once como mucho —me comentó—. La herida no es consecuencia de una puñalada. El corte era muy limpio, muy clínico.
—¿Qué hay de los intestinos? Eso no me parece muy limpio.
—Creo que el asesino se disponía a sacárselos. Hay señales de que ensanchó la herida. Es probable que se hiciera muy lentamente y con mucha precisión.
—¿Diría quirúrgicamente?
—Sí, se podría decir que la herida es de naturaleza quirúrgica. En cualquier caso no querría que ese cirujano me interviniera.
La aparición del coche patrulla probablemente había interrumpido el destripamiento. Me pregunté si le serviría de consuelo al joven agente saber que su llegada probablemente había acelerado la inevitable muerte de Earl, y por lo tanto, le había evitado un sufrimiento terrible.
No me había parecido un tipo que se consolara fácilmente.
Apareció Fred. Si me decía que llamara para entrevistar a todos los destripadores conocidos en la zona de Los Ángeles, le daría un puñetazo en los morros. Pero no lo hizo. Echó una mirada a lo que quedaba de Earl Jackson y apenas sacudió la cabeza.
—Mantenme al corriente —me dijo. Luego subió al coche sin añadir nada más y escapó.
Creí que una vez que tuviera un cadáver conseguiría que Fred viera las cosas a mi manera. En cambio no creyó que existiera una vinculación, precisamente porque había un cadáver. Hizo que el caso Jackson fuera algo separado en su mente.
Debo admitir que tenía mis propias dudas, a pesar de la aparente certeza de Erkinnen de que se trataba de un error o de una escalada. Al final tenía muy poco más que me ayudara a seguir de lo que tenía antes de encontrar el cadáver. Cualquiera hubiese pensado que si el asesino se vio interrumpido en su trabajo, tendría que haber más pruebas en la escena, que hubiese tenido que salir corriendo tan rápido que habría dejado huellas en las prisas por escapar. Pero no había rastros de neumáticos marcados en el cemento que alguno de nosotros pudiera encontrar, nada de pelos ni fibras. El pavimento agrietado no era el mejor lugar para obtener la tan anhelada huella de una pisada. No se presentó ni un solo testigo para decir que había visto algo relacionado con el caso. La única sangre en la escena era la de Earl Jackson.
Era mi caso, y, sin embargo, comencé a verlo como una distracción de mi caso real, aunque lo único que tenía era el nombre que me había dado el director del museo. Me dediqué a investigar a Wilbur Durand como si fuese mi última esperanza.
«Un talento de la magnitud de Hitchcock en el género de terror». Esta fantástica hipérbole ocupaba toda la primera página web dedicada exclusivamente a las películas de terror. Seguía una larga lista de clásicos del género en las que había tenido participación, desconocidos para mí. Al final de la lista aparecía su obra más reciente: Wilbur Durand era el guionista, productor y director de Allí se comen a los niños.
No la estaban promocionando unida a su nombre. De acuerdo con el editor de esta página (que estaba, tuve que recordármelo a mí misma, promocionando su propio punto de vista y no necesariamente el de su sujeto), Allí se comen a los niños era algo muy importante para Durand en el ámbito personal, porque tenía el control absoluto de la creación y la financiación del proyecto. ¿Había hecho Durand algún comentario al respecto en una entrevista? Si era así, no pude encontrarlo, al menos no en la red. Había muchísima información sobre sus trabajos, que eran muchos. No fue nada difícil encontrar la información básica sobre los proyectos en los que había participado.
En cambio, había un vacío absoluto en todo lo referente a su vida personal. Los periodistas de People, Us y Entertainment al parecer no habían conseguido convencerlo para que les concediera una entrevista o siquiera para que hablara de sus películas. Era una figura nebulosa de la mayor magnitud. Las fotos del hombre eran tan escasas como los pelos en las ranas; en las poquísimas que pude encontrar, llevaba gafas de sol y parecía una malvada y retorcida reencarnación de mi ángel sagrado Roy Orbison. ¿Estaba casado? ¿Le gustaban los perros?, ¿comía helados? Nadie lo sabía. Busqué la página web OUT/LOUD, pero no aparecía mencionado en la lista anual de las primeras figuras de Hollywood que eran homosexuales no declarados, aunque eso no significaba que no lo fuera, solo que los muy cabrones aún no habían conseguido pillarlo. Mis propios detectores de gays comenzaban a captar algo solo con ver las fotografías.
Si se dedicaba a la filantropía como algunos otros de los notables chicos maravilla de Hollywood, se lo tenía muy callado.
Aquel día celebramos nuestra reunión informativa semanal a la hora de comer; esta vez trajeron pizza, cosa que aparentemente tiene la virtud de hacer que nuestros grupos se vuelvan parlanchines. Cuando todos los demás acabaron de hablar de sus casos, les hice un breve resumen del asesinato de Earl Jackson. Todavía no estaba preparada para mencionar a Durand —aún era algo muy vago en mi mente—, pero sí hablé de la visita al museo y les hice saber a todos que me dedicaría a seguir todas las pistas que habían aparecido con el mayor de los entusiasmos. Fred Vuska se mostró muy inquieto cuando los demás contra todo pronóstico comenzaron a hacer un montón de preguntas.
Tan pronto como Fred salió de la sala, Escobar y Frazee se me acercaron.
—¿Quieres que te echemos una mano? —preguntó Spence.
Al ver mi cara de preocupación, Escobar comentó:
—Fred no tiene por qué saberlo.
Miré a mis compañeros.
—¿Tenéis tiempo?
Los dos asintieron al unísono, con sincero entusiasmo.
—Sois fantásticos. Ahora mismo estoy intentando saber en qué debo centrarme, pero mañana por la mañana a más tardar sabré en qué me podéis ayudar.
Primero tenía que hacer unas cuantas visitas.
La casa de Durand se encontraba en el barrio de Brentwood de Los Ángeles, meta de la infame carrera a baja velocidad de aquellos que consiguen aparecer en las listas de «dónde estabas tú cuando…», pero más alto en la ladera que la finca Rockingham. Allá arriba en la estratosfera, las casas y los jardines son más grandes, las verjas más recias y más altas, las advertencias de PROHIBIDA LA ENTRADA se vuelven opresivas. La casa de Durand —en realidad una mansión— estaba bien apartada de la calle en una esquina muy arbolada.
No vi gran cosa en la primera pasada. Había una reja de seguridad en la entrada con la caja del interfono montada directamente en el centro. Di la vuelta con el coche una calle más allá y aparqué a unos treinta metros al este de la entrada. Caminé tranquilamente por todo el frente y por el lateral. Un rottweiler negro y castaño con aspecto de tener hambre apareció al minuto de haber comenzado mi paseo y me siguió en paralelo a unos tres metros al otro lado de la verja. No ladró ni una sola vez ni siquiera gruñó, pero me hizo saber por la forma en que se relamió un par de veces que me encontraba apetitosa. Apoyé una mano en la reja, y me enseñó los dientes. Con eso ya tuve más que de sobra.
El garaje que veía de lado era el edificio más cercano a mi posición en el perímetro. Un anexo que parecía ser un alojamiento para los invitados o la servidumbre estaba adosado a la parte de atrás del garaje; quizá era un estudio si el tipo era el genio creativo que decían. Estaba aislado y muy separado de la casa principal. Habría sus buenos cincuenta o sesenta metros de jardín entre el anexo y el siguiente edificio; debía ser agradable tener tanta riqueza como para permitirte disponer de todo ese terreno en la misma ciudad. Yo lo hubiese dedicado a cultivar algo comestible. Tomates y berenjenas o toda clase de verduras.
Di la vuelta cuando llegué al final de la verja y repetí el camino a la inversa con mi amigo rottweiler que no me perdía de vista. Cuando volví a pasar por delante de la reja, se escuchó una voz procedente de un altavoz que no vi. Tardé un par de minutos en decidir que estaba oculto en uno de los ornamentos de una de las columnas de la entrada. ¿Se trataba de un astuto detalle que Durand, el maestro de los engaños, había pergeñado él mismo?
Nadie sabe mejor que un detective que la atención a los detalles lo es todo.
Sin embargo, parecía como si hubiesen sacado los altavoces de entre los escombros del Malibú burguer drive-in que se había deslizado ladera abajo con la última gran lluvia.
—¿Pue… yudarla?
—No, gracias.
Silencio. Luego, otro ¿Pue… darla? Esta vez sonó más decidido, pero menos claro todavía.
—No. De verdad. Pero gracias de todas maneras.
Si el sonido llegaba al otro lado como llegaba allí, seguramente el hombre no escuchó mis risas.
Esta quizá no era la clase de respuesta que el centinela de Durand estaba acostumbrado a escuchar de un mirón. Los turistas tartamudearían avergonzados. Los sospechosos se largarían rápidamente para evitar que los interrogaran por rondar, que era uno de aquellos sencillos delitos que nos permitían consultar sus antecedentes y a menudo conducía a un arresto importante. Pero yo solo estaba caminando por la acera; como cualquier otro ciudadano, tenía todo el derecho a estar en una vía pública en esa soleada tarde californiana.
Entonces ¿por qué me sentía tan fuera de lugar? Probablemente porque la única manera en que podría entrar alguna vez a una mansión como esa era en el curso de una investigación o en la gira virtual de Architectural Digest, algo que el recluso Durand evitaría como a la peste.
Quería tener un filete bien jugoso para arrojárselo al chucho que se había situado detrás de la reja en la línea directa a la puerta principal de Durand. Aunque no me hubiese servido para nada; todo me indicaba que el perro había sido entrenado por el mismísimo hijo de Pavlov para no salivar ante la visión de la carne o cualquier otra clase de tentación. Probablemente le había castigado a conciencia cada vez que una persona que no fuera su entrenador o su amo le había ofrecido algo, hasta el punto de que la pobre bestia seguramente comía solo de ciertas manos. Era probable que Durand pagara su buen dinero para alquilar a ese animal, que no tenía pinta de perro de compañía.
Permanecí allí durante unos momentos, sin decidirme entre tocar el timbre o sencillamente marcharme y dejar que ellos se preguntaran por qué había estado allí. ¿Qué le preguntaría si él estaba en casa y aceptaba hablar conmigo?
«¿Señor Durand, de verdad disfruta usted creando ilusiones terroríficas?» Seguramente acabaría por hacerle alguna pregunta tan estúpida como esa, porque no tenía nada planeado. Solo estaba comenzando la caza de ese tipo; esa no era la manera de cazar a nadie.
Caminé despreocupadamente hacia donde tenía el coche, con las manos en los bolsillos y silbando. Alguien en el interior de la casa me estaba vigilando. Mi coche no tenía ninguna identificación. Era un Ford Taurus blanco como el de cualquier otra mujer. Yo no tenía pinta de ser poli, así que no creo que me tomaran por uno.
A menos que alguien allí dentro estuviese esperando a que me presentara.
Frazee quería saber qué estaba buscando con tanto empeño en el ordenador, porque llevaba horas ante la pantalla.
—Estoy buscando información sobre un sospechoso —le respondí.
Casi se me echó encima.
—¿Tienes a un sospechoso? ¿Por qué no lo mencionaste durante la reunión?
—Quería decir un sospechoso potencial. Estuvo relacionado con la exposición del museo.
Se sentó en una silla a mi lado y miró la pantalla durante unos momentos.
—¿Algún contacto directo con los visitantes?
—Ninguno en absoluto. Pero tiene una relación muy clara; fue el creador de la exposición de las bestias prehistóricas. Todas y cada una de mis víctimas pasó por allí. Además, el tipo diseñó el sistema de seguridad. Grabaron en vídeo a todos los visitantes.
—Recuerdo haber leído que algo así como un millón de personas visitaron aquella exposición —comentó Spence, después de una breve pausa.
—El tipo es un ilusionista, Spence. Busco a alguien que sea muy bueno en la materia. Erkinnen mencionó un montón de características que encajan con este tipo como anillo al dedo.
—¿Lo has visto en persona?
—No.
—Entonces ¿cómo sabes que las características encajan?
—He leído todo lo que he podido encontrar sobre él. Lo bastante como para que mis antenas comiencen a funcionar.
—Fantástico —exclamó mi compañero con un tono sarcástico—. La prensa es la fuente de información más fiable. Todos lo sabemos. Avísame cuando necesites que te ayude de verdad.
—Lo haré.
Después de menear la cabeza y exhalar un sonoro suspiro, Spence me dejó sola con el ordenador.
Buscaba un club de admiradores. Spielberg, Lucas, Hitchcock, Industrial Light and Magic; todos ellos tenían entusiastas clubes de admiradores que, al parecer, no tenían ninguna otra ocupación mejor que intercambiar mensajes electrónicos sobre sus héroes durante todo el día. Wil Durand no tenía ni un solo, y eso no parecía tener el menor sentido. Las personas fanáticas de las películas hacen todo lo que pueden para sentir que tienen alguna asociación tangible con sus iconos: es un comportamiento que, en algunas ocasiones, se solapa con el acoso, que es cuando intervenimos nosotros para ponerlos en su sitio. Trágicamente, algunas veces llegamos demasiado tarde.
Pero nadie parecía interesado en ser un fan de Wilbur Durand. No había ningún club, organización o grupo de noticias.
—¿Cómo te las arreglas para evitar que alguien monte un club de admiradores tuyos si no quieres?
—Le dices a tu abogado que le envíe una carta para decirle que se olvide del tema tan pronto como te enteras —me respondió Escobar desde el otro lado de la sala—. O lo llamas tú misma. ¿Este tipo es tan famoso como para tener un club de admiradores?
—No sé si famoso es la palabra correcta. Pero tiene que tener a unos cuantos; está metido en las películas de terror.
—Ah.
—Erkinnen dice que el tipo que buscamos posiblemente sea un recluso, así que es probable que no llame a los admiradores él mismo. Seguramente se lo dice a su abogado. Creo que acierta en eso de que es un recluso; no hay ni una palabra de carácter personal sobre mi tipo. Al parecer no necesita que lo promocionen; está tan bien considerado por su capacidad que todos los productores y directores quieren que trabaje en sus películas.
—Dunbar —me reprochó Spence—, estamos en Los Ángeles, Aquí no puedes decir películas. Tienes que decir films.
—No, no puedo. —Aparté la silla de la mesa y me levanté—. Creo que buscaré su historial.
—Lo puedo hacer por ti —se ofreció Spence.
Después de tanto hablar de que necesitaba ayuda, descubrí para mi gran disgusto que aún no estaba dispuesta a delegar nada.
—Lo haré yo misma —le respondí—. Para mañana ya sabré si tengo algún motivo para seguir investigando a este tipo.
—Como quieras —dijo Spence. Frunció el entrecejo—. Pero no dejes que esto te coma.
Supongo que ya se veía con toda claridad.
Durand aparecía con carnet de conducir en dos estados: California y Massachusetts. Había tres direcciones en el carnet de California: la primera era de un barrio de mala reputación, probablemente donde había vivido cuando era un pobretón; la segunda correspondía a un barrio bastante más digno y seguro que atraía a las personas con aspiraciones artísticas y con más medios económicos. La tercera era su dirección actual, donde llevaba viviendo quince años. Tres cambios en veinte años; no era precisamente de los que cambian de domicilio constantemente.
La dirección de Massachusetts correspondía a una calle de la propia ciudad de Boston. En el mapa aparecía en Boston Sur. El permiso había caducado cuando Durand tenía diecinueve años y nunca lo había renovado. La fecha de caducidad coincidía aproximadamente con la fecha de expedición del permiso en California. Durante su borrosa juventud había sido multado en repetidas ocasiones por exceso de" velocidad y otras infracciones de tráfico menor; más de lo que era habitual entre la mayoría de conductores. Un par eran por conducción temeraria. Se llegó a considerar incluso la retirada de carnet. Uno de los agentes informó que se había mostrado «beligerante y sin ningún deseo de colaborar», pero al parecer Durand había acabado por pagar las multas sin más protestas. Por aquel entonces a los infractores no los hacíamos pasar por los cursos de educación viaria; nos limitábamos a coger su dinero y nuestra única venganza era ver con malsana satisfacción cómo les subían las primas del seguro.
Las infracciones cesaron más o menos un año antes de que se instalara en su actual dirección. ¿Había cambiado de forma de conducir? Probablemente no; según las estadísticas estas tendencias pocas veces disminuyen sino que van siempre en aumento. Quizá había encontrado a alguien en el juzgado de faltas dispuesto a solucionarle los problemas planteados por su conducción, cosa que podía investigar. La explicación más probable era que había contratado a un chófer.
Mala suerte. Hubiese sido tan encantador y poético haber parado a este tipo por una infracción de tráfico y encontrar un montón de pelucas y mochilas escolares en el asiento trasero…
Pero no iba a ser tan descuidado.
Investigar la primera dirección de California me dio algo más. Durante su segundo año de residencia allí, había presentado varias denuncias por los maullidos de un gato que pertenecía a una vecina.
—¡Eh, Spence! —grité, cuando conseguí contener la risa—. Tienes que ver esto.
Cogió la página que le ofrecí y la leyó en voz alta con un impecable tono de sargento.
—Wilbur Durand —dijo, y se regodeó con el nombre—, denunciante, afirma que ha sido perturbado frecuentemente por los maullidos de un gato macho propiedad de Edith Grandstrom, mujer ya muy madura, que reside en la unidad adyacente en el edificio de apartamentos del denunciante. El señor Durand afirma que los sonidos del gato perturban tanto su sueño como su bienestar mental. El agente T. L. Robinson se presentó en el apartamento del denunciante y encontró al denunciante en un estado de agitación. El agente consiguió calmar al señor Durand después de varios minutos de conversación y luego le recomendó que, en vista de que el gato no hacía ruido alguno en aquel momento, se veía incapacitado para llevar a cabo ninguna acción. Le recomendó al señor Durand que llamara a la policía mientras el gato estaba en el proceso de molestarlo, de forma tal que la perturbación pudiera ser adecuadamente documentada o que documentara la perturbación en una grabación de audio o vídeo. El denunciante Durand quiso saber si se podía hacer alguna otra cosa en el momento, a lo que el agente Robinson le respondió que no. —Me devolvió la hoja, con una sonrisa—. ¿El denunciante es tu sospechoso?
Asentí.
—Nunca he oído hablar de él.
—Al parecer es todo un personaje.
—Mejor para él. Admito que no ves muchas denuncias como esa. Debe de estar un poco pirado.
—Y también es un conductor temerario. —Le entregué la hoja con el listado de las infracciones de tráfico—. Si quieres echarme una mano, dales una ojeada. Averigua si hay algo extraño. Desaparecieron de un día para el otro.
—Cosa que haría yo ahora mismo si tuviese algo de cerebro. ¿No me puedes dar algo más entretenido?
Nos echamos a reír. La risa diaria es algo muy necesario en nuestro trabajo. Se alejó, con la página en la mano, meneando la cabeza.
Pero el siguiente dato que nos proporcionó la búsqueda en la dirección ya no fue cosa de risa. Se había hecho otra denuncia en el mismo edificio. Esta vez no había sido Durand quien se quejaba de Edith Grandstrom, sino que era la mujer quien se quejaba de Durand.
Su gato había desaparecido de pronto. Quería que arrestaran a Durand.
—¿Señorita Grandstrom?
Todo lo que vi cuando abrió la puerta con mucha cautela fueron los dedos engarfiados de una mano. Abrió la puerta solo lo necesario para mirarme. Una gruesa cadena cruzaba la oscura brecha, y la tensión de los eslabones indicaba que estaba enganchada. Vi los mechones de cabello canoso y el miedo en sus ojos.
Le mostré la placa y la tarjeta de identidad. La mujer la leyó con atención.
—Quisiera hablar con usted sobre un antiguo vecino suyo, si no le molesta.
—¿Cuál de ellos? —Hablaba casi a gritos y con voz aguda—. Van y vienen continuamente.
—Wilbur Durand. Vivió aquí entre los años…
Le faltaron manos para abrir la puerta. Se escuchó el ruido de las cadenas y los cerrojos que se quitaban y descorrían en rápida sucesión.
—Por favor, pase, detective.
El olor de la orina de gato era insoportable. Seguí a la mujer hasta la sala, que estaba abarrotada hasta el máximo de su capacidad o un poco más. Era obvio que la señorita Grandstrom nunca encontraba la estatua de un gato que no fuese de su agrado, y además estaban los de verdad: por lo menos cuatro en esa habitación. El efecto general resultaba bastante opresivo.
—Ya era hora —comentó—. Me preguntaba cuándo alguien avanzaría con esta investigación.
No dije nada, y confié en que ella continuaría. Lo hizo.
—Él mató a mi Farfel, estoy absolutamente segura. Aquel gato tenía una salud de hierro, y jamás se hubiera escapado de casa.
Durante un par de segundos no supe qué hacer. ¿Debía explicarle que si bien había venido para hablar de Durand, en realidad no tenía una relación directa con la desaparición del gato, que había ido a parar al cajón de los casos sin resolver veinte años atrás? ¿Me convenía más seguirle el juego y dejar que creyera que estaba trabajando en aquel caso y así conseguir que siguiera hablando?
—Intento aclarar algunos viejos detalles —acabé por decirle. No era exactamente una mentira ni tampoco toda la verdad. Pero funcionó—. ¿Podría hablarme del incidente? —añadí—. Sé que ha pasado mucho tiempo, pero necesito que me diga todo lo que recuerde al respecto. Yo no era detective cuando se presentó la denuncia.
La nariz ya me había comenzado a picar. No es que sea alérgica a los gatos, pero nunca me ha gustado lo que les pasa a mis senos nasales en su presencia. Estaba segura de que había más de cuatro; los gatos son como las cucarachas, por cada una que ves hay otra docena escondida. Uno de ellos, un gatazo negro, ronroneaba como un Rolls-Royce contra mi pierna. La señorita Grandstrom se agachó y lo cogió por la piel de la nuca para apartarlo.
—Venga, Boris —le dijo con un tono cariñoso—, deja tranquila a nuestra visitante. No a todo el mundo le gustan los mininos.
Sonrió y me dio la oportunidad de que expresara mi inclinación personal por los gatos, cosa que me negué a hacer. Pero sí que le sonreí, cosa que pareció satisfacerla.
—Pasó hace mucho tiempo —añadió—. Pero cuando pierdes a un ser querido, no te sobrepones tan rápido. Al menos no es mi caso.
—Lo comprendo muy bien. Ahora, déjeme ver… —Busqué en el expediente hasta que encontré la hoja con la copia de la denuncia—. Antes de la desaparición de su gato, Durand se había quejado del ruido.
—Así es. Pero la verdad es que no entiendo por qué se molestó tanto. A Farfel le gustaba hablar, tenía una voz muy dulce y suave. Manteníamos muchísimas conversaciones. Por supuesto, él hablaba en humano mucho mejor de lo que yo hablo en gatuno.
Las enfermedades mentales pueden ser tan sutiles e insidiosas.
—En la denuncia se dice que los incidentes ocurrieron por la noche.
—Nunca me han despertado los maullidos de mis gatos —insistió.
—Quizá no los escucha porque está durmiendo.
—Eso siempre es posible. Tengo un sueño muy profundo.
—¿Sabe cómo se comportan sus gatos por la noche?
—Supongo que no se comportan de una manera muy diferente a como se comportan durante el día.
—Entonces, ¿no lo sabe a ciencia cierta?
—No, no lo sé.
—Por lo tanto, no puede afirmar si hacían ruido o no.
—No, si quiere ser usted tan puntillosa. Así y todo creo que Durand se lo estaba inventando. Sencillamente yo no le caía bien por alguna razón que ignoro.
—También se dice en la denuncia que el señor Durand trabajaba en su casa durante el tiempo que estuvo aquí. ¿Sabe usted a qué trabajo se dedicaba?
—Creo recordar que era algo relacionado con la escultura, pero creo que lo mejor sería que se lo preguntara a él.
—Me gusta conocer las opiniones de ambas partes cuando se puede. Además, me pareció conveniente hablar primero con usted.
Eso la complació, y continuó con las explicaciones.
—Por lo que parecía, siempre estaba por aquí; no salía mucho. Las personas que estuvieron en el apartamento antes que él trabajaban todo el día y apenas si tropezabas con ellas. Los que vinieron después… bueno son demasiados para que les hable de todos ellos, pero ninguno estaba continuamente en casa como el señor Durand. —Sonrió con desprecio cuando pronunció el nombre—. En una ocasión fui a su apartamento con un plato de galletas para intentar que hubiera un poco de paz entre nosotros, y él me dejó pasar solo por unos instantes.
Hizo una pausa para apartar de sus piernas a uno de los gatos.
—Las medias no, Maynard. Sabes que eso no se hace. —Volvió a mirarme—. Era un apartamento muy extraño. Casi no había ningún mueble, solo algunas cosas contra la pared. Pero había aquella habitación que vi en la parte de atrás, donde está mi dormitorio. La puerta estaba abierta y vi el interior; era algo así como un taller. Estaba llena de cosas, creo que usted lo llamaría equipos. Materiales y herramientas, todo muy amontonado. No sé cómo nadie puede vivir de esa manera, apenas si quedaba espacio para moverse.
Me pregunté cuánto tiempo llevaría ella sin mirar bien su propia sala. Algún día tendrían que empezar a sacar cosas antes de que alguien pudiera recoger a la señorita Grandstrom del suelo. Algún pobre agente que no sospecharía nada entraría allí esperándose encontrar a alguien muerto por causas naturales y se vería atacado por una pandilla de gatos hambrientos que luchaban por la supervivencia.
—Así que la primera vez que él comenzó a quejarse, acudió directamente a usted, y usted intentó complacerlo. Buscó la manera de evitar más problemas.
—En la medida de lo posible. Me refiero a que ellos son gatos, después de todo, tienen voluntad propia. Les chistaba continuamente para que se callaran, pero nunca me hicieron mucho caso.
—Por lo demás, ¿cómo era el señor Durand como vecino, señorita Grandstrom?
—¿A qué se refiere?
—Oh, me refiero como persona. ¿Era una persona agradable aparte de las dificultades con los gatos?
La mujer se inclinó como si fuera a revelarme algo muy confidencial.
—¿Quiere saber la verdad?
—Sí, por favor, si eso no la hace sentirse violenta.
Era obvio que se moría de ganas por contarme lo que fuera.
—Si quiere saber mi opinión, estaba loco. Un tipo malvado que odiaba a los animales. Nunca vi a nadie que pareciera un amigo, excepto una pareja de jóvenes que iban y venían de vez en cuando. Tampoco parecía tener ninguna amiga. —Se irguió en su butaca, como si se sintiera ofendida—. Me pareció bastante extraño. Después de todo, era un joven apuesto. No sé la edad que tenía, pero era guapo cuando ocurrió todo esto. Debía de tener un trato muy desagradable para que las muchachas no lo aceptaran.
—¿A qué se refiere con eso de que era un malvado?
—Oh, no era para nada amistoso. Yo siempre intentaba ser amable con él, entablar una conversación. Nuestras terrazas estaban unidas, y yo intentaba hablar con él cuando salía. Tendía la colada.
Así que cada vez que Wil Durand salía a la terraza para tender la colada, Edith Grandstrom aparecía al momento con un gato entre los brazos y le hablaba con aquella voz aguda. Algo que seguramente pondría a cualquiera de los nervios. Pero ¿matarle el gato? Parecía una reacción excesiva.
—Dígame qué pasó cuando descubrió que su gato… Farfel estaba muerto.
—Aquello fue algo terrible. —Exhaló un suspiro—. Lo encontré delante de mi trastero en el sótano. Todos tenemos nuestros pequeños trasteros para guardar cosas. Llevaba desaparecido dos días, y yo ya estaba frenética. Tuve que ir abajo para buscar algo en el trastero y cuando encendí la luz en aquella sección, allí estaba. Colgado ante mis ojos.
—¿Colgado? —No aparecía en el informe—. ¿Cómo?
—Le habían atado las patas traseras con un cordel. —La voz comenzó a flaquearle y se le humedecieron los ojos—. Le habían abierto el vientre y tenía las tripas fuera.
«¡Qué asco!»
—Lo siento mucho. Tuvo que ser algo terrible para usted verlo de esa manera.
—Sí. —Su voz sonó muy vaga y distante—. Todavía tengo pesadillas.
—¿Hubo algo específico que la llevara a creer que el señor Durand fue el autor?
—Me odiaba, y también odiaba a mis gatos, sobre todo a aquel.
Era lógico. El lugar donde habían dejado el cadáver había sido un mensaje. Pero no había ninguna otra prueba de que Durand tuviera algo que ver con el tema.
—¿Van a detenerlo?
No tuve corazón para decirle que el plazo de prescripción había sido trece años antes.
—No puedo hacerlo con lo que tengo hasta ahora. Por otro lado, es algo que le corresponde decidir al fiscal. Pero iré a hablar con él.
Pandora necesitaría dinamita para reventar la tapa de la caja donde estaba escondido Wil Durand. Era el Hombre Desaparecido.
Llamé al teléfono de su estudio; por alguna extraña razón aparecía en el listín. Seguramente alguien habría acabado en la calle por semejante negligencia.
—Lo siento, detective, pero el señor Durand está ahora mismo fuera del país trabajando en una película.
—¿Qué película?
—Mucho me temo que no puedo decírselo.
—¿En qué país está?
—No lo sé seguro; hay varias localizaciones diferentes y podría estar en cualquiera de ellas.
—¿Para cuándo se espera su regreso?
—No lo sabemos a ciencia cierta.
—Aproximadamente.
—Eso depende de los progresos del proyecto. Algunas veces hay demoras, así que no le puedo decir ahora mismo cuándo regresará. Pero intentaré que él la llame cuando lo haga, y quizá entonces podrán ponerse ustedes de acuerdo.
Era la primera vez que me pasaba eso con una llamada telefónica. No tenía manera de saber si estaba realmente fuera del país, porque no les exigimos a nuestros ciudadanos que presenten sus pasaportes cuando se marchan; tendría que esperar a que mostrara el pasaporte para entrar.
—Sala de detectives. Moskal al aparato.
Tuve celos de su impecable acento de Boston. No tenemos acento en Los Ángeles, y mi tono nasal del Medio Oeste había desaparecido hacía mucho tiempo.
—Soy la detective Lorraine Dunbar que llama desde Los Ángeles, de la división de Delitos contra la Infancia. Sé que esto es algo difícil, pero quisiera hablar con algún detective que ya estuviera en el cuerpo entre veinte y veinticinco años atrás. Estoy investigando la desaparición de varios chicos y necesito información sobre un sospechoso que ahora vive en Los Ángeles, pero que residía en Boston Sur por aquel entonces. Me gustaría saber si se produjo allí algún crimen que encaje con la descripción de los cometidos aquí. Se me ocurrió que quizá alguno de vosotros podría echarme una mano.
—Yo soy el detective más antiguo, pero solo llevo en la división unos quince años. Quizás algunos de los retirados podrían ayudarte.
Un detective retirado hablaría a partir de sus recuerdos, pero no tendría acceso a los archivos.
—Por una de esas casualidades, ¿no sabrías quién es el agente más antiguo del distrito?
—Sí, lo conozco.
Hubo una pausa, y me pareció escuchar una risita.
—¿Podrías darme el nombre de esa persona?
—Soy yo.
—Vaya, eso es perfecto.
—Sí, ¿verdad?
—¿Cuánto tiempo llevas, si no te importa que te lo pregunte?
—Veintiséis años.
—¡Caray! —exclamé—. ¿Y no te has retirado?
—Pues no, ya lo ves.
Hay algunos tipos que no pueden dejarlo.
—Supongo que entonces podré hablar contigo.
—Si buscas una respuesta inteligente, quizá podrías intentar con alguno de los muchachos. Pero adelante, haré todo lo que pueda.
—Tengo a un grupo de chicos que han desaparecido —comencé.
Tardé casi cinco minutos en relatarle los detalles, incluida mi primera búsqueda de los antecedentes de Wilbur Durand, y el detective no dijo ni una palabra mientras me escuchaba con atención.
—Vino a California para cursar estudios universitarios —añadí.
Moskal repasó las fechas en voz alta. Luego mantuvo un extraño silencio y comentó:
—Recuerdo el caso de un chico desaparecido más o menos por aquella época. Encontramos el cuerpo, alrededor de una semana más tarde. Sin embargo, nunca dimos con el asesino.
Advertí cómo se me aceleraba el pulso.
—¿Así que todavía es un caso abierto?
—Técnicamente. Ahora mismo no hay nadie que se ocupe de los viejos casos. No tenemos bastantes detectives. Vaya, perdona, quería decir recursos humanos.
El veterano detective me caía cada vez mejor.
—Nosotros tampoco, pero atendí la llamada del caso más reciente, cosa que llevó a que me cayeran los demás. De no haber sido así, continuarían durmiendo en los archivos. ¿Qué hay de chicos desaparecidos y a los que nunca más volvieron a encontrar? ¿Recuerdas alguno?
Se echó a reír, y después eludió la pregunta con mucha habilidad.
—Detective Dunbar, con todos los respetos, a mi edad, ¿crees que recuerdo lo que tomé para desayunar?
—Bueno…
—Lo siento. Por aquí soy el personaje de todos los chistes geriátricos. Probablemente tenemos a decenas de chicos perdidos que nunca se encontraron. Como tú bien sabes, eso no significa que acabaran muertos. ¿Por qué no me das algo de tiempo para que eche una ojeada y te llame? Estamos introduciendo los viejos archivos en el ordenador, y quizá algunos de aquellos casos ya estén en la base de datos. Si es así, será fácil de encontrar. Con un poco de suerte puede que lo encuentre antes de que acabe el día.
Estaba escribiendo algunas notas en los expedientes cuando Moskal me sorprendió con una llamada al cabo de una hora.
—No sé si algo de esto es lo que estás buscando. Tengo a dos chicos muertos y a tres desaparecidos en un período de dos años en aquellas fechas. Todos eran blancos, de edades entre los once y los catorce años.
Una de nuestras muchachas auxiliares era de algún lugar de Nueva Inglaterra.
—Eh, Donna, ¿cuánto se tarda en ir desde Nueva York a Boston en coche?
—Unas cinco horas, según cómo esté el tráfico.
Maldita sea.
—Pero ahora tienen un tren expreso que hace el recorrido en dos horas y media. También está el puente aéreo, que tarda cuarenta y cinco minutos. Pero entre el tiempo que tardas en ir y venir de los aeropuertos y todo lo demás, lo más rápido es ir en tren.
Calculé los horarios mentalmente. Se podía hacer.
—Fred —pregunté con la mayor indiferencia de que fui capaz—, ¿quedan algunas plazas libres para asistir a aquel curso de informática en Nueva York?
—No lo creo, Dunbar. —Se reclinó en la silla y entrecerró los párpados—. ¿Qué pasa, te estás quedando sin casos?
—No, pero comienzo a darme con la cabeza contra las paredes y tengo la sensación de que necesito perfeccionar un poco mis técnicas de investigación. Es un fin de semana, así que no creo que me atrase mucho con el trabajo.
No parecía precisamente muy entusiasmado, pero así y todo aceptó la idea.
—Lo averiguaré. No quedaban plazas la última vez que pregunté. Pero, qué demonios, nunca se sabe.
Al cabo de media hora me enteré de que la esposa de Jimmy Trainor estaba teniendo problemas con el embarazo, cosa que había obligado al joven policía a darse de baja del curso de dos días.
—Ya teníamos comprado el billete. Es una suerte que lo puedas aprovechar. Tienes que marcharte el jueves por la noche y estar de regreso el domingo por la mañana. Las clases son todo el viernes y el sábado.
Llamé a Kevin. Estaría encantado de quedarse con los chicos un día antes. Fred me había apuntado al curso. El jueves era pasado mañana. Tenía que preparar unas cuantas cosas.