Diecisiete

El verano continuaba regalándonos con un tiempo maravilloso, tal como todos habíamos deseado que fuera, y en virtud de esta buena fortuna las manzanas y las cerezas comenzaron a formarse con gran abundancia. El hermano Damien se pavoneaba tan orgulloso como un gallo, mientras que, al mismo tiempo, cloqueaba protectoramente como una gallina al ver a sus mimados árboles cargados de frutos. No nos veíamos tanto como hubiese querido; él estaba muy ocupado con el huerto y el jardín o al menos eso era lo que me decía a mí misma. Sin embargo, a la postre llegué a creer que había ocasiones en las que me evitaba quizá porque no quería que su alegría y su buen humor acabaran siendo víctimas de mi humor cada vez más sombrío. Estaba tan amable, atento y amistoso como siempre, pero por mucho que quisiera, no podía menos que ver la brecha que se había abierto entre nosotros.

Para finales de julio, la cosecha estaba asegurada, si es que Dios no decidía un intempestivo cambio en el tiempo. Ahora era el momento de observar y esperar en todas las cosas, incluido el asunto de Gilles de Rais. Esperar es algo que aborrezco; todos los que me conocen lo saben muy bien. Su Eminencia me había dejado sola durante el período entre la partida de mi señor de Josselin hasta la primera medida oficial en su contra. Aunque pasábamos casi tanto tiempo juntos como antes, y la mayor parte de una manera tan placentera como siempre, en nuestras conversaciones en la intimidad nunca se hacía ninguna mención a Gilles de Rais.

Para mantenerme ocupada, hice que las jóvenes hermanas llegaran a mayores niveles de perfección en la limpieza, como si quisiera imitar los éxitos de la hermana Claire en Bourgneuf. Mi obispo me encontró una tarde en el patio en un raro momento de ocio. En el bastidor tenía bien tensa una tela del más fino lino. Había dibujado un tema floral en la tela y ahora lo estaba bordando con hilos de seda de brillantes colores. La luz de última hora de la tarde era perfecta para esa absorbente tarea, a la que muchas veces me dedicaba en momentos de gran preocupación y angustia por el consuelo que me ofrecía. Mi placer sin duda era muy evidente, porque el obispo comentó mi ensimismamiento cuando se me acercó, casi como si quisiera disculparse.

—Había pensado en invitarte a cenar conmigo —dijo con una sonrisa—, pero pareces tan entusiasmada con tu trabajo… Hay capón, tu plato favorito.

—No es necesario que me tentéis —le respondí. Aseguré la aguja en la tela y me levanté.

Su Eminencia vestía las ropas de un clérigo, pero se comportó como el galante diplomático que era cuando desempeñaba sus funciones de Estado y me ofreció el brazo. El rubor que apareció en mis mejillas me molestó profundamente, pero no podía hacer nada para impedirlo. Apoyé la mano en su brazo, y juntos caminamos a través del patio del palacio episcopal hacia su comedor privado, sin decir ni una palabra en todo el camino.

Capón, carpa y cebollas cocidas; mi paladar no podía estar más satisfecho. Pero por supuesto era consciente de que había un motivo para esta ocasión.

—Me han ordenado que le acuse —manifestó el obispo finalmente—. Primero por el ataque a Jean le Ferron. Mientras avanzamos en esa acusación, buscaremos nuevas pruebas para el cargo de asesinato. —Vaciló un instante, como si quisiera suavizar las terribles palabras que siguieron—: También actuará el tribunal de la Inquisición.

Me eché hacia atrás en la silla y reflexioné por un instante en las cosas que habían llegado a pasar. Cerré los ojos con todas mis fuerzas en un intento por no ver las oscuras imágenes que marchaban a través de mi alma como un ejército invasor. No me había atrevido a decírselo a nadie, pero era ese aluvión de lunáticas visiones, cada vez más frecuentes y más terribles, el que me había convertido en una vieja malhumorada de la que el joven hermano Damien parecía querer apartarse. Si lo decía, me encerrarían, por fin seguros de que había perdido el sano juicio. Siempre era la misma visión: un monstruo siniestro y sin rostro, armado de pies a cabeza, y con una espada tinta en sangre. Cabalgaba en una bestia para la que no tenía nombre, con la espada bien alta, y cargaba sobre mí para arrebatarme al infante que llevaba en mis brazos; lo cogía por la nuca y se lo llevaba como un ave de rapiña. Luego arrojaba al niño en el aire y, con un poderoso golpe de la espada, le cortaba la cabeza antes de que cayera al suelo.

Yo sabía quién estaba detrás de la máscara de hierro. Pero ¿cómo podía matar con tanta crueldad a aquel infante, que no podía ser otro que él mismo?

—¿No se puede evitar? —conseguí susurrar con voz ronca.

Jean de Malestroit tendió una mano por encima de la mesa. Cuando nuestros dedos se entrelazaron, manifestó:

—Ni siquiera Cristo pudo rechazar la copa que Su Padre le ofreció.

—¿Qué pasará ahora?

De algún lugar de debajo de la mesa, el obispo sacó un fajo de pergaminos y me lo alcanzó.

—Este es el borrador de lo que será copiado y publicado.

Estaba escrito de su propio puño y letra. Después de todo había sido abogado antes de convertirse en clérigo. Ante mis ojos tenía la cuidadosamente redactada primera carga del asalto que acabaría por poner de rodillas a Gilles de Rais. Se me ofrecía la oportunidad de leerlo antes de que se cumpliera el requisito de hacerlo público.

Un honor agridulce, desde luego.

A aquellos que puedan ver las presentes cartas, nosotros, Jean, por el permiso divino y la gracia de la Santa Sede Apostólica, obispo de Nantes, les bendice en el nombre de Nuestro Señor y les requiere que tomen nota de las presentes cartas.

Que se sepa por estas cartas que al visitar la parroquia de Saint-Marie en Nantes, donde Gilles de Rais, mencionado más abajo, reside habitualmente en la casa llamada La Suze y que es feligrés de la mencionada iglesia, y en la visita a otras parroquias, que también se mencionan más abajo, primero llegaron a nosotros frecuentes y públicos rumores, y después quejas y declaraciones realizadas por personas buenas y honradas.

La lista que seguía era larga y penosa de leer, porque yo había conocido a algunas de estas personas en el curso de las investigaciones que habían sacado todo esto a la luz: Agathe, esposa de Denis de Lemion; la viuda de Regnaud Donete; Jeanne, viuda de Guibelet Delit; Jean Hubert y su esposa; Marthe, viuda de Yvon Kerguen; Jeanne, esposa de Jean Darel; Tiphaine, esposa de Eonnet le Charpentier. Todos eran feligreses de las iglesias ubicadas en las tierras que rodean las propiedades que habían sido o seguían siendo de Gilles de Rais; los nombres de las iglesias aparecían junto a los nombres de los testigos.

Nosotros, al visitar estas mismas iglesias de acuerdo con nuestro oficio, hemos interrogado diligentemente a los testigos y por sus declaraciones nos hemos enterado, entre otras cosas de las que estamos seguros, que el muy noble señor Gilles de Rais, caballero, señor y barón del mencionado lugar, nuestro súbdito y sometido a nuestra jurisdicción, con ciertos cómplices, cortó las gargantas, mató y masacró con saña a muchos niños inocentes, que practicó con estos niños una lujuria antinatural y el vicio de la sodomía, que a menudo practicó o hizo que otros practicaran la terrible invocación de los demonios, hizo sacrificios y llegó a pactos con estos últimos, y perpetró otros muchos horrendos crímenes dentro de los límites de nuestra jurisdicción; y hemos sabido por las investigaciones de nuestros comisionados y procuradores que el mencionado Gilles ha cometido y perpetrado los antes mencionados crímenes y otros libertinajes en nuestra diócesis como también en varias otras fuera de la nuestra.

Por dichas ofensas, el mencionado Gilles de Rais fue y todavía es difamado entre las personas honorables y sinceras. Con la intención de disipar cualquier posible duda en este tema, hemos escrito las presentes cartas y les hemos puesto nuestro sello.

Escritas en Nantes, el 29 de julio de 1440, por mandato del señor obispo de Nantes.

—¿Cuándo le será entregada a mi señor? —pregunté.

—Mañana.

—¿Y la publicación?

El obispo miró su plato vacío.

—Para eso todavía hay tiempo —respondió.

Mi propio plato había desaparecido, y ahora tenía delante una deliciosa crema que había aparecido como por arte de magia, pero que en realidad había servido una joven novicia tan discreta que no me había dado cuenta de su entrada. No recordaba haberla visto en el convento, aunque seguramente estaba allí; vestía el mismo hábito y griñón que todas las demás novicias y era igual de invisible.

Admiré el precioso postre durante un momento, pero ya no tenía apetito. Alcé la vista al tener la súbita sensación de que me observaban. Jean de Malestroit me miraba tan intensamente que noté el fuego de sus ojos. Esa noche no era invisible.

Dos días de lluvia continua nos tuvieron a todos encerrados, excepto al hermano Damien que continuaba con la estrecha vigilancia de los árboles cargados de frutos. Desde la seguridad de una de las ventanas del piso alto, le veía sacudir las ramas de vez en cuando para evitar que el peso del agua les hiciera tocar el suelo. Había docenas de árboles, y muchas horas de lluvia que sacudir. Una tarea imposible, salvo para aquellos que cuentan con la inspiración divina.

Mientras se apagaba la luz del día le vi caminar de regreso a la abadía en lo que pensé que sería la última vez antes del ocaso. Él mismo necesitaba una sacudida, porque estaba calado hasta los huesos. En el camino que hay entre el huerto y los edificios episcopales, se cruzó con un jinete, alguien que sin duda le conocía porque el hombre se detuvo a conversar con el joven hermano durante unos momentos. Cuando se separaron en direcciones opuestas, me pareció que el hermano Damien había acelerado el paso.

Vino a verme sin demora, jadeante y con las prendas empapadas.

—Hay noticias —exclamó, muy excitado—. De Sille y De Briqueville han desaparecido. Han abandonado el servicio de mi señor Gilles y huido sin más.

Con el corazón en la mano, ¿quién podía echárselo en cara? Aquellos truhanes debían saber que su amo y primo ya no estaba en posición de defenderlos. Sin embargo ¡qué terribles ingratos!; se habían marchado con parte de su fortuna. Habían sido los responsables de la adquisición de los materiales de construcción para su capilla, de la compra de prendas y regalos para sus víctimas, de proveer los abastecimientos necesarios para el transporte de su abultada comitiva. ¿Habían añadido estos villanos un sou o dos a cada artículo de la cuenta presentada a mi señor para que se pagara? Eso era algo tan cierto como la lluvia que caía al otro lado de la ventana.

Solo se podía confiar en que mi señor no hubiese sido tan tonto como para esperar algo mejor de aquellos dos; si lo había hecho, entonces estaba demostrando ser el tonto de remate que comenzaba a creer que era. Estos pensamientos eran preocupantes, pero otros temas relacionados con mi señor Gilles —algunos incluso todavía más graves— comenzaban a colarse en mi mente, y había uno en particular que se negaba a desaparecer y que, al mismo tiempo, se negaba a manifestarse abiertamente. Por mucho que lo intentaba, no conseguía que aflorara con claridad. Así y todo, sabía que acabaría por hacerlo.

A pesar de los muchos esfuerzos del hermano Damien, las ramas más bajas de los árboles de nuestro huerto comenzaron a rozar el suelo. Horrorizado, nuestro buen hermano nos reclutó a todos, desde la más humilde de las novicias a mí misma. Acudimos en masa al huerto, sin preocuparnos del fango, y levantamos las ramas vencidas; las ligábamos a toda prisa con cualquier cuerda o cordel que tuviéramos a mano; hasta el raído cordón del hábito de un monje nos fue útil. Recogimos todos los frutos que, por el contacto con el suelo, podían resultar imperfectos en su momento y aguantamos las aligeradas ramas con horcas traídas del bosque cercano. La necesidad de este masivo esfuerzo se le escapaba a más de uno, pero queríamos muchísimo a nuestro pródigo hermano y tolerábamos sus peculiares angustias con el mejor de los ánimos.

Ya próximo el mediodía, mientras trabajaba con mis hermanas en Cristo, me llamó la atención algo que se movía en el horizonte. Me aparté de la protección de los árboles y miré en dirección al oeste. Se aproximaba una comitiva. Cuando la columna se acercó un poco más, divisé la enseña del duque Juan que ondeaba al viento. Las bolas de fango volaban al paso de los caballos como las nubes de polvo en un día seco, y en lo que a mí me pareció un santiamén, todo el grupo desapareció de mi vista cuando entró en el patio. Me excusé, aunque no necesitaba hacerlo por ser la de mayor rango entre las trabajadoras, y corrí hacia el palacio, al tiempo que me bajaba las mangas mientras cruzaba el huerto y la carretera. En el patio principal me quité el delantal y lo arrojé al interior de la cocina, cosa que provocó la sorpresa de la fregona, que tuvo la suficiente presencia de ánimo para atraparlo al vuelo. Subiendo las escaleras me arreglé el velo y la toca.

Todo esto a la postre resultó inútil, porque lo primero que me dijo Jean de Malestroit al verme fue:

—Se te ve desaliñada, Guillemette. Cualquiera diría que has acudido aquí deprisa y corriendo de algún lugar salvaje.

—El huerto —le expliqué—. El hermano Damien…

Exhaló un suspiro de resignación.

—¿Dónde encontrará ese joven el tiempo para sus devociones si está siempre tan ocupado con sus plantas?

—Ellas son sus devociones, Eminencia —repliqué, agitada—. Ya está bien de charla. Vi a los jinetes del duque Juan.

—No lo dudo. Acaban de entregarme sus mensajes. No hace ni un minuto. —Apoyó una mano sobre un fajo de pergaminos que tenía sobre la mesa—. Aún no he comenzado a leerlos.

Sin que me lo pidiera, me senté a esperar.

—Está dispuesto a acabar con él de un solo golpe —me informó el obispo cuando aún no había terminado con la lectura—. Asumirá el control de todas sus propiedades, aquí y en Francia, para despojarlo de cualquier recurso.

—El duque no puede hacerse con el control de las propiedades en Francia.

—No legalmente.

Se escuchó un sonido apagado cuando dejó caer las páginas sobre la mesa. Me moría de ganas por leerlas, pero contuve el apremio.

—El duque Juan puede hacer lo que quiera —murmuró—, pero tal apropiación tendrá consecuencias, una de las cuales será sin duda la pérdida del favor del rey Carlos. Su Majestad no tiene el menor aprecio ni se siente en deuda con mi señor Gilles; incluso diría que tiene tanto interés en deshacerse de él como tiene el duque. Sin embargo, todavía pesa el rencor entre Carlos y el duque después de aquella fallida rebelión, que apoyó el duque en contra de mi buen consejo, por supuesto.

«Por supuesto», repetí para mis adentros.

—Sin duda ese es un tema que ya ha quedado resuelto entre ellos.

—Mucho me temo que el rey tiene una muy buena memoria.

—Pues en cambio parece tenerla muy corta para el apoyo de aquellos que pusieron la corona en su cabeza. Mi señor Gilles entre ellos, por si no lo recordáis.

Supongo que solo fue para complacerme que en su rostro apareció una expresión de arrepentimiento.

—Nadie lo olvida, Guillemette. Sin embargo, estos asuntos transcienden el recuerdo de la valentía de mi señor. Ahora se comporta como el peor de los cobardes.

—Incluso un cobarde tiene derechos cuando se trata de sus propias tierras.

—Un cobarde que ha cometido unos crímenes indescriptibles puede ser forzado a renunciar a sus derechos. Ahora, si me lo permites…

Volvió a sus papeles; le observé leer. Su concentración era fuerte y no admitía interrupciones. Después de pasar la última página se reclinó en la silla con los ojos cerrados, cruzó las manos sobre el regazo y permaneció muy quieto. Era como si estuviese rezando. Cuando abrió los ojos, me pareció que había llegado a una conclusión.

—Le recomendaré al duque Juan que proceda con mucha cautela en estos asuntos. No tiene que haber ninguna duda sobre la justedad de los cargos que se presenten y el juicio que se realice.

—Tal perfección requerirá la mutua cooperación entre el duque Juan y el rey —opiné—, dado que sus intereses están contrapuestos.

Su Eminencia me miró por un momento.

—Por todos los santos, Guillemette, creo que es un desperdicio que dediques tus talentos a ser abadesa. Tendrías que ser diplomática. ¿Cómo es que no he apreciado antes estas cualidades en ti?

Era porque solo comenzaban a emerger.

A mí me pareció que un trato justo era lo mejor que podía esperar Gilles de Rais, porque ya no era posible ningún tipo de perdón. Para Jean de Malestroit, era la manera por la que él podía preservar la dignidad de todos los participantes en la batalla legal y también la integridad de su resultado. Hablamos un poco más de las estrategias para conseguir un trato justo; sabía que Su Eminencia mantendría muchas conversaciones de este tipo con los hombres que compartirían con él la mesa de los jueces, y se me ocurrió que se estaba preparando en nuestro discurso para lo que seguramente vendría.

—Comienzo a pensar que sería lo mejor —manifestó el obispo en una de sus reflexiones en voz alta—, para el rey Carlos entregar el control de las posesiones de mi señor en Francia al duque Juan. Claro que le irritará y mucho hacer pública tal concesión a su rival.

—Hay una relación que podría servir, que evitaría cualquier escarnio a ambas partes. Quizás el hermano del duque Arturo —propuse—. Es condestable de Francia y como tal un íntimo del rey.

—Todavía queda algo de rivalidad infantil entre el duque y Arturo. Solo podemos confiar en que esta intriga fraterna acabe mejor que aquella entre Caín y Abel, si va a mayores.

Tenía mis dudas. Me pregunté brevemente si existiría tal rivalidad entre mis hijos si Michel aún estuviera con nosotros. En realidad no había nada por lo que pudieran reñir: ni propiedades, ni dinero, ni herencia. La única cosa que tenían en común era su alianza con Gilles de Rais; Michel en la infancia, Jean de mayor. Muchas veces en lo más profundo de mi corazón me había preguntado por qué Gilles se había molestado tanto en ayudar a Jean para verlo bien situado en Aviñón. Quizá porque necesitaba algún tipo de verdadera hermandad; la abierta rivalidad que mantenía con su propio hermano, René, había comenzado cuando Jean de Craon había legado su espada a René, y no a Gilles como se esperaba. A partir de entonces no había habido más que peleas entre los hermanos de sangre.

—La hermandad es a menudo uno de los parentescos más difíciles, aunque cualquiera creería lo contrario —comenté—. Así y todo, el duque y Arturo bien podrían dejar de lado las diferencias a la vista de las circunstancias. Con un poco de ayuda, por supuesto.

—Esperemos que así sea. Sería muy beneficioso para todas las partes interesadas.

Su Eminencia se reunió más tarde con sus consejeros, quienes coincidieron en que era una idea brillante. Se escribió una carta donde se le sugería al duque Juan la conveniencia de encontrarse con su poderoso hermano Arturo para discutir sus intenciones respecto a mi señor.

«Si estáis dispuesto a confiscar Tiffauges y Puzages para saldar la multa impuesta a mi señor Gilles, tendríais que hablar con vuestro hermano para que convenciera al rey de que os permita hacerlo sin interferencias. Es el camino más prudente para todas las partes implicadas».

Por supuesto, todas estas argucias no servirían de nada si Carlos sufría un súbito remordimiento de conciencia por la deuda que tenía con Gilles debido a su apoyo a la Doncella, sin cuyas victorias él nunca hubiese sido coronado. Pero había pasado casi una década desde que se suscitara aquella deuda, casi una década desde que habían matado a Juana. Tuviera o no la memoria larga, Carlos no pagaría su deuda a menos que se la reclamaran abierta y directamente. Yo creo que los campesinos siempre saben cuándo les toca pagar sus deudas; en cambio, los reyes parecen confiar en la memoria de sus acreedores para que se las recuerden.

Contemplamos la fortaleza de Vannes sin bajarnos de nuestros caballos. ¿Cuántos de esos monstruosos edificios había encontrado en mis días sobre esta tierra? Creo que demasiados. A menudo pienso que los plebeyos solo pueden imaginar las intrigas que tienen lugar al otro lado de los turbios fosos. Como mujer de cierto linaje, había visto lo suficiente para saber que gran parte de las mismas eran de lo más bajas y denigrantes.

Detrás de aquellos muros, sobre los que ondeaba el estandarte del duque Juan, tuvo lugar un encuentro entre hermanos, donde se llegó a un acuerdo con la guía y consejo de Su Eminencia Jean de Malestroit, obispo de Nantes por ordenación divina. Arturo de Richemont, condestable de Francia, amigo y aliado del rey Carlos, ocuparía las propiedades de Gilles de Rais en Francia, incluidas Tiffauges y Pouzages. El duque Juan se evitaría la vergüenza de tener que hacerlo él mismo. El rey Carlos se evitaría el desdoro de la aquiescencia y la vergüenza de ver cómo se hacía pública su traición a Gilles de Rais. A cambio de todo esto, De Richemont recibiría las propiedades bretonas de mi señor cuando pudieran ser confiscadas legalmente.

Viajamos de Vannes a Tiffauges, donde De Richemont se reunió con nosotros. La confiscación de Tiffauges fue rápida y sin derramamiento de sangre. El sacerdote Jean le Ferron, quien todavía continuaba prisionero allí después de la humillación sufrida a manos de Gilles en el asalto a Saint-Étienne, fue finalmente puesto a nuestro cuidado. El pobre hombre aún mostraba los rojos verdugones de las palizas, aunque cruzó el puente levadizo con la cabeza erguida, tan digno como siempre. No dijo ni una sola palabra cuando lo escoltamos hasta Nantes, donde lo dejamos en manos de su hermano, Geoffrey.

Ya no podía haber ninguna duda de que Gilles de Rais caería de lo más alto de su gloria y de que no volvería a levantarse nunca más.

El viento helado que soplaba del oeste me mordía los tobillos mientras que, encaramada en una plataforma de madera, intentaba coger las manzanas de las ramas más altas. Jean de Malestroit estaba tan ocupado con los trámites para acabar con las andanzas de mi señor que no necesitaba tanto de mis servicios, una situación que me agradaba o desagradaba en función del humor que tuviera en el momento. Una tarea tan sencilla como la recolección me serenaba. Cargaba las cajas para algunas de las hermanas mayores, cuya voluntad excedía con mucho a sus fuerzas, y yo, por lo tanto, me veía bendecida con la ilusión de la juventud. Ayudaba a sostener las escaleras y así los jóvenes hermanos treparían hacia el cielo para recoger el botín que nos ofrecía Dios. Consolé a una novia que se había comido sin darse cuenta medio gusano con la mentirijilla de que aquel ser viscoso tenía virtudes medicinales ocultas y que a menudo eran disfrazadas en las pócimas más elaboradas, que me lo había dicho una comadrona muy preparada. En esos pequeños servicios encontré la manera de disfrutar de los placeres del momento sin pensar en los terrores que seguramente me encontraría más adelante. Pero el contentamiento es algo que está siempre sujeto a los caprichos de Dios, y así fue también en ese día. Desde mi posición en la plataforma, fui la primera en ver al joven monje que salía del palacio del obispo para venir al huerto. Lo observé con curiosidad mientras se acercaba al hermano Damien, quien lo escuchó durante unos momentos para después mirar en mi dirección.

Bajé de la plataforma cargada con el cesto, escogí la más perfecta de las manzanas y la froté vigorosamente contra la manga. Cuando el hermano Damien llegó a mi lado, se la ofrecí con mucha ceremonia.

—Creo que este año hemos sido bendecidos con una soberbia cosecha —dijo mientras la aceptaba.

—Así es —afirmé—. Disfruto muchísimo con estos momentos de calma que me da recoger la cosecha.

—Pues entonces lamento tener que interrumpir vuestro placer. Su Eminencia quiere hablar con vos.

—Ah, Guillemette —exclamó Jean de Malestroit cuando me vio entrar—. ¿A qué se debe esa expresión tan grave?

—¿No es antinatural estar entre estas paredes de piedra en un día tan glorioso?

—Quizá el excesivo amor del hermano Damien por la jardinería se te ha contagiado. —Vaciló por un momento, como si estuviese recapacitando en algo, y luego añadió—: Perdóname por haberte arrebatado de tu serenidad. Pero creo que te gustaría ver esto antes de que lo vean los demás.

Me entregó un pergamino escrito por una mano desconocida. Mientras me sentaba, apenas si eché una ojeada al encabezamiento, porque siempre era el mismo en todos los documentos legales, o sea un palabrerío confuso y plagado de frivolidades. «En el nombre de, por la gracia de, con los auspicios de». Estas palabras no eran más que un estorbo que demoraban mi llegada a la única parte de la misiva que tenía interés:

Nosotros, que no deseamos que tales crímenes y actos herejes, que crecen como el cancro a menos que se arranque de cuajo inmediatamente, pasen en silencio, por negligencia o disimulo, y además con el deseo de aplicar la cura requerida con eficacia, en nombre de estos presentes, requerimos y os requerimos, sin descargar la culpa en otro o excusarse a sí mismo a expensas de otro, por este Edicto vinculante, que se presente ante nosotros o ante nuestro representante en Nantes, el lunes que sigue a la festividad de la exaltación de la Santa Cruz, o sea el día diecinueve de septiembre, el noble Gilles de Rais, caballero, nuestro súbdito y bajo nuestra jurisdicción, a quien citamos de acuerdo con los términos de la presente carta ante Nos, como también ante el fiscal de nuestro tribunal en Nantes, con el fin de responder por su protección en nombre de la fe y también de la ley, y por esto, es nuestro deseo que lo expresado en la presente carta sea debidamente ejecutado por vos o por otro entre vosotros.

Dada el martes precedente, el día 13 de septiembre, en el año de nuestro Señor de 1440.

Todavía era pronto para la mencionada fecha, así que el documento aún no había sido entregado a su destinatario. La citación había sido transcrita por orden del señor obispo Jean Guiole, un hombre que no mantenía un contacto habitual con nosotros. Dejé el pergamino sobre mi regazo.

—No lo habéis firmado —señalé.

—Hay otros que tienen la autoridad para hacerlo.

Otra advertencia legal se redactaría al día siguiente:

Yo, Robin Guillaumet, clérigo, notario público en la diócesis de Nantes, me encargué debidamente de entregar esta carta promulgada contra el mencionado Gilles, caballero, barón De Rais, mencionado como principal en este mismo escrito, y ejecutado por mí de acuerdo a derecho el 14 de septiembre del año de 1440, de acuerdo a la forma y manera estipuladas por la misma carta.

—Una vez más, mi señor obispo, no habéis firmado.

—No se requiere que la firma sea la mía —replicó.

Intentaba mantener la distancia.

Jean de Malestroit tampoco acompañó a los oficiales encargados de la detención cuando se presentaron en Machecoul dos días más tarde, el quince de septiembre; envió a otro abogado en su lugar para que acompañara al capitán de armas del duque Juan. El grupo de representantes legales y soldados, bien montados y mejor armados, se presentó en las puertas del castillo de mi señor.

Eran pares y parientes de Gilles de Rais, y entre ellos había hombres que habían combatido a su lado contra los ingleses en Orleans. Intenté imaginar la fortaleza de espíritu que se necesitaba para detener a un camarada de armas. De alguna manera, en un acto incomprensible de hombría, el capitán Jean Labbé, que una vez había cabalgado entre las fuerzas al mando de Gilles, leyó la orden de arresto y exigió que Gilles de Rais se entregara inmediatamente.

Nosotros, Jean Labbé, capitán de armas, que actúa en nombre de mi señor Juan V, duque de Bretaña y Robin Guillaumet, abogado, que actúa en nombre de Jean de Malestroit, obispo de Nantes, requieren a Gilles, conde de Brienne, señor de Laval, Pouzages. Tiffauges y otros tales, mariscal de Francia y teniente general de Bretaña, a que nos permita la entrada inmediata a su castillo y que se entregue prisionero para que pueda responder a los cargos de brujería, asesinato y sodomía.

Como siempre, en cuanto acabaron las vísperas, abandonamos la capilla para volver a la abadía. Jean de Malestroit no se mostró precisamente como un artífice de la palabra, ni yo fui la más locuaz de las interlocutoras; apenas si nos dirigimos una palabra mientras caminábamos por el atrio que rodeaba el exterior de la iglesia.

Sin embargo, las palabras que son necesarias pronunciar acaban por decirse; Jean de Malestroit me cogió de la mano para detenerme.

—He recibido un mensaje del capitán Labbé —me dijo en voz baja—. Llegarán antes de mañana. Intentará en lo posible hacer que la llegada coincida con las primeras horas de la madrugada.

—Una medida muy prudente —comenté con un hilo de voz.

—La captura no planteó ningún problema —añadió—. Tampoco se han producido dificultades en el viaje desde Machecoul. Labbé dice que mi señor se entregó en sus manos con una lastimosa falta de resistencia, como lo hicieron también Prelati, Poitou y Henriet.

Así fue que, con la intención de presenciar la llegada con la mayor intimidad posible, subí las escaleras de la torre norte de la abadía muy poco después de la medianoche. Sostenía en alto una antorcha, y ahora me dolía y temblaba el brazo al que había sometido a demasiados esfuerzos durante los últimos días en la recolección de las manzanas. Necesitaba de la luz más que nunca; los escalones de piedra estaban pulidos hasta el punto de perder la forma original después de muchas centurias de pisadas y solo había unas pocas saeteras que dejaban pasar la luz de la luna. Subí lentamente dando vueltas y más vueltas; tardé un buen rato en llegar a lo alto de la torre y al parapeto desde donde observaría el vergonzante regreso de Gilles de Rais a Nantes.

Salí al pequeño rellano y me asombré ante la belleza de la luz de la luna, que pintaba el ciclo nocturno con delicados rayos como velos blancos a través de las nubes intermitentes. Un número infinito de estrellas resplandecía por encima de mi cabeza, y por un breve momento me sentí transportada muy lejos de mis pesares.

Dejé la antorcha en una grieta que encontré en la base de una monumental bestia de piedra cuya vil expresión me pareció todavía más cruel con el vacilante resplandor de la llama. Abajo estaba la plaza de la ciudad, por la que tendría que pasar la comitiva de Labbé en su camino al palacio del obispo. Era una caída muy grande, quizá de unos cincuenta metros, y cuando miré por encima del borde, sentí vértigo. Me eché apresuradamente hacia atrás y esperé a que se me pasara aquella terrible sensación.

¿Dónde encontraría el sueño para reemplazar el que estaba sacrificando a la espera de ver la macabra procesión? Lamenté no tener a mano una taza de aquel sublime té que la hermana Claire me había servido tan generosamente en Bourgneuf o algún tónico fortificante del boticario. La espera se fue alargando; media, después una hora; la luna se fue hundiendo en el cielo y su luz comenzó a flaquear. Sin embargo, abajo había más luz de la que había esperado; una tras otra, comenzaron a aparecer antorchas en la plaza.

Parecían surgir de la nada, salir sin más de entre las sombras. Su luz brillaba sobre las cabezas de aquellos que las sostenían en alto, y a medida que aumentaba el fulgor vi que las personas que comenzaban a congregarse vestían con las prendas de los humildes, que no eran nobles ni soldados. Cada vez llegaban más, y verlos cautivó tanto mi atención que no escuché el ruido de las pisadas detrás de mí. Fue cuando alguien pronunció mi nombre que comprendí que ya no estaba sola.

En un primer momento no reconocí la voz, porque el eco en el hueco de la escalera distorsionaba cualquier sonido. Jean de Malestroit apareció en el rellano, vestido con una sencilla sotana y sin sombrero.

—No estáis vestido adecuadamente para recibir a un gran señor —comenté.

—No seré yo quien lo reciba —me respondió con una sonrisa—. El capitán Labbé lo conducirá directamente al interior del palacio. Se le han preparado sus habitaciones.

—¡Ah! Habitaciones —exclamé—. Seguramente os referís a la mazmorra.

—Todavía es un miembro de la nobleza, Guillemette: no le faltarán las comodidades; de eso puedes estar segura.

Me volví una vez más hacia el parapeto para mirar a la muchedumbre que seguía aumentando.

—Por lo que se ve, la noticia no ha podido permanecer en secreto.

—Es imposible ocultar una noticia de esta clase.

Jean de Malestroit permaneció detrás de mí durante varios minutos, sin decir palabra. Luego sentí el contacto de su mano en mi hombro.

—Lo siento —susurró.

—Lo sé, Jean.

Permanecimos el resto del tiempo que estuvimos allí, sin decirnos una palabra. Mucho antes de que viéramos el carro que transportaba a Gilles de Rais y a sus cómplices, escuchamos el lejano traqueteo de las ruedas. La multitud en la plaza —que ya sumaba el centenar— comenzó a inquietarse. Desde la altura veíamos cómo las antorchas se movían con un ritmo nervioso, que se hacía cada vez más rápido a medida que el traqueteo de las ruedas se hacía más sonoro. Cuando los primeros caballos entraron en la plaza, las antorchas se movieron hacia ellos como una ola luminosa. Escuchamos el sonido del roce de las espadas cuando los soldados de Labbé las desenvainaron para mantener apartada a la muchedumbre con sus afiladas puntas.

Más o menos consiguieron mantener el orden hasta que el carro apareció a la vista, momento en que la multitud se convirtió en una turba incontenible. Los gritos y los insultos sonaron en la plaza como un coro furioso; las antorchas se agitaban enloquecidas como si fuese la víspera de la festividad de los Santos Difuntos, y los soldados se vieron obligados a romper la formación en su intento por mantener apartados a los que llevaban las antorchas. En el vivo resplandor que alumbraba el carro, distinguí a Gilles de Rais, que se había rodeado de sus compinches y los utilizaba para su propia protección. Los jóvenes que lo acompañaban en el cautiverio se habían convertido ahora en escudos que lo mantenían apartado de las manos de la muchedumbre. Presenciamos la siniestra escena que se desarrollaba ante nuestros ojos, como una impresionante obra trágica cuyo final acabaría por destrozarme el corazón.

Henriet describió más tarde la llegada del grupo a Nantes.

«Casi no sé cómo describir mi condición cuando nos sacaron del castillo. Tendría que haber escapado, pero no parecía haber ningún lugar donde ir; cuánto lamenté no haber tenido la previsión de De Sille y De Briqueville. Mi señor Gilles no respondía a mis preguntas ni a mis ruegos; ninguno de nosotros podíamos llegar hasta él, tan profundo era su ensimismamiento. Lo había visto así en otras ocasiones, pero generalmente cuando se sume en estos silencios es en realidad un ensueño, el disfrute de algo en su interior. No respondió a ninguna de nuestras frenéticas preguntas sobre lo que podía ser de nosotros, sino que se limitó a mirar entre las rejas del carro, mientras rezaba para pedir perdón, afirmaba su devoción a Dios, hacía juramentos de eterna penitencia y renovaba las promesas de viajar a Tierra Santa. A mí me parecía imposible que Dios le estuviese escuchando en aquellos momentos, porque de lo contrario hubiese hecho algo para consolarnos. El rostro de mi señor se veía tenso y lloroso, y parecía terriblemente asustado. Si Dios no escuchaba a un gran señor en esta hora de gran necesidad, ¿cómo podía yo, un simple paje de aquel señor y culpable de muchos de los mismos crímenes, esperar que mis súplicas fuesen escuchadas? La esperanza que pudiera tener de cualquier salvación estaba firmemente ligada a la de mi señor por una cuerda de innegable complicidad.

»En aquel momento, de haber tenido un puñal, me hubiese rajado la garganta. Pero nuestros carceleros se habían ocupado prudentemente de despojarnos de todas nuestras armas, así que me vi obligado a permanecer con vida y a enfrentarme con mi destino, que solo podía ser terrible».