Cualquiera hubiera creído que las charcas de alquitrán de La Brea se encontraban en alguna ubicación remota, pero estaban allí, metidas en medio de todos aquellos gigantes de cristal y acero en el centro de Los Ángeles. Hay una zona de hierba a su alrededor, sin embargo con toda la «civilización» circundante, es fácil olvidar que las charcas estaban ahí primero. Las hueles antes de verlas; piensas que alguien está alquitranando la azotea a pleno sol. Casi me gusta el olor cuando paso por allí. Pero ¿durante todo el día? No lo creo.
Cuando se lo comenté al director del museo, sencillamente sonrió de oreja a oreja y olió con deleite. Después de eso esperé verle golpearse el pecho con los dos puños y chillar, pero se las arregló para contenerse. Un tipo agradable, que demostraba profundo amor por la institución que dirigía. Me esperaba alguien más académico, y me había preparado para vérmelas con la versión paleontológica de uno de esos que van de divinos, que es lo que solemos encontrarnos cuando tenemos que ir a los museos de arte. Todos creen que los polis son unos incultos terminales, pero sí que nos llaman cuando tienen sus molestos problemas de seguridad.
Pero ese tipo adoraba sinceramente su trabajo. Varias veces tuve que decirle: «Eso es muy impresionante, señor, y lamento tener que interrumpirle, pero necesito hacerle unas preguntas de una naturaleza un tanto más específica…». Siempre se disculpaba mucho por haberse desviado del tema.
Le describí el póster que había visto. Se acercó a una mesa y de uno de los cajones sacó uno y lo desenrolló para que lo viera.
—¿Es este?
Una vez más, me hizo estremecer.
—Sí.
—Un tanto anacrónico —comentó—, pero qué demonios, de vez en cuando tienen que divertirte un poco.
Así que el póster había sido idea suya. Supuse que había pasado mucho tiempo justificando su inexactitud.
—Es un póster muy bueno —afirmé—. Estoy segura de que atrajo a un montón de gente que de otra manera no hubiese venido.
—Oh, eso es evidente. La exposición atrajo a un público de lo más diverso, como nunca la habíamos tenido. Vinieron personas de todo el país, de todo el mundo.
Y de todo Los Ángeles, pensé.
Metió la mano de nuevo en el cajón y esta vez sacó un libro con la misma imagen en la portada.
—El libro también ha sido un gran éxito. Era bastante caro por la gran cantidad de fotos en color, pero vendimos muchísimos, se vendieron como rosquillas. Recaudamos una gran cantidad de dinero para la fundación.
—Tuvo que ser una experiencia inolvidable haber participado en todo esto.
—La mejor de toda mi carrera. Sobre todo en las etapas previas. Tuve la oportunidad de trabajar con algunas personas de extraordinario talento.
Dicho esto, exhaló un sonoro suspiro y sacudió la cabeza.
—Y pensar que estuvo a punto de no hacerse…
Con la ilusión de que se explicaría mejor, esperé unos segundos antes de preguntarle:
—No recuerdo haber leído nada en los periódicos referente a una cancelación.
—No, claro que no. Lo mantuvimos todo en secreto. Avisamos a la policía, por supuesto, así que me sorprende un tanto que no esté enterada. Tuvimos una amenaza de bomba.
—¿En serio?
—Sí, menudo susto. Supongo que está bien que usted no lo supiera, porque eso significa que conseguimos nuestro objetivo. A uno de nuestros patrocinadores le preocupaba mucho la publicidad. Teníamos miedo de que decidiera retirarse. Tuvimos que negociar hasta el último minuto para mantenerlo en el proyecto. Lo de la bomba resultó ser una falsa alarma, pero el patrocinador, que era el creador de la mayoría de los artilugios electrónicos de los animatrónicos, insistió en que instaláramos un mejor sistema de seguridad.
—Tampoco era una mala idea.
—No, pero es muy caro. Al final, él mismo acabó pagando parte de la instalación.
Todo muy interesante, aunque probablemente no tenía nada que ver con mi búsqueda.
—Estoy trabajando en un caso relacionado con varios chicos. La mayoría de ellos parece haber visitado aquella exposición. Es el único vínculo común que he encontrado hasta el momento, así que me interesaría averiguar algunas cosas sobre las personas que trabajaron en la exposición.
En su rostro apareció una expresión de curiosidad.
—Suena muy amenazador.
—Así es. Desafortunadamente, hasta que no hayan investigado un poco más las pistas, no puedo decirle nada más.
—Pues es una pena, porque quizá podría limitarle un poco el campo de la búsqueda. Hubo centenares de personas que participaron en aquella exposición.
—Supongo que no eran todos empleados del museo.
—Muy pocos. Contratamos muchos de los servicios como los de limpieza y suministros. El sistema de seguridad del que hablábamos: otra compañía envió a sus empleados. Teníamos nuestras propias cámaras, por supuesto, y el patrocinador que le mencioné instaló el sistema de videograbación para nosotros, incluso con la pantalla azul.
—¿La pantalla azul?
—Sí, creía que todo el mundo lo sabía. Resultó ser una atracción casi tan grande como la propia exposición.
En respuesta a mi mirada de perplejidad, me preguntó:
—¿Tiene hijos?
—Tres.
—Hummm. Creía que todos los chicos de Los Ángeles habían visitado la exposición.
—El padre trajo a mis chicos con un grupo, y creo que también vino otro de los padres. Pero no recuerdo que mencionaran una pantalla azul. Me comentaron que los animales se movían y lo de los caballeros, pero nada acerca de una pantalla azul.
—La idea fue convertir el sistema de seguridad en parte de la muestra, como una manera de evitar que se convirtiera en un motivo de distracción. En realidad era un montaje muy espectacular. Teníamos un sistema de vídeo de calidad profesional, nada que ver con lo que esperas de una cámara de vigilancia normalita. Grababa a todos los visitantes mientras pasaban por la entrada. Había una lámpara fluoroscópica para controlar el contenido de las mochilas y los bolsos, pero los visitantes tenían que hacer funcionar el aparato ellos mismos para observar el contenido de sus bolsos a medida que entraban. Por supuesto había un guardia de seguridad que vigilaba, pero hacía que los visitantes tuvieran la sensación de estar colaborando en la vigilancia. Todo era maravillosamente interactivo. Pero la estrella de todo el sistema era la pantalla azul. Es la que utilizan en las salas de efectos especiales cuando filman una película y quieren insertar a las personas en fondos que han rodado previamente. En nuestro caso, animábamos a los visitantes a que hicieran un poco el payaso delante de la cámara y luego, mientras avanzaban en la cola, se veían a ellos mismos en una variedad de fondos diferentes. Uno era esta especie de magma primigenio, otro era un bosque medieval con un jabalí que saltaba desde detrás de un árbol. A todo el mundo le encantaba, y a nosotros nos permitió disponer de una muy buena imagen de cada una de las personas en la cola sin parecer el Gran Hermano. Fue algo muy inteligente. El patrocinador se esforzó al máximo por conseguir que se tratara de algo especial.
A mí me pareció un tanto excesivo, pero preferí callarme la opinión.
—Así que filmaron a todos los visitantes. Con su consentimiento, claro está.
—Sí. En realidad, todo el montaje resultó muy divertido, y además podían comprar la cinta de vídeo con las escenas donde aparecían. Las ventas cubrieron una buena parte del coste de la instalación.
—¿Había más guardias de seguridad en las salas de exposición?
—Sí, había dos que recorrían las salas, y otros dos en la cabina donde estaban instaladas las pantallas de las cámaras.
—¿Guardaron las cintas grabadas?
—Nosotros no. Han pasado dos años desde aquella exposición. Hemos hecho multitud de copias de las cintas grabadas a través de nuestro propio sistema de seguridad interno. Pero no sé nada de las cintas de la pantalla azul.
—¿Quién las puede tener si es que no fueron destruidas?
—La compañía de seguridad. —Vaciló un momento—. Quizá el patrocinador.
El patrocinador. No el patrocinador Fulano o Zutano, o un patrocinador. Solo el patrocinador.
—¿Puede darme el nombre del patrocinador si es tan amable?
Otro segundo de vacilación.
—Prefiere que su nombre no se haga público.
Peliagudo, pensé, así que insistí.
—Estoy segura de que él comprenderá que usted nos haya facilitado el nombre, a la vista de la situación que estamos investigando.
—No estoy en condiciones de tomar ese tipo de decisión a menos que sepa cuál es la naturaleza de la «situación».
Era obvio que una mano tendría que lavar a la otra.
—Todo lo que puedo decirle en este momento es que estamos investigando una serie de casos de pedofilia, posiblemente relacionados entre ellos.
Hubiese sido mucho más sencillo con un pedófilo en serie, pero de cualquier manera el director se mostró impresionado.
—Entonces, supongo que es un asunto bastante grave.
—Lo es. —Le alcancé mi libreta abierta en una página en blanco. Quizá si no tenía que pronunciar el nombre en voz alta, no le parecía que estaba traicionando la confianza de la otra persona—. Ahora, le estaría muy agradecida si tuviese la bondad de escribir el nombre del patrocinador.
Cogió la libreta y el bolígrafo enganchado en el borde superior. Con un gesto un tanto melodramático escribió el nombre. Luego volvió a enganchar el bolígrafo, cerró la libreta y me la devolvió.
No hice el menor gesto de abrirla para averiguar de quién se trataba. No quería revelar mi sorpresa si se trataba de una persona famosa.
—También necesitaré el nombre de la compañía que envió a los guardias de seguridad, y el de la compañía de limpieza. —Le alcancé de nuevo la libreta.
—Faltaría más. —Escribió rápidamente los dos nombres—. ¿Puedo ayudarla en algo más?
—Le estaría muy agradecida si me dijera dónde está la oficina de personal. Necesito echar una ojeada a los registros correspondientes a los días de la exposición.
Para entonces, su actitud se había enfriado considerablemente. Su expresión decía: «Esto ya no es divertido». Tendría que volver en otro momento si quería preguntarle alguna otra cosa más específica. En cualquier caso, ya había conseguido una nueva pista después de varias semanas.
Wilbur Durand. Se trataba de uno de aquellos magos de los efectos especiales que había hecho una impresionante cantidad de trabajos para Hollywood, la mayor parte en películas de terror. Comencé a buscar información sobre el tipo, aunque no me lo impuse como una prioridad porque no quería distraerme de la nueva ronda de entrevistas con las familias y los presuntos sospechosos que habían sido descartados.
A pesar de mis buenos propósitos, se produjo una distracción. Cinco días antes de que se cumpliera la marca de los dos meses, una familia denunció la desaparición de un chico de doce años. Pero esta vez había una sorprendente desviación del patrón anterior: el chico era negro, si bien de piel muy clara. Todo lo demás encajaba; era un buen chico, a quien se había visto por última vez en compañía de un hermano mayor. El agente que había recibido la primera llamada se había enterado de que había una cierta enemistad entre los hermanos y me comunicó la información inmediatamente. Antes de ir a la casa llamé por teléfono y hablé con los padres. No tardé mucho en descubrir el origen de la enemistad: el padre biológico del chico desaparecido era el segundo marido de la madre y padrastro del hijo mayor, que manifestaba sus celos montando escándalos domésticos en cuanto se le presentaba la oportunidad. La madre del chico desaparecido me comunicó que la abuela había visto cómo los dos hermanos habían discutido de forma violenta poco antes de la desaparición.
Así que todo encajaba a las mil maravillas; solo tenía el pequeño problema del color de la piel.
La madre se mostró sorprendida y enfadada cuando en el transcurso de nuestra conversación telefónica le solicité que su hijo mayor se presentara para una entrevista sobre el tema.
«Él no —me respondió—. Es un chico muy pero que muy bueno, se comporta más como un padre que como un hermano. Tienen sus diferencias como todos los chicos, pero se quieren mucho, sé que es así».
No me quedó otro camino que el de insistir. La madre acabó por acceder y dijo que lo traería a comisaría. Yo hubiese preferido ir y hablar con él en la casa, pero ella insistió en venir con el chico.
Se presentaron sin demora, y el sargento los acompañó a una sala de entrevistas. Cuando entré, me quedé un momento en el umbral y los miré como una completa idiota. Para que después me hablen de preparación para la diversidad.
La madre y el hermano mayor eran blancos.
Fue como un salto de pértiga, una epifanía. El aspecto de las víctimas era aproximadamente el mismo en todos menos en uno de los chicos desaparecidos, pero no era ese el único factor determinante en el proceso de selección del secuestrador; ahora estaba absolutamente segura. Era el color de la piel de los presuntos secuestradores lo que concordaba.
Para que las cosas parecieran bien hechas, formulé una serie de preguntas importantes. Me las respondieron inmediatamente, sin vacilar, sin desviar las miradas, sin ninguna de las señales clásicas de que estaban ocultando algo importante o mentían. Cuando le pregunté al hermano mayor si aceptaría someterse a la prueba del polígrafo para verificar sus declaraciones, ni siquiera parpadeó, sencillamente dijo sí en el acto. Pensé que su madre iba a darle un beso.
La última pregunta que hice fue la única que me importaba en aquel momento.
—¿Tú y tu hermano fuisteis a algunos acontecimientos especiales en el último par de años?
Tanto la madre como el muchacho me miraron completamente desconcertados. Sabía que a ambos solo les interesaba escuchar preguntas que fueran relevantes para la búsqueda del chico desaparecido. Así y todo, el hermano respondió a la pregunta.
—Un par de finales de la liga de baloncesto, un concierto, aquella exposición de los dinosaurios en el museo de La Brea…
A la vista de cómo habían sido investigados previamente, no había ninguna razón plausible para que cualquiera de esas personas tuvieran que responder a más preguntas relacionadas con los lugares donde habían estado con sus hijos desaparecidos. Ya había hablado con la mayoría de ellos valiéndome de la excusa de familiarizarme con los casos individuales, pero en esa nueva ronda las preguntas serían más afiladas. Necesitaría de una gran labia y de la voluntad de pedir disculpas, la mayoría de las veces por cosas que no había hecho. Había que ponerse en la piel de aquellos que habían tenido que soportar humillaciones y agravios, de verse como sospechosos, casi acusados, de haberle hecho daño a un ser amado y después soportar que el acusador les dijera: «Tampoco era para tanto, en realidad no iba en serio». Por qué legiones de abogados no se habían lanzado como carroñeros sobre el departamento de policía de Los Ángeles cuando se acabaron las investigaciones iniciales es uno de esos misterios insondables. El trauma de sus experiencias torturaría a estas personas durante mucho tiempo, y yo tendría que actuar con mucho cuidado para que ninguna de ellas pudiese pensar ni por un momento que volvían a ser sospechosas.
Le juré a todos que la información me ayudaría a decidir si alguna de las nuevas teorías sobre la desaparición de sus hijos podía funcionar, y la explicación fue aceptada sin mayores dificultades. Así y todo se mostraron un tanto desconcertados por la pregunta: ¿A qué acontecimientos especiales fueron ustedes con su hijo en el último par de años? Hubiese sido demasiado tendencioso preguntar sin más: ¿Ustedes y su hijo fueron a la exposición de las bestias prehistóricas? No podía arrancarles la respuesta, tenía que surgir espontáneamente.
En todos los casos, las familias mencionaron el museo. Hablé con todas ellas durante los tres o cuatro días siguientes y llegué a una nueva conclusión: la mayoría de esas personas estaban al comienzo de la mediana edad, medían entre el metro sesenta y cinco y el metro setenta y cinco de estatura (incluidas las tres mujeres), pesaban el peso promedio o por debajo y todos eran blancos.
Ahora tenía una primera, aunque muy general descripción física del sospechoso.
Necesitaba hablar con el psicólogo, pero en territorio neutral. Ir a su despacho me hacía sentir como una estudiante, y no quería tener esa sensación con él. La sala de la división era un caos, así que acabé por pedirle que él sugiriera un lugar donde encontrarnos. Terminamos en el muelle de Santa Mónica para disfrutar de una comida a base de perritos calientes.
Las gaviotas se mostraban tan escandalosas como siempre, pero el ruido no me molestaba. Me encanta el muelle, con todo aquel movimiento y vitalidad. El lugar puede ser bastante desagradable cuando se llena de gentuza, chicos y chicas, sobre todo los viernes y los sábados por la noche. Sin embargo, a primera hora de la tarde siempre era un paraíso. A mis chicos les encantaba, sobre todo a Evan, uno de nuestros lugares especiales.
—Todos los sospechosos iniciales tienen aproximadamente estaturas parecidas, entre el metro sesenta y cinco y el metro setenta y cinco, y todos son delgados. Por lo tanto, supongo que mi sospechoso comparte estas características, dado que son bastante difíciles de imitar.
—¿Qué hay de las facciones?
Pensé en el póster, con el manchón negro donde debían estar los ojos. La imagen mental que me había hecho del sospechoso tenía un manchón más grande y oscuro donde debía estar el rostro.
—No tengo ni la más remota idea de cómo puede ser el rostro de ese tipo.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres que te diga a partir de esto?
—Quiero que me vuelvas a hablar de las características psicológicas, si no te importa dar palos de ciego. Por fin he encontrado algo que todos los chicos desaparecidos y los primeros sospechosos tienen en común. Todos fueron a una exposición en el museo de La Brea.
—¿Aquella de los animales prehistóricos?
—Sí. Duró mucho tiempo y la visitaron no sé cuántos miles de personas. Así que debo investigar a todas las personas que trabajaron allí durante aquel período o estuvieron relacionadas con aquella exposición, incluidos los empleados de algunas de las empresas que suministraron servicios.
—Parece una montaña de trabajo.
—Sí, lo es. Me gustaría separar un número razonable de sospechosos entre centenares y necesito toda la ayuda que pueda conseguir.
—¿Estás bien segura de que es allí donde encuentra a las víctimas?
—En estos momentos no es más que un deseo. A fuer de sincera, a mí también me parece algo muy traído por los pelos, pero es el único vínculo común.
—Pues si es alguien que trabaja en el museo o está asociado a él, entonces es probable que tengas entre manos a un asesino organizado.
Eso era algo obvio.
—Verás, las elecciones no parecen ser espontáneas.
—Es verdad, y podría ser uno de los determinantes, pero hay otras sutilezas que vale la pena reiterar. Los asesinos organizados son, por lo general, personas bastante discretas que viven en un mundo fantástico muy bien estructurado y diametralmente opuestas a los tipos desorganizados que son mucho más impulsivos en sus fantasías y los actos. Tu asesino organizado planeará su acto hasta el último detalle como parte de su fantasía. Después saldrá a la calle y, si me perdonas la palabra, ejecutará la fantasía. El tipo desorganizado tendrá fantasías desmadradas y algún acontecimiento exterior lo llevará a salir y escoger a un chico al azar. Lo que le hacen a la víctima no necesariamente coincide con la fantasía que incitó el secuestro, excepto de una manera muy general.
—Cuando hablas de discreto, ¿a qué te refieres? Si estás haciendo algo así, yo diría que tienes que ser atrevido. Parece una contradicción hablar de atrevido y discreto.
—Hace falta tener un punto de valor, no te lo niego. Pero también puedes decir que esa valentía es compulsiva. Probablemente no verás ninguna manifestación exterior; muy pocas de las personas que cometen agresiones sexuales contra los niños son tan abiertamente pervertidas como para que las identifiquemos como tales. A todas horas escucharás a todo el mundo decir que se ve en sus ojos, por lo general después de cometer el hecho, pero la verdad es que si a cualquiera de esos tipos los vistes con traje y corbata no lo reconocerías ni a la de tres. Eso es algo que va en contra de la imagen que te viene a la mente; la mayoría de nosotros nos imaginamos inmediatamente a un personaje del tipo Manson, aunque Manson era más un asesino a lo loco que un asesino en serie: desmelenado, la ropa rotosa, la mirada enloquecida, todas las señales de una psicopatía que nos pone sobreaviso. En la mayoría de estos casos, la cubierta del libro no tiene nada que ver con el contenido; la mayor parte de los hombres que cometen asesinatos en serie o pedofilia en serie existen dentro de envoltorios externos que son sorprendentemente normales. John Wayne Gacy es el ejemplo perfecto de un tipo que parecía del todo normal en apariencia. Era un constructor de buena fama con una empresa que prosperaba durante el tiempo que cometió sus crímenes. Como su propio jefe, tenía la libertad de disponer de tiempo para satisfacer su compulsión, y el dinero que le ayudaba a conseguirlo. Podríamos repasar toda la lista de los criminales más famosos de la historia y nos encontraríamos con un alto índice de aparente normalidad, incluso con algunas figuras excepcionalmente atractivas. Aquello que distingue a estos hombres de todos los demás es una cuestión mucho más interna que externa.
Unos cien metros más allá, uno de los encargados de la limpieza del muelle arrojó una bolsa de basura al contenedor. Las gaviotas se lanzaron en picado con un gran estrépito de batir de alas y agudos graznidos. Atacaron el plástico de la bolsa con sus afilados picos; unas pocas remontaron el vuelo con su botín. Otras continuaron peleándose entre ellas por la basura y las demás permanecieron posadas en el contenedor sin intervenir.
—Supongo que es la supervivencia de los más aptos.
—Es un impulso muy fuerte. —Errol arrojó una concha rota a la arena debajo del muelle—. Hay un antropólogo llamado Lyall Watson que apunta a que los comportamientos que nosotros consideramos malos a menudo tienen, en términos generales, un significado muy importante en términos de supervivencia. Lo explica en el contexto de la teoría de la evolución de Darwin. Dice que las alteraciones en el orden del mundo, específicamente en el aumento de la población, han contribuido al incremento de actos malvados que hemos registrado en los últimos dos siglos. Y la explicación de por qué los asesinos en serie son casi exclusivamente hombres sería que compiten por transmitir su material genético. Si eliminas a los rivales, tus genes tienen más oportunidades.
—A mí me parece un tanto rebuscada.
—Sus teorías son de una gran ayuda a la hora de obtener una explicación de por qué algunas personas cometen las locuras que hacen cuando no hay ninguna otra razón evidente. Debo admitir que tampoco estoy muy enterado del tema, y esto es algo que me pagan por hacer.
—Pues entonces estoy varada.
—Quizá no. Eres una mujer muy inteligente. Quizá yo te pueda ahorrar algo de tiempo y esfuerzos. Es poco probable que sea un empleado del museo.
—¿Por qué?
—Porque es algo muy poco habitual que un asesino organizado ensucie su propio nido.
—Gacy enterró a todas sus víctimas en el sótano de su casa. Dahmer las metió en el congelador.
—Lo creas o no, ellos son más excepciones que reglas. Realmente se pusieron en el disparadero de que los atraparan, y ambos acabaron detenidos precisamente por eso. Un empleado del museo se pondría inmediatamente en una situación de mucho riesgo si escogiera a sus víctimas allí. Yo me concentraría en las personas con asociaciones exteriores. Los contratistas. Las personas que prestaron servicios. Y otra cosa, por la manera que se realizan estos crímenes, es necesario contar con una cierta infraestructura.
—Lo sé. Es algo que he estado pensando. Tiene que tener algún lugar donde prepararse, disponer de algún lugar remoto donde llevar a los chicos.
—Todo eso cuesta dinero. Tiene que confeccionar disfraces, comprar vehículos, contar con todos los elementos para crear las ilusiones. Este tipo ha tenido que estar ahorrando para esto desde hace mucho tiempo o si no, es rico.
—El director del museo habló de uno de los patrocinadores. Dijo que el tipo financió en parte el sistema de seguridad porque no le gustaba el que tenían en el lugar.
—¿Cómo se llama?
—Wilbur Durand.
Errol se quedó boquiabierto.
—¿El tipo de los efectos especiales?
—Sí.
—Vaya, que me cuelguen —exclamó.
Antes de que tuviera la oportunidad de preguntarle qué había querido decir con eso, comenzó a sonar mi busca. La vibración en la cintura me sobresaltó.
—Espera un momento —le dije mientras respondía a la llamada.
Le tocó esperar lo suyo. Teníamos un cadáver.