Quince

Chère maman:

Junio ha comenzado gloriosamente con cielos azules, vientos cálidos y el aire cargado con el perfume del jazmín. Estamos muy contentos con su abundancia este año, porque hay una hermana en uno de los conventos vecinos que sabe extraer la esencia de un pote lleno de pimpollos como si fuera una hechicera, una muy útil y bienvenida herejía si se puede decir que algo así existe. Lo emplea como base para elaborar unas fragancias más complejas, todas las cuales propician el culto al inducir un estado de calma y paz en el creyente.

Hace tres días, Su Santidad se torció un tobillo, y se comenta que a consecuencia de la herida presenta una coloración morada y amarilla, pero por lo demás está perfectamente. Por supuesto, esto no es todo; el cardenal que estaba con él en el momento dice que se cayó sin más, pero un obispo que también estaba presente afirma que al parecer pisó el doblez de su sotana con la punta de una de sus zapatillas. Ahora tenemos una intriga entre un cardenal y un obispo dentro del círculo íntimo del Papa; ¡no hace falta tener mucha imaginación para saber quién triunfará en esta lucha de poder! Los cotilleos sobre el estado de salud de Su Santidad comenzarán con la puesta de sol.

Espero que estas noticias te ayuden a olvidar por un momento los terribles acontecimientos que ahora te rodean. Ninguna de nuestras tontas intrigas pueden compararse con aquello con lo que te enfrentas en Bretaña. No te desanimes, querida mamá, y sé tan fuerte como siempre; Dios hará lo que quiera hacer, y debemos aceptar su voluntad como parte de un plan, la sabiduría del cual quizá nunca llegaremos a comprender, pero de la cual podemos estar seguros.

¿Qué sabiduría? No había ninguna que yo pudiera ver en el desarrollo de los acontecimientos.

El jazmín del que Jean hablaba con tanto entusiasmo aún tenía que echar pimpollos en el norte, pero eso no me preocupaba porque su aroma siempre me había parecido atosigante, sobre todo en los perfumes: es preferible el olor corporal porque es de una franqueza admirable. El sol de Bretaña siempre es más débil que aquel que bendice al cálido sur; el aire es más fresco y los olores más apagados. Si aquí nos consuela algún éxito, es el de nuestros huertos cuidados por el amor paternal del hermano Damien. Los últimos pétalos de los perales habían caído al suelo por obra de las brisas de Bretaña como una nevada fuera de época, y si el verano se mantenía como hasta entonces disfrutaríamos de una abundante cosecha. Ya casi podía saborear las deliciosas jaleas que llenarían nuestras despensas cuando llegara el momento.

Querido Jean:

A través de tus ojos y palabras conozco la hermosura de Aviñón, algo que me ayuda a mantener a raya mis aflicciones, aunque solo sea por un momento. Cuando viaje allí en otoño todo me resultará conocido. Sin duda tú recuerdas cómo es junio aquí, pero este año las flores y los árboles me parecen más maravillosos que nunca, un tesoro por el que estoy agradecida porque me siento muy indefensa en la estela de nuestros descubrimientos. Siento como si me hubieran arrancado el alma. Esta búsqueda, que comencé con tan buenas intenciones, ahora parece tener vida propia y reclama perpetuarse, con independencia de mis deseos. Me siento tan profundamente desgarrada…; ansió y rechazó al mismo tiempo el oscuro conocimiento que Jean de Malestroit descubre con el paso de los días y que, tal como le hice prometer, comparte conmigo. Mi deseo de conocer el destino de los niños perdidos está siendo rápidamente ahogado por el miedo a saber quién se los ha llevado. Cada día, una nueva flecha se clava en mi pecho, y no importa lo mucho que lo intente, no consigo arrancarlas, pese a saber que se infectarán allí dentro y me envenenarán si no las saco pronto.

La más afilada de estas flechas que me atravesaban el corazón era la creciente certeza de que mi señor Gilles no era el hombre que yo creía que era. Una vez había sido el verdadero hermano de mi propio hijo, con sus faltas desde luego, pero así y todo parte de mi familia. Él era uno de los pocos vínculos que aún me quedaban con aquel hijo perdido, y ahora debía ver cómo lo destruían.

Los rumores, sobre todo estos, se extienden como una plaga, me dijo Jean de Malestroit una mañana. Debemos ser discretos y evitar que mi señor se entere de todo esto innecesariamente. No tenemos por qué inquietarlo sin una causa razonable.

El verdadero significado de estas palabras era que no deseaba que mi señor se enterara de que estaba bajo sospecha. Sin embargo, resultó ser que mi obispo no tenía motivos para preocuparse debido a que mi señor estaba ya muy preocupado con sus propios asuntos como para molestarse en responder a los rumores. Estaba demasiado ocupado en defenderse de la tremenda cólera del duque Juan V después del incidente en Saint-Étienne-de-Mer-Morte.

—¿Cincuenta mil escudos? ¡Dios mío!

La carta del duque Juan V imponiendo aquella monumental multa estaba sobre la mesa delante de Jean de Malestroit, cuya mirada de satisfacción apenas si podía disimular.

—¡Es prácticamente imposible que alguien pueda pagarla! —protesté—. Ni todas las joyas del rey alcanzarían. Ni siquiera cuando disponía de toda su fortuna, mi señor Gilles hubiese podido hacerlo.

No fue necesario que Su Eminencia hiciera comentario alguno para demostrar su placer ante este nuevo acontecimiento. Tenía la expresión del gato que se acaba de comer al canario.

Me acerqué a la ventana, donde el aire no era tan rancio como aquel que de pronto había parecido rodearme. Las nubes plomizas no fueron de mucho consuelo. Mientras contemplaba el exterior, escuché cómo Jean de Malestroit se levantaba de su silla. Se me acercó por detrás y apoyó una mano en mi hombro en lo que parecía ser un gesto de consuelo.

—No hay nadie que se complazca al ver la desgracia de otro, Guillemette, pero esta vez incluso tú debes admitir que es bien merecida.

Su consuelo hubiese significado mucho más para mí si su complacencia no hubiese sido tan evidente. No podía rebatir con razón que la multa era injusta, pero daba lugar a que surgieran otras preocupaciones, entre ellas la posibilidad de una violenta reacción por parte de mi señor.

—El hombre es un guerrero —repliqué—. Si lo golpeáis, seguramente responderá con otro golpe igual o más terrible todavía.

El obispo consiguió reprimir la sonrisa.

—Sin crédito, el hombre se verá impotente, y con semejante multa pendiente sobre su cabeza, nadie le prestará ni un sou. Ya veremos cómo reacciona cuando tenga que pagarla de su propio peculio.

Mi señor reaccionó como si no tuviese que pagar multa alguna. Se produjo otra salvajada de su parte, quizá la más descabellada hasta el momento. Llevado por lo que fue descrito por los presentes como un ataque de cólera, mi señor sacó al hermano Le Ferron del castillo de Saint-Étienne y se lo llevó encadenado a las mazmorras de su propio castillo en Tiffauges. Allí sometió a Le Ferron a torturas y humillaciones mucho más terribles que aquellas que había practicado con sus peores enemigos. Todo esto llegó a oídos del hermano de Le Ferron, Geoffrey, quien como era de esperar se dejó llevar por la ira.

—¿Por qué Tiffauges? —pregunté en voz alta.

—Porque está fuera de la autoridad del duque Juan V —respondió Jean de Malestroit—. El otro lugar donde podía haberle llevado era Pouzages. Ha vuelto a perder Champtocé.

Su posesión de Tiffauges y Pouzages era ficticia, dado que en realidad pertenecían a su esposa, quien hasta el momento no había permitido a su desesperado marido que las vendiera. Sentía una profunda pena por la señora Catherine; todos la sentíamos. Era una mujer convertida en un fantasma, un ser informe sin ninguna influencia, siempre tan silenciosa y malhumorada. Aunque Gilles había tenido una hija de ella como era su obligación, estoy segura de que ambos habían apretado los dientes durante todo el acto de la concepción de la pequeña Marie. Por una de esas ironías del destino, era una niña muy bella y cariñosa, y lo más parecido a una nieta que yo llegaría a tener. A menudo me preguntaba cómo podía ser ella el producto de semejante discordia.

Porque era discordia y mucha. Mi señor nunca había tenido una palabra amable para con su esposa ni le había demostrado el menor afecto en todo el tiempo que estuve con ellos; en el mejor de los casos, cuando tenían un día bueno, él la trataba de una manera que se podía describir como de distante cortesía. La mayoría de las veces solo con el más absoluto desdén, excepto en lo relacionado con su aspecto: se preocupaba mucho de que su vestuario fuera el mejor y el más elegante para que fuera un ornamento digno de su posición. De haberla tratado como la mayoría de los nobles trataban a sus esposas, con cortesía y discreción en sus aventuras, todos lo hubiéramos admirado mucho más. En cambio intentó someterla por la fuerza en asuntos de propiedades donde se necesitaba de su consentimiento, casi siempre con la ayuda de su suegro Jean de Craon. A menudo escuchábamos los gritos de amenaza que resonaban por las habitaciones y pasillos de Champtocé, y todos temíamos por ella.

En una ocasión, quizá un año antes, Jean de Malestroit me había preguntado: «Dime, Guillemette, porque tú seguramente lo sabes, ¿él le pega?».

La pregunta no tendría que haberme sorprendido tanto como lo hizo, porque había venido a cuento durante una discusión sobre la naturaleza del matrimonio, una discusión propiciada por un escandaloso asesinato. Cierta dama harta de las palizas de su marido le había respondido a la última con la punta de una daga, bien empuñada y mejor ensartada. El cruel libertino había muerto desnudo y revolcándose en su cama mientras que su mujer también desnuda y manchada de su odiada sangre lo miraba agonizar. Todos habíamos visto de vez en cuando los morados en su rostro y advertido sus miradas de vergüenza, aunque nadie osó nunca intervenir; tales cuestiones eran cosas entre marido y mujer, a menos que la esposa tuviera una parentela poderosa. La suya no tuvo el poder suficiente para salvarla del patíbulo, pero después se suscitaron largas discusiones sobre las relaciones entre marido y mujer, y cuál sería la mejor conducta. No hubo mucho acuerdo entre los participantes, y yo recordé a la comadre de Bath, cuando manifiesta su juicio sobre los casamientos de la nobleza con tanta precisión: «En las casas nobles, no todos los platos y copas están hechos de oro».

—Es imposible no preguntarse a veces qué ocurre entre ellos —respondí diplomáticamente—. Ahora estoy segura de que quería una confirmación de mi parte y que mi respuesta lo desilusionó. —Con un temperamento como el de mi señor, ciertamente siempre existe el peligro de que pegue a la señora Catherine de vez en cuando.

—Pero tú no lo sabes a ciencia cierta…

—No, Eminencia. —Recuerdo que me hizo sospechar un poco aquella insistencia. Yo había sido ama de cría y niñera de mi señor, y no la doncella de cámara de su esposa, una posición que quizá me hubiese permitido un conocimiento más íntimo, pero menos dignidad—. Tal conocimiento hubiese requerido mi presencia en la alcoba de la señora Catherine. Mi señor casi nunca estaba allí. Y cuando aparecía, os lo aseguro, no estaba invitada.

Sin embargo, el hombre era un empecinado inquisidor y no estaba dispuesto a desistir del empeño.

—¿Ninguna de sus damas mencionó el tema, ni siquiera de pasada?

Esbocé una muy débil sonrisa aunque con mucha satisfacción.

—Eminencia, estoy asombrada —repliqué—. ¿Queréis que preste atención a semejantes cotilleos?

A partir de aquel momento no planteó más preguntas, si bien me llevó a pensar en el tema, aunque no era de mi incumbencia. Después de todo, mi señor había llevado a la señora Catherine al matrimonio contra su propia voluntad y el de toda la familia, y el asunto estuvo a punto de desembocar en una guerra, luego la cortejó falsamente con tanto fervor que ella comenzó a creer en sus juramentos de amor. Cuando llegó el momento de presentarse ante el sacerdote (que fue convencido a punta de espada para realizar la ceremonia contra las órdenes de la familia), Catherine de Thouars estaba dispuesta a jurar su amante fidelidad al barón Gilles de Rais. Imaginen su desilusión cuando descubrió los verdaderos fines de su matrimonio.

Pero aunque mi señor la había sometido a toda clase de vejaciones por el tema de las propiedades, no había conseguido sus propósitos, porque Pouzages y Tiffauges permanecieron firmemente bajo su control. No obstante, tuvo que haberle hecho algo después de los acontecimientos en Saint-Étienne. O quizá su vergüenza era tan enorme que ya no había podido permanecer en Bretaña ni un minuto más. La mujer había escapado hasta el castillo de un primo en Pouzages, Francia, y se había llevado con ella a la pequeña Marie que entonces tenía diez años. Gilles de Rais se había quedado solo con su cólera.

No pude menos que preguntarme qué pensaría Jean de estos acontecimientos en el muy resguardado reino del Papa en Aviñón. «Temo por mi señor —le escribí—, temo por su alma. ¿Has recibido más noticias de esto por otras fuentes, y si es así, qué dicen? —le pregunté—. Hemos tratado de ser el máximo de discretos, pero los rumores tienen alas».

Cuando fui a ver a Jean de Malestroit después de maitines con el fin de darle esta carta para que la enviara a Aviñón, lo encontré sumido en un estado de profunda concentración de la clase que solía reservar para los muy importantes asuntos de Estado o temas vinculados con la fe. La hoja de papel que tenía sobre la mesa era muy basta y cortada de una forma poco habitual, como si hubiese sido elaborada por el propio remitente. No me hubiera fijado tanto de no haber sido por la atención que le dedicaba Su Eminencia.

Esperé en silencio, como se requería; cuando él acabó de leerla, dejó la hoja y se frotó los ojos por unos instantes. Luego se cubrió el rostro con las manos y exhaló un suspiro entre los dedos.

—¿Eminencia? —dije en voz baja.

No levantó la cabeza. Continuó con el rostro tapado.

—¿Sí? —respondió con voz ahogada.

—Estáis preocupado…

Ahora apartó las manos y me miró.

—No creo que ahora mismo puedas considerarlo algo sorprendente.

Apoyó la mano en el papel y me indicó con un gesto que me convenía leerlo. Se levantó de su silla y me invitó a sentarme para que leyera.

La escritura era burda y no había firma. Pero las descripciones eran muy claras, y nadie que no poseyera una imaginación brillante podría habérselas inventado. Eran tres relatos de actos de brujería durante los cuales mi señor supuestamente había intentado invocar al demonio para sus propios fines.

Me temblaban las manos mientras leía el texto.

Cogieron velas y unas cuantas cosas más, además de libros de magia y, de acuerdo con las instrucciones, trazaron varios grandes círculos con la punta de la espada de mi señor. Cuando acabaron de dibujarlos y de encender una antorcha, todos excepto el hechicero y mi señor abandonaron la habitación. Se colocaron en el centro de los círculos, en ángulo a la pared, momento en el que el hechicero trazó un símbolo en la tierra con un tizón encendido que habían traído y echaron encima un poco de magnetita y unos polvos aromáticos, cosa que provocó la aparición de una nube de humo asfixiante…

El hechicero. Me levante en cuanto acabé la lectura y le devolví la tosca hoja de papel.

—¿Creéis lo que relata?

El obispo vaciló un instante.

—Los incidentes están descritos con tanta claridad que existen razones para creerlo.

La respuesta a la pregunta que le formulé a continuación ya la sabía, pero se la hice de todas maneras, con la ilusión de algo mejor.

—¿Qué corresponde hacer ahora?

Se paseó por la habitación, pero sus pasos no hicieron el menor ruido.

—Estas acusaciones son tan graves que se requiere, incluso si fuera contra mi voluntad, que realice una investigación oficial. Con el tema de la herejía tan claramente planteado… el duque Juan V me exigirá que actúe contra él.

—La acusación de herejía es algo que corresponde investigar a un juez de la Inquisición —manifesté, con lágrimas en los ojos—. Si corresponde o no actuar es algo que solo vos y únicamente vos podéis decidir.

Estaba segura de que decidiría investigar.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas. La profunda angustia que corría por mis venas no podía ser más amarga y ardiente, y amenazaba con destrozarme en cualquier momento.

Jean de Malestroit apoyó un brazo sobre mis hombros y me dio un beso fraterno en la frente.

—La decisión no es mía, hermana —insistió—, sino de Dios.

—Sé muy bien cómo irán las cosas —susurré con voz temblorosa—. Dios siempre decide de una manera que nunca me favorece a mí ni a los míos.

—Tienes que tener más fe. Dios favorece a todas sus criaturas, aunque a menudo no vemos su favor cuando aparece en nuestro camino. Pero ninguno de nosotros puede ocultarse, debemos ceder con gracia y resignación.

Gilles de Rais no demostraría ni gracia, ni resignación por este acto de Dios. Enfrentado a la certeza de su inminente ruina, mi señor realizó el acto más osado de todos o, si no osado, entonces disparatado. Fue a ver al duque Juan V.

Mi señor era tan osado como valiente; dicen que cuando Juana de Arco se lo pidió, combatió como Ariel, el León de Dios. El día 4 de mayo del año 1429, el joven barón De Rais llegó con el barón Dunois a Orleans acompañado de los refuerzos y los suministros que necesitaban los ejércitos de la Doncella, si es que se pretendía alcanzar la victoria. En un campo en las afueras de la ciudad, la doncella Juana salió a recibirlos en compañía de muchos y notables señores, entre ellos Saint Severe y el barón de Coulonces, todos ellos hombres por los que se tendrían que pagar cuantiosos rescates si quisiera el destino que fueran capturados por los ingleses. Junto con el bastardo Carlos, estos señores entraron en la ciudad de Orleans, sin preocuparse en lo más mínimo de que para hacerlo hubiesen tenido que pasar por delante mismo de los ingleses. Tiene que ser considerado como el más grande de los milagros que nadie esgrimiera una espada, que ninguna lanza o flecha volara contra ellos.

Sin embargo, aquel mismo día, el barón Dunois recibió la noticia de que el capitán inglés John Fastolf marchaba hacia Orleans con tropas de refresco y avituallamiento; esto evidentemente había sido el motivo por el que los ingleses habían desistido de atacar: se habían contenido prudentemente a la espera de los refuerzos.

«Dunois se dirigió inmediatamente al alojamiento de la Doncella para advertirle del inesperado giro de los acontecimientos, me explicó Étienne. Al pobre hombre no le llegaba la camisa al cuerpo. Ella le pidió a Dunois que le informara en cuanto se produjera la llegada de Fastolf y después, completamente agotada, se echó a dormir en la cama que compartía con su anfitriona. ¿Cómo puede un guerrero irse a dormir cuando se cierne sobre él semejante amenaza? ¡Los soldados no se comportan de esa manera!

»El soldado a que te refieres era una muchacha, le recordé a mi marido. Ella necesitaba descansar.

»Todos pensamos que era vergonzoso, ¡una tontería inaceptable! Que un guerrero no se prepare cuando se encuentra a las puertas de una batalla…»

La Doncella no descansaría mucho. No acababan de retirarse sus pajes y la anfitriona después de acomodarla en el lecho cuando se despertó y se sujetó la cabeza con las manos. Había visto y escuchado el desarrollo de una terrible batalla pero juró por la Virgen que se trataba de una visión y no de un sueño, así que se levantó de un salto y corrió al exterior con el propósito de averiguar dónde podía estar produciéndose esa batalla. Allí cayó en trance una vez más víctima de una nueva visión: se desplomó y volvió a sujetarse la cabeza con las manos mientras gritaba: «Les voix, les voix!». Las voces le daban órdenes, pero ella no sabía qué era lo que Dios quería que hiciera. ¿Debía enfrentarse a Fastolf, que aún no había dado a conocer su presencia, o debía buscar otra batalla? Sus terribles gritos de indecisión despertaron a todos aquellos que estaban en la casa y en las proximidades.

Pero entonces Juana de Arco se sobrepuso a su propia confusión: se vistió con la armadura blanca y cabalgó hacia la puerta de Burgoyne, donde se veían las llamas reflejadas en el cielo. Los débiles sonidos de una batalla llegaban desde aquella dirección, y antes de que nadie pudiese impedírselo, partió hacia allí al galope tendido. Su paje dio la alarma a los señores, cuyos ejércitos se habían reunido en su apoyo, entre ellos el barón Gilles, quien, según dijo Étienne, «soltó una sarta de insultos tan terribles que hubiesen escandalizado al mismísimo Diablo. De haberle escuchado la Doncella en aquel momento, seguramente le hubiese expulsado de su compañía, porque había prohibido estrictamente que sus tropas emplearan ese lenguaje. Todo se hubiese perdido».

Solo podía imaginarme las floridas palabras que habían salido de su boca aquel día; Étienne se había negado a repetirlas porque no toleraba que ninguna dama las escuchara, y menos todavía su propia esposa. Así y todo, las sabía. Mi señor nunca había sido recatado en su lenguaje. Desde una edad muy temprana le había gustado escandalizarme repitiendo aquellos insultos que escuchaba continuamente de la boca de su bestial abuelo.

Me estremecí al pensar que de no haber sido porque Juana de Arco no lo había escuchado, quizá Francia se hubiera perdido ya que fue mi señor Gilles de Rais quien la salvó aquel día de una muerte segura. ¡De haberlo expulsado quién sabe cuál hubiese sido el resultado!

En la puerta de Burgoyne se encontró a los habitantes de la ciudad enzarzados en una sangrienta y estúpida batalla: los muy idiotas se habían lanzado a luchar contra los odiados ingleses por su cuenta. No sabían luchar y no tenían más armas que garrotes y hoces, así que cuando llegó la Doncella no encontró más que muertos y heridos por todas partes; era tal la cantidad de sangre derramada que el fango mostraba una coloración rojiza. Permaneció como paralizada en su montura, contaron aquellos pocos que sobrevivieron para verlo, y lloró mientras contemplaba las legiones de muertos. Se dice que en aquel momento manifestó un deseo vehemente de confesar sus pecados, incluso antes de que aquel día de atrocidades hubiese llegado a su fin. Pero Dios intercedió en su ensimismamiento —un nuevo milagro en sí mismo— y la animó a asumir el mando de aquellos ciudadanos que habían sobrevivido.

Sin embargo, en esta ocasión Dios estuvo a punto de abandonarla. El comandante inglés Talbot vio la oportunidad y envió a sus tropas a que la atacaran por la retaguardia. La Doncella se encontró atrapada entre dos huestes enemigas sin ninguna vía para la retirada. Cuando mi señor se enteró de esta terrible situación, él y el mercenario La Hire cabalgaron directamente hacia Saint-Loup. Llegaron por la retaguardia y comenzaron a atacar a las tropas inglesas con la misma terrible fiereza con que ellos habían asesinado a los ciudadanos ante cuyos cadáveres Juana de Arco había llorado amargamente tan solo una hora antes. Ante este nuevo giro de los acontecimientos, la Doncella reunió a sus malparadas tropas y emprendió el ataque contra los ingleses, y ahora fue el enemigo quien se encontró encerrado en el mismo tipo de trampa que había montado para acabar con Juana.

De no haber sido porque mi señor acudió en su ayuda en aquel día tan señalado, el bastardo Carlos nunca hubiese sido coronado. Prevalecimos en la batalla a pesar de vernos en desventaja gracias al coraje de Gilles de Rais.

Los platos y bandejas con los restos de la cena continuaban en la mesa. Después de un muy discreto eructo, Jean de Malestroit me sorprendió con una revelación.

—El señor De Rais le ha dicho a sus sirvientes que fue a Josselin a cobrar un dinero que el duque le debía. Pero nadie se ha dejado engañar. Muchos de sus sirvientes siguen sin cobrar, y sus protestas son cada vez más audibles.

—Sin duda debéis tener espías entre ellos.

Su Eminencia no hizo caso del comentario y prefirió cambiar de tema. Se limpió los labios con la servilleta y apartó el plato que tenía delante.

—Se acerca la hora de las vísperas. Tenemos que ocuparnos de los preparativos.

No me quedó más remedio que agachar la cabeza y asentir. Nos levantamos al mismo tiempo. Le seguí fuera de la habitación tan obediente como de costumbre.

Sin embargo, en cuanto salimos, fingí un súbito enfado.

—Vaya, lo había olvidado. La hermana Hélène quería hablar conmigo; supongo que será de alguna cosa relacionada con las tareas domésticas.

—Pues ve ahora mismo y no tardes mucho. A Dios no le gusta que le hagan esperar.

Saludé al obispo con una inclinación y me volví justo a tiempo. Corrí por el pasillo en penumbras hasta alcanzar una distancia desde donde él no podía escuchar mis sollozos.

En el patio reinaba el silencio; una leve brisa ofrecía un poco de alivio después del agobiante calor de todo el día. El misterio de la misa continuaba conmigo.

—Acabo de enterarme de una noticia muy curiosa —comentó el hermano Damien mientras caminábamos sin prisas hacia la abadía—. Me han dicho que Eustache Blanchet escapó de Machecoul durante un tiempo.

—Imposible —repliqué—. Eso es algo que él jamás haría.

—Sí que lo hizo. Marchó a Mortagne. Dicen que quería abandonar el servicio de mi señor desde hacía tiempo.

«Dicen».

La fuga podría ser la explicación de la ausencia de Blanchet en la Paz.

—¿Por qué? Ansiaba convertirse en el sacerdote de mi señor, y no se me ocurre ningún motivo por el que ahora quiera dejarlo.

El hermano Damien no pareció tener ninguna explicación a punto y se encogió de hombros.

—Eso es algo que no sé, hermana. Desde luego es un misterio. Quizá lo hizo bajo presión. Blanchet se encuentra de nuevo en Machecoul, pero al parecer no hay ninguna concordia entre ellos.

Las actitudes osadas o desesperadas de un hombre vulgar no son siempre dignas de atención, pero cuando se trata de un sacerdote sí que despiertan una especial atención, sobre todo entre sus superiores. Me pregunté cuál había sido el motivo por el que Jean de Malestroit no me lo había mencionado.

Cuando más tarde escuché el testimonio privado de Blanchet, lo comprendí todo.

«Poitou y Henriet nos escoltaron a François Prelati y a mí desde nuestros alojamientos en Saint-Florent-le-Vieil en Tours al castillo de mi señor en Tiffauges. Ahora bien, durante aquel período el barón Gilles buscaba frecuentemente la compañía de Prelati; sí, estoy dispuesto a confirmar que él se sentía intrigado por el mago italiano de muchas y muy diversas maneras, y he llegado a maldecirme a mí mismo por haberlo traído al servicio de mi señor. Cuando mi señor entró en la habitación donde me habían albergado junto con otros más, nos marchamos a otro aposento para que él y Prelati pudieran estar a solas. A la noche siguiente les vi salir de la habitación y entrar en otra ubicada directamente detrás de nosotros; permanecieron allí durante algún tiempo. Escuché gritos y súplicas; algunas decían: "¡Ven, Satanás!" o sencillamente: "¡Ven!". También escuché a Prelati decir: "en nuestra ayuda" o una súplica parecida. Se escucharon más palabras, ninguna de las cuales fui capaz de comprender, y luego mi señor y Prelati se quedaron en la habitación durante otra media hora, rodeados de numerosas velas encendidas.

»Dios se apiade de nosotros. Al cabo de poco tiempo se levantó un viento helado que soplaba con mucha fuerza por todo el castillo, y que provocaba unos aullidos y gemidos tan espantosos mientras se arremolinaba a mi alrededor que llegué a creer que aquel viento era sin duda la voz del demonio en persona. Acudí a Robin Romulart, que también se encontraba en Tiffauges, en busca de consejo. Estuvimos de acuerdo en que mi señor y Prelati estaban invocando a los demonios y en que ninguno de los dos queríamos tener participación alguna en semejantes herejías.

»Con la primera luz del alba del día siguiente escapé de Tiffauges y de todo aquel sacrilegio, y me dirigí directamente a Mortagne a la residencia de los Bouchard-Menard. Permanecí allí durante siete semanas, tiempo durante el cual recibí muchas cartas de mi señor en las que me pedía que volviera con él y afirmaba que contaría con su aprecio y el de Prelati. Me negué una y otra vez hasta que finalmente dejé de responderle; no tenía el más mínimo deseo de estar en su presencia o en la de Prelati con sus demonios.

«Mientras me encontraba con los Bouchard-Menard, se presentó otro visitante, un tal Jean Mercier que era el castellano de La-Roche-sur-Yon en Luçon. Mercier me comentó los numerosos rumores que circulaban en Nantes y muchos otros lugares sobre que mi señor Gilles estaba escribiendo de su puño y letra un libro con sangre y que pretendía utilizarlo como una manera de tentar al demonio y conseguir que Satanás le concediera cuantas fortalezas deseara. De esta manera recuperaría el poder perdido y una vez en sus manos, ya nadie podría volver a hacerle ningún daño. No quise preguntar de quién era la sangre utilizada para estos escritos.

»Al día siguiente de la llegada de Mercier, se presentó en la residencia de los Bouchard-Menard el joyero Petit con un mensaje de mi señor. Me comunicó que tanto mi señor como Prelati estaban muy preocupados por mi bienestar y que me rogaban con la mayor vehemencia que volviera con ellos. A esta proposición me negué rotundamente; manifesté que de ninguna manera iría a verle debido a los rumores que había escuchado. Le pedí a Petit que le comunicara a mi señor que si tales rumores eran ciertos, más le valdría abandonar del todo e inmediatamente dichas actividades, porque era un pecado mortal entregarse a prácticas tan viles.

»Petit sin duda transmitió el mensaje a mi señor y a Prelati, puesto que mi señor encarceló inmediatamente al mensajero en el castillo de Saint-Étienne, castillo que más tarde entregó al tesorero del duque Le Ferron y que luego recuperó de forma tan violenta. Envió a Poitou, Hennet, Gilles de Sille y a otro sirviente llamado Lebreton para que me secuestraran en Mortagne, un acto ante el cual me encontré indefenso. Supongo que las noticias de la captura y encierro de Petit tendrían que haberme servido de advertencia; hubiese sido prudente por mi parte escapar de Mortagne sin demora.

»No lo hice, y solo Dios sabe la razón. Los hombres de mi señor me llevaron con ellos hasta Roche-Serviere, y fue allí donde me dijeron que me encerrarían a mí también en Saint-Étienne y que mi señor me mandaría matar por haber propagado aquellos rumores. Me negué firmemente a continuar el viaje ya que no había cometido el acto de que se me acusaba. Les prometí unas recompensas que jamás hubiese podido pagar, pero por alguna razón misteriosa tuvieron el efecto deseado en mis captores. Supongo que todos los hombres creen que los sacerdotes disponen de ciertos poderes que los demás no tienen, aunque cualquier poder divino que hubiese podido tener seguramente lo había perdido por mis tratos con hombres que se habían convertido en herejes. No me hicieron ningún daño, sino que me llevaron directamente a Machecoul para que viera a mi señor. Me retuvieron allí contra mi voluntad durante dos meses».

Gilles de Rais salió indemne de Josselin, al menos físicamente. Desconozco el efecto que tuvo la audiencia en su espíritu, pero dado que su situación era tan desesperada, imagino que mi señor debió montar en cólera por el resultado desfavorable de sus discusiones con el duque Juan V. Si Su Eminencia sabía algo de todo esto, no hizo mención alguna de ello. Continuamos con nuestras actividades habituales de forma que, aunque la superficie aparentaba una normalidad absoluta, por debajo bramaba la tormenta.

Maitines, vísperas y todo lo que hay entremedio era mi vida. Dedicaba mis horas a ir del patio de la abadía al palacio y después el recorrido a la inversa, yendo de una tarea a la otra. Una noche mientras me dirigía a la abadía escuché el galope de un jinete en la distancia. Acababa de entrar en el claustro porticado que rodea el patio y lleva directamente al convento, así que me apresuré a ocultarme en las sombras en cuanto el sonido del batir de los cascos llegó a mis oídos, primero lejano, después con un estruendo tan impresionante que la tierra tembló debajo de mis pies con su fuerza mucho antes de que su fuente —un jinete que entró en el patio como una tromba— apareciera a la vista. Un mozo que, como yo, había estado oculto en algún lugar oscuro del claustro apareció para hacerse cargo del caballo cubierto de espuma mientras el jinete desmontaba de un salto.

La curiosidad me consumía; un jinete procedente de Aviñón no viajaría con tanta urgencia a menos que los rumores sobre la salud de Su Santidad fueran ciertos. Pero aún no se había desplomado el cielo, así que supuse que ese no era el caso.

No pegué ojo en toda la noche y aunque dormité en algún momento, de muy poco me sirvió. A la mañana siguiente cuando fui al despacho del obispo, tenía los nervios a flor de piel. Las habituales cortesías de la mañana, por lo general un reconfortante ritual, de pronto me parecieron una pérdida de tiempo.

—El mensajero —pregunté, impaciente.

Jean de Malestroit me miró perplejo.

—No ha llegado nada más de Aviñón, salvo lo que ya te he dado —me respondió.

—No, Eminencia, me refiero al jinete que llegó anoche cuando me disponía a retirarme.

—Ah, ese mensajero —dijo después de una pausa—. Me preguntaba si alguien lo había visto.

—Llegó como una tormenta. Todos tuvieron que escucharlo.

—Ah, sí, bueno, tendré que disponer algunas medidas respecto a la llegada de los jinetes para que no perturben el descanso de los demás.

—¿Era de Josselin?

Asintió lentamente y luego comenzó a ordenar los pergaminos, como si con eso quisiera acallar mis preguntas.

—Bien, ¿cuál era el mensaje?

De pronto Jean de Malestroit comenzó a remolonear, como un chiquillo pillado en falta. Por fin se decidió a hablar.

—Lamento decirte que el duque Juan no menciona para nada los detalles de lo que ocurrió entre ellos. No dice nada de importancia en la carta que envió más allá de que el señor Gilles de Rais le solicitó su ayuda y apoyo para resolver el tema de Saint-Étienne.

—Algo que, naturalmente, no recibió con independencia de lo tentadora que fuese la oferta.

—No, no la recibió. Y no tiene nada que ofrecer que interese. No tiene nada con lo que negociar.

No me había dado cuenta de que su fortuna había disminuido hasta tal punto.

—Así y todo —insistí—, sin duda ha tenido que decir algo más que… que… —Se me trabó la lengua; no sabía cómo sacarle la información que me interesaba. Él estaba eludiendo con mucha sutileza cualquier mención a las indicaciones que le habían dado referentes a cómo actuar, algo que era un tema completamente separado de lo que había ocurrido en Josselin y, sin duda alguna, tendrían que haber sido incluidas en la urgente misiva. Una vez más me volvió la espalda y se acercó a su mesa de despacho, que estaba cubierta con pergaminos. En cuanto comenzara a ocuparse de ellos, ya no tendría ocasión de que me escuchara. No me quedó más recurso que preguntarlo abiertamente—: ¿Debéis proceder contra mi señor?

De nuevo, eludió la respuesta directa.

—Me han comunicado sus movimientos. Dejó el castillo sano y salvo, pero todavía no ha regresado a Machecoul; desde ayer está instalado en el mismo lugar donde se alojó cuando realizó su última visita a Josselin, en la casa de un hombre llamado Lemoine fuera de las murallas de Vannes.

—Conozco la casa, es magnífica. —Era natural que alguien como mi señor buscara refugio en aquel lugar tan elegante y suntuoso—. Me pregunto cuál será el motivo para el retraso.

—Buchet —dijo Su Eminencia.

Más tarde nos enteraríamos, por boca de Poitou, de la influencia que Buchet tenía en Gilles de Rais.

«Buchet trajo con él a un chiquillo que aparentaba tener unos diez años y se lo ofrecí al señor De Rais en la casa de Lemoine, donde tuvo conocimiento carnal del niño. Practicó su lujuria con el chico de la misma vil manera como había hecho con muchos otros antes. Primero se frotó el mismo con las manos hasta ponerlo tieso, y luego se abrió paso con el miembro entre las nalgas del chico, hasta conseguir meterlo en la abertura antinatural del niño y obtener la descarga que le dio su placer. Al niño lo teníamos colgado por las muñecas de una de las vigas del techo. Yo me había encargado de enmudecerlo con un trozo de tela metida en su boca. Por lo tanto, no podía gritar, aunque la expresión de su rostro era del más profundo terror y desesperación.

»Cuando mi señor acabó de saciar sus apetitos, nos ordenó a Henriet y a mí que lo matáramos, pero no había ningún lugar en la casa de Lemoine donde pudiéramos hacerlo sin llamar la atención. Así que nos llevamos al niño a una casa vecina que era de un hombre llamado Boetden, donde se alojaban los escuderos que nos acompañaban en el viaje. Sabíamos que este hombre nos dejaría realizar nuestros propósitos allí mismo, y no diría nada de lo que viera. El señor De Rais parecía contar con una red de cómplices por toda la tierra, uno en casi todas las parroquias que visitamos, aunque cómo los conoció y se aseguró su cooperación es algo que no sé.

»En la casa de Boetden le cortamos la cabeza al cadáver del chico. Ya fuera porque el cuchillo no estaba bien afilado o porque los huesos del cuello eran fuertes, nos costó un gran esfuerzo. Mi señor se mostró muy inquieto y furioso, así que quemamos la cabeza allí mismo en la habitación donde había tenido lugar la muerte. Pero ¿cómo haríamos para deshacernos del cadáver sin que nadie más que no fuera el amo de la casa nos viera hacerlo? La casa de Boetden estaba cerca del centro del pueblo y muy abierta a la vista de todos, de modo que no podíamos hacer nuestro trabajo en el exterior. Por fin se me ocurrió la idea de que podíamos enterrar el cuerpo del chico en la letrina de la casa, y cuando se la manifesté a los demás, todos estuvieron de acuerdo en que era la mejor solución. Así que atamos bien fuerte el cuerpo del chico con su propio cinturón y lo bajamos por el agujero.

»Para mi gran desesperación, la profundidad de los excrementos no era suficiente para cubrir el cadáver. Sobresalía, como un testigo decapitado de lo que le habían hecho.

»Henriet y Buchet me bajaron, con grandes dificultades, al interior de la letrina. Ambos se quedaron arriba para controlar mejor mi descenso. Hubo momentos, mientras estaba colgando en el agujero, en que me pregunté si me dejarían caer a mí también después de haber hecho lo que se me había pedido. Habían insistido en que debía ser yo, porque la alocada idea había sido mía, y, por lo tanto, me tocaba a mí enmendar lo que había salido mal.

»Después de muchos esfuerzos conseguí hundir el cuerpo en la mierda lo suficiente para que no pudieran verlo desde arriba. Lo conseguí gracias a sumergirlo con mis propias manos; a pesar de mis esfuerzos volvió a la superficie un par de veces y tuve que hundirlo de nuevo hasta que se quedó abajo. Cuando me sacaron del agujero, vomité y vomité hasta que llegó un momento en que pensé que vomitaría el estómago».