En Minnesota, mi familia luterana iba a la iglesia los domingos por la mañana y nos estábamos allí unas ocho horas (al menos eso era lo que me parecía), y después disfrutábamos de una deliciosa comida y encantadora sobremesa que se prolongaba durante el resto del día. Hace mucho que ya no vivo así, pero no me atrevía a llamar a ninguna de las familias que aparecían en mis siete casos documentados ante la minúscula posibilidad de que ellas sí tuvieran esa costumbre. Pasé la tarde del domingo entretenida en leer y releer los expedientes, en un intento de establecer una visión general.
Es una vida extraña la del entremetido. Solo tres de estas familias sabían que un completo extraño estaba muy ocupado en conocer los detalles íntimos de sus vidas y que, si bien este extraño estaba haciendo todo lo posible para mantener un distanciamiento profesional, se formaría opiniones sobre ellos basadas en lo que había leído.
«En mi opinión, Su Señoría, y según mi formación y experiencia profesional, si la madre hubiese vigilado mejor a su hijo, quizá hoy lo tendríamos aquí».
También he llegado a la conclusión, basada en la preponderancia de las pruebas, de que el tío del muchacho es en realidad un pervertido a pesar de que tenga una coartada.
Es algo que a veces no puedes evitar. Quería ser justa y darle a las personas el beneficio de la duda, pero es que ves tantas cosas, tantas.
Surgirían una multitud de preguntas, y las más importantes serían: «¿El niño desaparecido había estado en el museo de La Brea en alguna fecha cercana al día de su desaparición? Si había sido así, ¿quién lo había acompañado?».
De igual forma, si había unas semejanzas tan sorprendentes entre las víctimas ¿no podría establecerse también un patrón entre los íntimos? Hasta ahora la única cosa visible que compartían los sospechosos iniciales, que habían dejado de serlo en cuanto se verificaron sus coartadas —incluido Garamond, aunque se negaba a hacerlo público— era que todos estaban estrechamente vinculados con las víctimas y mantenían una relación de profunda confianza.
No era precisamente una deducción que diera mucho de sí.
Pocos de los casos habían avanzado hasta el punto de incluir fotos de los íntimos en los expedientes, porque ninguno había sido fichado, excepto Jesse Garamond, quien realmente comenzaba a cabrearme. Estaba en la cárcel pura y exclusivamente por proteger a su hermano; era como si estuviese representando una de aquellas tragedias griegas que leíamos en la clase de teatro en el instituto. Entre las pocas fotos de que disponía, había una que me partía el corazón. El supuesto autor —que era el tío— tenía el brazo sobre los hombros de la víctima: estaban en un campo de béisbol y el chico vestía pletórico el uniforme de su equipo. La foto la había sacado un aficionado porque sobraba fondo y la toma estaba un tanto torcida. Pero la ternura resultaba evidente; el chico estaba feliz, el tío estaba feliz, el fotógrafo lo había captado a la perfección. Miré al tipo de la foto y no se me ocurrió pensar otra cosa que: no pudo ser él. No tenía ninguna base para hacer esta valoración, pero la creía a pies juntillas. Al demonio con el distanciamiento profesional.
Creo que nunca antes me había sentido tan feliz de ver a mis hijos como aquella tarde cuando volvieron a casa. Hacían que la vida volviera a la normalidad. No había ninguna duda de que se lo habían pasado de maravilla, porque Kevin parecía agotado del todo cuando los trajo; aquello siempre era una buena señal.
Lo crean o no, una de las cosas que más me gusta hacer con ellos es la colada porque es un trabajo en equipo. Evan encontró un cesto en la leonera que él llama su habitación, y todos nos sentamos en el suelo de la sala alrededor de una montaña de calcetines, ropa interior, prendas de deporte y camisetas, y comenzamos la dura tarea de poner un poco de orden en todo aquello. Julia se encargó de la ropa blanca, Frannie de los colores claros y Evan de los oscuros; no quiere encargarse de la ropa blanca porque incluye los pequeños sostenes de Frannie y él se niega a tocarlos.
—Eres un cobardica —se burló ella—. Julia tiene que aguantar tus ridículos calzoncillos, pero a ti te asusta un pequeño sujetador.
—Sí, pequeño es la palabra exacta —replicó Evan.
Comenzamos a gritar todos a la una. De pronto, las prendas sucias comenzaron a volar por toda la sala. Para no quedarme fuera de la diversión, cogí una toalla y se la tiré a mi hijo, que se rió con una risa de falsete al tiempo que esquivaba ágilmente la toalla.
—Rata infame —le dije, mientras hacía lo imposible por contener la carcajada—. Ruego para que cuando ella crezca no sea más grande que tú.
—Sí —exclamó Frannie. Flexionó los bíceps, como si fuese Arnold Schwarzenegger—. Bobo, te crees que estudio danza en la academia, pero es kárate.
Lanzó unos cuantos golpes como si quisiera intimidar a su hermano, y Evan le cogió la muñeca. Con un chillido de deleite, Julia se sumó a la trifulca. Saltó sobre la espalda de su hermano y comenzó una lucha libre donde acabamos todos despeinados. No tardamos mucho en quedarnos tumbados en el suelo, agotados y la mar de felices.
Por fin acabamos de clasificar las prendas y poner la primera lavadora en marcha. Puse un CD de los Beatles como parte de mi programa de transmitirles el gusto por la música de los sesenta como había hecho mi hermano conmigo. Me gustaba mucho comprobar que mis hijos habían aprendido gran parte de las letras de las canciones y las cantaban a coro. Después repasamos los deberes de todos y preparamos bocadillos de queso calientes.
Julia y Frannie se quedaron dormidas delante del televisor. Cogí a Frannie en brazos. No pasaría mucho antes de que fuera demasiado pesada para hacerlo. Mientras caminaba hacia su dormitorio, me detuve a descansar un momento y miré hacia la sala. Allí estaba mi adorable hijo que hacía algo maravillosamente tierno: había cogido en brazos a su hermana menor, como había hecho yo con Frannie, y me seguía por el pasillo. No sé cómo evité echarme a llorar.
Por supuesto tuve que comérmelo a besos cuando él se fue a la cama un poco más tarde. Naturalmente se mostró espantado por ese exceso de cariño maternal. No me importó. Cuando todos dormían, limpié la cocina, porque me desagrada la idea de levantarme el lunes por la mañana y encontrarme con todo el desorden de la preparación de los bocadillos de queso calientes. En cuanto acabé, recogí los expedientes y carpetas y los metí en mi maletín.
El libro de Erkinnen me miró desde la mesa de noche cuando me metí entre las sábanas. Lo miré y pensé: «Ya está bien». Pero lo cogí de todas maneras y comencé a leer. Al cabo de unos pocos minutos, ya estaba tomando notas. A la mañana siguiente me desperté con marcas de las hojas en la mejilla. Había tantas cosas que necesitaba saber…
Dos de los tres expedientes que faltaban aparecieron en mi casillero el lunes por la mañana. Me pregunté si yo hubiese estado tan dispuesta a renunciar al control de algo como parecían estarlo estos detectives. Pero desde el punto de vista de alguien dispuesto a hacer carrera tenía sentido, porque detestas tener tantos casos sin resolver en la pizarra. Esos en concreto, tomados de uno en uno, parecían destinados a quedar pendientes. A pesar de haber descubierto que estaban relacionados, quizá no conseguiría solucionarlos. Mi promedio de casos resueltos bajaría a normal por primera vez en mi carrera.
Comencé por llamar a las familias de las víctimas para presentarme. Expliqué el cambio de los detectives primeros como un tema de «reparto de trabajo». La mayoría de las personas con las que hablé se mostraron comprensivas y muy dispuestas a cooperar. Quedé citada para una entrevista con la madre de otra de las víctimas para la tarde, después de dejar a Frannie en su clase de danza. La mayoría de las llamadas fueron bien, dadas las circunstancias, pero había sostenido una conversación muy tensa que me había deprimido. El presunto autor, el padre de un chico que había desaparecido, había sufrido una terrible crisis nerviosa después de que lo interrogaran como sospechoso. Su coartada había sido de las más endebles: declaró que iba solo en el coche camino del trabajo. Transcurrió un mes entero antes de que a alguien se le ocurriera que podía aparecer en los vídeos registrados por las cámaras que acababan de instalar en los peajes para cazar a los infractores que se saltaban las barreras. La madre me dijo que los detectives habían sido muy agresivos en sus interrogatorios, como se supone que debemos ser, sobre todo cuando hay pruebas muy claras —en este caso, un testigo de absoluta confianza— que lo señalan como autor del secuestro. El hombre se había suicidado unos tres meses después del incidente, y no solo había dejado a su mujer viuda, sino también sin hijo, porque el niño desaparecido era hijo único.
Deseaba atrapar a ese monstruo más que cualquier otra cosa en el mundo. Lo deseaba con verdadera desesperación.
—Detén a todos los que tengan antecedentes por abuso de menores antes de seguir adelante —me dijo Fred.
—Vamos, Fred, eso no nos llevará a ninguna parte. ¿Por qué no hablas en cambio de poner en marcha la maquinaria?
—Protégete el culo, Dunbar, porque soy tu teniente y tu culo es una extensión del mío. Si tu perpetrador, y todavía no tengo muy claro que aquí estemos hablando de un solo tipo, resulta que después de todo era uno de los conocidos, habrá que volverse loco dando explicaciones cuando alguien vea que no mandaste que los detuvieran inmediatamente.
Tenía toda la razón, por supuesto; desde el punto de vista profesional era lo acertado, y nos daba algo de seguridad política. Sin embargo, parecía una enorme pérdida de tiempo; había miles de personas acusadas de abuso de menores en Los Ángeles y tardaríamos una eternidad en traerlos para ser interrogados.
—¿No podría limitarla un poco antes de comenzar?
—¿Cómo?
Lo intenté de nuevo.
—¿Qué tal con un perfilador?
A veces soy dura de entendederas.
—Apáñatelas con Erkinnen.
Esa vez fue él quien me llevó a comer, a un bonito restaurante en Los Ángeles Oeste, en el lado sur de Melrose.
—No creo que le estén reembolsando los gastos —dijo—. Conozco a esos tipos.
—La primera la pagué del dinero para gastos menores —le expliqué—. La segunda lo puse de mi bolsillo. No me importa. Ha sido usted tremendamente útil.
—Vale, de acuerdo. Entonces, ésta y la siguiente corren de mi cuenta.
Nos sentamos; el local tenía una muy bien estudiada ambientación de bistró, con reservados en los rincones. Solo le faltaba la niebla del humo de los cigarrillos para que estuviéramos metidos en una película de blanco y negro de los cuarenta. Era una curiosa manera de conseguir intimidad, pero no importaba: había un propósito y la compañía era muy agradable.
Hasta que él comenzó a hablar de pervertidos, algo que yo misma le había pedido que hiciera.
—Las estadísticas señalan de manera concluyente que los agresores sexuales repiten sus delitos con un promedio significativamente mayor al promedio de reincidencia que se encuentra en todas las otras categorías de delitos mayores. Este es un hecho confirmado por varios estudios científicos muy bien documentados. Aparte de esto, los resultados de dos metaestudios…
—En inglés, por favor, doctor.
—Lo siento. —Hizo una pausa, y después añadió—: Sabes, me sentiría mucho más a gusto si nos tuteáramos y me llamaras Errol.
Debí poner cara de asombro, porque agregó:
—Por favor.
—Por supuesto. Sería agradable.
¡Vaya ocurrencia más estúpida!
—Así que, Errol, un metaestudio es…
—Sí. Correcto. Es un estudio donde recogemos las estadísticas de un grupo de estudios más pequeños y las combinamos para ver si presentan alguna diferencia con los resultados originales de los primeros.
—Vaya. Parece como una de esas cosas que emprendes cuando tienes que preparar un trabajo deprisa y corriendo.
—Eso es lo que ocurre en más de una ocasión; alguien tiene que acabar una tesis y se encuentra con que le falta documentación. Sin embargo pueden ser realmente útiles porque las muestras son mayores. Algunas veces creo que los pequeños estudios delimitan demasiado el campo. Tienes que entender que se espera que hagamos una investigación que sea original cuando nos dan las veces, así que no vale coger el trabajo de algún otro y mejorarlo. Hay que pensar en cómo cortar el pastel de una forma totalmente innovadora.
Creo que capté la idea.
—Lo que quieres decir es que en lugar de limitarte a investigar cómo duermen los consumidores de café, tienes que hacer un estudio sobre cómo duermen los consumidores de café que solo beben en vasos de plástico.
—Brillante, detective.
—¿No habíamos quedado en utilizar los nombres de pila?
—Perdona. Por supuesto. No pretendía ser grosero. En cualquier caso, la reincidencia se estudia con mucha regularidad. Demasiado, en opinión de algunos de nosotros. Pero la esperanza es lo último que se pierde.
Su tono era un poco pedante para mi gusto, y me pregunté si él sería uno de aquellos profesionales que creen que los polis son tontos de remate.
—Siempre confiamos en que la inquietante verdad cambie o que aparezca al factor que disminuya la tendencia establecida y así poder descartar con razón la credibilidad de dicha tendencia.
—Espera un momento. —Quizá esos tipos tenían razón en lo referente a la estupidez de los polis—. Me he perdido.
—Tenemos tratamientos para estas cosas. Queremos poder decir que tienen éxito, no solo como una cuestión de orgullo, sino también para justificar lo que cuesta tratar y estudiar a estos tipos. Sé que a mí me gustaría creer que nuestros esfuerzos por rehabilitar a los agresores sexuales producen algún beneficio apreciable. Pero no estoy muy seguro. La triste verdad es que no importa cómo interpretes las estadísticas, el resultado siempre es el mismo. La tasa de reincidencia de los autores de crímenes sexuales contra niños es inquietantemente alta. Un estudio reciente la fija en un cincuenta por ciento.
—Es algo que ya sabía. Siempre tenemos a los mismos tipos haciendo esas cosas.
—Sí. Siempre es la misma triste historia. Pero no por eso dejamos de intentar que parezca mejor. No hace mucho leí un artículo en una revista de psicología forense donde se defendía una nueva definición de la reincidencia. El autor afirmaba que ese cincuenta por ciento era una cifra aumentada artificialmente porque representa el promedio de reincidencia de aquellos agresores sexuales que llevan fuera de la cárcel diez años o más. Prefiere una estadística de los últimos cinco años, lo cual arroja un promedio de reincidencias del treinta por ciento, que de alguna manera parece más tolerable.
Intenté, pero no lo conseguí, entender cómo un treinta por ciento de reincidencia podía ser tolerable.
Iba a decirle que: «En solo cinco años, no deja de haber una gran disparidad», pero Erkinnen estaba inspirado.
—El verdadero significado de esto es que, a lo largo del tiempo, la capacidad del agresor sexual para controlar su compulsión acabará por desaparecer en más de la mitad de los casos, lo que a su vez representa que si el plazo es lo bastante largo, aquel que cometió un primer delito es probable que no reincida.
Se inclinó hacia mí, aunque hacía rato que el camarero se había retirado, y no había nadie cerca que pudiera escucharnos.
—En realidad, todavía es más penoso. El promedio real no reajustado podría incluso ser superior al cincuenta por ciento, porque no estamos tomando en consideración a aquellos hombres que repiten los crímenes, pero no son detenidos. Otra cosa en la que debes pensar es algo que mencioné antes: la mayoría de los estudios son intentos de demostrar que el tratamiento marca una diferencia en el promedio de reincidencias de aquellos que solo han cometido un delito sexual. Aquellos que ya lo han repetido no están incluidos. Así que las estadísticas no incluyen a los reincidentes. Por otra parte, la amarga verdad es que no todas las víctimas tienen el valor de presentarse a denunciar una agresión sexual, así que tampoco se incluyen esos incidentes.
Era muy deprimente escuchar estos pormenores, porque cuando regresara a casa pensaría en ellos.
—¿Tenemos alguna buena noticia?
—Claro, por supuesto. Al parecer, los agresores sexuales que han recibido tratamiento mientras estaban en la cárcel tienen un promedio de reincidencia más bajo. Quizá más bajo no sea del todo correcto. Más lento sería más acertado. Entre aquellos que finalmente reinciden, y que como sabemos son muchos, el intervalo entre la salida de la cárcel y la reincidencia es más grande.
—Pues es un comienzo —señalé, con un tono rayano al sarcasmo—. Reparte el trabajo.
Erkinnen se rió discretamente.
—Lo supongo —dijo, y de inmediato recuperó la seriedad—. No obstante te diré una cosa en la que creo firmemente. Podemos emplear todos los recursos que quieras, y esos tipos seguirán reincidiendo. Creo que la mayoría de los grandes psicólogos especializados en el estudio de los agresores sexuales estarían de acuerdo en que estos delincuentes nunca se curarán del todo de su compulsión. La violencia sexual se puede controlar hasta un cierto punto razonable con un tratamiento agresivo y terapia, pero el estímulo estará siempre dentro de estos hombres, y solo podemos confiar en reprimirlo. Así y todo, tarde o temprano, acabará por aflorar.
—Dios bendito. ¿Por qué?
—No tenemos ni la más mínima pista. Has estado leyendo el libro, ¿no?
—Sí.
—Explica en profundidad la razón por la que esos tipos hacen esas cosas. La naturaleza contra la crianza, los factores biológicos y todo lo demás.
—No es que me ayude mucho. No es como si el secuestrador fuera a actuar y yo pudiera detenerlo si supiera dónde buscar. Él ya está activo y ahora intento pescarlo.
—Podríamos trazar un perfil general como haría el FBI, pero prefiero decírtelo informalmente.
—Yo también, y creo que este es el mejor momento.
—No tardaré demasiado. Es mucho más sencillo de lo que la gente cree. En dos palabras, tienen cruzados los cables. Tienen las almas del revés.
—¿Las almas?
—Sí o las han perdido. Se las han robado en algún punto del trayecto.
No estaba acostumbrada a escuchar esa palabra en mi trabajo.
—Eso complica las cosas.
—Pues sí, para qué negarlo. Sería mucho más sencillo si dispusiéramos de una metodología estructurada y general para evaluar el alma, pero no la hay. Ni siquiera para un alma sana y funcional. En tu caso, todo indica que estás tratando con alguien cuya alma está absolutamente desincronizada con el resto del mundo.
—Supongo que si consiguieras descubrir lo que llevan dentro estos tipos, no te gustaría mucho.
—Es probable que no —admitió.
Regresamos a su despacho para trabajar en un bosquejo del perfil. El secuestrador era un hombre, tal como habíamos acordado antes, y probablemente de raza blanca.
—No lo entiendo —repliqué cuando me lo dijo.
—Tampoco lo entiende la mayoría. Así y todo, es verdad que un noventa y cinco por ciento de los pedófilos son blancos. Claro que no se han hecho muchos estudios para verificarlo.
—Vaya. Me preguntó por qué.
—Hay muchas opiniones al respecto, y la mayoría son comprensiblemente muy discutibles. Un destacado sociólogo propone la teoría de que los varones blancos por lo general se sienten más poderosos dentro de nuestra sociedad que los varones de otras razas; admito que ese punto tiene una cierta validez.
—Los varones lo acaparáis todo.
—No te pongas feminista conmigo, detective. Perdona, quería decir Lany. Comenzabas a caerme bien.
A mí también comenzaba a gustarme. Nos gustamos el uno al otro durante unos momentos que no dejaron de ser embarazosos y después continuamos con el tema.
—Hay otra teoría que se ofrece como una explicación al desequilibrio racial en los asesinos en serie. Un sociólogo bastante extremista propone que los varones de color no tienen la oportunidad de convertirse en asesinos en serie porque son perseguidos con mucho mayor empeño que los blancos por las fuerzas del orden.
—¿Quieres decir que no se transforman en asesinos en serie porque los detienen antes?
—Precisamente.
—¡Y una mierda! —exclamé, sin recordar para nada mis modales—. No conozco a ningún poli del color que sea que vaya a por un blanco menos de lo que iría a por un tipo negro si creyera que ha matado a un chico. ¡Vaya idea más estúpida!
—Vale, estoy de acuerdo contigo, pero recuerda cuando aprueben el presupuesto que el desarrollo de esa teoría probablemente fue financiada con fondos del gobierno.
—Es pura basura, Errol. Hay límites a la hora de proteger a los tuyos, incluso dentro de la hermandad.
—Siempre lo he creído, pero alegra escuchar que me lo confirmas. Esa teoría me ha parecido siempre engañosa, incluso provocativa.
—Pues si el tipo ese quería provocar a alguien, lo ha conseguido conmigo —afirmé—. Así que estoy buscando a un varón blanco. ¿De qué edad?
—Entre los dieciocho y los cuarenta años —respondió—, aunque la edad típica de los pedófilos en serie está entre el final de la veintena y los treinta y pocos.
—No se corresponde exactamente con los que llaman viejos verdes.
—Por lo general soléis detenerlos cuando son ancianos.
—Lo intentamos.
—Otra cosa que debes recordar es que el tipo que buscas es un solitario. Es reservado. Quiere permanecer en el anonimato porque le molestan las candilejas.
—Pero este secuestrador comete los delitos a plena luz del día, delante de testigos.
Erkinnen insistió con una sonrisa.
—Pero no es él mismo quien los hace. Cosa que encaja porque estos tipos viven la mayor parte del tiempo metidos en sus fantasías.
—El libro cita muchos casos de ese estilo.
—Así es. Todos los asesinos en serie que han sido estudiados a fondo dicen que comenzaron por las fantasías, y que después pasaron a la realidad cuando las fantasías dejaron de funcionarles. Cuando finalmente realizan el acto, por lo general está provocado por algún acontecimiento.
—¿Cuáles?
—Una muerte en la familia, un accidente, un traslado, una enfermedad, cualquier cosa que pueda ser traumática para el individuo. El rechazo y el abandono son muy importantes en esta lista. Estos tipos suelen ser inteligentes, quizá no muy instruidos, pero sí muy listos.
La cabeza comenzaba a darme vueltas. Para esta clase de información lo mejor eran las dosis pequeñas. Por otra parte, era consciente de que esperaba tener otro encuentro con él. Una excusa lo facilitaría. Me levanté.
—Tengo que irme, Errol. Muchas gracias por la comida y la información. Es una gran ayuda.
—No es nada. Estoy disfrutando con este caso. Es un placer trabajar contigo.
Un momento de incómodo silencio siguió a estas palabras.
—Hay una cosa más que quiero decirte —añadió.
En lugar de la deseada invitación a cenar, me hizo una última observación.
—Al tipo que buscas no lo han pillado nunca. Al menos, no por aquí.
Supongo que ni siquiera los «loqueros» saben cómo decir una bonita frase final.
—¿Cómo puede decir eso? —me preguntó Fred—. ¿Cómo puede saber si a este tipo lo han detenido o no?
—No puede, pero lo deduce a partir de las cosas que le dije, lo que dicen las pruebas.
—No tienes ninguna prueba.
—Tengo unos patrones.
—No sirven absolutamente para nada en un juicio, y tú lo sabes.
—Es mucho más útil que emplee mi tiempo en el intento de descubrir quién es y no quién no es. Erkinnen me dio algunas guías.
—Fantástico. No me hagas esperar. Estoy muerto de curiosidad.
—Pues entonces escucha, es probable que el tipo sea listo e inteligente. Quizá no el tipo de estudiante que recordaría un profesor, sino de esos que son lo bastante listos para sobrevivir.
—Si crees que son tan listos —replicó Fred—, tendrían que saber que al final siempre acabamos por detenerlos.
—Sí, porque algunos de ellos lo que de verdad quieren es llamar la atención. Mira el caso de Bundy. De haber llevado una vida normal nunca hubiera llegado a ser una noticia bomba. Se acercó, pero nunca llegó a ganar el gordo.
—Lo que sí está claro es que su cerebro pudo menos que su ego. Imagínate a alguien que pretende ser su propio abogado defensor en un estado como Florida. Allí les encanta la carne a la brasa. En cualquier caso, dicen que Bundy asesinó a casi cuarenta mujeres. Aquí en ningún momento hablamos de tantos muertos.
—En una primera aproximación se pensó que Bundy había matado a unas dieciséis o diecisiete. Los huecos en la trayectoria de mi secuestrador pueden ser secuestros no denunciados.
—Con el debido respeto, Lany, tu tipo no va detrás de los desamparados. Los chicos que se lleva pertenecen a la clase que se denuncia.
—¿Cuántos chicos de trece y catorce años se escapan todos los años?
—Demasiados para contarlos, pero…
—Creo que no es un error decir que algunos de los no denunciados son rubios y de aspecto angelical. Quizá fueron una práctica para los que sí serían denunciados.
Fred no tuvo nada que decir al respecto, así que seguí con lo mío.
—Erkinnen dice que el tipo es un fantasioso de altos vuelos. Por eso se hace pasar por un íntimo; fantasea con la intimidad. Crea la ilusión de ser otra persona.
Me pareció que a Vuska le salía humo de la cabeza. Después de mucho pensar preguntó:
—¿Qué piensas hacer? ¿Vas a detener a todos los fantasiosos?
—Ha de tener medios y conocimientos para hacer todo esto, ¿no? Crea ilusiones. Empezaremos por ahí.
La sala de la división se convirtió en un zoológico, llena como estaba de disparatados hombres blancos que ganaban dinero gracias a mostrarse como algo que no eran o que deseaban ganar dinero de esa manera. Casi no vale la pena mencionar que había diversos grados de éxito y efectividad de uno al otro. Algunos de ellos resultaban patéticamente malos, pero los buenos eran capaces de hacerte sonreír.
Buscamos a todos los imitadores y magos en la zona de Los Ángeles, al menos a todos aquellos que no estaban de gira. A unos cuantos los conocía de oídos o los había visto antes, a uno en The Tonight Show. Era casi famoso, probablemente demasiado para ser el pervertido que buscaba. Alguien tan visible seguramente estaría demasiado controlado como para perpetrar unos delitos tan elaborados y pasar desapercibido.
Al menos eso era lo que yo creía en aquellos momentos.
Tardamos tres días en encontrarlos a todos y acabar las entrevistas; los agentes que tenían que buscar a esos tipos hablaban continuamente del tema. Para el momento en que se acabó todo, me había convertido en el hazmerreír de la división. Al tercer día, cuando entré en la sala, me encontré con un cartel pegado en el respaldo de mi silla que anunciaba: CLUB DE LA COMEDIA. No podía negar que todo había sido muy divertido. Sin embargo, a nadie le había hecho la menor gracia, y a mí menos todavía; era la evidencia innegable de que todo aquello no nos había llevado a ninguna parte.
Solo para no dejar ningún cabo suelto, hice aquello que quería Vuska y mandé a buscar a unos cuantos más de los pervertidos locales. No me quitaba de encima la sensación de que era una pérdida de tiempo. En cualquier caso, la mayoría de los tipos en nuestra zona eran exhibicionistas, y no secuestradores o asesinos. No es que el exhibicionismo o el abuso sexual fueran delitos insignificantes. Pero de eso a matar hay un paso muy grande. Los hombres a quienes entrevisté eran asquerosos o invertidos, pero no malvados. La mayoría de ellos se sentían inquietos y avergonzados de verse de nuevo en comisaría para ese tipo de interrogatorios. Uno de los tipos me suplicó que lo dejara en paz de una vez para siempre, que había pasado por esto mismo ocho o nueve veces. Por unos momentos me dio pena, pero después recuperé la cordura.
Estaba buscando al psicópata, a alguien incapaz de sentir una vergüenza sincera, y los pervertidos locales que entrevisté estaban todos avergonzados a más no poder, cosa que eliminó a la mayoría de mi lista. El tipo que buscaba probablemente no era un mago, sino alguien capaz de transformarse en alguien en quien cada una de sus víctimas confiaba, al menos lo bastante como para subir al coche sin montar un escándalo. La calidad de la ilusión que creaba debía ser impresionante, sin fallos. Tenía que estar vinculado a ellos: no podía haberlo hecho sin muchas observaciones de primera mano. Además, la cantidad de información que había recogido el secuestrador tenía que ser fenomenal, y la preparación impecable. ¿De dónde había sacado el tiempo para hacer algo tan concienzudo? No entendía cómo alguien podía tener un trabajo, llevar una vida en apariencia normal y apañárselas para dedicar tanto tiempo a esta actividad.
A menos que su trabajo y esta actividad tuvieran algo que ver el uno con el otro. A menos que el trabajo fuese su vida.
En Los Ángeles hay un pequeño grupo de polis jóvenes, muy modernos, que operan de incógnito y cuyo trabajo es mantenerse en estrecho contacto con los chicos de la calle. Los sacan directamente de la academia para que se mezclen con las pequeñas almas perdidas de la Ciudad de Ángeles en algunas de las esquinas más infames. El primer uniforme que visten es la actitud. Tienen informadores y recogen información allí donde venden drogas, con la vaga e ilusoria esperanza de conseguir que algún chico de la calle no se pinche con alguna de las drogas que inevitablemente se distribuyen por la ciudad. No es fácil localizarlos, pero Vuska se puso en comunicación con uno de sus sargentos y lo arregló todo para que me llamaran.
El poli que me llamó me dijo inmediatamente que lo que yo quería era algo complicado y que pasaría algún tiempo antes de que volviera a llamarme. Me llevé una sorpresa mayúscula cuando me llamó al cabo de unos días para decirme que cuatro o quizá cinco chicos habían desaparecido de los lugares habituales sin previo aviso. Me explicó que los chicos iban y venían continuamente, pero a menudo, si un chico tenía la intención de largarse, por lo general solía comentarlo primero. Estos chicos habían desaparecido sin más, todos durante el transcurso del último año.
Como no podía ser de otra manera, las fechas estimadas de las desapariciones eran muy vagas. «La vez que tuvimos aquella terrible tormenta», fue una de las que dieron; «más o menos por las fiestas, el día de Acción de Gracias o Navidad», fue otra. Me puso muy triste pensar que un chico de la edad de mi propio hijo podía desvanecerse sin que nadie se diera cuenta de nada más.
Mi secuestrador se había estado moviendo. Quizá alguien vio algo; le dije al poli de la secreta. Quizá alguno de los otros chicos.
No se haga ilusiones, me respondió.
Todo era tan decepcionante… Allí donde miraba, no encontraba más que desaliento. Solo Errol Erkinnen parecía estar interesado a fondo en estas desapariciones, y él no podía sacar a los agentes de las tareas de seguridad cada vez mayores como consecuencia del 11 de septiembre y destinarlos a recorrer los barrios donde se habían cometido los secuestros, hablar con los amigos de los chicos desaparecidos, todo el trabajo de calle que hacemos. En el trato diario, Escobar y Frazee no hacían más que animarme, pero sus horarios y la carga de trabajo que soportaban resultaban agotadores. Era incapaz de aceptar sus generosas ofertas de ayuda. Si mi vida hubiese sido una película, se hubiera presentado una oportunidad extraordinaria, una prueba completamente inesperada o quizá un clarísimo descuido por parte del secuestrador. Hubiera tardado 120 minutos en resolver los crímenes porque ese es más o menos el tiempo límite para el público, que se pone notoriamente inquieto cuando se sobrepasa. Cada vez tenía más claro que mi mejor oportunidad para encontrar la puerta del mundo de ese nuevo Barbazul era descubrir el proceso que seguía para seleccionar a las víctimas. Preparé uno de mis famosos esquemas, dediqué muchísimo tiempo a clasificar a los chicos por sus rasgos étnicos, la situación socioeconómica, la salud, todas las características más visibles. Dos de los chicos tenían el mismo pediatra, ¿y qué? Vivían más o menos en la misma zona. Tres de las familias eran vegetarianas. Una vez más, parecía interesante y destacable, pero no significaba nada más que una posibilidad, quizá las madres compraban en los mismos mercados o poseían los mismos libros de cocina. Buscaba alguna conexión al azar. ¿Habían coincidido todas en el mismo mercado, y él había apuntado todas las matrículas?
¿Habían ido todos a las charcas de La Brea el mismo día que él estuvo allí?
Tendría que entrevistarme de nuevo con todas las familias con un nuevo objetivo. Sería una tarea muy desagradable; algunas de estas familias habían perdido a sus hijos hacía mucho tiempo y tal vez, solo tal vez, las heridas habían comenzado a cerrar.
Sin embargo me llevé una agradable sorpresa. La señora McKenzie fue la única que se mostró hostil. La viuda del suicida cooperó de buen grado. Los demás estaban ansiosos por ayudar y colaboraron al máximo.
En un primer momento me pareció una afortunada coincidencia que todas las familias continuaran viviendo en la zona, hasta que comprendí que mientras existiera la más mínima esperanza de una reaparición, muy pocos padres se marcharían. Para que después hablen de tener la vida en suspenso: solo dos de las familias habían reordenado el dormitorio del niño desaparecido hasta cierto punto. Volví a repasar todos los dormitorios. Me encontré recorriendo una exposición de los variados tratamientos de paredes, cada uno de los cuales reflejaba las esperanzas y los sueños que los padres decoradores habían tenido. En una de las habitaciones me había encontrado con un papel de pared que me había preocupado un poco. Este chico había pasado todo su tiempo rodeado por infinitas rayas perpendiculares verdes y rojas, y aquella había sido la última cosa que había visto por mucho tiempo cuando se iba a dormir. ¿Con qué había soñado?
Había una habitación en que una de las paredes era una enorme pizarra desde el suelo hasta el techo, y en la parte de abajo un cubo lleno de tizas de colores brillantes. La última obra artística del chico continuaba allí, sin tocar: un monstruo con unos dientes enormes que ocupaba toda la pizarra y que soltaba por la nariz una especie de rayo como un dragón electrónico. Me llamó la atención porque tenía un vago parecido con el póster del caballero oscuro. El rayo de luz era de un color rojo naranja muy vivo y estaba apuntando a un villano de ojos saltones que solo ocupaba un par de palmos en la parte inferior. El diminuto malhechor estaba a punto de ser desintegrado por el rayo, si yo había entendido correctamente la intención del artista. A pesar de lo siniestro del tema, me levantó el espíritu pensar en este chico con todos aquellos colores en un cubo y con la libertad de dibujar lo que quisiera en la pizarra. Era una gozada, incluso para un adulto.
El dormitorio de otro de los chicos, pintado en color azul con nubes blancas, me recordó la habitación del chiquillo de la película Kramer contra Kramer. Reinaba un sorprendente silencio en aquella habitación, una sensación de conflicto, como si las cosas no hubiesen ido muy bien en la familia cuando había tenido lugar el secuestro y la sensación de haberlo provocado hubiera fluido de los padres al espacio personal del hijo. Sin embargo, no encontré ningún recuerdo de La Brea, cosa que me produjo una desilusión momentánea. Quizá me había equivocado en el tema de la conexión.
De todos los niños desaparecidos, solo uno había compartido la habitación. No le dediqué mucho tiempo; no parecía tener mucho sentido. El hermano que continuaba ocupando el dormitorio era mayor: tenía diecisiete años: una edad desgraciada en el mejor de los casos. En realidad lo era y su expresión me gritaba con toda claridad: «¡Sal de aquí!». Respondió a mis preguntas sobre su hermano con una brevedad telegráfica. Le di las gracias por su ayuda y me dirigí hacia la puerta. Tenía medio cuerpo afuera cuando me dirigió la palabra de nuevo.
—¿Quiere ver la caja con sus objetos personales?
Objetos era lo que yo deseaba ver.
—Sí, si a ti no te importa que las mire.
—A mí no, pero será mejor que primero se lo pregunte usted a mi madre.
Resultó ser un buen consejo. La madre se mostró muy agitada, pero al final me permitió cogerla, con el acuerdo de que yo haría un inventario del contenido y lo devolvería todo cuando acabara de examinarla.
Me sentí muy apenada cuando salí de aquella última casa con la caja en la mano. El siguiente paso sería crear otra obra maestra, otro esquema perfecto con todo lo que sabía referente a las víctimas y sus hábitos personales, incluido el factor La Brea de cada uno. ¿Cuál sería el cartel que engancharían en mi silla cuando acabara con esta nueva pista? ¿Entrada al museo?
Por lo general, esta clase de tarea me excita, me hace sentir que estoy a punto de conseguir una revelación sensacional. Muy bien, algunos de ellos habían estado en el museo de La Brea, pero eso no significaba necesariamente algo. Había otros detalles obvios que compartían: el desdén por las perchas, la tendencia a tener más videojuegos que libros. Calcetines desparejos, envoltorios de caramelos, palitos de piruletas.
Llegué a mi mesa y dejé la caja detrás de la silla. Había una decena de mensajes en el contestador, uno o dos de abogados que seguramente tenían a magos e ilusionistas entre sus clientes. La idea de devolverle la llamada a cualquiera de ellos me provocó náuseas. Para compensar escogí concentrarme en la terrible pregunta que atormenta a todas las madres cuando se acerca la Navidad, con la ilusión de que me ayudara a aclarar algunos puntos en ese caso.
¿Qué les gusta a los adolescentes?
Absolutamente contrariada, eché la silla hacia atrás. Choqué contra la caja, reboté y fui a dar contra la mesa.
Sería otro callejón sin salida, por lo tanto ¿para qué molestarme? No iba a encontrar nada extraordinario allí dentro.
La abrí. No por nada me llamaban Pandora. Zapatillas, un guante de béisbol, unos cuantos tebeos sujetos con unas gomas elásticas, un tubo azul brillante de crema protectora de óxido de zinc metido en una gorra de béisbol del mismo color. Cromos de superhéroes en una caja de plástico. Tres pósters enrollados: uno de una estrella del rock, otro de un famoso luchador libre…
La respuesta a la pregunta de Navidad llegó como un rayo desde un cielo sin una nube: a los adolescentes les gustan las bestias. Los monstruos, los gremlins, los sátiros, las gárgolas, los centauros, los basiliscos, las quimeras, los dragones, los cíclopes, las serpientes y los hombres lobo; estas eran algunas de sus cosas favoritas. El último póster que desplegué era el mismo que había visto antes: la misma bestia, con el caballero oscuro de La Brea. El caballero seguía sin tener rostro.
Pero sabía, sencillamente sabía, que él era el monstruo que estaba buscando.