Trece

El caballo que me había conseguido para el viaje a Saint-Étienne era un castrado muy dócil, pero incluso así, a medida que avanzábamos comencé a temer el día siguiente, cuando tendría las piernas y el trasero tan doloridos que apenas si podría caminar. En otros tiempos me había encantado montar, sobre todo cuando Étienne me llevaba a mí y a nuestros hijos dé excursión por la campiña. Le pedíamos cuatro caballos al encargado de las caballerizas de Champtocé, quien supuestamente no podía hacerlo, pero que nos complacía bondadosamente, sobre todo cuando los señores del castillo se encontraban en Machecoul y, por tanto, no se enterarían. Michel y el joven Gilles a menudo salían a cabalgar solos, en caballos demasiado grandes para ellos, para perseguir a las pequeñas bestias por el bosque o practicar la cetrería con el pequeño halcón que mi señor estaba entrenando. Muchas veces desaparecían durante horas, algo que no solo me preocupaba a mí, sino también a Jean de Craon, que tenía tanto invertido en el futuro de su nieto que bastaba que un cabello de su cabeza estuviese fuera de lugar para que descargara su furia sobre todos aquellos que cuidaban del muchacho. Sin embargo, a pesar de nuestros intentos no conseguíamos que aceptaran una escolta, y si lo hacían, no tardaban en escabullirse delante de sus narices.

Solo podía hacerme una vaga idea de la cólera de Jean de Craon si le hubiesen revelado lo que me habían dicho a mí el día anterior referente a su nieto.

En esos momentos, mientras nos acercábamos a Saint-Étienne, no dejaba de lamentarme de esta tortura. A la incomodidad física se añadía un inquietante presentimiento. No habría ningún encuentro entre nosotros y mi señor, al menos uno que hubiese sido concertado; éramos un grupo pequeño y desarmado, y Su Eminencia solo quería observar la situación desde una distancia prudencial. No descubriríamos nuestra presencia a menos que fuera absolutamente necesario y nos dedicaríamos a recoger información de la manera más discreta posible sobre la toma del castillo y la iglesia. Mientras tanto esperaríamos, atentos a cualquier acontecimiento. Su Eminencia había preparado todo esto con el único objetivo de complacerme. La noche anterior, después de acabar los preparativos, Jean de Malestroit había mandado que nos sirvieran la cena, que comimos juntos en la intimidad de sus aposentos. Fue una velada agradable, dadas las circunstancias, que se agrió un poco cuando él insistió de nuevo en que no deberíamos hacer el viaje.

Ahora me encontraba montada en un caballo a plena luz del día, con todos mis sentidos aguzados al máximo y dispuestos a actuar, en un estado de ánimo que pocas veces tenía porque tales disposiciones eran necesarias para una mujer de Dios tan solo en situaciones excepcionales, a menos que ella fuese Juana de Arco. Observé la fortaleza de Saint-Étienne resguardada por un grupo de árboles y sentí aquello que imaginé sentiría un guerrero a punto de lanzar un ataque por sorpresa, aunque no se preveía ningún ataque inminente. Me sentía entusiasmada ante la perspectiva de la gloria, si bien también había algo de miedo. Me fijé en todo: en los soldados de infantería fuertemente armados que vigilaban el perímetro del castillo cerca de la vieja iglesia y en las tropas de caballería cuyas monturas se movían inquietas por el peso que soportaban. Identifiqué al marqués De Ceva, el más infame de los truhanes que pisan esta tierra.

—No se ve a mi señor por ninguna parte. Seguramente aún está en el interior del castillo —le comenté a Su Eminencia.

Él asintió con aspecto grave, aunque no pudo reprimir una sonrisa. Quizá mi predisposición guerrera le resultaba divertida. A mí me parecía una buena manera de pasar el tiempo, porque comenzaba a aburrirme mirar a la distancia mientras los soldados se movían delante de la entrada de la iglesia en aparente confusión.

El sol ya estaba bien alto. Escandalicé a la compañía cuando me quité el velo y sacudí la cabeza para soltarme la cabellera, pero me apresuré a ponérmelo de nuevo cuando todas las miradas se volvieron en mi dirección. Jean de Malestroit soltó una risita y enarcó las cejas. Se inclinó hacia mí para susurrarme:

—Puede que te sirva de consuelo saber que el yelmo no es precisamente más cómodo. Supongo que dentro de muy poco reclamarás tu espada.

Lo que yo deseaba por encima de todo lo demás era un asiento más cómodo; cambiaba de posición cada vez con mayor frecuencia para no quedarme rígida. Resultaba bastante difícil cuando llevabas tal abundancia de prendas a cuál más engorrosa. A cambio, encontré muchos motivos para distraerme en los pequeños movimientos que se ven cuando no se tiene la mirada fija en una cosa específica. Lo más interesante de todo era un gato del que no había manera de desembarazarse; él —o ella, no podía saberlo a esa distancia— se frotaba contra las patas de los caballos, algo que los hacía encabritarse, con el consecuente enfado de los jinetes. Una y otra vez, el marqués De Ceva apartaba al molesto felino con la punta de la espada, pero el gato insistía, como suelen hacer todos los gatos, sobre todo cuando están hambrientos.

El inocente juego continuó durante un rato y entonces, sin previo aviso, mi señor Gilles apareció en la puerta de la iglesia.

—Eminencia —susurré.

—Ya lo veo —respondió.

Todos nos erguimos en las monturas y observamos mientras mi señor, con la armadura negra, caminaba furioso por las tablas, sin dejar de blandir la espada a diestro y siniestro sin ningún objetivo en particular y a todos a la vez. Llevaba el yelmo en la otra mano y se lo arrojó a uno de sus hombres, que lo cogió en el último momento. Me pregunté, al ver la expresión de cólera en el rostro del barón, cuáles hubiesen sido las consecuencias para el hombre si el yelmo hubiese caído y se hubiese abollado al chocar contra el suelo.

Quizá Jean le Ferron estaba demostrando ser más decidido de lo que se esperaba. Mi señor se paseó impaciente entre sus tropas, dando evidentes muestras de mal humor, una escena que había presenciado una infinidad de veces durante su infancia. Entonces el gato tuvo la mala ocurrencia de interponerse en su camino; tropezó y el peso de su traje de metal a punto estuvo de hacerle caer al suelo; a voz en cuello soltó un torrente de insultos a cual más vil, improperios que las damas no suelen escuchar, aunque él no sabía que había una dama presente que lo escuchaba.

Se lo hubiera perdonado. Los hombres, sobre todo los de la nobleza, a veces se comportaban de aquella manera. Pero entonces hizo algo tan imperdonable que casi me negaba a creer lo que veían mis ojos: empuñó la espada con las dos manos y de un solo tajo cortó en dos al molesto felino.

No siento un amor especial por los gatos, pero tampoco apruebo su matanza. Las dos partes se retorcieron entre los cascos de los caballos mientras las tropas de Gilles de Rais se reían a mandíbula batiente del desgraciado animal. Estaba segura de que al final del día aquellas dos secciones acabarían convertidas en una masa sanguinolenta. En lo único que se me ocurrió pensar fue en el pobre perro de la señora Marie, colgado con tanta crueldad.

Me volví para vomitar. Los restos de mi desayuno, ya convertidos en papilla por las sacudidas del viaje, dejaron su rastro ácido en mi lengua. Inclinada peligrosamente sobre un costado, me aferré al pomo de la silla y escupí los residuos lo mejor que pude. Jean de Malestroit, con el rostro impasible, me cogió por el brazo para que no cayera. No dijo nada, pero por el rabillo del ojo vi que le hacía un gesto al padre Damien, quien se apresuró a sacar y alcanzarme una frasca.

—Bebe —me animó Su Eminencia amablemente.

Esperaba encontrar agua, y en cambio resultó ser vino, de muy buena calidad. Pero su excelencia era un desperdicio porque no me vi con fuerzas para tragarlo; hice buches con el afrutado líquido y después lo escupí. No había nada lo bastante dulce como para eliminar el regusto de la bilis.

Finalizado este pequeño incidente, el padre Damien llamó a uno de nuestros escoltas y marchó —por un camino que daba un gran rodeo para no ser visto— hacia el pueblo de Saint-Étienne, que se encontraba al oeste. Jean de Malestroit le había encomendado la tarea de interrogar a los feligreses de Le Ferron sobre lo que había ocurrido en la iglesia. Nosotros nos quedamos con nuestra mermada guardia y continuamos observando las idas y venidas de los soldados alrededor del castillo. Cuando mi estómago recuperó la normalidad saqué el pan y el queso que llevaba en las alforjas y los compartí con los demás, sin olvidarme de reservar una parte para aquellos que habían marchado, no fuera a ser que no les trataran hospitalariamente en el pueblo. Comí sin apetito. Me pregunté si alguna vez recuperaría el gusto por la comida.

El sol ya había pasado su cenit cuando regresaron los enviados. Habían hecho el camino de regreso a través del bosque y aparecieron discretamente por detrás de nosotros.

Damien mostraba una expresión grave cuando salió de entre los árboles. Al parecer, a nuestro hermano en Cristo Jean le Ferron lo habían sacado a rastras de la iglesia, le habían obligado a arrodillarse ante la vista de todos y luego le habían propinado una soberana paliza con un grueso bastón.

—Le tenían encadenado de pies y manos —informó el padre Damien—. Dijeron que luego lo arrastraron, herido y ensangrentado como estaba, al interior de su propia iglesia como un prisionero. Algunos de los testigos lloraban mientras me lo decían. Otros que habían visto semejante tropelía estaban tan horrorizados que ni siquiera fueron capaces de contarlo.

—Intolerable —susurró Su Eminencia dominado por la cólera—. Que su propiedad le fuera arrebatada de una manera tan vil… Habrá una respuesta inmediata.

Vi la furia que ardía en su mirada, que no se apartaba de su interlocutor; nunca había conocido a un hombre que prestara tanta atención a lo que se le decía ni tampoco ninguno capaz de repetir lo que se le decía con tanta fuerza. Mi arma es el conocimiento, decía a menudo, dado que no llevo espada. Sin embargo, por mucho que lo admirara, incluso amaba al hombre —unos sentimientos impropios en el mejor de los casos— y aceptaba que se impusiera la furia; creía que estaba furioso por la razón equivocada.

—Jean —dije, con voz muy queda. Se volvió hacia mí en el acto al escuchar su nombre de pila.

—¿Sí, Guillemette?

—¿No os parece lamentable, como me lo parece a mí, que cuando asaltan un castillo persigamos a su asaltante con un empeño mucho mayor al que ponemos a la hora de dar caza al secuestrador de nuestros niños?

Él desvió la mirada y murmuró algo que no alcancé a entender. Mi disgusto era inmenso.

Recé, con todo el fervor que mi consciencia casi pagana me permitió, por el alma de Gilles de Rais y le pedí a Dios que me enseñara que no era aquello en que parecía haberse convertido: en un monstruo, en una bestia, en un adorador del Señor Oscuro. Supliqué a Dios contra toda lógica que llegáramos a descubrir que todo era falso y que mi señor, sobre quien había ejercido la influencia de una madre, era del todo inocente. Tal resultado parecía muy poco probable con cada nueva revelación sobre su carácter. Así y todo, había una cosa que sabía a ciencia cierta: al duque Juan V le interesaban más los castillos de sus camaradas que los hijos de la gente que vivía bajo su amparo. Ese era un tema que merecía la mayor de las críticas.

Mediada la tarde relajamos un poco la vigilancia; no parecía probable que nos descubrieran protegidos como estábamos por la cortina de árboles. Los hombres de Gilles estaban muy preocupados con sus quehaceres (y con seguir destrozando las mitades del gato) como para mirar en nuestra dirección. Nuestros caballos, que estaban mucho más complacidos con el aburrimiento que sus jinetes, no hacían el más mínimo ruido. El silencio era total, y sin embargo nadie más que yo escuchó al hombre que se aproximó al amparo de la espesura. Fue solo porque estaba rebuscando en el contenido de las alforjas y, por lo tanto, un poco vuelta de espaldas que escuché los apagados sonidos en el matorral.

Sin perder la serenidad, acabé de ordenar las alforjas y volví a mirar al frente. Luego fingí un leve mareo, momento en el que Su Eminencia se inclinó hacia mí para sostenerme. Aproveché la proximidad para susurrarle una advertencia.

—Hay un hombre oculto detrás de nosotros. No puedo verlo con claridad, pero sé que está allí.

Con la misma presencia de ánimo, el obispo se apartó, sin ninguna prisa para no alarmar a nuestro oculto observador y después miró a uno de los miembros de la escolta. Miró fijamente la espada del hombre y movió la cabeza hacia atrás en un gesto apenas perceptible.

—Detrás, entre el matorral —le escuché decir, aunque sus palabras fueron tan suaves que no resultó posible que el intruso las escuchara. El escolta cerró los ojos lentamente, luego los abrió, para indicar que había captado el mensaje.

Al cabo de unos segundos, el hombre dijo en voz alta:

—Con vuestro permiso, Eminencia, ¿puedo apearme un momento?

Jean de Malestroit asintió con un gesto un tanto exagerado.

—Por supuesto —dijo.

El hombre se apeó del caballo, comenzó a tironear del cordón de los calzones, como si fuera a aliviarse allí mismo y después caminó hacia los arbustos que estaban a mi espalda.

—Madre, os ruego vuestra indulgencia.

—No miraré.

Se dirigió hacia el matorral, con la mano aparentemente cerca de la entrepierna aunque en realidad estaba más cerca de la empuñadura de la espada. Escuché el roce del metal cuando desenvainó el arma y luego los ruidos de una breve pelea. Me volví para ver qué había ocurrido; el instinto me decía que saliera del bosque para ir al claro, pero aquella no hubiese sido la acción de un guerrero que deseaba pasar desapercibido. Así que permanecí en la montura, muy asustada, y contemplé cómo las ramas se movían violentamente. No se oyó ningún grito; en cambio, un apresurado intercambio de palabras en voz baja, como si el intruso también deseara no ser descubierto por los soldados del barón De Rais. Luego cesaron los movimientos.

Reinó el silencio durante unos momentos hasta que el escolta apareció con su presa por delante; le había atado las manos a la espalda. Empujó al cautivo hacia nosotros. El hombre se tambaleó un poco y luego recuperó el equilibrio cuando estaba a punto de chocar contra el caballo de Su Eminencia. Miró el rostro severo del obispo y se inclinó respetuosamente.

¡Se trataba de un sacerdote!

—Di qué te ha traído hasta aquí, hermano, y más te vale que sea de verdadera importancia —le ordenó Jean de Malestroit, sin levantar la voz.

—Os pido perdón, Eminencia —respondió el hombre con voz temblorosa y la cabeza gacha.

—Di primero cuál es tu pecado.

—Mis pecados son muchos —replicó el sacerdote—, pero me refería a pedir vuestro perdón por haberos sorprendido de esta manera. No quería descubrir vuestra posición a los soldados de mi señor. Por eso no atravesé el claro para hablar con vos.

—Algo que te agradecemos —dijo Su Eminencia—. Ahora bien, ¿cómo sabías que estábamos ocultos aquí?

—Seguí al joven hermano cuando salió del pueblo.

—¿Él no se dio cuenta de tu presencia?

—No, Eminencia.

Jean de Malestroit miró al hermano Damien con expresión crítica y luego se dirigió una vez más a su interlocutor.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—La Roche —respondió el hombre—. Guy.

—Bien, hermano Guy, debo preguntarte una cosa: ¿por qué no hablaste directamente con el hermano Damien cuando estuvo en tu pueblo?

—No tenía nada que decir sobre el asalto a la iglesia, cosa que era su propósito. Sirvo en una parroquia mucho más pequeña al otro lado del pueblo y no estaba presente cuando se cometió la atrocidad. No obstante, uno de nuestros jóvenes vio desde lejos cómo se acercaba vuestro grupo.

—No vimos a ningún joven en nuestro camino.

Una débil sonrisa apareció en el rostro de La Roche.

—Entonces debo suponer que, después de todo, estaba muy bien escondido. Era algo que nos preocupaba.

—¿Un espía?

—Así es —admitió el sacerdote—. Tenemos a hombres colocados por todos los bosques de la zona. —Al ver la expresión de curiosidad del obispo, le ofreció una explicación—: No nos atrevemos a dejarlos sin vigilancia. Los demonios están robando a nuestros niños.

Solo hubo silencio por parte de Jean de Malestroit ante estas palabras. El sacerdote continuó:

—Nuestro hombre nos dijo que la abadesa estaba con vosotros.

No una abadesa, sino una determinada: yo misma. Me miró a mí mientras yo miraba en derredor, asombrada.

La mirada de Jean de Malestroit se fijó en mí con un cierto aire de crítica.

—Al parecer te has ganado una reputación, hermana —susurró.

—Eso parece, Eminencia —le susurré a mi vez—. Que Dios me perdone.

Masculló algo que interpreté como una muestra de su desagrado y añadió:

—Ya lo veremos.

El sacerdote se acercó a mí. El escolta tendió la mano para hacerlo retroceder, pero una mirada de Jean de Malestroit bastó para que no lo hiciera.

—Si me permitís hablar, madre.

Miré instintivamente a Jean de Malestroit, quien dejó todo el asunto en mis manos por el sencillo procedimiento de mirar en otra dirección.

—Puedes —respondí. Me senté bien erguida en la silla, porque disfrutaba con ese momento de autoridad—. Date prisa, porque se va la luz —le advertí.

—Nos llegaron noticias de Bourgneuf donde escuchasteis muchas historias de niños desaparecidos. Nosotros también tenemos algo que contarte.

—¿Nosotros? —exclamé.

—Sí. Hay otros que me esperan, bien ocultos en el bosque. —Señaló en la dirección donde lo habíamos sorprendido y nos miró con una expresión de súplica.

—¿Cuántos son? —preguntó Su Eminencia, alerta.

—Siete —contestó el sacerdote.

Los suficientes para capturarnos. Sin embargo, ¿por qué decirnos el número si la intención era impura? También podía ser que lo hubiese rebajado para ganarse nuestra confianza. Todo ese asunto de ser guerrero era bastante confuso. Miré de nuevo a Jean de Malestroit pero su rostro era una máscara. En cambio, la expresión del mío no podía ser más clara: «Por favor, quizá valdría la pena escuchar lo que tengan que decir».

Finalmente asintió. Hicimos dar media vuelta a nuestros caballos y seguimos a La Roche.

Muy pronto quedó claro que no teníamos nada que temer: entre los siete había tres mujeres, un hombre que parecía ser muy anciano y, por supuesto, el sacerdote. Los otros dos eran hombres fuertes, pero ninguno de los dos llevaba armas.

Se hicieron las reverencias y cortesías adecuadas, y luego Su Eminencia les dijo:

—Habéis emprendido una larga caminata para contarme vuestra historia.

—Venimos en memoria de un niño. La distancia no nos pareció importante.

Jean de Malestroit observó al grupo durante unos instantes.

—¿Alguno de vosotros es el padre del niño? —preguntó.

—No —contestó el sacerdote—. Era huérfano.

—Su madre murió al darlo a luz —añadió una de las mujeres.

Era el temor de todas las mujeres cuando comenzaban a sentir los dolores del parto.

—¿Qué hay del padre? —pregunté.

Una vez más, fue La Roche quien me respondió.

—Murió hace dos años, de consunción. Mientras pudo hizo lo imposible por criar al chico, y con bastante buen tino hasta que cayó enfermo.

—El padre era mi hermanastro —explicó otra de las mujeres—, y cuando comprendió que la muerte estaba muy próxima, me pidió que cuidara del niño o que le buscara una buena familia si no podía mantenerlo. Yo no tenía medios para alimentar a otra boca. —Agachó la cabeza, avergonzada.

—Toda la parroquia le cuidaba —añadió el sacerdote—. El chico se hacía querer. Era inteligente y había comenzado a estudiar latín con mucho entusiasmo. Me dije incluso que quizá estuviese hecho para el sacerdocio. Era muy devoto.

Jean de Malestroit pareció reflexionar sobre todo lo dicho, aunque no dijo palabra.

—Así que nosotros perdimos un hijo —prosiguió La Roche—, y Dios quizás a un sirviente.

—Todos somos sirvientes de Dios, hermano.

El sacerdote se dirigió a mí cuando retomó la palabra.

—Sé que es muy irregular que nos hayamos presentado en grupo, madre, pero es que el chico no tenía a nadie que hablara por él.

—Entonces, debéis hacerlo —señalé.

Todos comenzaron a hablar casi a la vez. «Era un excelente muchacho a pesar de sus desventajas. Aquellos que lo conocían estaban encantados con él. Un buen chico y mejor creyente». La última frase la pronunció la más joven de las mujeres del grupo.

—Sabíamos que se habían llevado a otros. Es algo que ya no se puede seguir negando.

«Allí se comen a los niños».

—¿Cuál era su nombre? —se decidió a preguntar el obispo.

—Lo bautizaron con el nombre de Jacques —respondió el sacerdote—. Sin embargo, como una muestra de afecto todos le llamábamos Jamet. Su padre se llamaba Guillaume Brice.

—¿Cuándo se perdió? —quiso saber Su Eminencia.

El sacerdote me miró a mí una vez más, aunque había sido el obispo quien le había formulado la pregunta. Me pregunté si la hermana Claire había hecho correr la voz de que en mí encontrarían a una oyente mejor dispuesta.

—La última vez que alguien le vio fue hace ya más de un año —explicó—. En febrero. Le gustaba traer algún regalo a aquellos de nosotros que le cuidábamos. Entonces un día salió a pedir limosna y nunca más volvió.

—¿Se hicieron averiguaciones?

—Por toda la zona y más allá, madre —contestó la tiastra—. Él era el último de nuestra línea, y era solo a través de él que el apellido de su padre, y también el del mío, se podía continuar. No queríamos que desapareciera sin más como había pasado con los demás cuando nadie los encontró. Queremos que se haga justicia y se aprese al responsable.

Era la misma amarga frustración que había escuchado en todas las demás quejas. Sin embargo, esta vez una comunidad entera había acudido a hablar por el niño que en realidad no era hijo de nadie. Sus esperanzas y expectativas flotaban en el aire como una niebla que nos envolvía.

—Me ocuparé del tema —manifestó Su Eminencia finalmente.

La tiastra del niño se adelantó.

—¿Cuándo tendremos noticias vuestras?

Las palabras de la mujer parecieron coger por sorpresa a Jean de Malestroit; no estaba acostumbrado a un comportamiento tan decidido por parte de sus peticionarios. Así y todo, la protesta común era una fuerza cuyo poder comprendía muy bien.

—Se me han encomendado otros asuntos más urgentes que requieren mi atención, pero tenéis mi promesa: me ocuparé del caso sin demoras innecesarias.

Todos murmuraron y asintieron, agradecidos. Luego La Roche dijo:

—Eminencia, con vuestro permiso quisiera hablar con mi gente en privado.

—Como quieras, hermano.

Hablaron entre ellos en voz baja durante unos momentos. Cuando acabaron, el sacerdote se acercó a nosotros.

—Tenemos nuestras sospechas sobre quién podría ser el culpable de todas estas desapariciones —manifestó.

—No me cabe la menor duda —respondió Jean de Malestroit. La Roche esperó prudentemente. Tras una pausa, el obispo añadió—: Sin embargo, sacaré mis propias conclusiones a través de una investigación imparcial. En su momento, si hay un juicio, vosotros sabréis todo lo que yo sé.

La respuesta pareció complacerlos. Después de manifestar de nuevo su agradecimiento, se despidieron de nosotros y volvieron a desaparecer en el bosque.

Durante todo el viaje de regreso a Nantes, a la luz de las antorchas, reflexioné sin prisas sobre los acontecimientos de esa larga y agotadora jornada. Cuando atravesábamos la zona boscosa cercana a la ciudad, escuché la voz de Jean de Malestroit. Se encontraba a mi lado, y, sin embargo, sonaba como si me hablara de muy lejos.

—Por fin hay una razón para actuar contra el barón De Rais.

No respondí a su declaración. Era una amarga verdad que nuestros niños desaparecidos significaran menos para el duque Juan V que la propiedad de Saint-Étienne. El barón De Rais seguramente debía de tener muy claro que era una locura pretender recuperar la propiedad por la fuerza. ¿Cuánto tiempo creía que pasaría antes de que el duque Juan V enviara una fuerza mucho más grande y mejor equipada, integrada por tropas más leales, para aplastar a mi señor en el fango de Saint-Étienne?

El verdadero delito de mi señor era que se consideraba como un igual al duque Juan V. Lo había visto en su abuelo, que tenía más riquezas, más propiedades, más sirvientes, más astucia y, desde luego más audacia que el duque. Era un terrible error por parte de mi señor asumir que tal igualdad le había sido traspasada automáticamente. Incluso más sorprendente eran las insensatas acusaciones que, según nos habían dicho, había formulado durante el ataque: «Maldito truhán», le había gritado a Jean le Ferron. «Has maltratado a mis hombres y les has robado su dinero. ¡Sal de la iglesia o te mataré ahora mismo!»

Nadie creyó ni por un segundo que Jean o Geoffrey le Ferron le hubiesen robado nada. Por otro lado, ninguno de nosotros conseguía entender cómo un hombre que había mostrado tanta humildad durante la celebración de la Paz podía perder sin más el control de su alma de una manera tan espantosa como lo había hecho Gilles de Rais en Saint-Étienne. Le habíamos escuchado manifestar, tanto en su breve penitencia en la iglesia y luego en otras ocasiones, el sincero deseo de realizar una peregrinación a Tierra Santa, de renunciar a su vida pecadora y de suplicar el perdón divino. Sin embargo, solo su confesor, y quizá Jean de Malestroit, conocían la verdadera naturaleza de los pecados que necesitaban de la absolución, y ninguno de los dos soltaba prenda.

Jean de Malestroit sabía lo suficiente como para acabar con mi señor Gilles en nombre del duque Juan V. Pero de no haber sido tan loco como para asediar una iglesia, a nadie se le hubiera ocurrido acusar a Gilles de Rais de ningún delito, a pesar de las súplicas de tantos padres y familiares.

Mi señor seguía siendo indudablemente uno de los nuestros.

Pero no lo seguiría siendo durante mucho más.