12

La madre de Larry Wilder tenía tanto derecho a comportarse como un perro rabioso como lo había tenido la señora McKenzie, pero en cambio se mostró muy amable y aceptó mi petición de ir a verla a las dos y media. En el camino a su casa en un vecindario al sur de Brentwood, me detuve en el Third Street Promenade de Santa Mónica para comprarme algo de comer. Hubo un tiempo en el que me gustaba venir aquí con los chicos porque no había coches y parecía bastante seguro; esto fue, todo hay que decirlo, hasta que uno de los tipos de narcóticos me llevó a dar una vuelta por la zona y me señaló a los camellos y maleantes, la mayoría de los cuales estaban camuflados como ciudadanos respetuosos de la ley. Mientras preparaban mi pedido en el puesto de tacos, me fijé en los chicos que frecuentaban el lugar. Había un grupo que parecía tener la misma edad que mis víctimas; sabiendo lo que sabía ahora, soy de la opinión de que eran demasiado jóvenes para estar aquí sin los padres. Exhibían el comportamiento de manada tan típico de los adolescentes. Cuando el líder se movía, el resto lo seguía como un grupo de bailarines en una coreografía. Siempre había creído que el motor de un grupo como aquel era una señal de las verdaderas dotes de mando de un chico. Pero ¿cómo lo explicas en una solicitud de empleo? Soy el jefe de una banda, los tengo a todos a raya, así que deme el puñetero empleo.

Nadie había desaparecido en el Promenade, al menos nadie que yo recordara, un hecho sorprendente a la vista de la multitud de degenerados. No iban a secuestrar a los jefes de las bandas; secuestrarían a unos de los seguidores menos importantes. Si yo fuera un secuestrador, ¿cómo buscaría a una víctima? Observé al grupo durante unos momentos, luego centré mi observación en un chico en particular porque el instinto me decía que era el más vulnerable del grupo.

Me imaginé unos momentos en que él se separaba del grupo y a mí misma acercándome a él. «Eh, chico, ¿qué estás buscando? ¿María? ¿Éxtasis? ¿Nieve?» Gracias al cebo lo apartaría todavía más del grupo y voilà: ya sería mío.

Esto no era más que pura exageración; no podía ser tan sencillo. Pero tampoco sería imposible.

Disfruté del chile sentada en un banco mientras miraba al público; había muchos que pasaban cargados con bolsas. Su ociosidad era envidiable. No tardé más de diez minutos en llegar a la casa de los Wilder. La señora Wilder abrió la puerta casi en el acto. En su rostro bien parecido había una expresión amistosa, pero sus ojos mostraban una pena muy profunda. La madre de Larry parecía mayor de lo que había imaginado; estar pasando por una prueba tan dolorosa puede envejecer a cualquiera. Lo hemos visto un millón de veces. Me disponía a sacar la placa cuando me dijo:

—¿La detective Dunbar? Por favor, pase.

¿Qué hubiese pasado si yo no hubiese sido la detective Dunbar? La gente se toma muy a la ligera su seguridad. No hice ningún comentario; hubiese sido como echar sal en la herida.

—Sí. ¿La señora Wilder?

—Por favor, pase. —Me tendió la mano—. Es un placer conocerla —añadió con un tono amable. ¡Qué atenta y cortés! En cuanto entré en la sala, mi mirada se fijó inmediatamente en un retrato de familia que estaba sobre el piano de media cola en un rincón. La madre, el padre y cuatro chicos. El rubio, Larry, era el más menudo y probablemente el menor.

La madre, como todas las demás, seguramente se estaba echando encima todas las culpas por lo ocurrido; Larry era su bebé, y a diferencia de lo que hacíamos con nuestros hijos mayores, todos solemos despreocuparnos bastante de la disciplina y la vigilancia de los pequeños. Por supuesto, a los mayores los habíamos agobiado, pero cuando vinieron los siguientes, ya nos habíamos convertido en unos profesionales que sabíamos todas las respuestas correctas. No dudaba de que ella había permitido a Larry hacer cosas que nunca hubiese dejado que sus hijos mayores hicieran sin su vigilancia. Me acerqué al piano y le señalé la foto.

—¿Puedo?

—Por favor.

Apoyé un dedo en el pecho de Larry.

—Aquí no se parece mucho a como se ve en la foto que nos dio.

—Lo sé. En aquella se parece más. Detesta que le hagan fotos, así que nunca es del todo él mismo cuando posa. Por eso le di al detective Donnolly la instantánea. Se parece más al verdadero Larry.

—¡Ah, sí! Supongo que es algo típico de la edad.

—Sí —asintió en voz baja—. Estos son mis otros hijos.

Los supervivientes, pensé. Me reproché a mí misma por ser tan negativa mientras ella identificaba a los dos chicos y una chica, cuyos nombres olvidé en el acto porque no necesitaría para nada recordarlos. En cambio, sus edades eran de interés y tenían un valor potencial.

—Veinte, dieciocho y quince —me dijo mientras señalaba a cada uno.

Nos sentamos; repasé con ella los detalles del caso tal como los había leído en el expediente de Donnolly. El tío había sido visto e identificado por los testigos, pero a aquella hora él se encontraba en el cuartel de bomberos, junto con otros seis bomberos, todos los cuales habían confirmado su presencia. La señora Wilder no tenía nada nuevo que agregar a la información recogida por Donnolly. Había llegado el momento de escarbar por mi cuenta.

—¿Larry tenía su propia habitación?

—Sí, así es.

—¿Me permitiría echarle una ojeada?

Vi el cambio en su expresión; seguramente la habitación de su hijo se había convertido en algo así como un santuario para ella. No se molestó en responderme, solo exhaló un sonoro suspiro y luego hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera.

Subimos las escaleras y seguimos por un largo pasillo bien iluminado. La casa era espaciosa y abierta, con muchas ventanas. No tenía el aspecto de una casa sumida en el duelo. El suelo estaba cubierto con una moqueta color salmón tan mullida que ni siquiera escuchaba mis pasos, y las paredes estaban decoradas con toda clase de fotos de animales salvajes, cada una enmarcada con un color primario diferente. A los chicos seguramente les encantaba el aspecto.

La habitación de Larry, en cambio, era una leonera. Había prendas tiradas de cualquier manera sobre la cama y zapatos por el suelo. Por el aspecto, parecía como si ella no hubiese tocado nada. Fingí que necesitaba mantener el equilibrio mientras rebuscaba entre una pila de cintas de vídeo y tebeos, y apoyé la palma de la mano en la mesa. Lo que en realidad pretendía hacer sin que ella me viera era averiguar si había polvo. Eché una ojeada a mi mano cuando la señora Wilder miraba en otra dirección: estaba limpia. Todo el desorden sin duda se debía al chico. Ella solo se había limitado a levantar las cosas y, después de quitar el polvo, las había vuelto a dejar en el mismo sitio.

A juzgar por todo lo que estaba tirado en la habitación, concluí que Larry Wilder había sido un chico bastante soso. Había muchos cachivaches informáticos, incluido un joystick.

—¿Su hijo era muy aficionado a los videojuegos?

—Se entretenía mucho jugando en el ordenador. Pero no tenemos uno de esos… artilugios. No se me ocurre otra manera de llamarlos, esos que te permiten jugar en la pantalla del televisor.

Lo dijo con un tono de orgullo. Bien hecho, pensé.

—También le teníamos limitado el tiempo que podía estar conectado a la red. El módem está conectado a un temporizador. Siempre nos preocupó mucho…

No pudo terminar la frase, pero yo tenía una idea muy clara de lo que iba a decir. Los padres de Larry habían tenido miedo de que algún mutante electrónico, algún pedófilo que se hacía pasar por otro adolescente, pudiera seducir a su hijo y llevárselo a aquel vacío inimaginable. Un miedo prudente; en la división estamos siempre alertas a la aparición de degenerados que utilizaban el nuevo método favorito de la comunidad de pedófilos para seducir a sus víctimas, el engaño on line.

Me daba la impresión de que tenía un caso de secuestrador enmascarado aunque no parecía que hubiese entrado en contacto con sus víctimas a través de los chat de la red. En parte, era un alivio pensar de esa manera, porque estos tipos pertenecen a la peor clase de pervertidos; les hacen tanto daño a los chicos que engañan…, y uno de ellos es mantenerlos apartados de otras actividades mucho más beneficiosas durante la fase en que intentan seducirles, incluso si los chicos no acaban de tragarse del todo el cebo.

Claro que también era una desilusión, porque nosotros también tenemos nuestra contrarréplica: policías que se hacen pasar por chicos y le siguen el juego a estos degenerados. Tuvimos no hace mucho uno de estos casos en la división; una de aquellas ocasiones en las que Escobar tuvo una empanada mental y la consecuencia fue que atendió una llamada. Resultó ser el padre de un chico que había comenzado a sospechar cuando el tiempo de conexión a la red se incrementó escandalosamente. Sin embargo, antes de decirle nada a su hijo, el padre se había ido al servidor y había comenzado a hablar de abogados porque el chico era menor. Durante unos días después de aquello, cuando el chico intentó entrar en aquel chat, le apareció en pantalla un mensaje de página en reparación, así que no se dio cuenta de que le negaban el acceso. El padre le pasó la información a Escobar, que asumió la identidad on line del chico y consiguió fijar un encuentro con el tipo para al cabo de una semana. Lo pillamos en el aparcamiento de un restaurante de comida rápida. Puso el grito en el cielo y proclamó a los cuatro vientos que le habían tendido una trampa, pero el juez se le rió en las barbas y lo mandó a la cárcel. Aquello casi me hizo creer de nuevo en la justicia.

—Un temporizador —murmuré—. ¿En la conexión?

—Sí. Corta la conexión si permanece comunicado con una misma página más allá de un determinado tiempo. Solo su padre y yo sabemos cómo se quita.

—Tiene toda la pinta de ser una excelente manera de mantener el control —opiné—. No la conocía, pero es una muy buena idea.

—Funciona de maravilla. Se estaba convirtiendo en un problema. Pero después de que lo instaláramos, él sabía cuánto tiempo podía estar conectado así que se organizó los deberes y las otras actividades, de modo que no tuvimos que pelearnos por el tema.

—Me encantaría probarlo con mi hijo. Creo que pasa demasiado tiempo en el ordenador.

Pareció muy complacida.

—Le diré a mi marido que la llame; él es quien en realidad conoce todos los detalles. Claro que yo soy quien hace que se aplique.

—¿No es eso lo habitual? —Sonreí.

—Al principio fue bastante duro —señaló—. Así y todo, cuando todos se acostumbraron al sistema y al límite de tiempo, no tuvimos demasiados problemas. También tenemos instalado un bloqueador, que colocamos con la función específica de impedirle el acceso a los chats. Hay uno patrocinado por el colegio, pero necesitas una clave de acceso y se controla aleatoriamente.

La señora Wilder quitó en un gesto inconsciente una mota de polvo de la mesa, pero la decisión del movimiento de la mano me confirmó lo que ya sospechaba, que la habitación se había convertido para ella en un recinto sagrado. Era algo muy triste; esta mujer pulcra, elegante y educada a punto de entrar en la madurez intentaba hacerme saber que había sido una madre buena y vigilante, un esfuerzo que la mantendría irremisiblemente atada durante el resto de su vida. Defendería sus méritos de una manera inconsciente con todos aquellos que supieran de la desaparición de su hijo. Si alguna vez llegaba a convencerse a ella misma, lo que creyéramos el resto de nosotros ya no le importaría tanto.

—Por lo que he leído en las notas del detective Donnolly, creía que la posibilidad de un secuestro relacionado con la red era escasa. Supongo que ustedes estuvieron de acuerdo en que esa no debía ser una prioridad en la investigación.

—Así es.

—¿Han cambiado de opinión al respecto?

—No.

Señalé la cama de Larry.

—¿Me permite que me siente?

—Por favor. Adelante.

Me senté en el borde de la cama y eché una ojeada al suelo de parquet. Había una alfombra en el centro con las marcas de la aspiradora y solo un juego de huellas: las mías. Ella aspiraría sus huellas cada vez que saliera de la habitación. Luego miré las paredes. Estaban pintadas de un color verde un poco más claro que el verde de la alfombra, un color que los fabricantes denominaban verde hospital porque en teoría resultaba más relajante. Había un tablero de corcho con una docena de notas clavadas y un calendario del año pasado donde aparecía marcado el mes de la desaparición de Larry. Había un horario con los entrenamientos de fútbol, una tarjeta con la hora de visita a una clínica dental y un par de tarjetas de felicitación de cumpleaños, con todo el aire de haber sido enviadas por la abuela. También había una hoja de un examen de matemáticas con una gran A en un círculo. Nada que se apartara de lo habitual.

Si las paredes debían provocar una sensación de tranquilidad, las cosas que habían clavado en ellas no la daban. Había dos pósters gigantes de las películas de Star Trek, uno de Bruce Willis de la serie de la Jungla de cristal donde el actor aparecía lleno de cortes y sangrando, y después toda una serie de pequeños carteles de dinosaurios. Un par de anuncios de lucha libre arrancados de revistas y pegados con celo sin poner mucho cuidado, lo cual evidentemente mostraba que no habían sido puestos allí por ninguno de los padres.

De momento no había fotos de Farrah o Britney.

Sin embargo, el póster que me llamó la atención fue el de la exposición animatrónica de bestias prehistóricas en el museo de las charcas de alquitrán de La Brea que se había clausurado el año pasado después de muchos meses. El gran rectángulo oscuro ocupaba el lugar de honor a los pies de la cama, donde lo podía contemplar a placer. Evan había ido a la exposición con Jeff —no recuerdo cuál de los padres los había acompañado— y durante varias semanas había sido su único tema de conversación. Toda clase de efectos especiales, me había comentado, para animar a aquellas bestias de diez mil años atrás. A Evan le habían gustado sobre todo los caballeros y guerreros, como aquellos que aparecían en algunos de sus videojuegos, que montaban las bestias. Los puristas de la ciencia habían montado un escándalo en toda regla por estas inexactitudes cronológicas; recuerdo que lo había encontrado muy divertido porque había disfrutado muchísimo con Los Picapiedra cuando era una niña, y ¡todos montaban en dinosaurios! Para mí lo más importante era que había despertado la curiosidad de Evan sobre cuál era la verdad.

Al ver el póster, lo comprendí todavía mejor. Mostraba a un grotesco jabalí verrugoso de cuyo cuerpo chorreaba un mucílago siniestro, demasiado rojo para ser sangre normal, quizá porque la intención del dibujante había sido que te imaginaras una sangre bestial. Montado en el jabalí estaba una figura parecida a la de un guerrero con una armadura negra muy exótica; todo el conjunto provocaba un efecto intrigantemente medieval. Enarbolaba una espada corta en una mano y con la otra se sujetaba al jabalí por la melena; la bestia tenía alrededor del cuello algo parecido a la melena de un león. El ángulo de la espada y la posición me llevaron a pensar que el caballero o el guerrero se disponía a matar a la bestia mientras la cabalgaba. Mataría al demonio, pero en el proceso se arriesgaba a caer, quizá con grave peligro para su vida. La apremiante imagen me provocaba una gran inquietud, pero al mismo tiempo quería ver todos los minúsculos detalles que había introducido el autor: las joyas en la empuñadura de la espada, los fantásticos grabados en la armadura, los resplandecientes remaches afilados en los dedos de los guanteletes metálicos…

En cambio, a pesar de la precisión de todos los detalles de la imagen, cuando mirabas en la abertura del yelmo, descubrías que no tenía rostro.

—Vaya —exclamé, sin desviar la mirada del póster.

—Sí —dijo la madre de Larry, en un tono tan bajo que casi no la escuché. Me pareció una reacción extraña, pero la dejé correr.

Me marché de la casa de los Wilder con una visión mucho clara sobre cómo era el chico. Es muy difícil hacerse una idea a partir de las fotos y las descripciones. Lo que necesitaba de verdad era una réplica suya hecha por Animatronics. Sin embargo, al haber estado en su habitación, sentarme en su cama, ver el punto donde aterrizarían sus zapatillas, dónde caerían los vaqueros, ver los objetos que le gustaba mirar, llegué a la conclusión de que se trataba de un chico agradable y del todo normal, no uno de los chicos de Promenade. Le dije a la madre que la llamaría si necesitaba alguna otra cosa y que la mantendría puntualmente informada de cualquier nuevo avance cuando se produjera. Ella sabía que «cuando» significaba en realidad «si…»; lo leí en su rostro cuando me marchaba. No obstante, tuvo la cortesía de no rebatírmelo.

No disfruté de la misma deferencia en la casa de los McKenzie. Mi llegada se retrasó debido a una parada que hice en el café cercano al lugar donde habían secuestrado a Larry. Aparqué en una zona de carga y descarga, y casi en el acto tuve que vérmelas con un camarero, quien me invitó a que retirara el coche sin ocultar su enfado. La placa y la promesa de una partida razonablemente rápida consiguieron que se apartara.

Recorrí todo el largo de la acera un par de veces mientras el camarero me miraba con creciente impaciencia. Cuando acabé de hacerme una idea, pasé a su lado para entrar en el café y pedí hablar con el encargado. Resultó ser una mujer que salió de la cocina vestida con una bata blanca y delantal manchado con el que se secó las manos, antes de extenderme una para saludarme. Supuse que probablemente también era la cocinera y quizá, incluso, la propietaria. Manifestó que había estado allí el día del secuestro aunque no había presenciado el hecho y añadió que otros dos posibles testigos ya no trabajaban en el local, así que tendría que llamarles a sus casas si es que continuaban viviendo en el mismo lugar. Creía que al menos uno de ellos aún vivía en el vecindario porque de vez en cuando aparecía por el café y no había mencionado que tuviera la intención de marcharse.

Le di las gracias, salí del local y enfadé todavía más al preocupado camarero cuando le sonreí y me senté a una de las mesas de la terraza. Pobre, tendría que prestarme atención aunque no quisiera. No había acabado de sentarme, cuando apareció un coche a muy poca velocidad y aparcó en paralelo al mío. El conductor le hizo una seña al camarero, que miró nervioso en mi dirección y luego sacudió la cabeza muy lentamente. El coche se alejó con la misma lentitud de antes. El clásico y discreto aviso de que la costa no estaba despejada.

Ahora estaba muy claro por qué aquel pobre idiota no quería que nadie, y mucho menos un poli, ocupara aquella plaza de aparcamiento. Estaba esperando una entrega de droga. Probablemente para consumo propio; no tenía pinta de ser un vendedor. Memoricé el número de la matrícula para pasársela a alguien de narcóticos. Si quería estar enojado conmigo, estaría encantada de darle un buen motivo.

Comprendí que la mala uva de Marcia McKenzie era su estado natural, incluso más allá del dolor, de la misma manera que el estado natural de la señora Wilder era la amabilidad.

—No sé por qué tengo que pasar de nuevo por todo esto —protestó cuando finalmente nos sentamos. Ya me sentía como una intrusa; la casa estaba tan perfectamente decorada que no me parecía reunir méritos suficientes para entrar. Estaba segura de que tapaban todo el mobiliario con fundas de plástico cuando no tenía que venir nadie de visita. Me asustó caminar por la alfombra persa de la sala; aquel objeto seguramente costaba más de lo que yo ganaba en dos meses.

Lamentablemente, la riqueza de la familia no la había protegido. La desaparición de Jared McKenzie había caído sobre ellos como una montaña, y todavía estaban intentando salir a la superficie. Las personas que no esperan ser víctimas de un crimen se sienten furiosas, frustradas, inseguras, violadas y tremendamente confusas al ver que el mundo se ha convertido en un lugar tan extraño y desconcertante en un santiamén. Marcia McKenzie estaba acostumbrada a recibir la más completa deferencia, pero ahora acababa de descubrir que debía partir de cero y abrirse paso a través de un engorroso sistema que por defecto siempre favorecía al criminal anónimo. Todo aquello que encontraba en el proceso de impartir un poco de justicia topaba frontalmente con la manera en que ella consideraba que se debían hacer las cosas. En pura lógica, el sistema tendría que haberla tratado mejor, pero no por eso debía tratarme a mí como lo hizo. Hubo al menos una decena de veces en el transcurso de nuestra entrevista en las que estuve a punto de marcharme sin más. Si la escuchaba decir una vez más «es una vergüenza»…; era como si Terry Donnolly y yo hubiésemos sido la causa directa de todo su sufrimiento.

No callaba ni un momento. «… una deplorable falta de respuesta, un evidente fracaso a la hora de admitir las necesidades de mi familia…»

Sí, lo comprendo y me hago cargo de lo que sintió al ver que nadie se ocupaba mientras estábamos repartiendo los casos del detective Donnolly. Pero ahora las cosas mejorarán. Tenía que ir con mucho cuidado; si hacía demasiadas afirmaciones, podría provocar en ella unas expectativas muy poco razonables, incluso todavía más de las que tenía ahora. Me llevó casi una hora abrirme paso entre tanta cólera y llegar a la habitación de Jarred. Entonces, por uno de esos caprichos del azar, sonó el teléfono. Me dejó sola mientras ella iba a responder en una habitación al extremo del pasillo.

Tardaba tanto en volver que me aburrí de estar de pie y me senté en la cama, sin pedir permiso. A diferencia de la habitación de Larry Wilder, esta había sido limpiada a fondo por una madre muy angustiada que necesitaba mantener algún tipo de control sobre un hijo que ya no estaba presente. No había mejor lugar donde comenzar que en su espacio privado, que bien podría haber sido uno de sus campos de batalla antes de que él desapareciera. Fui más atrevida en la habitación de Jared; toqué las cosas, las recogí, las miré del derecho y del revés, lo revisé todo meticulosamente. La habitación de Larry Wilder me había parecido un lugar de respeto mientras que la de Jared McKenzie era un lugar de confusión, los matices venían dados por sus respetuosas, o en el caso de Marcia McKenzie irrespetuosa, madres.

Comencé a mirar en los cajones. Esperaba encontrármelos tan limpios y ordenados como todo lo demás, pero para mi deleite, estaban desordenados. Rotuladores sin tinta, guijarros de colores, clips retorcidos, lápices mordidos, cordones de zapatos rotos, monedas extranjeras, cromos, entradas de cine y un estuche de lápices de una tienda de regalos en La Brea.