Once

Sucedió aquello que me temía; durante el curso de nuestras investigaciones, que tardaron mucho más tiempo de lo que me pareció prudente, desaparecieron más niños. Incluso antes de Pentecostés desapareció un chico. La viuda de Yvon Kerguen, que había sido un maestro de obras muy capacitado en la parroquia de Saint-Croix en Nantes, había puesto a su hijo en manos del insidioso Poitou, cuya reputación tendría que haber sido harto conocida para entonces y que sin embargo, por algún motivo, nadie parecía tener en cuenta. Nunca volvieron a saber del muchacho.

«Allí se comen a los niños pequeños».

¿Por qué seguían entregándoles a sus hijos?

«Nos prometieron grandes beneficios». Siempre repetían la misma historia. No consigo entender cómo alguien podía creerle; ¿acaso existía la insensata esperanza de que un niño no sufriera el mismo destino que todos los demás, que sería eximido en virtud de alguna intangible cualidad que todos los padres confían haber transmitido a sus hijos, pero que casi nunca resulta así? Tendría que tratarse de la inmortalidad, porque ninguna otra cosa parecía protegerlos.

El chico de los Kerguen tenía quince años y, al parecer, era muy bello por tratarse de alguien muy próximo a convertirse en adulto. Se decía que era menudo y de aspecto aniñado. Era casi tan bonito como una niña y de trato muy dulce.

Mi Michel había sido un chico apuesto, pero había distado mucho de ser pequeño; tenía las piernas largas y rectas, y toda la gracia que pueden aportar unos miembros tan favorecedores. Siempre era un placer mirarlo, una criatura bella que Dios había traído al mundo a través de mí. Estaba haciendo su entrada a la edad adulta con mucha más dignidad que la mayoría de los chicos; no había mostrado aquella torpeza que marca a su sexo con tanta crueldad en esos años en que las voces se hacen más profundas y se ensanchan los hombros. A menudo me rodeaba con sus brazos y me abrazaba fuertemente con un amor incondicional; la afortunada mujer que él tomara por esposa no se vería privada de afecto. Hasta este día recuerdo la sensación de sus brazos alrededor de mi cuello; no necesito a ningún exótico hechicero italiano para sentir la fuerza de su abrazo, la tibieza de su mejilla contra la mía, la pura alegría de tenerlo cerca, de tenerlo sin más.

Pero por supuesto no podía retenerlo: ninguna madre retiene jamás a su hijo, aunque entregué al mío mucho antes que la mayoría y con mucho más dolor.

A principios de mayo desapareció otro chico; una vez más, cerca de Machecoul. Había ido allí con muchos otros muchachos del pueblo para pedir limosna en el castillo, con el permiso de los padres, convencidos de la seguridad del numeroso grupo. Las niñas eran siempre las primeras en recibir las limosnas y luego se marchaban para ceder su lugar a los chicos. El día en cuestión, el hijo del pobre Thomas Aise y su esposa, que vivían en Port-Saint-Pere, fue al castillo con el grupo pero, por algún motivo, le fueron dando las limosnas a los demás menos a él. Finalmente, cuando todos los demás ya tenían lo suyo, le llegó su turno.

Pero esta vez había un testigo de su desaparición. Una niña llamada Dominique se había quedado a esperar al hijo de Aise porque le gustaba el chico y esperaba regresar a casa en su compañía. La tía de la niña había ido a ver al magistrado para informarle de la historia que le había relatado su sobrinita, que había vuelto a casa sola en medio de la oscuridad cuando el chico no apareció. Era demasiado pequeña para comprender los peligros que la acechaban, y debo admitir que parecía un poco tonta, no retrasada, pero sí lenta.

Confieso, y que Dios me perdone, que me aproveché de su debilidad. Nos la trajeron una tarde, con mucha discreción a través del magistrado, después de que Su Eminencia pidiera que se presentara la niña. Ya habíamos decidido que lo más conveniente era que yo hablara con la pequeña y no el obispo porque, según afirmaba la madre, se trataba de una chiquilla muy tímida cuando se encontraba en presencia de adultos. Me pregunté cómo había tenido el valor de esperar al chico mayor.

Cuando la madre nos la presentó, tuve la respuesta.

—Adelántate, Dominique —le ordenó la madre con un gesto agrio, al tiempo que le daba un empujón para que se pusiera ante nosotros. Me dije que seguramente había sido idea de esta madre dominante que ella esperara al chico. Él era joven, pero no tanto como para no hacer caso de los coqueteos de una niña. Tendría unos trece o catorce años, y quedarse embarazada quizá era la única esperanza para conseguir marido.

Jean de Malestroit se mantuvo bien apartado en un rincón de la sala mientras yo hablaba con ella. Si yo no conseguía sacarle lo que nos interesaba, entonces intervendría.

—Bonjour, ma chérie.

La madre se apresuró a darle una palmada en el hombro. La niña se inclinó educadamente.

—Bonjour, mère —respondió. Luego cruzó las manos delante de su delantal blanco, que parecía haber sido lavado a conciencia para la visita al palacio del obispo.

—Muchas gracias por venir.

—No se merecen, madre —dijo y volvió a inclinarse.

—Me han dicho que tú sabes algo de lo que le pasó al hijo de Thomas Aise. Tu tía dice que le viste entrar en el castillo de Machecoul.

—Es verdad, madre.

—¿Entró solo o en compañía de alguien más?

—Entró en compañía de un hombre.

—¿Tú conoces a ese hombre?

—No, pero lo he visto antes en Machecoul. Dicen que se llama Henriet.

Tuve que esforzarme para no mostrar mi angustia. ¡Ni tampoco mi vergonzosa y poca pía excitación! Aún no le había comunicado a Jean de Malestroit mis pensamientos respecto a mi señor De Rais y estas desapariciones.

—¿Escuchaste lo que el tal Henriet le dijo al hijo de los Aise?

—Su nombre es Denis, madre.

—Bueno, Denis. ¿El señor Henriet le dijo algo?

—Sí, madre. —Realizó otra tan rápida como innecesaria reverencia antes de continuar—. Le dijo a Denis que si no había comido carne, entrara al castillo donde le darían toda la que quisiera.

La carne hubiese sido una tentación irresistible para un chico hambriento.

—¿Cuál fue la respuesta de Denis al ofrecimiento?

—No dijo nada. Entró sin más al castillo.

—¿Te dijo algo antes de entrar?

Agachó la cabeza como una muestra de su desilusión.

—No.

Añadió que había visto cómo se lo llevaban. Había sido la última persona que le había visto fuera del castillo.

Recopilamos toda esta nueva información y la pusimos por escrito en el pergamino junto con todas las demás, correspondientes a las anteriores desapariciones. Los manuscritos se amontonaban en pilas y rollos; me asombraba que no estallaran en llamas con todo el fuego del infierno que estaba escrito en ellos. Un día, mientras estábamos en medio de aquel mar de pergaminos, se hizo la luz.

—Guillemette —dijo Jean de Malestroit con un tono de profunda resignación.

—Sí, Eminencia.

—Tenemos un patrón.

—Así es, Eminencia. Lo mismo se me ha ocurrido a mí.

Transcurrieron unos momentos mientras cada uno de nosotros pensábamos en el problema que habíamos descubierto.

—¿Qué debemos hacer al respecto? —preguntó él después de una pausa.

No puedo describir los pensamientos que se movieron entre mi corazón y mi alma en el momento, porque son demasiado difusos y entremezclados. No quería que tomaran una forma definida en mi mente. De todas maneras, lo hicieron contra mi voluntad.

—No soy yo a quien se le debe formular esa pregunta —respondí en voz baja—. No puedo manifestar un juicio imparcial.

No había ninguna necesidad de que me explicara más claramente. Él sabía muy bien lo que había en mi corazón. Pero él de ninguna manera podía comprender la verdadera naturaleza de mi angustia; no la puede comprender nadie que no haya criado a un hijo con todo su cariño y paciencia, solo para ver cómo el carácter del niño se aparta terriblemente del camino recto.

—Parece obvio que es mi señor De Rais quien roba a estos niños o como mínimo lo hace alguien que está a su servicio. ¿Puede ser que esté tan ciego como para no ver las actividades de sus criados?

—Es algo que solo podemos desear —repliqué.

Respiré profundamente varias veces antes de que su comentario llegara a mis oídos.

—Pero no lo crees.

—No sé qué creer —exclamé con un tono casi de súplica—. Quizá se estén aprovechando de sus posiciones de privilegio para ofrecer tentaciones sin su conocimiento. Siempre existe esa posibilidad, Eminencia.

Jean de Malestroit me dirigió una mirada de profunda preocupación.

—Bueno, cabe esa posibilidad y no se la puede descartar.

Vi que el obispo hacía todo lo posible por contenerse. Pero yo no tenía los mismos reparos.

—Detesto creer algo tan aborrecible de su parte —añadí—. Mi cabeza me dice una cosa, y mi corazón otra.

Era una mentira. En mi corazón, sabía la verdad. Incluso entonces.

Esta vez fue Su Eminencia quien me sorprendió con una declaración despiadada.

—En lo que a mí respeta —tronó—, mi cabeza no tiene el menor inconveniente en aceptar que Gilles de Rais es muy capaz de cualquier cosa para satisfacer los más abominables placeres.

Me quedé sin habla durante unos segundos; luego crucé los brazos sobre mi pecho para defender mi corazón.

—Eminencia, es un noble, no se espera de él que respete las reglas de la vida plebeya. Conocéis su historia, lo conocéis a él de toda la vida.

—Tú también y de una manera mucho más íntima que yo. Aunque el menor conocimiento me permite una visión más clara que la tuya; me parece que te dejas cegar por tus emociones de una manera muy femenina. Había esperado algo más de ti en este asunto.

El insulto me dolió, pero lo dejé pasar, consciente de que algunas veces las personas utilizan la burla como un arma para defender una posición difícil.

—No negaréis que su vida, incluso sin tener en cuenta su nobleza, dista mucho de ser vulgar.

—Eso lo admito, hermana, tanto en lo bueno como en lo malo. Pero no es más o menos vulgar que cualquier otro hombre a los ojos de Dios. Así y todo, se comporta como si él fuese la ley. No responde ante nadie.

Aunque los actos que estábamos investigando eran merecedores de tal desdén, nuestra certeza distaba mucho de ser absoluta y tal vez el hombre al que estaba dirigido no fuera verdaderamente merecedor del mismo. Me sorprendió en gran medida escuchar semejantes críticas por parte de un hombre cuyo admirable intelecto tenía en tan gran aprecio, y en cuya amistad siempre podía confiar. De todas maneras, equivocada o no, me sentí en la obligación de refutar tales opiniones.

—Le conozco bien, Eminencia, le vi rezar en la Paz. Sus oraciones fueron mucho más sinceras que las mías, si debo decir la verdad.

—Guillemette.

Levanté una mano, quizá con un atrevimiento que iba más allá de lo prudente.

—Escuchadme aunque quizá os desagrade —insistí—. Él responde ante Dios, Eminencia, como todos nosotros. Vos mismo estabais presente cuando confesó sus pecados a Dios y fue absuelto. No podemos saber cuáles fueron aquellos pecados, qué cosas hizo…

Me interrumpí en mitad de la frase, tal era el brusco y desconcertante cambio en la expresión de Jean de Malestroit que me hizo callar. Sus ojos, a la sombra de las hirsutas cejas, miraron a diestro y siniestro con una actitud culpable. De alguna manera había conseguido que Olivier des Ferrieres le revelara los secretos de la confesión y por lo tanto conocía todas las transgresiones de Gilles de Rais. Solo podía imaginar los medios que había empleado para arrancarle aquellos secretos a un sacerdote de menor jerarquía.

Me volví dispuesta a marcharme, tal era la indignación que me dominaba ante este inesperado cambio en los acontecimientos. Me cogió de la manga.

—Guillemette, hay muchas cosas que no sabes de este hombre.

Me libré de su mano y me acerqué lentamente a la ventana. Unos chicos, algunos de los cuales reconocí como hijos de importantes nobles, cruzaban las losas del patio precedidos por uno de nuestros hermanos maestros. Los primeros caminaban en silencio detrás del hermano, que apretaba algún apreciado volumen contra su pecho, con la mirada fija al frente. Aquellos al final mostraban un comportamiento mucho menos decoroso: daban saltos y se pegaban los unos a los otros con las manos abiertas. Gilles de Rais hubiese sido de los que estaría al final para participar en el jolgorio; no hubiese tolerado de ninguna manera la austeridad obligada de quienes marchaban en los primeros lugares. Claro que nunca había estado en una fila. Mi señor Guy nunca había permitido que su hijo asistiera a clases en un grupo; solo había permitido la presencia de mis hijos Jean y Michel, así que todo esto no eran más que vanas reflexiones. Pero eran unas reflexiones basadas en un profundo conocimiento, como eran todas las referentes a su persona.

—Eminencia —manifesté en voz baja—, conozco el contenido de su alma mucho mejor que cualquier otra persona viva, quizá incluso mejor que su esposa. Yo lo formé.

—Comprendo que esto te duele —replicó pausadamente—. Pero tú más que nadie sabes que este hombre desafía las normas que se le han impuesto. Llegará un momento en que incluso intentará desafiar a Dios, y esa será su última fechoría. Recuerda bien mis palabras, sucederá tal como te lo digo.

A mediados de mayo, en un caluroso día de sol cuando el mundo tendría que haber sido un lugar mucho más agradable de lo que resultó ser, mi señor Gilles hizo aquello que se había predicho. Cabalgó desde Champtocé hasta la abadía de Saint-Étienne-de-Mer-Morte, acompañado por un grupo de unos sesenta hombres con armaduras y armados hasta los dientes, como si se dispusiera a atacar a un pequeño país y no a una abadía y su iglesia. Se dijo que mi señor había empuñado una pica, aunque son pocos los soldados que pueden utilizar semejante arma con la misma eficacia que aquellas otras de apariencia más inofensiva, o al menos eso era lo que me había comentado mi esposo en una ocasión. Era el aspecto feroz del arma lo que provocaba la sumisión del oponente, afirmaba Étienne. Seguramente no se había equivocado, porque Gilles de Rais no encontró la más mínima resistencia, aunque difícilmente la hubiese encontrado, porque el «comandante» del castillo era un clérigo torturado, Jean le Ferron, un hombre conocido por su generosidad y la apacibilidad de su carácter.

Las noticias las trajo un mensajero, cuyo caballo cubierto de espuma casi se desplomó en cuanto desmontó su jinete. El padre Damien y yo estábamos en el jardín, muy entretenidos en la discusión sobre el lugar más conveniente para unas plantas, una discusión en la que, como siempre, mi hermano en Cristo llevaba la voz cantante dada su experiencia y pasión. Pero apasionado o no, cuando a mi hermano, a quien le encantaba el cotilleo, vio al mensajero que corría hacia el palacio del obispo, se excusó rápidamente, con una mirada que prometía un pronto regreso en cuanto se enterara del motivo de tan urgente visita.

La información que me trajo hizo que esta vez fuera yo quien corriera con tanta prisa que me vi obligada a recoger un poco las faldas de mi hábito, en busca de Jean de Malestroit, quien me confirmó sin ambages aquello que me había dicho el hermano Damien.

—¿Qué sentido tiene tomar por la fuerza una propiedad que recibió en herencia? —pregunté, dominada por el más vivo asombro.

—Ya no es suya.

—¡Él jamás hubiera vendido Saint-Étienne!

—Pues lo hizo. Se la vendió a Geoffrey le Ferron.

El tesorero del duque Jean, alguien que sentía muy poco aprecio por la familia De Rais.

—¿Cómo es…?

—Calma, Guillemette, sé que es verdad. Todo fue arreglado en Machecoul.

«Asuntos de Estado» había sido la única respuesta de Jean de Malestroit cuando le pregunté por su misión en un viaje que habíamos hecho allí el otoño pasado. Las reuniones que habían tenido lugar a puerta cerrada no pudieron ser más discretas y, a juzgar por las expresiones de los participantes en el momento de marcharse, sombrías. Ahora todo tenía sentido; era lógico que los representantes de mi señor estuvieran cabizbajos al tener que desprenderse de una joya como Saint-Étienne.

—Le Ferron tendría que haber enviado tropas. Su hermano está perfectamente capacitado para ocuparse de la administración del lugar, pero no para defenderlo. Por supuesto, nunca imaginó semejante traición por parte del barón De Rais o no lo hubiese dejado tan expuesto.

Había tenido que ser una escena harto ridícula: el aguerrido Gilles de Rais, montado en su impresionante corcel, dedicado a insultar y amenazar con mil y un tormentos a un hombre incapaz de matar a una mosca, y eso después de que el marqués De Ceva lo sacara encadenado y lo hiciera arrodillarse en el suelo. Resultaba algo incomprensible.

—¿Qué motivos tuvo para vender Saint-Étienne? —pregunté, profundamente dolida—. Fue la iglesia donde recibió el bautismo.

—Al parecer, él también lo considera un error, hermana. La ha recuperado sin parar mientes. La venta fue hecha en un desesperado intento para reunir fondos porque sus cuantiosos gastos habían acabado con su tesoro.

—¿Tan grave es su situación?

—Se vende lo que se puede, hermana, cuando no hay otra manera de conseguir oro. Pero ¿actuar como un vulgar ladrón?

Habría represalias y serían inmediatas. Intenté hasta donde pude convencer a Su Eminencia de que se debía ejercer cautela hasta que dispusiéramos de más información sobre el tema; solo disponíamos de los primeros informes y sin duda, cuando se escucharan las versiones de todas las partes, la visión que teníamos de todo aquel asunto no sería tan grave. Al menos era lo que yo esperaba.

Jean de Malestroit no estaba para demoras.

—Estoy convencido de la veracidad del informe y absolutamente horrorizado ante la noticia de que se han cometido semejantes tropelías contra un indefenso hermano en Cristo, un hombre que solo realizaba su trabajo filial.

—Solo tenéis un informe.

—Uno absolutamente fiable.

—Así y todo, si pudierais verlo con vuestros propios ojos, vuestra mente quizá estaría más tranquila respecto a este tema —manifesté.

—Creo que sería la tuya la que estaría más tranquila —replicó.

Rogué y supliqué, y al final cedió. Quedó decidido que partiríamos a primera hora de la mañana siguiente. Durante el resto del día, mientras nos ocupábamos de los apresurados preparativos, el obispo no cesó en sus críticas a mi señor Gilles y lo maldijo por sus excesos pecaminosos. «Ese hombre no conoce ningún límite, ¡ninguno! Derrocha el oro como si creciera en los árboles. Y cuando se acaba el fruto de ese árbol, sencillamente va y roba otro. Tiene comercio con el diablo y se complace en la compañía de alquimistas».

—¡Eminencia! —exclamé al escuchar estas palabras—. Son, por cierto, acusaciones muy graves. Estáis hablando de blasfemia.

—Sí —asintió con voz serena.

—Sin duda no habréis caído en el error de creer en rumores.

—Tengo todas las razones que necesito para creer que no se trata de rumores, sino de la pura y simple verdad. He escuchado de boca de testigos dignos de toda fe que el hombre se entrega a los cultos más oscuros. Comienzo a creer que es verdad.

Su expresión se volvió amable, casi piadosa, porque sabía muy bien el efecto que tales noticias tendrían en mí.

—He mandado que hicieran investigaciones muy discretas en el pueblo de Machecoul —explicó—. Allí viven muchos de los sirvientes que trabajan durante el día en el castillo, algunos de ellos a la sombra de sus murallas. No hay manera de ocultar ningún secreto a estas personas; sus vidas son tan monótonas y miserables que su única distracción consiste en mirar a quienes los mandan. Hay temas más que suficientes para comentar. Se repite una y otra vez que mi señor es compañero inseparable del italiano Prelati, y que juntos se entregan a la magia negra.

Me persigné para defenderme de lo inconcebible.

—Eso está absolutamente prohibido.

—Todas las cosas prohibidas se practican en secreto, Guillemette. Están prohibidas porque son tan tentadoras que los débiles no pueden resistirlas y porque llevan a la ruina a aquellos que de otra manera serían inocentes. Las prohibimos como una manera de proteger a aquellos incapaces de defenderse por ellos mismos. El barón De Rais ha estado protegiendo al brujo Prelati desde que Eustache Blanchet lo trajo aquí.

El obispo había estado investigando a fondo a mi señor sin comunicarme sus hallazgos. Aunque estaba en todo su derecho —es más, era su obligación— me dolió que no me hiciera partícipe. Incluso así debo admitir que no deseaba escuchar lo que me decía. Cerré los ojos con todas mis fuerzas, sin recordar que son los oídos, no los ojos, lo que se encargan de escuchar, como si al no ver al orador, las palabras gracias a un proceso milagroso resultaran falsas.

—El propio Blanchet casi nunca deja la compañía de mi señor —añadió—, aunque no porque le quiera tanto. Al parecer, mi señor no quiere perderle de vista ante la posibilidad de que escape y hable de lo que sabe con alguno de sus enemigos. —Luego, su voz se redujo a un susurro—. Incluso se habla de que en el grupo se practica la sodomía.

—¡No quiero escuchar más! —exclamé—. Vos que odiáis tanto los chismes, ¿cómo podéis decir esas cosas, sobre todo a mí?

—Tú mejor que nadie sabes cuánto honro la verdad —manifestó con voz suave—. No haría estas aseveraciones sin tener confianza en su autenticidad. Mis investigaciones han sido muy cuidadosas. Me he enterado de muchas cosas inquietantes.

Me dominó la pena; las lágrimas rodaron por mis mejillas, y con su mano libre, Jean de Malestroit me las enjugó, con mucha ternura.

—Guillemette —susurró—, por favor, no llores.

Le desobedecí.

—Por favor —repitió. Me sujetó la barbilla y me obligó a levantar el rostro—. Abre los ojos. Debes ver la verdad. Te digo todo esto porque sé que amas a ese hombre como a un hijo. Sería terrible para ti escucharlas de boca de un extraño. Sé que ya has perdido a un hijo y no quieres perder otro. Pero se ha vuelto malo, Guillemette. No es digno de ser tu hijo. No es digno de tus lágrimas.

—No lo comprendéis… no podéis comprenderlo.

—Tienes razón —admitió—. No puedo. Soy incapaz de comprender cómo un ser tan vil, una bestia, puede merecer tu cariño. Cuando quisiste emprender esta tarea, intenté descorazonarte, protegerte para que no reviviera el dolor. —Exhaló un suspiro y apartó la mano de mi rostro—. Eres una mujer fuerte y decidida, hermana, cualidades que siempre he admirado en ti. Me inspiras a serlo cuando no encuentro la inspiración en mí mismo. Cuando siento que en mí no queda nada que aportar a mis obligaciones, recuerdo que tú has sufrido muchísimo y, sin embargo, sigues dando mucho. Querías ayudar a esas personas que han perdido a sus hijos. No podías saber dónde te conduciría.

Por supuesto, él estaba en un error; de alguna manera, en lo más profundo de mi corazón, lo había sabido desde el primer momento. Pero las profundas implicaciones de este conocimiento tenían el poder de conducirme a un lugar oscuro al que no me creía capaz de ir y al que me resistiría con toda mi alma.

Jean de Malestroit malinterpretó el verdadero significado de la expresión de dolor en mi rostro e intentó consolarme con verdadera angustia.

—Lo siento —afirmó con una voz agónica—. Lo siento muchísimo.

Le cogí la mano.

—Lo sé, y mi torturado corazón se consuela al escucharos. Pero todavía me aguardan muchas y nuevas torturas. Prometedme —le supliqué—, que a medida que avancen las investigaciones me mantendréis a vuestro lado y que me informaréis de todo.

—Pudiera ser que estos asuntos no sean adecuados para los oídos de una mujer; hay muchas cosas que todavía no te he contado.

—Quedan muy pocas cosas que pueda ver o escuchar que sean capaces de sorprenderme.

—Guillemette —me rogó con voz triste—, no me pidas esto.

—Me debéis esto, y mucho más.

Por fin, aceptó.