10

Era uno de aquellos momentos en los que deseaba haber prestado más atención en el instituto. Entonces todos creíamos que aprender estadística no era más que una enorme pérdida de tiempo, una de esas cosas que nunca aplicaríamos excepto quizá en un viaje a Las Vegas, la ciudad del pecado que la gente de Minnesota nunca visitaría porque era bien sabido que te robaría toda tu integridad.

¿Cuáles eran las probabilidades estadísticas en una ciudad como Los Ángeles, donde los blancos eran técnicamente un grupo minoritario, de que trece chicos desaparecidos fueran todos blancos, rubios, de ojos claros, delgados y aspecto angelical?

—Bueno, supongo que tenemos una anomalía en nuestras manos —opinó Fred Vuska.

Permanecí en silencio durante un segundo y después respondí:

—Creo que lo que tenemos entre manos, Fred, es un secuestrador en serie.

El breve silencio provocado por mi declaración estaba cargado de connotaciones políticas y preocupaciones referentes a las implicaciones presupuestarias. Con la cantidad de agentes asignados a la seguridad en el transporte llevándose la mayor tajada del presupuesto de horas extraordinarias y la falta de personal agudizada por la congelación de nuevas incorporaciones, Fred estaba metido en el mismo brete que todos los demás supervisores municipales de Los Ángeles.

—Venga, no te precipites a sacar conclusiones —señaló finalmente.

Su cambio de actitud no me sorprendió; cada vez que mencionas las palabras «en serie» en relación a un grupo de crímenes, los gastos se multiplican, a veces exponencialmente. Pero su reticencia era como para ponerse de los nervios, por decir algo.

—No sé qué otra cosa pensar. Hay un patrón definido, algo que está muy claro y que aparece en un tema como este donde menos te lo esperas. Si los secuestros fueran aleatorios, entonces tendrían que aparecer en la lista chicos hispanos o afroamericanos. Tú también te has dado cuenta o no me hubieras asignado los casos de Donnolly. Ahora sin más parece no gustarte.

Fred pareció preocupado por un instante.

—No es cuestión de que me guste o no, Dunbar. Lo mío es administrar, y en estos momentos administrar se ha convertido en una cuestión peliaguda.

—Eso ya lo sé. Pero este tema no es una cuestión de conveniencia.

—Nunca lo es. —Comenzó a dar golpecitos en la superficie del escritorio mientras sopesaba las opciones. La que acabó por escoger no me puso muy contenta—. ¿Tienes fotos de todos ellos?

Comenzaba a ampliar las condiciones necesarias para dejarse convencer.

—Sí, en los expedientes.

—Vamos a echarles una ojeada a todos.

Me llevaría algún tiempo organizarlos.

—Dame media hora.

—Tienes todo el día. Tengo que ocuparme de otras cosas ahora mismo y no volveré hasta eso de las cuatro y media.

—A esa hora ya me habré marchado.

—De acuerdo, entonces lo haremos mañana.

Cogió las gafas, se las puso, y después cogió unos papeles y simuló leerlos. Era su manera de decirme que me marchara, cosa que hice con un insulto en la punta de la lengua.

Me costó pagar otra comida, esta vez de mi bolsillo, pero me alegró que Errol Erkinnen encontrara un momento para recibirme debido a que lo pillé por sorpresa.

Erkinnen mostró la misma expresión de asombro e incredulidad que hubiese puesto cualquier otra persona cuando le expliqué el motivo de la visita. Hablar en términos de «en serie» sitúa el juego en un nivel mucho más alto. Su respuesta fue apasionada, tanto que me hizo sentir un poco incómoda. Su perplejidad era evidente; era como Halley cuando descubrió el cometa; la gran oportunidad de tu carrera con la que sueñas pero casi nunca consigues.

—Un secuestrador en serie, detective. Muy interesante. Explíqueme qué la ha llevado a sacar esta conclusión.

—Las similitudes en una serie de víctimas de casos no resueltos. Hasta ahora a nadie se le había ocurrido relacionarlos, más que de una forma muy vaga. El caso que motivó mi visita del otro día, el de Nathan Leeds, es el más reciente, pero van mucho más atrás, se remontan a años. Así que debo asumir, si estoy en lo cierto, que tenemos a alguien que lleva activo desde hace mucho tiempo y que continúa siendo una amenaza. Me asignaron los dos últimos casos de Terry Donnolly porque Fred Vuska creyó que había algunas similitudes y, cuando hice correr la voz de que buscaba un patrón —dejé caer la pila de copias de fax sobre la mesa— esto es lo que recibí. Un montón de casos parecidos de detectives que no saben cómo seguir adelante.

Cogió el montón como si fuera a adivinar el camino por el peso.

—¿Cuántos son?

—Hay diez más. Así que en total hay trece chicos desaparecidos, todos más o menos de la misma edad, preadolescentes, blancos, delgados y de aspecto encantador. Hay un caso resuelto de manera oficial, pero el autor lleva gritando desde el primer día que es inocente. Admite otro cargo anterior, pero no admite este. Me inclino a creerlo.

—¿Por qué?

—¿La verdad? Pues no lo sé. Sin embargo, no muestra ninguna de las señales físicas o psicológicas del que miente, y la intuición me dice claramente que no lo hace.

—¡Vaya! —Se levantó y comenzó a caminar por el despacho con medio bocadillo en la mano—. Las víctimas muestran un parecido sorprendente, ese es un buen indicador. —Su voz adoptó un tono doctoral como si fuera a impartir una clase magistral—. El patrón de las víctimas es un fenómeno común. Las elecciones de Ted Bundy eran todas muy similares, al menos las que conocemos; mucha gente cree que quizá asesinó al doble de las mujeres que confesó. Siempre se ha creído que adoptó el patrón a partir de una joven de Seattle, con quien estuvo prometido durante un tiempo. Ella era atractiva, inteligente, de una familia muy respetada y con una sólida posición económica; lo que se llama un braguetazo para alguien como Bundy. ¿Sabía que era hijo ilegítimo?

—Sí, lo leí en alguna parte.

—Toda su vida fue como una desesperada búsqueda de la legitimidad. Así que cuando la muchacha rompió el compromiso, se vino abajo. En una ocasión le confió a un conocido su convencimiento de que la familia de la muchacha la había presionado. Por lo tanto, que los asesinatos comenzaran más o menos en aquel momento no debe llamarnos la atención. La joven tenía los cabellos oscuros y se peinaba con la raya en el medio.

Como casi todas sus víctimas.

—Así que la mataba una y otra vez.

—Simbólicamente.

—No lo recuerdo muy bien, yo era muy joven, pero una de mis tías me contó que muchas mujeres cambiaron de peinado.

—Lo hicieron. Por aquel entonces, yo estaba cursando el bachillerato y comenzaba a centrar mi atención en la psicología. Así pues, me sentía tan interesado como el que más. Creo que el caso Bundy, al producirse en aquel momento, me ayudó a decidirme por la psicología forense. En cualquier caso, lo que más espantó al público fue que escapara de la cárcel y continuara moviéndose a sus anchas por el país; comenzó en Seattle, luego Colorado, Utah y finalmente acabó en Florida. Una chica no podía creer que estuviera a salvo por el hecho de vivir en Nueva Inglaterra. —Sonrió con una expresión de pesar—. Pero la verdad es que no tienes ninguna garantía de salir indemne. Algunas veces sencillamente estás en el sitio equivocado y en el momento equivocado.

—Pero aquí la cuestión es que estos chicos no parecen haber sido escogidos al azar.

—Es lo más probable. Todo apunta a que fueron seleccionados. A su perpetrador, si es que se trata de una única persona, como parece a primera vista, le gustan los chicos blancos, rubios y delgados, por alguna razón. Lo que necesita descubrir es el porqué.

Hice un gesto con las manos como si le dijera: «Por eso mismo estoy aquí».

El psicólogo sonrió, comprensivo.

—Seguramente es una fijación de algún tipo. Si no puedes conseguir al auténtico, buscas el equivalente más cercano.

—Eso no pareció funcionar en el caso de Bundy —repliqué—. Lo repitió una y otra vez.

—Eso fue porque el equivalente, que nunca puede ser más que un sustituto, muy pocas veces satisface la necesidad original que da lugar a la fijación. Experimentaba un alivio temporal, pero continuaba existiendo la necesidad original de conseguir la legitimidad. Así que tuvo que seguir matando. Por eso ves que los intervalos son cada vez más cortos. Lo que sucede a lo largo del tiempo es que el acto, el que sea, asesinato, violación o secuestro, pierde su poder y precisa ser repetido con mayor frecuencia. ¿Ha establecido un patrón de tiempo para estos casos?

«Si, en mis ratos libres».

—No, todavía no.

—Bueno, si yo estuviese en su lugar, le daría prioridad absoluta.

—¿Qué debo buscar?

—No busque nada. Mantenga la mente abierta y vea lo que hay allí, no lo que quiere que haya. El patrón de un asesino no siempre es tan regular como nos gustaría que fuese. Por supuesto, es una gran ayuda cuando sí lo es.

Él decía asesino. Yo ni siquiera había comenzado a utilizar la palabra porque no teníamos ningún cadáver, solo agujeros en el espacio donde habían estado los cuerpos. Sin embargo, mis vibraciones gritaban «asesino», y él las captaba.

—Sí, una gran ayuda.

—Lo siento. Es todo lo que puedo decirle. Los patrones varían, en función de una serie de factores. —Se acercó a una estantería abarrotada de libros y, por unos segundos, miró los lomos. Creo que debía tener algún sexto sentido, porque yo hubiese sido incapaz de encontrar nada entre tanto desorden. Murmuró un: «Ah, ya lo tenemos», cogió un libro y me lo entregó.

—No es precisamente un libro para leer en la cama, pero es un muy buen estudio sobre la psique de los asesinos en serie. Conseguirá una abundante información sobre el tema. No obstante, ahora mismo para facilitarle las cosas, le diré que los intervalos suelen hacerse más cortos a partir del momento en que comienza. Si el intervalo es inicialmente de unas tres semanas a un mes, se reducirá a dos semanas, luego a diez días, etcétera. Cuando llegan a unos pocos días, generalmente los detienen porque se mueven deprisa y están fuera de control, así que comienzan a cometer errores.

—Me encanta cuando los cometen.

—Sí —asintió—. Los errores por parte del asesino son siempre bienvenidos. Pero no parece que su criminal haya llegado a ese punto. Por lo que ha dicho, este secuestro es perfecto, como lo fueron los otros dos que investiga. Me interesaría saber los intervalos de los otros casos. Cuando establezca el patrón de tiempo, tendrá dos datos importantes sobre este tipo. Ya sabe cuál es la fijación y también conocerá lo desesperado que está.

Comenzaba a preguntarme si recordaba la conversación anterior, aquella en la que habíamos hablado de la madre de Nathan Leeds.

—Escuche, sé que tengo a un secuestrador en serie, pero no sé si se trata de un hombre.

Me miró, desconcertado.

—¿Hay alguna razón que la lleve a creer que se trata de una mujer?

—El caso Leeds, ¿lo recuerda? ¿La madre a la que atribuimos el síndrome de Munchausen por poderes porque había secuestrado a su propio hijo?

—Ah, sí… —dijo con un tono ausente. Al parecer había pasado a otro tema y se había olvidado de comentármelo—. Es muy poco probable que se trate de una mujer.

Ahora fui yo la desconcertada.

—Vi a su madre de cerca. Es una mujer.

—Mire más allá por un momento, detective. Estos crímenes casi nunca son cometidos por mujeres, y si no recuerdo mal, usted no creyó que ella encajara en «el tipo». ¿Ha cambiado de opinión?

—No.

Hizo una bola con la servilleta del bocadillo y la lanzó a la papelera.

—Las estadísticas señalan por abrumadora mayoría que el secuestrador típico es un varón. No forma parte de la psique básica femenina cometer esta clase de delitos.

De pronto sentí como si nuestros papeles se hubieran invertido.

—Aquí no estamos hablando de una psique normal.

—Eso no tiene ninguna importancia. Incluso las personalidades femeninas más aberrantes rara vez llegan hasta ese punto.

—¿Qué me dice de aquella mujer de Florida? —Tartamudeé por unos momentos porque no me salía el nombre—. Wuornos. Asesinó a una docena de tipos de los que tengamos conocimiento.

—No estoy muy familiarizado con aquel caso. Pero sé que ella era atípica en muchos sentidos. También recuerdo haber leído algo referente a la confusión de géneros.

—Aquí también podría haberlos. Esto es California.

—La tierra de las personas libres —replicó con una sonrisa cansada. Se acercó a mí y se sentó en el borde de la mesa. Me miró como mira un profesor a una alumna—. Escuche, detective Dunbar, por supuesto que es técnicamente posible que el criminal sea una mujer. También es técnicamente posible, pero no probable, que O. J. Simpson no lo hiciera. No quiero ver cómo patina, sobre todo cuando tenemos un caso en marcha. Le recomiendo que trabaje sobre la suposición de que el criminal es un hombre.

—Lo que usted diga, pero el secuestrador tenía el aspecto de una mujer la última vez…

Me interrumpió con un meneo de cabeza.

—Recuerde lo que le acabo de decir; vea lo que de verdad está allí, no lo que quiere ver. Aquello que parece ser una mujer, quizá no sea más que la ilusión de una mujer. Si ese es el caso, y sospecho que lo es, entonces ahora sabe tres cosas del tipo: su fijación por los chicos blancos, rubios; su patrón de tiempo cuando lo determine; y que un lobo que se hace pasar por cordero, es posible que se disfrace para parecer lo que no es y así ganarse la confianza de las víctimas. Hombre o mujer, se acerca a las víctimas con el aspecto de una persona que les inspira confianza. No me extraña que pase desapercibido. Astuto, muy astuto. Me gustaría estar muy vinculado a este caso, detective Dunbar. Es un caso muy interesante.

Tenía las palabras «copyright» y «derechos de autor» claramente escritas en su rostro, junto con «reconocimiento nacional». Para él, todo era clínica y teoría, y me di cuenta de que disfrutaba con el ejercicio académico. Pero era yo quien tendría que encontrar a este camaleón, capaz de cambiar de aspecto de un caso al otro.

Me fui directamente a los archivos, busqué las fotos de las víctimas y las escaneé, de forma que mientras lo hacía las ordené cronológicamente por las fechas de las desapariciones. No solo podría mostrarle a Fred las semejanzas de los chicos, sino también determinar un patrón de tiempo. Lo que se llama matar dos pájaros de un tiro.

Sin embargo, para cuando terminé, uno de los pájaros se había levantado de entre los muertos, había batido las alas y ahora me disparaba a mí. Los blancos entre las separaciones eran grandes e irregulares, nada de un par de semanas o un mes como había sugerido el psicólogo, sino muchos meses con huecos imprevisibles, el más corto de los cuales era de ocho semanas. No había ningún patrón visible.

«Mire lo que de verdad está allí, no lo que quiera ver». Para Errol Erkinnen era muy fácil decirlo.

Cogí a Spence y Escobar por los brazos y los arrastré hasta mi mesa.

—Mirad esto por mí —les pedí, con un tono casi de súplica.

—¿Qué debemos ver? —preguntó Spence.

—Nada. Solo decidme lo que veis.

—Veo un montón de fechas. Seguramente estás buscando un patrón.

—Vale, tío.

—Lamento decirlo, Lany, pero aquí no veo nada.

Al ver mi expresión de desconsuelo, Escobar me dijo:

—Bien podría ser que haya desapariciones no denunciadas entre las que tenemos o que el tipo está operando en otra localización geográfica. Quizás actúa en las dos costas o algo así.

Me pregunté cómo había pasado de la noche a la mañana de un Munchausen por poderes a un secuestrador en serie que actuaba en las dos costas. Una excelente pregunta para la que no tenía ninguna respuesta.

Pillé a Fred cuando cruzaba la sala. Él quería esperar hasta mañana, pero yo las tenía ahora. Casi me eché encima de él cuando pasó por delante de mi cubículo.

—Tengo las fotos —grité para hacerme escuchar por encima del ruido de las voces y las campanillas de los teléfonos.

Por un momento fue la viva imagen del cabreo, pero cedió; sin duda vio que estaba a punto de echarme a llorar.

—De acuerdo. Vamos.

Recogí el estuche con las fotos y lo seguí a su despacho. Lo dejé sobre su mesa mientras él echaba una ojeada a la pila de mensajes de las llamadas recibidas y que reclamaban ser devueltas. Primero observó las fotos en conjunto y a continuación una a una con ojo crítico.

—Ya veo lo que quieres decir. Parece un parto múltiple.

—¿Y?

Tuve que esperar unos segundos a que respondiera.

—Así que lo tomaré en consideración —dijo finalmente.

—Fred, de verdad que me vendría muy bien un poco de ayuda.

Una vez más permaneció en silencio mientras pensaba a toda máquina.

—Si se trata de un solo tipo, acaba de secuestrar a un chico, así que estamos al principio de uno de los huecos y disponemos de algún tiempo antes del siguiente. Ten paciencia y continúa investigando.

—No me olvidaré de decirle al próximo padre que eso es lo que estoy haciendo.

—Eso es. Se acabó la reunión.

Me marché, atenta para ver si aparecía alguien a quien clavarle los colmillos. Unos minutos más tarde, Fred apareció junto a mi mesa.

—Escucha, esto lo puedo hacer; te libraré para que puedas concentrarte en este caso. Dame los otros casos que llevas y los distribuiré.

Me costó disimular mi desilusión.

—Esperaba un poco más.

—Todavía no, Dunbar. Tendrás que conseguir algo más convincente para que se lo pueda mostrar a los tipos de arriba antes de ofrecerte nada más. Pero no dejaré que nadie te asigne más casos.

Por el momento tendría que conformarme con lo que había.

Decidí, tan pronto como Fred dio su dictamen, que como mis hijos iban a una exposición con su padre aquella tarde y se quedarían en su casa las dos noches siguientes, dedicaría todo el sábado y la mañana del domingo a los nuevos casos y quizá incluso llamaría a algunas de las familias cuyos hijos habían desaparecido. Pero antes de dejar la oficina, llamé a la anciana señora Paulsen para preguntarle si tomaba algún tipo de medicación.

—Necesito hacerle una pregunta un tanto personal —le dije.

—Bien, haré todo lo posible por responderla.

—Si detenemos a la persona que secuestró a Nathan Leeds, tendremos que preparar todo lo necesario para la fiscalía. Parte del caso será su testimonio. Cualquier abogado defensor competente intentará poner en duda su credibilidad. Necesito saber antes de que sigamos adelante si está usted tomando cualquier tipo de medicación que pudiera afectar a su memoria.

—Dios mío. Eso no es nada personal. Creí que iba usted a preguntarme algo sobre mi vida sexual.

«Por favor, Dios, deja que llegue a vieja así».

—Bueno, no. Nada por el estilo.

—Detective, ni siquiera tomo una aspirina.

—¿No toma usted nada para la presión, el glaucoma o la diabetes? —pregunté, en un rápido repaso de los típicos problemas que afectan a las personas ancianas.

—Soy fuerte como un caballo.

—¿Qué edad tiene, si no le importa que se lo pregunte?

—Ahora sí que es algo personal. —Se echó a reír—. Tengo ochenta y cuatro y me quedan otros dieciséis por delante.

—Siempre es bueno tener una meta.

—Lo es, detective. Te da ánimos.

Acababan de poner ante mí una que desde luego me «daría ánimos»; la única duda era hasta cuándo.

—Muchas gracias, señora Paulsen. Alguien de la oficina del fiscal se pondrá en contacto con usted cuando llegue el momento.

Aquella fue la última tarea de mi jornada oficial. Tengo la costumbre de dejar mi mesa ordenada los viernes por la tarde para no encontrarme con todo desordenado los lunes por la mañana. Tenía la intención de regresar el sábado, pero los hábitos son difíciles de romper, así que lo ordené todo, aunque lo volvería a desordenar. Supongo que desordenar es algo relativo; para mí, significa un lápiz fuera de lugar o el bloc de notas que no está paralelo al borde de la mesa. Cuando todo lo demás falla, limpio y ordeno.

El tráfico era mucho menos denso que a mi hora habitual de salida. Más de una vez cuando regreso a casa en horas punta, me he sentido tentada de encender la sirena y el faro azul, y abrirme paso a todo gas. Sin embargo, nunca lo he hecho. Me da no sé qué abusar de mi posición. Hay otros polis que lo hacen; los he visto en más de una ocasión en la autopista. Pero yo no, supongo que no tengo bastante testosterona.

La cena consistió en chile recalentado. Eché de menos a los chicos, aunque probablemente se lo estaban pasando muy bien, porque Kevin es menos estricto con ellos y tiene una magnífica colección de videojuegos. Eso es algo que a veces me preocupa, que no hagan los deberes y que sucumban a las influencias de la cultura popular, algo contra lo que he estado luchando desde el día en que nacieron. Con algo de éxito: Frannie es una rata de biblioteca, y Julia es creativa; siempre encuentran cosas productivas que las entretienen. Pero Evan es capaz de perderse en la PlayStation y resulta mucho más vulnerable a las presiones sociales. Era quien más me preocupaba, se trataba del mayor, y estoy segura de que cometí muchos errores en su educación.

Pero este fin de semana podían hacer lo que quisieran con sus cerebros. Su padre cuidaría bien de ellos; volverían a casa el domingo por la noche bien alimentados y excesivamente mimados, y eso era lo único que importaba.

Después de una ducha rápida y una copa de vino tinto, me metí en la cama con el libro de Erkinnen.

Asesinos en serie: la última referencia.

En cuanto acabé de acomodar las almohadas tal como quería, abrí el libro y miré el índice. Los casos que se analizaban eran de asesinos que me resultaban muy familiares. Sospecho que eso era precisamente lo que querían al menos un par de ellos, el brillo de la fama y la inmortalidad. Había una sección dedicada a asesinos del pasado; a algunos los conocía, a otros no. Jack el Destripador, ¿quién no había escuchado ese nombre?; Vlad Tepes, el legendario empalador que había inspirado el personaje del conde Drácula; Elizabeth Bathory, la condesa que creía que la sangre de una virgen mantendría su piel libre de arrugas y se bañaba en ella; Gilles de Rais, un nombre desconocido, que había llegado hasta nosotros con el apodo de Barbazul, según el subtítulo del capítulo.

Siempre había creído que Barbazul era un pirata. Supongo que aquel era Barbanegra.

Había un capítulo que ofrecía una visión general de los métodos, otro que explicaba detalladamente las condiciones que transformaban a los hombres con tendencias violentas en la peor clase de monstruos. Pensé en este capítulo durante un momento, y comprendí que seguramente encontraría alguna cosa que yo le hacía a mis hijos y entonces tendría otro motivo más para sentirme culpable como madre. No era buena idea ahora que estaban con su padre. Pero no pude resistirme.

Mucho de lo que decía el libro no era más que puro sentido común. Se trataba de personas que reunían todas aquellas peculiaridades que consideramos extrañas o pervertidas. El noventa por ciento de ellos se habían orinado en la cama, y la mayoría habían hablado de graves conflictos con los padres o tutores por ese tema. Más del ochenta por ciento habían sufrido abusos de todo tipo durante la infancia. La mayoría era tímidos por naturaleza o, mejor dicho, retraídos socialmente. El autor opinaba que los abusos físicos y sexuales, casi siempre por el varón dominante en sus vidas, estaban en la raíz de los problemas. Unos pocos de los asesinos entrevistados habían mencionado que sus madres o abuelas los habían acariciado o forzado a tener relaciones sexuales.

¡Qué putas más asquerosas!

Erkinnen tenía razón; el más claro indicador de que un ser humano se convirtiera en un asesino en serie, al menos según el autor, era sencillamente haber nacido con un cromosoma Y. Claro que había mucho más que eso o todo el mundo estaría metido en un buen lío: había pirómanos, drogadictos, alcohólicos y violadores. Pero el sexo masculino era el común denominador por amplia mayoría.

Mataban animales pequeños cuando eran niños y adolescentes, y rechazaban la compañía de los demás en situaciones sociales. Eran tipos solitarios que rechazaban cualquier contacto innecesario. Tenían dificultades en la escuela, eran malos alumnos a pesar de su gran inteligencia. Eran seres antisociales incapaces de sentir remordimiento y psicópatas que estaban fuera de control.

Por encima de todo lo demás eran fantasiosos. Soñaban con lo que harían antes de tener el coraje de llevarlo a la realidad. Algunos hablaban de complicados preparativos internos para sus crímenes.

Apoyé un dedo en la página y cerré el libro por un momento. Complicados preparativos internos. Mi tipo tenía que haber hecho eso; quizá se tomaba al menos dos meses entre secuestro y secuestro, así que tendría que estar haciendo algo en ese tiempo. ¿No podría ser la preparación física? Eso era algo que tendría mucha importancia en este caso, si Erkinnen no se equivocaba.

Enganché una horquilla en la página a modo de marcador y dejé el libro en la mesilla de noche. No era precisamente la mejor lectura para la noche, y ahora me había contaminado a mí misma con algo que me obligaría a pensar y pensar hasta que tuviera algún sentido. Probablemente me acosaría en mis sueños.

Mi último pensamiento antes de quedarme dormida fue que no tardaría mucho en invitar a comer a Erkinnen una vez más.

El sábado por la mañana experimenté una muy clara sensación de alivio mientras miraba la pila de los expedientes que le entregaría a Fred el lunes. Uno de los casos abiertos, una agresión sexual, probablemente nunca llegaría al juzgado; teníamos testigos fiables y todas las pruebas físicas necesarias, y si el autor tenía una pizca de cerebro o incluso un abogado mediocre, se declararía culpable de un delito menor y nos evitaría a todos el trastorno de tener que darle por el culo. En cualquier caso no tardaría mucho en estar otra vez en la calle y repetiría la agresión en cuanto se le presentara la oportunidad. Algunas veces me pregunto por qué me tomo la molestia de venir aquí.

¿A quién quiero engañar? La razón, o las razones para ser más exactos, de que esté aquí la tengo sobre la mesa: Nathan Leeds, Larry Wilder, Jared McKenzie y otros diez que eran prácticamente idénticos. El alivio que había experimentado unos minutos antes se esfumó y fue reemplazado por un agobiante sentimiento premonitorio.

Por supuesto, estos trece casos eran todos individuales y legalmente separados, pero en el fondo de mi corazón sabía que estaban vinculados, por mucho que Fred no quisiera verlo. Un tanto fuera de lugar en la pila asomaba la piedra en el zapato: el caso Garamond. Una esquina de la carpeta asomaba como un dedo acusador. Me apresuré a ponerla en línea con las demás.

¿Llegaría a identificar la pista que me daría la clave cuando tropezara con ella en medio de todo este follón? «Mantenga una mente abierta», me había recomendado Erkinnen; un buen consejo, aunque era más fácil decirlo que hacerlo.

Los casilleros de la división estaban convenientemente ubicados junto al vestuario. Un montón de expedientes me estaban esperando; seguramente les habrían quemado las manos a los tipos que los habían dejado. Me quedé allí durante unos momentos cargada con todo aquel material detectivesco y recordé los malos tiempos cuando mi trabajo, por muy desagradable que fuera, se terminaba cuando acababa mi turno. Empujé la puerta batiente con el trasero y entré en el vestuario. Habían cambiado los bancos desde mi última visita; los nuevos tenían la superficie antideslizante y eran bastante más anchos. ¿Es que las agentes tenían las posaderas más grandes y necesitaban tracción en los bancos? No había sido así en mis tiempos como agente, cuando nos exigían unas determinadas condiciones físicas.

No había nadie; eran las horas entre los cambios de turno, cuando el lugar se llenaba entre los agentes que llegaban y los que se iban. En los tiempos en que pateaba las calles, allí siempre se montaba una tertulia: presumíamos de nuestros hijos, nos quejábamos de nuestros novios y maridos, admirábamos las gangas. Sabía por una de las chicas nuevas —la hija de un tipo que ya era poli cuando ingresé en el cuerpo— que ahora dominaban los cotilleos, sobre todo los desagradables. Las cosas tienen el hábito inoportuno de cambiar para mal.

No obstante, había algo que no había cambiado: la soledad entre turnos. No había teléfonos; si alguien quería hablar conmigo, tendrían que llamarme al busca. Me senté en uno de los bancos y dejé la pila de sobres a mi lado, convencida de que le echaría una ojeada a un par y después volvería a la división.

Tardé casi cuatro horas en subir las escaleras.

Cada vez que abría un sobre era como leer el mismo guión una y otra vez. Un chico blanco había desaparecido bruscamente sin ninguna explicación. El chico era de constitución delgada, cabellos rubios o castaño claro, piel muy blanca y un rostro angelical. Los testigos declaraban haberlo visto en compañía de un íntimo inmediatamente antes del secuestro, pero el íntimo (excepto en el caso del estimado señor Garamond) parecía disponer siempre de una coartada irrefutable. Estaba dispuesta a jugarme la pensión a que cuando aparecieran el resto de los expedientes, se repetiría el mismo patrón.

El interés de Erkinnen comenzaba a tener sentido. Siempre quieres montar en cólera cuando te enfrentas a estos horrores, pero cuando las cosas comienzan a encajar como ocurría ahora, se cuela un entusiasmo culpable. En un instante pasé de la casilla de salida a la de «la venganza es mía, dijo el detective». Me convertí en una cazadora con un taparrabos de piel de león; afilé mi lanza. Partí al trote con la lanza en ristre. Tenía hambre. Cazaría a mi presa y la devoraría.