Desperdicié un día perfecto refocilándome en la pena por los terribles acontecimientos que se habían abatido sobre mí tantos años antes. En mi defensa debo decir que en la estela de mis nuevos descubrimientos, la antigua pena por la desaparición de mi hijo me pareció muy actual. Quizá después de dos décadas no tendría que haber sido así, pero lo era.
El sol brillaba con fuerza sobre el castillo, el patio, y todo el entorno, pero yo no parecía sentir su calor. Las flores del jardín del patio inundaban el aire con sus deliciosos perfumes en una muestra de aprecio por el buen tiempo. Me senté, entre una peonía y un rosal amarillo, en un banco con unos angelotes de mármol por patas cuyos brazos regordetes sostenían el asiento de madera donde se suponía que el sedente encontraría descanso, aunque no se podía decir que las recias tablas fueran precisamente cómodas. Algunos pimpollos amarillos acababan de abrirse, como si hubiesen recibido una señal de sus lejanos primos orientales para adelantarse y asumir la tarea de seducir a insectos y paseantes. Sobre mi regazo tenía la vieja pero todavía útil sobrepelliz, la misma cuyo remiendo me había facilitado la excusa de ir a buscar a Machecoul hilos y agujas que no había comprado. Gracias a Dios, había encontrado todo lo necesario en el fondo de mi bolsa de costura, y, por lo tanto, podía hacer los remiendos. No obstante se me hacía un mundo poner manos a la obra y mezclar mis puntadas con aquellas que había hecho, de una manera muy chapucera, alguien con mucho menos interés por el trabajo.
En lo único que pensaba en este día, cuando bien podía disfrutar de la bondad del clima y de la agradable labor (podría haber sido mucho peor tener que ocuparme de la siempre desagradable tarea de apuntar los gastos), todo lo que llenaba mi corazón y mi mente eran los dolorosos recuerdos, sobre todo de mi hijo Michel y cómo podría haber sido si no me lo hubiesen arrebatado. Otra carta de su hermano había llegado desde Aviñón, eso al menos había dicho esa mañana un correo; tal era la profundidad de mi desesperación que la promesa de su lectura apenas si me animaba.
Las cartas de Michel hubiesen sido muy diferentes a las que recibía de su hermano, sobre todo en lo que hacía referencia a la regularidad con que llegaban. Las de Michel hubiesen sido esporádicas en el mejor de los casos, a diferencia de las de Jean, que eran mucho más predecibles que mis menstruaciones de antaño. Pero de haber llegado mis dos hijos a la edad adulta, Jean quizá no se hubiese sentido tan inclinado a aliviar la ausencia de su hermano con sus frecuentes misivas, y por lo tanto, ¿quién puede decir lo que hubiese podido hacer en circunstancias normales? A menudo me preguntaba cómo hubiesen sido los textos de las cartas de mi hijo menor. Primero las hubiese llenado con la alegría y el humor socarrón que eran sus características naturales. Hubiese habido un montón de buenas noticias y muy pocas malas, una proporción poco creíble destinada a borrar las preocupaciones surgidas de tener un hijo que había escogido la guerra como oficio. Todas las madres con hijos que han nacido para empuñar la espada tienen las mismas preocupaciones, pero por supuesto las mías hubiesen sido las únicas importantes. Sus reconfortantes comentarios hubiesen llegado desde algún campo de batalla o de un puesto avanzado al que le había enviado su señor, quienquiera que fuese.
¿Hubiese servido a Gilles de Rais, su compañero de la infancia? Quizá, aunque no lo creo. Siempre había considerado posible que sus personalidades divergentes llegaran a imponer que sus caminos se separaran; Michel era bueno hasta la médula, y mi señor Gilles no parecía confiar en su propia valía después de que su abuelo, aquella bestia, se ocupara de machacársela a conciencia.
Comencé a notar muy poco antes de la desaparición de Michel que mi señor a menudo parecía totalmente absorto en sus pensamientos. Alrededor de este período comenzó a pasar el mayor tiempo posible en solitario, aunque sus sicofantes primos De Sille y De Briqueville intentaban continuamente pegarse a él. Cuando parecía sumido en uno de aquellos sombríos ensimismamientos, yo solía preguntarle a mi joven amo en qué pensaba, pero estamos muy próximos al momento en el que se desprendería de mí, su niñera, como una serpiente muda la piel que la aprieta demasiado. Por lo general no me hacía caso, y cuando decidía responderme a menudo decía que pensaba en sus propias ensoñaciones, aunque casi nunca me revelaba cuáles eran. Así que muchas veces yo soltaba un «Ah», como si le hubiese comprendido, cosa que no era así en absoluto.
Michel intentó apartar a mi señor de la inmensa pena que le dominó en el período siguiente a la muerte de sus padres. Lo tentaba con actividades como la caza o los duelos a espada. Pero sus cariñosas y sinceras ofertas —«¿Por qué te entregas a tan sombríos pensamientos, hermano, cuando el sol brilla en todo su esplendor? Ven, montaremos nuestros caballos y espantaremos a unos cuantos zorros con el ruido de nuestras espadas»— eran desatendidas. Supongo que es lo único correcto cuando te ves abandonado por alguien muy cercano y querido —en el caso de mi señor, por partida doble en muy poco tiempo—: deseas tener un tiempo de soledad para reflexionar sobre la naturaleza de la muerte y la vida, o lo que sea que provoque tu tristeza. Esto es algo que sé tan bien como cualquiera.
Cuando su gran compañero pasaba por uno de estos penosos momentos, Michel tenía que buscarse otros entretenimientos. Se dedicaba a la lectura, a practicar con la espada en divertidos combates con su sombra, o con juegos de habilidad marcial con su padre si era una de aquellas ocasiones en que Étienne estaba en el castillo y no tenía otros quehaceres. Hubo muchos de aquellos momentos después de la muerte de mi señor Guy, porque Jean de Craon solo se ocupaba de asegurar las posesiones de su hija. No paraba mientes en su determinación de conseguir que todas las propiedades continuaran formando parte de un mismo legado, pero nadie se lo reprochó, porque todos comprendíamos que era un padre preocupado por defender los intereses de su hija, que estaba absolutamente paralizada por la inesperada muerte de su marido. Entonces ocurrió que la señora Marie tuvo la audacia (en una ocasión escuché a Jean de Craon maldecirla por el inconveniente) de morirse.
Mi señor Gilles, a la tierna edad de once años, se encontró aprisionado entre dos posiciones contradictorias. A los ojos del mundo era el joven amo y señor de una inmensa fortuna y reino, donde todos sus caprichos eran atendidos en el acto por aquellos que estuviesen más cerca. En cambio no era más que un pobre títere de su aborrecible abuelo. Fue entonces cuando se produjo una visible separación entre él y Michel. Antes, las diferencias de clase no habían tenido ninguna importancia: estaban tan unidos como cualquier hermano. Supongo que con el tiempo todo cambia; algunas personas prosperan, otras se hunden, según los dictados de la fortuna. Los seres queridos van y vienen; aquellos que se van envían cartas si tienen los medios y el conocimiento para hacerlo.
Cartas de Michel… si Dios me hubiese concedido tan solo una, y si entre líneas hubiese encontrado una explicación razonable para aquello que le había ocurrido, hubiera hallado la manera de vivir sin pecado durante el resto de mi vida como muestra de mi agradecimiento. ¿Cómo hubiese sido su escritura adulta? Su caligrafía en la niñez había sido animada y dispersa. Conocía la letra clara y precisa de Jean; si me hubiesen puesto delante mil pergaminos, no hubiera vacilado enjugarme el alma a que sabría encontrar cuál había escrito. Las fluidas líneas de prosa que cruzaban la página de izquierda a derecha tenían la misma recta perfección del horizonte marino. No puedo decir si las líneas de Michel hubiesen tenido el mismo ordenado progreso que las de Jean; era un chico mucho más revoltoso que Jean a su misma edad, destinado para la guerra como lo había sido su padre, opuesto al orden fijado por el nacimiento que señalaba la Iglesia para él y la guerra para Jean. Soy de la opinión que no puedes obligar a un niño a ser aquello que no quiere, aunque sé que se ha hecho infinidad de veces. Pero en esta época moderna, permitimos a nuestros hijos un cierto grado de autodeterminación. Michel no estaba destinado a tomar los hábitos, y sin duda Jean hubiese muerto en la primera batalla en cuanto empuñara la espada. Si Michel de verdad estaba muerto, y si existe algo que se pueda considerar como una buena muerte, rogaba que al menos hubiese tenido la oportunidad de morir como un guerrero, porque eso hubiese sido lo más justo.
En medio de tan lúgubre ensimismamiento, escuché que decían mi nombre, o, mejor dicho, mi título. Mère pronunció tímidamente un joven hermano a quien solo conocía de haberlo visto en la abadía. Su llamada me sobresaltó hasta tal punto que mi cesta con los hilos cayó al suelo. El joven se deshizo en disculpas y juró que nunca se le hubiera ocurrido molestarme de no haber sido que Su Eminencia me reclamaba. Me llevó unos momentos recuperar la compostura después de recoger todos los hilos. A pesar de su evidente mortificación, el joven hermano esperó pacientemente. Deseé que me hubiese dejado sola; sabía encontrar mi camino hasta el despacho de Jean de Malestroit con tanta facilidad como si me hubiese dejado un rastro de migas.
¿Qué sería lo que necesitaba hoy? La hora me dio que pensar (antes de que sirvieran la comida, era cuando acostumbraba ocuparse de los deberes de Estado) y también la expresión que vi en su rostro cuando entré en su sagrado despacho. Antes de decir nada, Jean de Malestroit me entregó la carta que había llegado para mí desde Aviñón. Le di las gracias con un gesto y dejé que la sensación se filtrara en mis palmas, pero en lugar de retirarme sin perder un segundo para romper el sello y devorar sus palabras como hubiera hecho en cualquier otra ocasión, la guardé en la faltriquera y esperé a que el obispo me hablara del tema que le había llevado a llamarme cuando aún estaba ocupado con los compromisos y asuntos del día. Ya me había dado cuenta al entrar de que estaba agitado, y ahora se paseaba como una fiera enjaulada sin conseguir ordenar sus pensamientos.
—Eminencia, cómo os arregláis para ser un hombre de Estado es algo que nunca entenderé.
Se sentó bruscamente en su silla de respaldo alto y respiró profundamente varias veces para calmarse.
—Ah, Guillemette, algunas veces yo tampoco lo entiendo. Me agrada mucho menos el sombrero de diplomático que la mitra. —Sonrió filosóficamente y se encogió de hombros—. Por supuesto, ningún hombre ha conseguido llevar nunca dos sombreros con la menor gracia. Sería necesario tener dos cabezas. A menudo me encuentro en la tesitura de elegir entre desilusionar a Dios o al duque Jean, y a ninguno de los dos les gusta verse abandonados.
Sin embargo le había visto pasar de un sombrero a otro con una facilidad notable. No me hubiese sorprendido en lo más mínimo descubrir que Jean de Malestroit tenía una cabeza de recambio para su segundo sombrero, guardada en algún lugar donde a nadie se le ocurriría buscarlo. Me lo imaginé buscando aquella cosa siniestra en un armario con las bisagras que chirriaban. Abriría la puerta para coger una vela, un ovillo de hilo o una piedra de afilar, y la cabeza me miraría con los ojos sombreados por aquellas cejas tan hirsutas que parecían una sola, y luego se apresuraría a decirme que hiciera el favor de solucionar cuanto antes el molesto chirrido de las bisagras.
«Quizá la hermana Hélène podría ocuparse…», diría la cabeza con una sonrisa pícara.
El hombre de Estado me sacó de mis fantasías.
—Tengo algo que decirte.
—Lo decís como si se tratara de algo que sabéis de antemano que no me agradará —repliqué después de una muy breve pausa.
—No puedo predecir cuál será tu reacción, solo que sin duda la tendrás.
—No os burléis, y decidme de qué se trata.
—Muy bien. No se te permitirá continuar investigando las desapariciones de los niños.
La reacción anticipada tomó la forma de un puñado de hielo que me oprimía la boca del estómago. Mi burro seguiría en el establo, yo no podría salir sino que tendría que quedarme en la abadía y volver a asumir las tareas traspasadas a la hermana Hélène, algo que por lo menos me aportaría algún consuelo. Así y todo, me sentía profundamente desilusionada. Mi voz se elevó un poco cuando protesté.
—Eminencia, me habíais concedido el privilegio por muy buenas razones. Me preocupa muchísimo que hayáis cambiado de opinión con tanta rapidez.
Se levantó de la silla y sonrió, complacido.
—Hay una excelente explicación. El duque Jean ha autorizado que se realice una investigación a mayor escala y ha señalado a alguien para que la dirija.
Una vez más, me había sorprendido.
—Eso es fantástico —afirmé alegremente—. ¿A quién ha designado?
Solo vaciló una fracción de segundo.
—El duque ha nombrado a alguien que a su juicio será un investigador muy capaz.
Debido a mis anteriores servicios conocía a muchos hombres que podían ser llamados para realizar el trabajo; quizá podría influenciar su labor de alguna manera.
—¿Quién? —insistí.
—Vamos a dejar las cosas tal como están por el momento. Todavía me quedan muchos asuntos por resolver durante el día. Solo quería avisarte de que no necesitas emprender los preparativos para ningún viaje. Ya hablaremos de todo esto más a fondo mañana.
—Eminencia, cuánta crueldad. Me condenáis a la conjetura para lo que queda del día y luego a una noche sin pegar ojo.
Vi en su rostro el primer aviso de enfado.
—Hermana, eres una espina en la rosa de mi vida.
Yo también me había enfadado, y con mucha mayor justificación.
—Os pido perdón, querido hermano, pero ¿qué sería una rosa sin espinas?
—Eso sería algo… ah, yo lo describiría con la cumbre de la perfección.
—Sí, pero que débil y poco inspiradora.
—A veces nos vendría muy bien que no hubiera tanta inspiración.
—La inspiración es algo que nunca sobra, Eminencia. Sería un grave pecado que así fuera, uno tan merecedor de vuestra ira como cualquier otro pecado.
—Así… bueno… quizá lo sea —dijo. Luego, con una discreta preocupación, preguntó—: ¿Es cierto que no dormirás?
—Ni por un segundo.
—No quiero ser responsable de tal cosa. —Exhaló un suspiro—. De acuerdo, pero debes jurarme que lo mantendrás como un secreto.
—Lo juro.
—El duque Jean me ha designado a mí para que investigue estos asuntos en profundidad.
Todas sus difíciles cualidades, su santurrona rigidez, su empecinada intratabilidad, el frío distanciamiento que a menudo utilizaba para separarse de aquellos que le rodeaban teñirían el curso de las investigaciones.
Por el otro lado, mi participación e influencia estaban aseguradas.
Me dediqué a la tarea de supervisar la limpieza del fango pegado al suelo de la iglesia encomendada, después de todo, a las capaces manos de la hermana Hélène; la mujer parecía sinceramente agradecida, cosa que escapaba a mi comprensión. Mezclados con el fango marrón estaban los inevitables restos de excrementos de caballos, vacas y cabras, que pasaban a diario por todas las calles del pueblo. No me importaba en lo más mínimo que me reemplazaran en esta tarea. Las novicias bajo su mando recogerían todo esto y lo llevarían al huerto, donde sería distribuido bajo la atenta mirada del hermano Damien, que no dejaría de dar gracias a Dios por su inmensa bondad al facilitarle tal abundancia de abono. Nosotros no desperdiciábamos nada, poco dispuestos a incurrir en el desagrado de nuestro Creador.
Llegó una nueva llamada de Jean de Malestroit cuando las jóvenes novicias ya se marchaban de la iglesia con las escobas y palas.
—Estoy listo para comenzar —me comunicó en cuanto me vio entrar.
—¿Tan pronto?
—Como bien sabes, hermana, soy muy frugal con mis horas, y las tuyas, si se me permite decirlo. Veamos, quiero que me repitas las historias que te contaron en Bourgneuf, con todos los detalles que puedas recordar. Me ayudará a elegir el camino correcto para avanzar en las investigaciones.
Las sombras se acortarían y se alargarían de nuevo antes de que acabáramos. No podíamos prever cuántos días más nos ocuparían.
Hacía cosa de unos tres años, una mujer llamada Catherine Thierry había puesto a su hermano en manos de un parisino trasplantado, un tal Henriet Griart, para ver si era posible que el niño fuera admitido en la capilla de Machecoul. Nunca más volvió a ver al niño, tampoco tuvo noticias de que le hubiesen admitido, y nadie le ofreció explicación alguna sobre qué pudo haberle ocurrido.
También estaba el caso de Guillaume Delit, un niño de aspecto angelical, hijo de Guibelet, que solía ayudar al cocinero a la hora de asar la carne para el barón De Rais. El mismo cocinero jefe, Jean, en el castillo de Briand, le comentó a la madre del niño que no era una buena idea que el niño trabajara allí porque era sabido que secuestraban y mataban a los niños en la zona de Nantes. Más tarde, la madre le dijo a la mujer del cocinero que dos hombres se habían presentado en su casa poco después de que ella hiciera algunas indagaciones. La habían tratado con rudeza, y le habían dicho que más le valía no quejarse, que no sería nada bueno para ella, y mucho menos para su hijo.
El hijo de Jean Jenvret era un colegial de nueve años, que frecuentaba la zona alrededor del Hôtel de la Suze en Nantes. Su familia vivía en la parroquia de Saint-Croix en Nantes pero tenían parientes en Bourgneuf. Dos años atrás, me confió su hermana, unos ocho días antes de la festividad de San Juan Bautista, el niño había desaparecido sin una palabra.
En la parroquia de Notre Dame en Nantes, el hijo de Jeanne Degrepie desapareció, cuando estaba a punto de celebrarse la festividad de San Juan, o sea que la desaparición se había producido tan solo unos pocos días más tarde de la otra en Saint-Croix. La madre mencionó a una mujer llamada Perrine Martin, a quien supuestamente se la había visto llevándose al niño y de nuevo se la había visto con él en el camino a Machecoul. Nadie había aportado explicación alguna sobre por qué la tal Perrine se había llevado al niño a Machecoul.
Un escolar de la parroquia de Saint-Donatien cerca de Nantes, un precioso niño de una familia llamada Fougere, había desaparecido hacía dos años el agosto pasado. No se había encontrado ni un solo rastro, ni nadie le había visto.
En septiembre, en Roche-Bernard, el hijo de diez años de Perrone Loessart había sido confiado a un hombre con el curioso apellido de Poitou, que le había prometido a la madre que su inteligente hijo continuaría asistiendo a la escuela. Más tarde, se había visto al niño en compañía de Poitou por la carretera de Machecoul, como había ocurrido con el hijo de Jean Jevret con la mujer Perrine.
Un caballero de Port-Launay había mencionado a una familia llamada Bernard cuyo hijo había salido un día rumbo a Machecoul en compañía de otro chico de la misma edad, con la ilusión de conseguir limosnas, porque les habían dicho que allí era muy generosos. El deseo de conseguir una buena limosna tuvo que ser muy fuerte como para animar a dos chicos de doce años a realizar el viaje, porque había que cruzar el Loira en Nantes y después andar durante muchos kilómetros. El otro chico que iba a acompañarlo lo había esperado en el lugar convenido durante tres horas y luego se había visto forzado a regresar solo a Port-Launay. Eso había afirmado la madre del niño desaparecido, que se había quejado amargamente de la pérdida de su hijo al magistrado y al sacerdote del pueblo.
En Saint-Cyr-en-Rais, una aldea vecina a Bourgneuf, el hijo de Micheau y Guillemette Bouer había ido a pedir limosna a Machecoul el domingo de Cuasimodo del año pasado. Cuando el niño no regresó, su padre se había preocupado de ir a varios lugares a preguntar por el paradero de su hijo, porque había escuchado los rumores sobre la desaparición de los niños, y había temido que esta vez le hubiese tocado a su hijo el mismo destino. Al día siguiente, mientras el padre continuaba con sus indagaciones, un hombretón vestido con una capa negra se había presentado en la casa. Ella no le conocía, pero el hombre le había preguntado por su hijo, y la madre le había replicado que había ido a pedir limosna a Machecoul. El desconocido se marchó inmediatamente, y no le habían vuelto a ver.
Ysabeau Hamelim, una mujer de Pouance, que había vivido un año en Fresnay, había enviado a dos de sus hijos, de quince y siete años respectivamente, a Machecoul con dinero para comprar pan. Cuando no regresaron, en un primer momento había pensado en un robo y que los habían dejado por muertos. Sin embargo, no se había encontrado ni una sola prueba de un suceso semejante en el camino cuando ella y otros miembros de la familia lo habían recorrido. Al día siguiente, dos hombres habían acudido a su casa con el propósito de preguntar por los niños. La mujer se había asustado y no les mencionó la desaparición. Mientras se marchaban, había escuchado que uno de los hombres le comentaba al otro que dos de los niños eran de esa casa, así que había sospechado que ambos sabían lo que les había pasado a sus hijos.
Muy poco antes de la Navidad pasada, Jeanette Drouet, la esposa de Eustache, había enviado a sus hijos de once y siete años a pedir limosna a Machecoul. Varias personas habían manifestado que los habían visto pero nunca más regresaron a su casa, y cuando ella y su marido habían ido a preguntar, no les habían dado ninguna satisfacción.
Nuestra cena permanecía sin tocar en la mesa. Un buen trozo de cordero, que tanto nos apetecía después de seis largas semanas de abstinencia, reposaba frío y gelatinoso en la bandeja. Ninguno de los dos hubiésemos sido capaces de tragar ni un solo bocado.
—¿Se ha conseguido aclarar algunas de estas desapariciones? —preguntó Su Eminencia con un tono sobrio.
—No. Hasta hoy no se ha averiguado absolutamente nada.
—¿Ningún resto? ¿Ni una prenda de ropa?
—Nada.
Se sentó muy erguido en la silla de respaldo recto, y me impidió ver el hermoso trabajo de bordado en el respaldo, que me gustaba tanto. Se palmeó las rodillas.
—Parece imposible.
—Así es, o por lo menos, muy poco probable.
—Bueno… tendremos que encargarnos de que la verdad sea descubierta. Creo que lo mejor sería que empezara con mis investigaciones en profundidad en Machecoul.
—Sí, Eminencia.
—Iremos allí dentro de tres días —anunció, decidido.
Era una espera demasiado larga.
—Eminencia, desaparecerán más niños si seguimos demorando.
—Guillemette, hay asuntos importantes que debo atender…
—Los niños, Eminencia, ¿qué puede haber más importante que las almas de los pequeños?
El sentimiento de culpa le hizo cambiar.
—Muy bien, haré que esperen mis otras obligaciones. Entonces, mañana.
Asentí. Mi influencia estaba ciertamente asegurada.
Asistimos a las vísperas como siempre, y después Jean de Malestroit me dio permiso para retirarme. Fui al establo de la abadía, donde me encontré a mi burro que rumiaba plácidamente la paja tierna del pesebre. Sus mandíbulas se movían rítmicamente de un lado a otro y la paja amarilla se hacía cada vez más corta hasta acabar engullida. Metí la mano en el pesebre, cogí un puñado de tallos, y los ofrecí. Los cogió suavemente de mi mano con sus dientes gastados y los masticó mientras le palmeaba el cuello con afecto.
—Eres una bestia muy comprensiva, mademoiselle —le dije con un tono cariñoso. ¿Por qué le hablamos a los animales como si fuesen niños pequeños? El burro sacudió la cabeza para apartar a una mosca molesta y me roció con pequeñas gotas de saliva. Me limpié el rostro con la manga—. Y muy efusiva también —añadí—, pero no me importa. Me escucharás sin protestar, cosa que harán muy pocas bestias de dos patas. La razón que motiva esta visita, mi pequeño amigo, es que quiero pedirte tu opinión sobre un tema que me preocupa.
Como si me hubiera comprendido, movió la cabeza arriba y abajo.
—Bien, entonces te preguntaré esto: ¿Cómo es que todos estos niños desaparecieron en las posesiones del barón De Rais? ¿Cómo es que su sirviente parece estar siempre en el lugar?
La bestia se inquietó bruscamente, y rebuznó.
—Eso mismo es lo que creo —dije. Apoyé mi frente en la suya, y me quedé allí mientras una lágrima rodaba por mi mejilla.