Entregué los zapatos de claqué de mi hija puntualmente. Cuando regresé a mi mesa, había una nota. Fred había escrito con su letra pequeña y apretada un nombre, seguido por la siguiente aclaración: abogado de Ellen Leeds. Había subrayado abogado.
Miré el teléfono; la luz roja del contestador no parpadeaba. Por alguna razón, el abogado me había pasado por alto y se había dirigido directamente a Fred. En cuanto me vio entrar en su despacho, dijo:
—Por lo visto tienes un pequeño problema, Dunbar. El tipo llamó hace unos minutos para decir que te olvides de hablar con ella. Amenaza con demandarnos por un tema de derechos civiles después de que, según sus palabras, «detengamos al verdadero autor». ¿Cómo es que no me has dicho nada de que sospechas de la madre? —Ante mi momentáneo silencio, insistió—: Habla.
Le conté todo lo que me había dicho la señora Paulsen y a continuación le expliqué la ambigüedad de la coartada de Ellen Leeds.
—Su ex estaba bastante cabreado cuando se marchó de aquí para ir a su apartamento. Me dijo que estaba muy errada si creía que ella le había hecho algo a su hijo y se largó. El caso es que seguramente hablaron del tema y supongo que él le mencionaría mis sospechas.
—Quizá él también se hacía la misma pregunta —sugirió Fred.
—No lo creo. La defendió con mucho convencimiento. —Me senté—. ¿Sabes una cosa? Hasta hace un rato estaba dispuesta a ponerle las esposas. Ahora me lo estoy pensando. Aquí hay algo que no funciona.
—¿Como qué? Tienes a una testigo que vio cómo el chico subía al coche de su madre, y no está nada claro que se encontrara en el lugar donde dijo que estaba en el momento que ocurrió.
—Sí, lo sé. Pero es que ella no me encaja con el perfil.
—Oh, venga, Lany. Un análisis objetivo de las pruebas. Así es como tomamos aquí las decisiones, no lo olvides.
—Lo sé, lo sé. Pero aquella anciana… no estoy muy segura de lo que me dijo.
—¿Está senil?
—No, no lo parece. Mantuvimos una conversación del todo normal, y se mostró muy lúcida en todo momento. Es en las demás cosas donde podríamos tener problemas. Es una mujer muy agradable y toda una cotilla, con una pinta muy creíble. Una testigo ideal si no fuese por la edad. Supongo que sería carnaza para cualquier abogado si se sienta en el banquillo.
—Si es que llegamos a ese punto.
Casi le escuché el pensamiento: «Al paso que vas, la vieja ya se habrá muerto».
—¿Toma algún tipo de medicación? —preguntó Fred.
—No se lo pregunté.
—¿Por qué no?
—Estoy tratando de ganarme su confianza, y no le puedes hacer esa clase de preguntas a una señora mayor cuando no la conoces de nada. Supongo que lo consideraría poco cortés. Creo que le caigo bien, pero no sé hasta dónde confía en mí de momento.
—Tienes el permiso del público, como su empleada, de ser descortés. En realidad, los contribuyentes cuentan con que lo seas en su nombre. Llámala e interrógala de la misma manera que haría el abogado de la defensa.
—Si está tomando alguna medicación, no me quedaría nada más que la cazadora. ¿Qué quieres que haga con eso?
—Ni puñetera idea. Solo soy el supervisor. Te delego el problema a ti, la detective.
—Entonces supervisa. Dime lo que debo hacer.
Fue como si hubiese estado esperando la ocasión.
—Precisamente creo que aquí tengo algo que te podría llevar a alguna parte. —Se giró en su silla giratoria para coger una caja de cartón de una mesa auxiliar. Volvió a girar y la puso delante.
En el costado de la caja aparecía escrito en letras mayúsculas un nombre: DONNOLLY.
Las gaitas del funeral volvieron a sonar en mi cabeza.
—Vaya, por Dios.
Durante las últimas semanas de su vida, antes de que a Terry Donnolly le reventara el corazón, nos había parecido que estaba estresado, ansioso, y de vez en cuando, deprimido; hablaba incesantemente de largarse. «Ya no puedo soportar los difíciles» era lo único que nos respondía cuando cualquiera de nosotros le preguntábamos por qué.
—Sus dos últimos casos. Ambos están empantanados de momento. Esta tarde les eché una ojeada mientras tú estabas fuera. Lo que los hace tan complicados, y esto fue algo que lo frustró mucho, es que el primer sospechoso en ambos casos era una persona íntima, a partir de las declaraciones de un testigo aparentemente fiable. Lo mismo que en el caso que llevas ahora. Pero las pruebas contradecían directamente lo dicho por los testigos, y Donnolly no tardó mucho en llegar a la conclusión de que esas personas no estaban involucradas. No sabía cómo seguir con la investigación en ninguno de los dos casos. Uno de los padres sabe que ha muerto y no deja de llamar para que reasignen la investigación.
Apoyé una mano en la caja. «Pandora, Pandora —gritaba—, ábreme, ábreme». Fred no parecía escucharla. Tuve la sensación de que el cartón se calentaba, como si el contacto con mi mano hubiese puesto en marcha algún tipo de reacción química. Aparté la mano. Fred advirtió algo extraño en mi gesto y frunció el entrecejo.
—Mandé a que recogieran todos estos documentos porque me pareció que te ayudarían. Así que más vale que les eches una mirada.
O sea que los habían reasignado.
La nuestra es una división muy grande. Ya tenía bastantes problemas con ocuparme de mis propios casos, como para hacerme cargo de los de los demás. Sabía que Donnolly había estado investigando dos desapariciones, pero desconocía absolutamente los detalles. Los expedientes eran bastante gruesos a juzgar por el peso de la caja. En el último cajón de mi mesa tenía dos archivadores de fuelle de casos anteriores, investigaciones culminadas con todo éxito y con muy buen karma; quizá si metía los expedientes de Donnolly en esos archivadores se les pegaría algo de suerte y las cosas comenzarían a funcionar deprisa.
Los nombres de las víctimas aparecían escritos en la portada y el lomo de cada uno de los gruesos expedientes de Donnolly. Ya era demasiado tarde como para sentarse y leerlos a fondo, pero leí lo bastante de cada uno como para hacerme una idea aproximada. El primer caso correspondía a la desaparición de Lawrence Wilde, un varón caucasiano, de trece años, un metro cincuenta y ocho de estatura, y constitución delgada. Cabello castaño claro tirando a rubio, ojos azules, muy pecoso. Se le había visto por última vez hacía cosa de un año cuando subía al coche del hermano de su madre, que, de acuerdo con las declaraciones de tres testigos que se encontraban en la terraza de un café, era conducido por su dueño. El problema residía en que el tío tenía una coartada irrefutable; era un bombero, que estaba de servicio en el momento de producirse la desaparición, y su presencia en el cuartel había sido corroborada por la tarjeta de entradas y salidas, y las declaraciones de sus compañeros. No se había encontrado ninguna prueba física real en el coche del tío, excepto unas pocas fibras de las prendas de Larry. Pero no significaban nada porque el chico había estado en el coche docenas de veces. Convencida de que el tío era inocente, la familia del chico había ofrecido una recompensa a cualquiera que pudiera aportar alguna información válida para dar con su paradero. Se habían recibido miles de llamadas —es algo habitual cuando hay dinero de por medio— pero no se consiguió ninguna pista fiable.
El grueso del papeleo parecía ser el resultado de las entrevistas de Donnolly con los testigos, los familiares y amigos, los compañeros de escuela, los maestros, los entrenadores; había hecho un trabajo exhaustivo. A algunas de estas personas las había entrevistado varias veces, quizá para aclarar algunos puntos, pero también quizá porque Donnolly no quería acabar con su participación en el caso. Es algo que todos hacemos cuando no encontramos nada nuevo que nos permita avanzar; volvemos a los primeros testigos. Algunas veces nos acompaña la suerte, pero en la mayoría de las ocasiones no nos da más que una sensación de continuar en actividad e involucrados en el caso. Resulta muy difícil dejarlo correr, sobre todo cuando tienes unas ganas tremendas de resolver el caso y no lo consigues.
Advertí la desilusión de Terry Donnolly incluso en esta rápida ojeada. Sabía escribir informes; todo estaba bien claro, conciso y, si era posible, bien documentado. Pero todos los informes estaban marcados con la amarga verdad de que no conducían a ninguna parte.
El segundo caso en la caja de Donnolly correspondía a un chico llamado Jared McKenzie. Había desaparecido sin ninguna razón unos seis meses antes que Wilder. Cuando leí la denuncia de la desaparición, me llevé una sorpresa porque creí que se habían mezclado páginas del expediente de Wilder. Sus características físicas eran notablemente parecidas, con la excepción de que los cabellos de Jared tiraban más a rojo que rubios. Le habían visto por última vez cuando salía del campo de fútbol en compañía de su entrenador, un amigo desde hacía años que pasaba mucho tiempo con la familia McKenzie y que a menudo llevaba a Jared en su coche. Sin embargo, el entrenador afirmaba que el día de la desaparición había regresado a su despacho después del entrenamiento, para recoger unos documentos que necesitaba para una entrevista con un cliente. Una madre había declarado que los había visto marcharse juntos en el coche del entrenador y recordaba la hora exacta porque acababa de utilizar el móvil, que marcaba la hora de la comunicación. Pero el guardia de seguridad del edificio donde el entrenador tenía su despacho verificó que había llegado allí cinco minutos después de la hora mencionada por la testigo. Se tardaban por lo menos diez minutos desde el campo de fútbol al despacho del entrenador. Imposible.
Cómo no iba a tener un infarto Terry Donnolly. No era para menos. ¿Qué podía hacer con cosas como esas?
¿Qué se esperaba que hiciera yo con ellas?
Tres casos donde los íntimos eran los primeros sospechosos y las víctimas sorprendentemente parecidas: todos varones adolescentes blancos, de constitución delgada. Había una relativa falta de pruebas en los tres casos, un indicio que los tres autores habían sido muy cuidadosos.
O que el autor lo era.
Le comenté a Fred lo que se me había ocurrido y le pedí que me diera a alguien para que me ayudara a procesar los datos.
—¿Crees que tenemos entre las manos a un secuestrador en serie?
—Bueno, resulta difícil no pensarlo.
—Todavía es un poco pronto para decirlo.
El beso de la muerte, dado con tanto cariño.
Ahora tenía por delante la poco envidiable tarea de ponerme en comunicación con unas personas que ya habían sufrido una terrible pérdida, con el propósito de reabrir sus viejas heridas. Los informes de Donnolly eran excelentes, pero quería hablar con ellas personalmente.
Nancy Wilder se sorprendió al saber, cuando la llamé, que Terry Donnolly había muerto, cosa que me evitó la molestia de preguntarle a Fred cuál era la familia que había insistido para que reasignaran el caso, un detalle que no habíamos llegado a tratar.
—Creía que no había ningún progreso en el caso, y por eso no habíamos sabido nada de él en un par de semanas —me dijo cuando le informé de la muerte de mi compañero—. Lamento mucho su fallecimiento. ¿Tenía familia?
—Su esposa y dos hijos.
—Oh, es terrible.
—A todos nos ha afligido mucho su muerte. Le echaremos de menos.
—Tengo que decir que era un detective muy atento y muy concienzudo. Siempre le estaré agradecida por sus atenciones. —Exhaló un suspiro y permaneció en silencio durante unos momentos—. Oh, cielos, todo esto es terrible. Un hombre tan agradable. ¿Se hará usted cargo del caso a partir de ahora?
—Me han encomendado la tarea de aclarar unos pocos cabos sueltos. Hay que revisar los casos de Terry para decidir si hay que cerrarlos o proseguir con las investigaciones. Estoy recopilando la información para que se proceda como corresponda.
Una verdad a medias, y esperaba que a ella le sonara más convincente que a mí.
—Solo quiero escuchar por mí misma lo que tenga que decir. El detective Donnolly era muy bueno a la hora de redactar informes y lo documentaba todo, pero en realidad para mí es importante hablar con las familias. Le pido disculpas por reabrir viejas heridas, y confío en que comprenda que esto es en el mejor interés del caso.
—Sí lo comprendo —respondió la señora Wilder—, y le agradezco las disculpas. Pero no debe usted preocuparse, la herida no se ha cerrado, así que no ha reabierto nada. Nunca se ha cerrado, al menos para mí. El padre de Larry está dispuesto a renunciar, a asumir que Larry está muerto en alguna parte y que nunca lo encontraremos. Yo en cambio, todavía no he llegado a ese punto.
El padre de Larry probablemente estaba en lo cierto, pero es cruel arrebatarle las esperanzas a las personas, máxime si es lo único que les queda. Es algo muy típico en las parejas casadas entrar en un período de dificultades tras la desaparición de un hijo. Siempre hay culpas que se echan el uno al otro, aunque no se haga abiertamente.
—Me gustaría reunirme con usted en su casa, si no le parece mal.
Quedamos que iría a visitarla al día siguiente. Hice el mismo arreglo con la familia McKenzie, aunque la madre de Jarred fue muchísimo menos amable. Parecía creer que era una molestia intolerable que Donnolly se hubiera muerto de frustración, que hasta cierto punto se lo tenía merecido, que debía haber movido cielo y tierra en su beneficio. Admito que hay algunos de nosotros que cierran casos como «irresolubles» solo para no tener que seguir con ellos, pero Terry Donnolly era de los que seguían hasta el final, y sobre todo si había un chico de por medio. Las presiones se las imponía él solo, y acabó por pagarlo.
Hice algunas discretas averiguaciones sobre otros casos de chicos desaparecidos que llevaban tiempo archivados. Luego copié todos los resúmenes de las entrevistas de Terry Donnolly y los guardé en una carpeta. Evan me esperaba en la acera cuando llegué allí. Jeff Samuels, su mejor amigo y compinche, estaba a su lado.
Arrojó la mochila y la bolsa de deportes en la parte de atrás del coche y después se sentó a mi lado; era puro piernas, brazos y pelo rubio hirsuto. La viva imagen de su padre.
—¿Habéis acabado la práctica más temprano?
—No. Eres tú que has llegado tarde.
Miré mi reloj. Tenía razón.
—Lo siento, Evan. Supongo que tendré que cambiarle de nuevo la pila.
Me incliné hacia él, con la ingenua ilusión de que se olvidaría de la adolescencia lo suficiente como para darme un beso en la mejilla. Aceptó, con los ojos en blanco.
—Oh, venga, vamos, tampoco ha sido tan malo, ¿no? A las viejas nos gusta que nos den un beso de cuando en cuando.
—Mamá, corta el rollo… no eres tan vieja.
Podría haber pasado sin el tan.
—¿Qué vamos a cenar?
—No tengo ni la menor idea. Ya lo pensaré cuando lleguemos a casa.
—¿Jeff se puede quedar?
—Por supuesto. ¿Te gustan las cenas sorpresa, Jeff?
—Sí, señora Dunbar.
Frannie y Julia estaban en la academia de baile, donde Kevin había llevado a Julia para que no tuviera que ir a buscarla a su casa. A esta hora habría una mujer en la suya, una más de la interminable serie. A mí no me importaba que cambiara continuamente de pareja, pero no quería que las exhibiera delante de los chicos. Hasta ahora se ha comportado de una forma muy correcta, al menos en ese tema.
No creo que Frannie se pudiera parecer más a mi madre de lo que se parecía ahora; Julia desafiaba absolutamente cualquier parecido. Sin que nadie se lo pidiera, ambas me dieron un beso antes de acomodarse en el asiento trasero y abrocharse los cinturones. Miré a su hermano con una sonrisa de triunfo.
—Son niñas —se defendió—. Se supone que deben besar a su madre.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó Frannie.
—Sí, ¿qué hay? —repitió su hermana.
—Lo que quiera Jeff.
Le hicieron toda clase de sugerencias. Al final acepté un menú de espaguetis con salsa y judías, el clásico menú de los cuatro electrodomésticos: abrelatas, microondas, triturador de residuos y lavavajillas. Después de cenar, Jeff se fue al apartamento de sus padres que estaba en el mismo edificio, y el resto de nosotros nos sentamos a la mesa de la cocina para hacer los deberes, incluida yo. Me quedé dormida durante unos minutos, y cuando abrí los ojos, me encontré a Julia a mi lado, que intentaba leer el informe de Donnolly que tenía delante. Apoyó el dedo en una palabra difícil y me miró con una curiosidad inocente. Se la leí, sílaba a sílaba, como me habían enseñado.
—Per-pe-tra-dor.
La repitió lentamente.
—¿Significa que es una mala persona?
Bendito contexto.
A la mañana siguiente, cuando fui al trabajo después de dormir diez horas ininterrumpidas, había una considerable pila de carpetas sobre mi mesa. En la tapa de la primera había enganchada una nota de Fred, Solo dije: Hummm.
Todos aparecían como casos activos, pero en realidad estaban en conserva, aunque nadie lo admitía oficialmente. Había uno de más de tres de años de antigüedad; después de tanto tiempo, un caso de esta naturaleza es virtualmente imposible de resolver a menos que por un milagro aparezcan nuevas pruebas. Los testigos cambian de domicilio, los recuerdos de los hechos se difuminan. Ninguna de estas desapariciones era especialmente horrible, al menos a primera vista. «Vi detenerse el coche y al niño que subía, y aquella fue la última vez que lo vi a él o (al íntimo en cuestión) aquel día».
Una vía muerta tras otra, excepto por una sorpresa; un caso que había sido «resuelto». Un niño de doce años había sido secuestrado, al parecer por el novio de su madre, un tal Jesse Garamond, que había sido condenado antes por corrupción de menores; los detalles del primer delito no aparecían en el informe. Nunca encontraron el cuerpo del niño, pero Garamond fue juzgado de todas maneras y se le condenó únicamente basándose en el testimonio de un sacerdote que, aparentemente, había visto al hombre y al niño juntos una hora antes de que la madre del niño llamara a la policía para denunciar su «desaparición» porque no había regresado a casa mucho después de la hora prevista.
El delito había sido una violación de la libertad condicional de Garamond, así que lo habían enviado inmediatamente a la cárcel para que cumpliera con la primera sentencia. La segunda la cumpliría a continuación; cuando saliera sería un viejo desdentado.
El caso concitó mi atención por dos motivos: primero, porque era algo muy poco frecuente una condena sin cadáver, y segundo, porque había sido Spence Frazee quien había interrogado al tipo.
Me sorprendió un tanto encontrar a Spence en su mesa porque detesta estar en su despacho. No es un lago ni se permiten las cañas de pescar. Cuando se ve forzado a trabajar allí, se pone inquieto, de muy mal humor, y nadie lo aguanta. En cualquier otro momento, es un tipo muy agradable, y creo que aún seguiría de servicio en la calle si la diferencia de sueldo no fuese tan grande. Todos ganamos mucho más dinero sentados a una mesa que conduciendo un coche patrulla, y no tenemos casi contactos con la escoria del mundo como ocurre en la calle. Esto es algo que tiene importancia en un determinado momento, sobre todo para aquellos de nosotros que tenemos hijos. Siempre tenía la sensación de que debía limpiar mi uniforme y a mí misma antes de ir a mi casa para no ensuciarla con toda aquella porquería.
Dejé la carpeta sobre su mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—El caso Garamond.
—Vaya.
—Bueno…
Spence se había trabajado a Jesse Garamond como un auténtico profesional. Se había ganado su confianza, había establecido una corriente de simpatía, había creado un verdadero sentido de responsabilidad, todas aquellas cosas que nos enseñan para conseguir que un sospechoso hable con toda libertad. Cuando acabó el interrogatorio, había conseguido que Garamond manifestara que le encantaría confesar, eran tantas sus ansias de hacerlo que le hubiese encantado admitir que él había secuestrado y asesinado al hijo de su novia.
«El problema es —había añadido Garamond— que no lo hice. Si pudiera le juro que lo haría, claro que sí. Pero no lo hice».
Por supuesto que todos lo dicen. Pero Garamond fue un paso más allá y reforzó su credibilidad cuando dijo: «Me comeré un marrón por el primero, si me permite la expresión. Aquel por el que me condenaron. Pero no me comeré este. Ahí fuera hay un pirado que no van a trincar porque quieren que sea yo, y harán todo lo posible para cargármelo. Así que algún otro pobre crío acabará pagando las consecuencias porque ustedes tienen al tipo equivocado».
No tenía una coartada porque, a la hora que supuestamente se había producido el secuestro, había estado engañando a su novia —la madre del chico desaparecido— con la esposa de su hermano.
«Eh, un momento, ¿qué se supone que debo hacer? Quiero a mi hermano, no quiero que sus hijos sufran por todo este asunto. Quizá la abandone si se entera de que me la estaba follando. No quiero ser responsable de eso. De ninguna manera. Prefiero que me condenen».
El honor entre ladrones, o algo así; quizá entre adúlteros. Claro que era un cuento que se había utilizado infinidad de veces antes: «Tengo una coartada de primera pero no la puede usar porque alguien resultaría perjudicado o comprometido», y no le hacías caso. Por lo general, bostezábamos y nos echábamos a reír cuando la escuchábamos.
Sin embargo, Spence no se había reído.
—No lo sé, Lany, aquí hay algo que no encaja. No pillé al tipo por este crimen. Sencillamente no es su estilo. Es un mal tipo, pero no es un pirado de esa clase.
Con la promesa de que guardaría el secreto, Spence había conseguido que la mujer del hermano corroborara la historia. Sin embargo, se negó a presentarse como testigo en defensa de su cuñado, ni tampoco aceptó que consultáramos a su marido sobre el tema. Para que después hablen de la lealtad fraterna.
Spence me devolvió la carpeta.
—Vamos a tomar un poco de aire fresco.
La penitenciaría del condado de Los Ángeles se encuentra en Lancaster, a una hora y media de viaje, a través de la zona de colinas. Unos noventa kilómetros, pero la mitad del tiempo lo empleas en recorrer los primeros quince kilómetros. La segunda mitad del viaje es en plan turístico, pero primero tuvimos que pasar entre una selva de vallas publicitarias. Algunas veces pienso que Los Ángeles es un museo de vallas publicitarias donde periódicamente renuevan las exposiciones. Cuando ya te has acostumbrado al último y más pretencioso de los carteles, aparece otro para reemplazarlo.
Spence conducía un coche sin identificaciones; yo iba en el asiento del acompañante. Teníamos sintonizada la emisora de la policía, y yo intentaba escuchar las conversaciones por encima del ruido del ventilador del aire acondicionado. Estaba totalmente absorta en aquella mezcla de voces y descargas estáticas cuando un cartel nuevo llamó mi atención. Un fondo negro y una espada corta color plata con la empuñadura enjoyada en los principales elementos del diseño. Con letras góticas estaban escritas las palabras allá se comen a los niños. Un líquido rojo sangre —probablemente unos cuantos litros de sangre de utilería— chorreaban de las letras.
—Mira aquello —le dije a Spence—. Maldita sea. Ahora utilizan efectos especiales hasta en los carteles.
Spence agachó un poco la cabeza para mirar la valla publicitaria.
—Ah, sí, la vi el otro día. Precisamente lo que necesitábamos, otra película de locos asesinos para que los psicos se dediquen a imitar en los ratos libres.
Detesto admitirlo, pero esa clase de cosas siempre me han llamado la atención. Hubo un tiempo, antes de que se pusiera de moda emular los crímenes que aparecían en algunas de estas películas, era una aficionada a las películas de terror. No sé explicar por qué me gusta sentir miedo, pero así es. Seguí el cartel con la mirada mientras pasábamos en medio del tráfico de media tarde, que ya era lo bastante intenso como para permitir contemplarlo a placer. Se me puso la carne de gallina.
—El líquido rojo seguramente cae a través de una manguera, va a parar a un recogedor instalado donde están sujetas las luces, y allí deben de tener instalada una bomba eléctrica que mantiene en funcionamiento el circuito.
Spence se limitó a sacudir la cabeza y a exhalar un suspiro.
Tuvimos que entregar las armas a un guardia en la entrada de la cárcel. No me gusta nada hacerlo, sobre todo cuando entro en un lugar que está lleno de criminales. El arma te pesa horrores en la cadera, pero también te consuela el saber que está allí cuando aparece una mano entre los barrotes para apretarte el cuello hasta estrangularte.
Garamond nos esperaba en uno de los cubículos abiertos que ofrecían un agudo contraste con las jaulas de alta seguridad, donde el contacto estaba limitado al teléfono.
—Debe ser un preso modélico —murmuró.
—Seamos amables, no vayamos a liarla —replicó Spence.
Jesse Garamond vestía el mono de color naranja brillante que es tan fácil de distinguir en el mundo exterior, donde nadie vestiría de ese color ni muerto. Llevaba unos tatuajes bastante espectaculares que parecían recientes. Se había recogido los cabellos en una coleta, y en una oreja llevaba un gran pendiente de oro. Me pregunté cómo era que aún no se lo habían arrebatado. Se había dejado crecer el bigote hasta el punto que casi le tapaba la boca. Sonrió al ver a Spence.
—Tío, dentro de poco serás como de la familia.
—¿Cómo te va, Jesse?
—Bien, no me quejo. No me trato mucho con nadie así que me dejan tranquilo. Estoy escribiendo una novela, sabes, y necesito paz y tranquilidad. Los colegas no quieren que escriba nada malo de ellos, así que me dejan a mi aire.
—Eso es muy interesante —opinó Spence.
Jesse no se dejó engañar.
—A qué se debe esta visita inesperada, no es que me importe tener compañía, sobre todo cuando te has marcado el detalle de traerme a una señora para que la mire.
—La detective Dunbar está trabajando en un caso similar al tuyo, y quiere hacerte unas cuantas preguntas —contestó Spence.
—¿Sí? ¿Soy un sospechoso? Porque si lo soy, quiero a mi abogado.
Sonrió al ver nuestras expresiones. Un diente de oro brilló en un costado de la dentadura. Me dio un repaso lascivo; me pareció algo siniestro. Luego su expresión se volvió dura.
—No me vengas con la gilipollez de que estás trabajando en un caso similar. Lo que quieres es que te diga si me cargué al chico para poder dormir tranquilo, y nada más, tío. No malgastes tu tiempo ni la pasta de los contribuyentes. No lo hice. Te lo dije mil veces, y te lo diré de nuevo. Estás sentado, así que allá va: yo no maté a aquel chico. Cometí el primer delito, pero no soy un asesino de niños. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Tienes mucha jeta para venir aquí detrás de unas faldas y soltarme todo ese rollo de mierda. Ahora, escúchame, ¿por qué no mueves el culo, vuelves a la calle y encuentras al tipo que lo hizo de verdad? ¿Sabes a qué me refiero? Sé productivo. Gánate mi respeto.
—Señor Garamond —le interrumpí.
—Puede llamarme Jesse, guapa. Y no pierda su tiempo con preguntas sobre los otros casos. Me tienen aquí dentro, no lo olvide. Así que no puedo ser yo, y tampoco me interesa saber nada al respecto.
—Señor Garamond —insistí—. Sé que ya mantuvo una larga conversación con el detective Frazee sobre su caso, pero quiero preguntárselo una vez más. ¿Hay algo que quizá olvidó decirle en aquel momento? Sé que fue un período muy difícil para usted. Tanta tensión a veces hace que olvidemos cosas.
—No me olvidé nada. Le dije al señor detective aquí presente todo lo que sabía sobre lo que pasó. Estaba con la mujer de mi hermano. Ella se lo dijo. Ahora tengo que cumplir condena por algo que no hice solo porque no quiero que haya problemas entre mi hermano y su mujer.
—Es muy admirable de su parte —afirmé—. Pero seguramente ya debía haber problemas entre ellos si usted se acostaba con su cuñada.
—No, qué va. Me la tiré unas cuantas veces como un favor cuando él tuvo que ausentarse de la ciudad durante un par de semanas para ir a esa mierda de entrenamiento para los reservistas. No lo entiendo, se va y deja sola a la parienta y a los hijos. Ella se sentía sola, eso es todo. Yo solo se la estaba cuidando.
—Por lo que se ve, quiere mucho a su hermano.
—Sí, tendrían que reducirme la condena por eso.
—Ya lo estás haciendo bastante bien —intervino Spence—. La última vez que vine te tenían en una de las jaulas.
—No es lo que cree —replicó. Miró furtivamente en derredor para comprobar si alguno de los otros presos estaba lo bastante cerca como para escucharle—. Le estoy diciendo a los tipos de aquí que me volvieron a enchironar por saltarme la condicional. La mayoría de estos tíos no tienen ni puñetera idea de lo que pasa en el exterior. Pero entonces llegó un pintas por estafa, y el tipo es aficionado a los periódicos. Aquí la mayoría usan los periódicos para forrar el váter. Pero este los lee. Me recordó inmediatamente de los periódicos. Comenzó a contar historias de la sentencia y toda la pesca.
—¿Y? —exclamé—. Usted es inocente, ¿no?
Soltó una risita irónica.
—Señora, eso es lo que dicen todos los que están aquí, usted lo sabe. Excepto que en mi caso es la verdad. El problema es que ahora estos tíos comienzan a pensar que soy algo que no soy. La primera condena fue por tirarme a una chica que tenía trece años. Todos lo han hecho, pero a ninguno lo pillaron. Pero ahora piensan que me cargué a un chico. ¿Sabe lo que le hacen a esos tíos aquí dentro?
Había escuchado algunas cosas.
—Perdone el lenguaje, mi madre no me crió para hablar de esta manera delante de las damas. Pero tiene que saberlo, para comprender cuál es mi posición: te hacen picadillo la polla, y después te la hacen comer.
Vi cómo Spence se encogía y cruzaba las piernas. No llegaríamos a ninguna parte con esa conversación.
—Bien, le agradezco su sinceridad y su disposición a recibirnos, señor Garamond. Aunque no hayamos conseguido ningún resultado.
—Eh, ningún problema. Puede volver cuando quiera. Cuando quiera.
Ninguno de los dos tuvo mucho que decir mientras avanzábamos por los interminables pasillos entre la sala de visitas y el vestíbulo principal. La iluminación era buena, y las paredes estaban pintadas de un alegre color blanco marfil. Todo se veía muy limpio y sencillo. Los barrotes eran de acero pulido, y recordaban los pasamanos de un hospital moderno. Pero no te podías dejar engañar: era una mazmorra pura y dura. No había luz natural, y si alguien no quería que saliéramos, no saldríamos.
Tan pronto como nos devolvieron las armas, Spence se irguió en toda su estatura, de nuevo en condiciones de pegarle un tiro a cualquiera con la más mínima intención de hacer picadillo cualquier parte de su cuerpo. En cuanto a mí misma, se me quitó un gran peso de encima cuando salí por la puerta principal y me encontré con la luz del día mientras caminábamos hacia el coche.
—Ha sido una pérdida de tiempo —manifestó Spence.
—No, no lo ha sido. Ahora yo también le creo. Cosa que desafortunadamente significa que tendré que resolver otro caso. Para no hablar de que tenemos a un hombre inocente, bueno, quizá no inocente, pero desde luego no culpable, en esta prisión. Eso no está bien. Uno de estos días tendremos que hacer algo al respecto.
—Todavía no puedes decir nada, Lany. A este tipo lo condenó un jurado, y el fiscal sabe todo lo que sé de este caso, lo de su cuñada, todos los detalles. No es precisamente que me haya callado lo que opino de todo este asunto, pero nadie ha hecho nada para variar el veredicto del jurado.
—Entonces tendremos que hacer mucho más ruido. No está bien, Spence.
—Lo sé. Pero sería un suicidio profesional para cualquiera de los dos remover el asunto ahora mismo. Tú sabes tan bien como yo que le condenaron con toda justicia por el crimen que cometió y que probablemente no tendría que haber estado en libertad cuando secuestraron al chico. No creas que tampoco violó a aquella niña. El único motivo por el que no le condenaron por violación fue que se declaró culpable de abusos sexuales. Además, cuando pilles al verdadero culpable, todo esto se arreglará por sí solo.
—Si encuentro al verdadero culpable.
—Lo encontrarás, Lany. Tal como dijiste has puesto en marcha esa cosa de la intuición. Lo veo en tu cara. Pero hasta entonces tendrás que dejar todo esto a un lado. No hay ninguna prueba para refutar la declaración del testigo, a menos que él se decida a mencionar a su cuñada. No tenemos nada.
Por mucho que doliera, tenía razón, y yo lo sabía. Así que ahora tenía un nuevo caso, un caso difícil y desconcertante, y sin nada por donde empezar.