No tenía ningún sentido dedicar otro día de investigaciones en la parroquia de Bourgneuf, ni tampoco consideraba necesario buscar nuevos testimonios de niños devorados por demonios desconocidos en otras parroquias. Entre Bourgneuf y los otros pueblos que había visitado, había recogido toda la leña que necesitaba para encender una gran hoguera, así que después de otra noche de delicioso descanso, emprendí con la primera luz del día el viaje de regreso a Nantes. El acicate de la aventura que había hecho tolerable el viaje, al menos hasta cierto punto, había desaparecido, reemplazado por la urgencia.
No encontré a ningún bergante por el camino, ni siquiera el más osado de los truhanes se hubiera atrevido a atacarme; la negra nube que me envolvía era capaz de disuadir de cualquier intento al más desesperado de los violadores. Sin embargo, por mucho que lo negara, sabía que el peligro que me acechaba era muy grande. «El caos reina por doquier —me había escrito mi hijo en una de sus cartas más pesimistas—; nunca sabemos de un día para otro qué nuevo duque o barón se presentará para exigir que su supuesta propiedad de un territorio usurpado sea legitimizada con una bendición».
La situación había mejorado en el sur durante el último año pero continuaba revuelta en el norte; éramos una presa fácil para los ingleses, que naturalmente preferían atacar Normandía y Bretaña, que las tenían a un tiro de piedra, a desperdiciar armas y provisiones en una larga marcha hasta Provenza, a pesar de que el clima era mucho más benigno en el sur. Cuánto más placentero resulta recorrer la campiña, cuando el aire tibio te acaricia la piel como los dedos de un amante, que hacerlo bajo la lluvia que te azota y te pincha con mil alfileres. El duque Jean, ya fuera gracias a su sabiduría o a su valor, no sé cuál de los dos, se las había arreglado para mantener a los ingleses a raya en Bretaña gracias a una endeble alianza, cuyos términos parecían cambiar todos los meses, para indignación de Su Eminencia cuando llevaba su sombrero de estadista.
Quizá por obra de los constantes reajustes del acuerdo gozábamos de mejores circunstancias en Bretaña que en la propia Francia. Pero incluso una paz relativa podía plantear dificultades que nadie imaginaba; como prueba, teníamos el problema de las compañías libres. Con las guerras en suspenso, al menos por ahora, los caballeros y otros hombres de armas cuya misión era servir a sus señores, se dedicaban ahora a vagar por los campos en busca de víctimas a quienes robar, con la ilusión de que el botín fuera suficiente para permitir la subsistencia de la compañía. Tal era la ironía de la paz.
Apenas si se podía distinguir entre soldados y bandidos, tan borrosas se habían vuelto las diferencias. Mis propios compatriotas no habían tenido más éxito a la hora de eliminar la sed de sangre de sus almas que los despreciados ingleses —amenazaban a los niños, a los ancianos y a los enfermos, a cualquiera que no llevara un arma— y perpetraban actos tan vergonzosos que hubiesen hecho llorar a Dios. En su último delirio, mi marido, Étienne, había hablado de cosas que nunca me hubiese dicho mientras estaba en posesión de su sano juicio. Había visto cómo encadenaban a los hombres y los asaban mientras obligaban a las mujeres y a los niños a presenciar el terrible espectáculo, cómo les arrancaban los dientes uno a uno hasta dejarlos desdentados, las torturas y las mutilaciones de los inocentes, unas atrocidades que resultaba imposible creer.
Ahora, como si no hubiesen tenido bastante con aquellas torturas, los inocentes que quedaban habían comenzado a desaparecer. Al parecer las desapariciones habían comenzado hacía algún tiempo, delante mismo de nuestras miradas y, sin embargo, inadvertidas.
Llegué a la abadía a última hora de la tarde y devolví mi burro a nuestro pequeño establo. Me despedí de la bestia con cariño; había sido una fiel compañera, siempre dispuesta a escuchar sin poner nunca la menor objeción. Le di las gracias por no haberme sacudido mucho en el viaje de regreso a casa y la recompensé con un puñado de hierba fresca.
En los campos detrás del establo, los jóvenes hermanos con las mangas dobladas y las novicias con los velos recogidos, se afanaban en plantar las simientes de primavera. El hermano Damien estaría supervisando estos trabajos y, de acuerdo con su costumbre, iría de uno en uno para darles instrucciones precisas sobre el mejor método para plantar la simiente de una determinada planta. Más adelante, cuando las plantas estaban bien avanzadas y comenzaban a dar las primeras muestras de su abundancia, podías tener la seguridad de que le encontrarías rondando alguna de sus plantas favoritas a las que susurraba palabras de aliento como si fuese algún brujo o hechicero, o mejor todavía, una madre. Algunas veces me preguntaba si el hermano sería capaz de comerse el fruto de estas pequeñas hijas suyas, a las que había mimado con tanto placer.
«Además, se comen a los niños…»
Como ocurría siempre que estaba en el huerto, su humor era plácido y feliz, muy diferente al mío, que en la secuela de mi viaje, estaba dominado por las más oscuras tribulaciones. La cálida sonrisa con la que me recibió fue como la miel para una garganta dolorida, y me dio un gran consuelo.
Se limpió las manos de los restos de tierra negra y se bajó las mangas.
—Madre, no os esperábamos hasta mañana o pasado —dijo—. Me alegra ver que habéis vuelto. Su Eminencia ha estado muy irritable durante vuestra ausencia.
Experimenté una pecaminosa satisfacción al escuchar que me había echado de menos, aunque no me gustó saber que Jean de Malestroit se había sentido incomodado.
—Yo también me alegro de estar aquí —manifesté, con un tono de cansancio.
—¿Habéis encontrado alguna dificultad que os ha hecho anticipar el regreso?
—Solo una —respondí—. La de haber tenido demasiado éxito en tan poco tiempo. No vi ningún motivo para no regresar inmediatamente, máxime con la Paz tan cerca.
No hizo más comentarios. Cogió la pequeña bolsa donde había llevado lo mínimo imprescindible para el viaje y me señaló la abadía. Caminamos lentamente hacia el edificio, cogidos del brazo.
—Naturalmente comunicaréis vuestras noticias a Su Eminencia ahora mismo.
—Naturalmente.
—A juzgar por el humor de nuestro obispo los asuntos de Estado no pasan por un buen momento.
—Entonces, mucho me temo que solo aumentaré aún más sus preocupaciones.
—Once —le dije a Jean de Malestroit—, y con Bernard le Camus, tenemos doce. En un plazo de dos años, y solo en los alrededores de Bourgneuf. Eso sin mencionar las historias que escuché en el viaje de regreso.
No quise seguir; me pareció que no era necesario con tanto para informar después de una sola visita. Esperé ansiosamente una respuesta, pero permaneció callado.
—Es algo que no se puede pasar por alto —insistí.
Después de una larga pausa que atribuí al deseo de reflexionar sobre el tema, contestó:
—Una vez más me has dado algo a considerar. No es que me falten preocupaciones. Dime, Guillemette, tú has hablado con esas personas, ¿te ha parecido que sus quejas eran sinceras?
Casi me quedé muda del asombro.
—Sí, Eminencia, estoy segura, y no se me ocurre ninguna razón para que unas personas tan dispares conspiren para inventar las historias que he escuchado. Haría falta mucha cooperación y mucha más imaginación de la que seguramente tienen dichas personas.
—¿Qué considerarías como una respuesta apropiada a sus quejas?
Por todos los santos, ¿en qué estaría pensando? Semejante decisión no podía ser tomada por alguien como yo. El propósito de mi viaje había sido el de recoger la información suficiente y necesaria para obligarle a actuar. No había olvidado que solo me había dado el permiso para el viaje a regañadientes, pero ahora el desinterés de Jean de Malestroit parecía tan absoluto que comencé a sentirme un tanto molesta. Contuve la lengua; quizá había algo más que había pasado por alto. Por naturaleza, no era un hombre encallecido o poco caritativo.
—Es evidente, Eminencia —respondí con voz contenida—, que alguien tendría que investigar cada una de esas desapariciones para determinar si existe un vínculo común en todas ellas. Haría bien en elegir a una persona de mente despierta, alguien en quien se podría confiar que encararía el trabajo con entusiasmo.
—Sí, bueno, no me parece que tenga a mi disposición en este momento a un exceso de personas de mentes despiertas y entusiastas para encomendarles el trabajo.
—Solo hace falta una —señalé, y después me lancé sin más—: Dado que soy yo quien se ha encargado de poner en marcha toda esta investigación, me parece lo más lógico y correcto que sea yo quien la conduzca hasta su final.
—Guillemette, eres una mujer. Además, eres la abadesa. Sería la actividad más inapropiada dada tu posición.
—Quizá, pero nadie más tiene la pasión que se requiere para sacar esto adelante.
—Tu pasión bien puede ofuscar tus pensamientos. Necesitamos a alguien más imparcial, quizá…
¡Qué desesperante! Su Eminencia da, Su Eminencia quita.
—Creo que mi profunda dedicación me permitirá una gran claridad en este tema. Considero que la capacidad para comprender este tipo de situación representa una ventaja que supera con mucho los beneficios de la imparcialidad ignorante.
A la vista de que no había conseguido disuadirme con la razón, pasó a recordarme mis obligaciones.
—No puedes prescindir de tus tareas en la abadía para encargarte del trabajo.
—Pues yo diría que hay muchas manos desocupadas que solo esperan hacer lo que sea.
—De acuerdo. Yo no puedo prescindir de tus servicios.
—Entonces organizaré mis investigaciones de forma tal que no tengáis que prescindir de mí.
Las comisuras de sus labios amagaron un apenas visible movimiento hacia arriba.
—Muy bien. Si quieres continuar con tus investigaciones con mayor ahínco, entonces tienes mi consentimiento.
Quería su bendición, pero con el consentimiento me era suficiente.
—Le encomendaremos tus tareas habituales a la hermana Hélène —dijo—. Es muy competente y desea una oportunidad para ascender. Ella ocupará tu lugar.
Siempre quiere ser quien diga la última palabra. Jean de Malestroit vio la expresión preocupada que nubló mi rostro y se apresuró a explicar:
—Por supuesto, ella no te reemplazará, y todos sufriremos con tu ausencia. Puedes estar tranquila, el cambio solo se mantendrá hasta que hayas acabado con el trabajo que has emprendido. Cuando acabes con tus investigaciones, estaremos muy contentos de tenerte de nuevo con nosotros.
—Entonces, con vuestro permiso, comenzaré inmediatamente.
—Ay, Guillemette, no tengas tantas prisas. Sería mucho mejor que esperaras hasta después de la Paz —replicó—. Después de todo, te necesitaré, como siempre te necesito.
Para que me esté de pie contra la pared durante los preparativos, una de mis tareas tan necesarias.
—Por supuesto, Eminencia. Me parece muy conveniente.
Podía ser cualquier cosa menos conveniente.
Fue así como la semana más sagrada de nuestro año comenzó a parecerme la más larga. Estaba desesperada por poner manos a la obra, pero no podía hacerlo: había que fomentar la religiosidad, una ardua misión en una parroquia tan grande como la nuestra, donde muchos de los feligreses se beneficiarían mucho más de una buena comida que de otra bandeja de alimento espiritual. A pesar de su riqueza y prosperidad, Nantes contaba con un gran número de pobres, personas machacadas por las constantes guerras y los impuestos que se les imponían sobre sus míseras ganancias.
El Viernes Santo se abatió sobre todos nosotros como una tremenda oleada de dolor para después retirarse rápidamente gracias a la gloriosa influencia de la Resurrección. La Pascua había llegado temprano, antes de finales de marzo, así que en el aire ya se olía la primavera cuando marchamos en procesión hacia la iglesia. A lo largo del camino, los fieles se amontonaban en los laterales de las calles que eran ríos de fango, muchos de ellos con los pies envueltos en harapos como único calzado, todos ellos con la ilusión de ver al obispo y a su séquito con toda la gloriosa pompa y dignidad del sagrado desfile. Los zapatos que calzaban algunos de los mirones acabarían empapados y se volverían duros como el hierro cuando se secaran. El suelo de piedra del santuario quedaría cubierto con grandes terrones de tierra cuando se acabara el servicio, y ahora le tocaría a la hermana Hélène ocuparse de que lo limpiaran.
El santuario ya estaba abarrotado de feligreses vestidos con sus mejores prendas, que solo sacaban de los arcones para estas ocasiones. Por supuesto muchas de estas prendas tan estimadas por sus propietarios se veían raídas y anticuadas, y seguramente los servicios de madame Le Barbier hubiesen sido de gran utilidad para la mayoría de los asistentes. Miré entre la multitud para ver si ella había hecho el viaje desde Machecoul, pero no la vi.
A pesar de la desesperación y la pobreza que afligían a la mayoría de estas personas, todas rezaban con grandes esperanzas: se trataba de un día de renovación, de renacimiento, cargado con la promesa de la primavera. El aire tenía una frescura que no parece tener en ninguna otra época del año. El sol era débil pero brillante y nos tentaba con la dulce tibieza que vendría. Los pájaros cantaban como si Dios mismo hubiese tocado sus gargantas.
Nosotros también teníamos nuestras aves tocadas por Dios en el balcón al fondo de la iglesia, aunque todas eran humanas: niños y hombres para ser más precisos. Algunos de ellos poseían voces que bien podrían haber sido robadas a los ángeles. Cerré los ojos y me sumergí en su canto sagrado.
Kyrie eleison, Christe eleison.
O Domine, Jesu Christe, rex gloriae, libera animas omnium fidelium de functorum, de poenis inferni, et de profundo lacu.
Me dejé llevar por la dulce melodía. Sin embargo abrí los ojos sorprendida cuando se escuchó una voz solista. La había escuchado infinidad de veces antes.
Hostias, te preces tibi Domine, laudi suferium, tu suscipe, animas iras…
—Por todos los santos… —murmuré.
Quarum hodie, memorian, et jus…
Tenía al hermano Damien sentado delante mío; le tiré suavemente de la manga. Al parecer, había perturbado un momento de profunda plegaria, porque se volvió para mirarme con una profunda consternación. Le señalé el balcón.
—Mirad, en el coro.
Acercó una mano a la frente a modo de visera para protegerse los ojos del sol que entraba a raudales por el rosetón trasero.
—¡Dios sea alabado! —exclamó—. ¡Buchet! Pero… ¿por qué no está en Machecoul? —Me miró dominado por el mayor de los asombros—. El duque ha conseguido robárselo a mi señor Gilles.
No parecía muy probable.
—Habría que preguntarse con qué medios. Mi señor y Buchet han compartido más de un pellejo.
—Pues ya no, por lo que parece.
André Buchet era famoso incluso más allá de las fronteras de nuestra región; era joven, apuesto, y poseía una voz que hubiese sido una afrenta a Dios en su perfección de no haber sido que se la había dado Dios y que Buchet la utilizaba por encima de todo para alabar la gloria de su Creador. Gilles de Rais le había escuchado cantar un día en la parroquia de Saint-Étienne, que era de su propiedad, y se lo llevó inmediatamente para unirlo al coro de su nueva capilla de los Santos Inocentes. El concierto del día que se abrió la capilla al culto fue algo sencillamente extraordinario y se repitió en varias ocasiones, aunque nunca se consiguió que fuese idéntico, ni siquiera con los mismos músicos y cantantes; aquel había sido algo único y muy especial. Buchet había sido un chiquillo en toda su inocencia. Ahora, después de haber sido mimado con todo tipo de ventajas, se había acostumbrado a que le dispensaran el mejor de los tratos y eran famosos sus arrebatos de cólera cuando las cosas no eran exactamente de su agrado.
Durante mucho tiempo la colectividad religiosa se había sentido escandalizada por la manera que mi señor malcriaba al chico. René de la Suze había protestado por los derroches que hacía su hermano para que el muchacho disfrutara de una vida de lujo.
«Las buenas tiples son escasas y se deben mimar», había manifestado mi señor en su defensa.
«Son todavía más difíciles de mantener y por lo tanto un desperdicio —había replicado su hermano—. Crecen y sus voces se profundizan».
No había sido este el caso de Buchet.
—¿Qué edad le daríais ahora? —le pregunté al hermano Damien—. Unos veintidós.
—Todavía canta como lo hacía a los doce.
No se trataba de ninguna exageración. Me pregunté si lo habían convertido en un castrato. De ser así, quizá incluso había sido por propia voluntad. Era una decisión que tendría que haber tomado muy temprano, antes de que comenzaran a notarse los cambios de la adolescencia.
No debíamos ser los únicos sorprendidos por la presencia de André Buchet, por los murmullos que crecían por momentos a nuestro alrededor. Pero cuando él comenzó a cantar de nuevo, la congregación guardó silencio. El canto fluyó de sus labios como un río de seda; la melodía era dulce, sagrada, misteriosa; nos quedamos todos hechizados.
Libera me Domine, de morte eternal. In die ila tremenda, quando celli movendisunt et terra, dum veneris, judicare seculum, per ignem.
Entonces se unió otra voz, y otra, y luego más, hasta que todo el coro cantó con una perfección tan exquisita que sonaba como una, excepto por la de Buchet que flotaba por encima de todas las demás. Complacían a Dios en nuestro nombre para librarnos a todos de la muerte eterna, para mantenernos apartados del tormento del fuego. No se escuchó ni una sola tos, ni un susurro, ni un solo lloriqueo de un bebé en él santuario, tan hechizados estábamos todos con la belleza que sonaba en el aire.
Pero en medio de la última cadencia, las cabezas comenzaron a volverse bruscamente. El murmullo de curiosidad parecía haberse originado a la entrada de la iglesia y avanzaba como una ola al ritmo marcado por los pasos de un hombre. Nos encontrábamos muy cerca del altar, así que no podía ver qué o quién había provocado la conmoción. A todo lo largo del pasillo central, se sucedían los gestos de asentimiento a medida que la pequeña procesión se abría paso entre la muchedumbre.
Cuando llegó a mi altura, al primero que vi fue a un monje con el hábito blanco, se trataba de un tal monseñor Olivier des Ferrieres. Los comentarios tenían su razón de ser, porque era un rufián, con unas creencias indignas, conocido por sus vinculaciones con elementos que sus superiores aborrecían. En más de una ocasión Su Eminencia había considerado quitarle los hábitos.
—No está adscrito a esta parroquia —me susurró el hermano Damien, sorprendido—. Ni a ninguna que yo sepa.
Me encogí de hombros como una confirmación de mi propio asombro. Me puse de puntillas y estiré el cuello en un intento por ver más atrás. La última nota del canto del coro permaneció un instante más en el aire, con un eco agridulce.
—Dios mío —me escuché decir a mí misma. Mis manos trazaron la señal de la cruz sobre mi pecho dos veces; era algo que siempre hacía cuando necesitaba de la protección divina.
De pronto tuve la sensación de que me ahogaba. El barón Gilles de Rais caminaba lentamente detrás del monje; cada paso titubeante le acercaba al altar. Sobresalía entre aquellos que le rodeaban por una indefinible cualidad de carácter, que estaba más relacionada con su condición de noble y héroe de Francia que con su estatura física. No era un hombre excepcionalmente alto, superaba por poco la estatura media, pero tenía una presencia que reclamaba atención. Sus cabellos oscuros, cortados por encima del cuello de su casaca, resaltaba el blanco lechoso de su piel, que había perdido el bronceado de los campos de batalla. Vestía de rojo, de un tono muy parecido al de la sangre fresca. La expresión de su rostro se aproximaba más a los sentimientos del día de la Crucifixión de nuestro Señor que su Resurrección. A mí me pareció que mi señor estaba muy próximo a las lágrimas.
Nadie esperaba que se presentara allí para celebrar la Resurrección de nuestro Señor de entre los muertos.
—¿Por qué no está en Machecoul, en su propia capilla? —pregunté en voz alta.
—Es libre de rezar allí donde considere apropiado, hermana.
—¿Tiene que hacerlo precisamente hoy, delante de las narices de Jean de Malestroit, cuando todavía existe tanto desdén entre ellos?
Cuando llegó más o menos a la mitad de la nave, se volvió para mirar hacia el balcón del coro, y cuando su mirada encontró a André Buchet, el cuerpo de mi señor pareció hundirse, como si de pronto le hubiera puesto un enorme peso sobre sus hombros.
Allí teníamos la respuesta a la pregunta de su inesperada presencia.
El hermano Damien se inclinó para susurrarme al oído:
—Lo lamento mucho, Guillemette, sé lo mucho que queréis a mi señor. Pero incluso vos tendréis que admitir que es vergonzoso la manera como mira a Buchet.
Desvié la mirada del gran señor que había tenido durante tanto tiempo en mi regazo cuando era un niño y miré al cantante que concentraba toda su atención. El afecto y la tristeza en la expresión de mi señor me inquietó a más no poder.
—Regardez, mon frère —repliqué—. Buchet es como una estatua de hielo. Ni siquiera se digna a mirar a mi señor.
Entonces el señor De Rais volvió a agachar la cabeza, como si se sintiera el más desgraciado de los hombres. Se volvió una vez más y continuó caminando por el pasillo como antes, detrás del infame Des Ferrieres hacia el confesionario, un pavo real arrastrado por una comadreja.
«Oh, Guillemette —había musitado mi Étienne con un tono soñador en sus últimos días, cuando no podía hacer nada más que eso—, ¡tendrías que haberlo visto en Orleans! Su presencia no podía menos que dejarnos boquiabiertos. Su armadura era de un negro brillante y se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Cuando avanzaba con su corcel blanco, el penacho blanco de su yelmo ondeaba al viento. Era, esposa, tan feroz como bello; sacaba a relucir su naturaleza violenta en cualquier momento, mucho más fácilmente que cualquiera de nosotros. Le vi clavar su espada en el vientre de muchos ingleses, y muy pocos sobrevivieron a su habilidad con las armas. No había en todo el ejército ni un solo hombre que pudiera luchar con tanta bravura como Gilles de Rais».
Fue después de aquella terrible y sangrienta batalla que fue ascendido a mariscal de Francia. Gilles cabalgaba nada menos que al costado de la doncella Juana, ella con su hermosa armadura blanca, él tan espléndido de negro.
«Nieve y carbón —había dicho Étienne—. Cómo dos personas podían ser tan idénticas y al mismo tiempo tan dispares es algo incomprensible».
Mi marido no había sido el único en advertir aquellas notables diferencias y al mismo tiempo su extraordinaria camaradería. La leyenda que rodeaba a cada uno de ellos fue creciendo: Juana, la inocente campesina que había empuñado las armas animada por unas «voces» (que según algunos opinaban impíamente, eran los susurros de unas brujas), y él, la máxima expresión de la mundanidad, con todo el esplendor que le permitía su posición. Ninguno de los dos aceptaba límites a su espíritu y a sus acciones, aunque tal abandono se manifestaba de diferentes maneras. Todo lo que Juana de Arco hacía lo justificaba con la convicción de que Dios le había encomendado y le había dado los medios para unir a Francia y ponerla al servicio del bastardo Carlos; Gilles de Rais no ofrecía justificación alguna, porque no la necesitaba. Había nacido noble y podía hacer a su libre albedrío.
«Estaban completamente locos», afirmaba mi Étienne. A la vista de lo que habían hecho juntos y por separado, no podía ser de otra manera. De todas formas, había una sencilla afinidad entre ellos rayana, inquietantemente, al afecto. Eran inseparables mientras fueron compañeros; incluso se llegó a hablar de «amor».
Sin embargo, Juana de Arco era virgen —Violante de Aragón lo había comprobado personalmente con un examen tan minucioso que se comentaba que la Doncella se había sentido profundamente ofendida y que incluso había sufrido una lesión en sus partes íntimas— y mi señor era un hombre casado sin la menor fama de adúltero. Ni una sola vez había escuchado decir que había llevado a su cama a mujer alguna que no fuese la señora Catherine; en cambio, sí se decía que no llevaba a su cama a mujer alguna, una afirmación que a mí me inquietaba muchísimo más. La señora Catherine era una mujer hermosa, con una mentalidad radicalmente distinta a la de su esposo. A diferencia de su marido, tan osado y aventurero, capaz de probarlo todo, ella era discreta, bondadosa y cortés.
A Étienne todo aquello le parecía glorioso, tanto que era casi su único tema de conversación referirse a las cosas que había visto. «Qué magnífico todo, qué gallardos éramos, en cuerpo y alma, una enorme congregación de soldados y caballeros, guerreros reunidos por fin en un único ejército. Arqueros, espadachines, infantes y lanceros, todos en orden y dispuestos para el combate».
El ansia de luchar se respiraba en el aire, dijo, fortalecida por el súbito, milagroso, anuncio de que aquel día las tropas recibirían por fin su paga, gracias a las contribuciones de las arcas de muchos nobles, mi señor incluido. Hombres de todas las clases y condición fueron a la batalla precedidos por una mujer que no conocía el miedo: hombres buenos, malos, ladrones, mendigos, padres, hijos y hermanos, entre ellos hombres que conocían los secretos de todos menos los de Dios. También hombres que nunca llegarían a ser gran cosa, dos de ellos de la familia de mi señor: sus primos Robert de Briqueville y Gilles de Sille, una pareja que nunca me había agradado, no como hombres desde luego, ni tampoco cuando eran niños. Tenían muy poco de agradable; ambos mostraban unas características que despertaban recelos, y no era yo la única que lo creía así. Nadie en Champtocé o en Machecoul mostraba el menor interés por ellos, juntos o por separado.
Sin embargo, por muy mal que se hubieran comportado en aquellos dos lugares, los primos no eran más que meras sombras de Gilles. Incluso en la infancia, él parecía llevarlos como perros sujetos con una correa, y nunca nada bueno salió de todo aquello. En innumerables ocasiones mientras él estaba a mi cargo lamenté que Gilles de Rais no escogiera mejores compañeros de juegos entre aquellos disponibles; con mi hijo Michel era de una manera y con los hijos de Briqueville y Sille de otra. Con Michel siempre era un buen chico; con sus primos, se convertía en un bergante, cruel y ladino.
Pero los primos supieron comportarse en Orleans, o al menos eso se dijo; la Doncella era una fuente de inspiración para todos aquellos reunidos bajo sus estandartes, desde el más humilde de los labriegos a los nobles de más rancio abolengo. Qué glorioso era recordarlo; lo orgullosos que estábamos todos, lo complacidos que estábamos de compartir la gloria de mi señor.
—En aquel momento estaba en su plenitud —susurré, sumida en mis pensamientos.
El hermano Damien me miró preocupado.
—¿Qué? —preguntó.
A mí no me había parecido que hubiese hablado tan alto.
—Dije —me apresuré a aclarar con voz temblorosa—, que no parece estar en su mejor momento.
—Dijisteis algo más.
Permanecí en silencio, y luego desvié la mirada, para fijarme de nuevo en mi señor.
Había manifestado sin ninguna intención algo de verdad al encubrir mis palabras: efectivamente no estaba en su mejor momento. Sus hermosas prendas no conseguían ocultar aquello que resultaba evidente en su aspecto. Se le veía tenso y cansado, con un aspecto avejentado que no se correspondía con los treinta y seis años que era su edad real. La multitud no dejaba de apartarse para cederle paso, tanto como una muestra de asombro ante su presencia como una cortesía por ser él quien era en virtud de su posición. La Biblia que llevaba estaba encuadernada en cuero con letras doradas. La empuñadura de la espada estaba recamada con joyas de todos los colores y formas. Pero el portador de todas estas galas era un hombre consumido y agotado, alguien cargado con una angustia indefinible.
Habían corrido rumores de que se había puesto en manos de un joven mago, un desvergonzado rufián que el padre Eustache Blanchet le había buscado en un viaje a Italia. Parecía una pérdida de tiempo hacer un viaje tan largo cuando había tal abundancia de charlatanes por los alrededores, pero, por supuesto, ninguno de nuestros tramposos locales le hubiese parecido tan intrigante a mi señor, que siempre había preferido lo exótico sobre lo mundano.
El mago en cuestión es François Prelati. Los vi juntos en una ocasión en el castillo de Machecoul cuando acompañé a Su Eminencia en un asunto de Estado. A pesar del placer que me producía encontrarme de nuevo en aquel lugar, no pude menos que fijarme en aquel joven que había encontrado un hueco junto a mi señor y casi nunca se apartaba de la posición. Parecía bastante más joven que el barón, tendría unos veinticuatro años, un joven elegante de facciones muy bellas y el cuerpo esbelto. Mi señor lo seguía descaradamente, como un cachorro. Me incomodó verles juntos, porque se veía una intimidad antinatural entre ellos, mucha más de la que Dios permite entre los hombres de honor. Mi señor resplandecía, como si la presencia del tal Prelati le hubiese devuelto la juventud perdida.
Ahora este mismo señor se acercaba a mí con pies de plomo. Me sentí tentada, aunque sin saber la razón, a desviar la mirada; tenía delante a un hombre que casi era mi hijo, y no obstante por algún motivo desconocido, no quería encontrarme con su mirada si se le ocurría mirar hacia donde yo estaba. Pero la tentación era demasiado grande, la atracción demasiado fuerte; le miré sin más, y por un muy breve instante nuestras miradas se encontraron. Vi la luz del reconocimiento —cómo podía nadie no reconocer a su ama de cría— y luego se detuvo durante un momento para mirarme. Había cariño en su mirada, y su expresión se hizo cada vez más infantil mientras transcurrían los segundos. Fue como si sintiese nostalgia de aquellos años que habíamos pasado juntos. Las miradas de aquellos que le habían estado observando —casi todos— se fijaron en mí también. Mi señor rompió finalmente aquel hilo de recuerdos que nos vinculaba y siguió avanzando, pero aún notaba las miradas de aquellos a mi alrededor. Busqué donde refugiarme y, al descubrir que todos me miraban, volví a mirar al barón.
Ahora ya estaba demasiado lejos para ver mis frenéticos gestos, porque no podía llamarlo; hubiese sido muy poco correcto por parte de una mujer de mi posición, sobre todo hoy que era el más sagrado de los días. «Espera —había querido decirle cuando comenzaba a alejarse—, vuelve a mí, mon fils de lait, tenemos que hablar». Ahora era demasiado tarde; de nuevo no era más que alguien de la muchedumbre que miraba fascinada a nuestro señor que marchaba hacia el confesionario.
Miré dominada por una profunda inquietud cómo mi señor y su monseñor importado caminaban hacia la parte delantera del templo. Cuando llegaron al final de la cola de aquellos que necesitaban la absolución, quienes lo precedían se apartaron para dejarle pasar. Él les indicó con un ademán que volvieran a sus lugares en la fila. Muchos de estos labriegos y comerciantes parecían desconcertados y titubeantes; ¿serían castigados por preceder a su señor? Por fin, como si comprendiera sus temores, Gilles de Rais les dijo:
—Volved a vuestros lugares. —Su voz sonó preocupada y carente de toda autoridad—. Esperaré con vosotros, y me confesaré cuando sea mi turno.
Los murmullos sonaron como un enjambre de avispas furiosas por toda la iglesia; ninguno de sus antepasados había tenido nunca tanta deferencia con sus súbditos. El padre de Gilles, Guy de Laval, era famoso por su malhumor en el trato con los clérigos, aunque ni siquiera el barón se podía comparar con el basilisco de su suegro Jean de Craon, y me atrevería a decir que ni siquiera una sucesión interminable de absoluciones incondicionales habría bastado para salvar su alma irredenta.
Muchas veces he lamentado no haber tenido el coraje necesario para reprocharle públicamente antes de que muriera; mi posición en la familia me permitía un cierto grado de impunidad y, por otra parte, el anciano nunca me había tenido el más mínimo aprecio. Su Eminencia tenía a este hombre por un déspota y en secreto le hubiera alegrado saber que a Jean de Craon le había dicho todo lo que se merecía y más para que se entretuviera en su viaje a la otra vida, que seguramente no sería en dirección al cielo.
Pero en este más sagrado de los días sagrados, Gilles de Rais —el nieto, el hijo, él mismo ahora padre, aunque a su hija no se la veía por ninguna parte— no siguió los impacientes pasos de sus antepasados. Esperó con una humildad sorprendente entre las personas más humildes a que llegara su turno para pedir perdón. Resulta difícil describir el sentimiento que reinaba en el templo mientras el temido y respetado señor de Champtocé, Machecoul y otras muchas propiedades permanecía sentado entre sus siervos y esperaba para manifestar todos sus arrepentimientos al representante de Dios. Me preocupó que aquellos que le precedían se sintieran obligados a abreviar sus confesiones para no hacerle esperar y de esa manera solo conseguir un perdón incompleto; me imaginé los pecados de esas pobres gentes saliendo de sus bocas como enjambres de abejas furiosas.
Pero Gilles no se mostró en ningún momento impaciente o agitado, sino sombrío y apesadumbrado. Cuando por fin le llegó su turno, entró en el confesionario, y monseñor Des Ferrieres ocupó su lugar al otro lado de la reja. Tardaron en reaparecer; mi señor estaba pálido como un fantasma y en el rostro del sacerdote había una expresión muy grave. La penitencia fue sencilla y breve, pero ya se sabe que los pecados de la nobleza siempre son perdonados mucho más fácilmente que las faltas de aquellos que los sirven. Quizá sus transgresiones eran tan terribles que la penitencia solo podía ser simbólica. En cualquier caso, Gilles de Rais no tardó mucho en acabar sus rezos y en levantarse para acercarse al hermano Simon Loisel para recibir la comunión. Se arrodilló con la mirada fija en sus manos cruzadas mientras aguardaba.
Jean de Malestroit, inmóvil como una estatua de hielo, observó cómo Loisel colocaba la hostia en la lengua del mariscal de Francia. El rostro de mi obispo estaba marcado con una dureza que contadas veces veía en él. Era un hombre astuto cuando se le requería, y a menudo mostraba desdén por todos aquellos a quienes habían conseguido aventajar, pero no recordaba haber visto antes una expresión de tanta repugnancia como la de ahora. No pude evitar preguntarme cuáles serían sus pensamientos.
Decidí preguntárselo más tarde, cuando toda la intriga y la excitación provocada por los notables acontecimientos del día acabaran por apaciguarse.
Algo que nunca ocurrió.