Una nube de humo salió del piso cuando Ellen Leeds abrió la puerta. Sus cabellos eran un desastre y llevaba las mismas prendas que había vestido la noche pasada. La muy hija de puta no se había acostado.
—Buenos días, señora Leeds. Lamento molestarla tan temprano. Pero confiaba en que la encontraría en casa. —Me mostré todo lo simpática y amable que pude.
—¿Dónde se supone que debo ir? No iba a ir al trabajo. Quiero decir, ¿qué pasaría si Nathan intentara ponerse en contacto conmigo, o si alguien lo encuentra y me llama…?
Esta maravillosa actriz seguramente se había leído a fondo El manual de los niños perdidos, en la versión publicada por Susan Smith. Asentí comprensivamente ante su doloroso dilema y entré sin esperar a su invitación.
—Quiero preguntarle algunas cosas más sobre su trabajo de ayer, pero primero hay que aclarar otros puntos. Me interesa saber el pacto que tiene con su empleador.
La traducción es: «Quiero comprobar con su jefe la hora exacta de su entrada y salida en el día de ayer».
—Trabajo en la Rama de Olivo.
—Ah. Tiene que ser un trabajo muy interesante. —Se trataba de una muy conocida organización no gubernamental cuyo objetivo era conceder préstamos para crear pequeñas empresas en los países del Tercer Mundo, a partir de la teoría de que cuando la gente pobre comienza a comer todos los días y se hace rica, se vuelve muy pacífica y sus sociedades se estabilizan. Son bastante agresivos a la hora de buscar fondos, hasta el punto de que se habían producido algunas denuncias. Me pregunté si para ella solo sería un trabajo o si había algún tipo de creencia detrás de la elección de sus empleos.
Respondió a la pregunta antes de que pudiera formularla.
—Supongo que algunos de los trabajos son interesantes. Pero el mío se parece más a la televenta. Administro las listas de donantes y superviso el sistema informático que empleamos para introducir los datos de los donantes. No estoy en las trincheras dedicada a enseñarle a las viudas de Etiopía a administrar sus casas. Claro que también tiene sus ventajas, la más importante es que puedo hacer gran parte del trabajo desde casa.
—No obstante, ayer estuvo allí.
—Sí —admitió con un tono muy amargo—. De lo contrario hubiese estado aquí, y hubiese sabido lo de Nathan mucho antes.
Deseaba presionarla un poco más, ver si la podía pillar en alguna cosa, pero era demasiado pronto. Necesitaba mantenerla desprevenida un poco más.
—¿Recuerda a qué hora se marchó ayer, señora Leeds? Estoy intentando establecer un horario exacto de los hechos ocurridos durante la mañana.
No hizo ningún gesto, no se inmutó, ni pareció alterarse en lo más mínimo por la pregunta.
—No tengo una hora fija para salir de casa porque no tengo que estar allí hasta las nueve y está bastante cerca, no son más de quince minutos en coche, quizá veinte si hay mucho tráfico. Es agradable disfrutar de un poco de soledad en la oficina, puedo hacer muchísimas más cosas cuando no hay gente que me distraiga. Así que por lo general salgo a las ocho. Nathan se marcha un poco antes, así que no tengo ninguna razón para salir más tarde. Creo que ayer salí de casa alrededor de las ocho menos veinte. No lo sé exactamente, pero tuvo que ser alrededor de esa hora. Nathan se había marchado solo unos pocos minutos antes de que yo saliera.
—¿Qué camino sigue para ir al trabajo?
—Salgo del aparcamiento, giro a la izquierda y después a la derecha para seguir por Montana.
Eso era en dirección este. No podía cruzarse con Nathan que iba hacia la escuela. Esto me llevó a preguntarle:
—Si se marchaban más o menos a la misma hora, ¿por qué Nathan iba a pie a la escuela?
—Le gusta —me respondió—. Le da sensación de independencia. Es una suerte para él estar tan cerca de la escuela. Hay muchos chicos que tienen que ir en el autobús, pero a él le gusta ir por sus propios medios. Es un crío con mucha imaginación y muy suyo; está siempre soñando despierto, y cuando va a la escuela no deja de hablar solo y demorarse por el camino. Algunas veces creo que se comporta de una manera muy extraña, pero aparentemente le resulta beneficioso. Y por mi parte quiero que tenga todos los beneficios posibles.
En más de una ocasión les recuerdo a mis hijos, sobre todo a Evan, cuando protestan, las caminatas que me pegaba cuando iba a la escuela en Minnesota. Trece kilómetros de ida y otros tantos de vuelta siempre en medio de la nieve. Algo muy lejos de las tres manzanas bien calientes. Así y todo comprendí lo que quería decirme: es una gran cosa tener tiempo para pensar en tus cosas.
Si ella necesitaba que desapareciera por algún motivo —la historia de Susan Smith apareció de nuevo en mi mente—, ¿por qué no se lo llevó sin más al garaje, le hizo subir al coche, y cometió el delito en algún lugar lejos de la vista pública? ¿Por qué demonios tuvo que recogerlo a plena luz del día y en una jornada laboral?
Comenzó a parecerme que la señora Paulsen se había imaginado algunas cosas.
Estaba un tanto enfadada conmigo por no recordar de mi primera visita si ella llevaba gafas. Cuando abrió la puerta no las llevaba, pero había unas gafas colgadas de un cordón alrededor de su cuello.
—Lamento tener que molestarla de nuevo, señora Paulsen. Quiero repasar un par de cosas con usted, si es que tiene tiempo.
—No es ninguna molestia, pase por favor. —Me dedicó una sonrisa acompañada por un guiño—. Si hay algo que tengo en abundancia es tiempo. Ahora mismo estaba resolviendo el crucigrama.
Señaló una silla junto a la ventana. Sobre la mesa de centro, junto a los prismáticos, estaba el periódico abierto en la sección de pasatiempos y el grueso tomo de un viejo diccionario que explicaba el uso de las gafas.
—Solo son una o dos cosas que quiero tener bien claras. Si pudiéramos acercarnos a la ventana…
—Ella no le hizo daño, ¿verdad?
Me sorprendió un poco la brusca pregunta. Pero la anciana había tenido tiempo para reflexionar sobre las cosas que le había preguntado y sus propios recuerdos y había llegado a una conclusión lógica, similar a la mía.
—Todavía no puedo decir lo que sucedió, no serían más que conjeturas. Por eso estoy aquí de nuevo. Las circunstancias de la desaparición del chico son un tanto confusas y necesito tenerlo todo bien ordenado. En estos momentos, la señora Leeds no es sospechosa de la desaparición de su hijo.
La anciana señora Paulsen emitió un rápido «ejem» y enarcó las cejas. Por un instante me pareció que se disponía a cotillear sobre la vida y milagros de Ellen Leeds; desde luego su expresión era exactamente de «permítame que le diga».
Hice un esfuerzo para no reaccionar.
—Si pudiéramos acercarnos a la ventana… —insistí.
Caminó hacia la ventana; sus pasos eran cortos pero pisaba muy segura. Me pregunté si alguna vez se aventuraba a salir, o si este apartamento y el edificio eran todo su mundo.
—¿Podría señalarme aproximadamente dónde estaba usted cuando vio a la madre de Nathan recoger a su hijo?
—¿Nathan? No sabía su nombre. Era el segundo nombre de mi difunto marido.
—El mundo es un pañuelo.
—Sí, ¿verdad? Bueno, estaba más o menos por aquí. —Se volvió hacia el exterior. Me puse a su lado y miré a través de la ventana.
—¿Cuándo advirtió por primera vez la presencia del coche?
Pensó durante unos segundos antes de responder.
—No puedo decir que advertí la presencia del coche. Yo estaba mirando a través de los prismáticos y el coche apareció en el campo de visión. La verdad es que no lo vi acercarse al chico. Sencillamente apareció a la vista.
Le señalé los prismáticos.
—¿Puedo?
Los cogió y me los dio. Ya me había olvidado de lo mucho que pesaban. Me pasé la correa alrededor del cuello —te puedes hacer mucho daño si se caen y te pegan en un pie— y los acerqué a mis ojos. Tuve que ajustar el enfoque.
—¿A partir de qué punto comenzó a seguir a Nathan?
—¿Ve la boca de incendio?
Moví los prismáticos hasta que la enfoqué.
—La tengo.
—Cuente tres farolas. En aquel punto.
Estaba mucho antes de la zona acordonada. Quedaba casi media manzana hasta el lugar del probable secuestro.
Como si hiciera falta una explicación a su curiosidad, dijo:
—Me gusta mirar a ese chiquillo. Tiene una manera muy curiosa de caminar, y resulta interesante. Toca todo lo que encuentra en su camino, todas las verjas, algunos de los setos… cuando vuelve la cabeza ves que mueve los labios. Creo que canturrea mientras camina.
Aparté los prismáticos y esperé a recuperar la visión normal, luego cogí la libreta y anoté que debía preguntar si Nathan era disléxico. Como mi hijo, que hacía muchas de esas mismas cosas.
—Dice que el coche entró en su campo de visión. ¿De dónde venía?
—Venía de este lado.
Por lo tanto, la puerta del pasajero daba al bordillo.
—¿El chico subió al coche mientras usted miraba a través de los prismáticos?
—Sí. Eso fue lo que pasó. Pero… bueno, quizá no sea más que una tontería, y ni siquiera sé si es importante…
—Todo puede tener un significado, señora Paulsen. Hable con toda libertad y no se preocupe de que alguien pueda creer que sea una tontería.
—Fue un tanto extraño. Él titubeó. Como si no estuviese muy seguro de algo. También vi que perdió la chaqueta. Se le cayó de la mochila.
«Sí, sí, sí…»
—¿Se le cayó y él no la recogió?
—Sí. Se quedó enganchada en las ramas del seto. Ahora que lo pienso, me pareció extraño que su madre no le hiciera recogerla. Claro que los chicos de ahora no valoran las cosas que les compran los padres como hacíamos nosotros. Tenía toda la intención de bajar y dejarle una nota a la madre para decirle que se le había caído. Pero después me olvidé.
Alguien había tenido que aparecer más tarde y la había llevado a puntapiés hasta meterla entre los arbustos, media manzana más adelante. Probablemente otro chico. Quizá el mismo tipo que había arrojado el recibo.
—¿Recuerda alguna cosa más? Por pequeña e insignificante que sea, aunque le parezca que no significa nada.
Se llevó una mano a la barbilla y pensó durante unos momentos, con mucha concentración.
—No, lo siento. Es todo lo que recuerdo. Al menos ahora mismo. Algunas veces me cuesta un poco recordar las cosas. No es como cuando era joven. Entonces tenía muy buena memoria, sobre todo para los números.
Estaba segura de que recordaba su primer número de teléfono, pero no lo que había tomado para desayunar.
—Muchas gracias, señora Paulsen. Ha sido usted una gran ayuda.
—Oh, ha sido un placer ayudarla. Me pongo enferma cuando escucho que las familias tienen problemas. Es terrible cómo están las cosas en estos tiempos.
Hasta el más tonto de los abogados defensores la haría trizas. Pero era un comienzo.
Fred Vuska estaba de muy mal humor; aborrece estas cosas tanto como yo.
—¿Quieres que Frazee se meta en esto contigo? Se lo sacará en menos que canta un gallo.
Spence era nuestro padre confesor; era capaz de hacer que un esquimal confesara que sudaba en unos cinco minutos. Muchas veces presenciábamos sus interrogatorios porque conseguía que la gente deseara tanto descargar su conciencia que a veces confesaban cosas que no habían hecho.
—Todavía no. Estoy intentando ganarme su confianza. No quiero que se espante.
—¿Qué hay del chico? ¿Alguna novedad?
Sacudí la cabeza lentamente. Permanecimos sentados en silencio durante un minuto muy ocupados en mirarnos las uñas.
—Está perfectamente bien y escondido en alguna parte, o está muerto —dije.
—Sí, comparto tu opinión.
—¿Queda algún dinero en el presupuesto para pagarle a un psicólogo? Me ayudaría comprender qué puede motivar a alguien a hacer esto. Entonces podría abordarla y conseguir alguna cosa.
—Hay dinero, y mucho. No lo hemos gastado porque todos esos gurús están ocupados escribiendo libros por un dineral o intentando cazar terroristas. Quizá si lo pides de rodillas conseguirías contratar uno para el año que viene.
—No había pensado en eso.
—Podrías hablar con Erkinnen. Sabe mucho de estas cosas.
El psicólogo de nuestro departamento era más conocido por sus despistes que por sus conocimientos, al menos entre la tropa.
—No se me había ocurrido.
—Sí. Es un tipo que está al día. Llámale.
No perdería nada, sobre todo a la vista de la escasez de especialistas en perfiles psicológicos de la posguerra.
—Lo haré, pero mientras tanto buscaré a Ellen Leeds en el ordenador a ver si sale algo.
—Cuanto antes mejor. Me gustaría resolver este caso sin tardanza.
Decía lo mismo en todos los casos y nadie le prestaba la menor atención. Pero esta vez, creo que lo decía de verdad. La inquietud se apodera de la división cuando desaparece un buen chico. A ninguno de nosotros nos gustan las cosas que nos vemos obligados a pensar, pero considerar todas las posibilidades es parte del trabajo. Detesto decirles cuáles son las estadísticas de los abusos; son abrumadoras las cometidas por alguien a quien el niño conoce. Eso es lo que los hace tan increíbles, que un ser humano pueda aprovecharse de una posición de confianza tan sagrada. Me refiero a tu propio hijo, al hijo de tu hermana, a tu nieto, o a tu sobrino… ¿qué clase de degenerado tienes que ser? No me costaría tanto entenderlo, bueno, no tanto, si hubiese de por medio problemas de ira o de control de impulsos, porque estos a veces se pueden resolver. Los chicos son muy capaces de pincharte allí donde más duele; los míos lo hacen. Hay ocasiones en las que me cuesta no levantarles la mano. Y eso que soy policía, además de una persona adulta. Hay muchísimas personas que no entienden lo que le pasa a los chicos porque ellas mismas no son adultas cuando los tienen.
Pero para aquellos que establecen una relación de confianza como una manera de acercarse a un chico y después les hacen daño con toda intención, hay un lugar especial en el infierno. Al menos eso es lo que le pido a Dios.
No había tenido mucho trato con Errol Erkinnen, el psicólogo de nuestro departamento. Recordaba que se había doctorado en psicología forense y que había escrito unos cuantos libros sobre el tema, pero había olvidado del todo lo amable que era.
—Oh, encantado de hablar con usted, detective —afirmó—. Realmente encantado.
Bien podría haber dicho ansioso. Tienes que estar un poco loco para diagnosticar y emitir un juicio sobre aquellos que cometen actos delictivos realmente demenciales, y si no recordaba mal, Erkinnen cumplía con este requisito.
—Todo lo que he hecho hoy ha sido ir a buscar un café de la máquina. Es curioso, he estado muy ocupado durante las últimas dos semanas. Por lo visto, todo el mundo necesitaba hacerme una consulta sobre conductas anormales.
No tuve el valor de decirle que él era la descarga de los muy atareados muchachos del FBI.
—Yo llevaré los bocadillos.
—Perfecto.
Mientras introducía en el ordenador los datos de Ellen Leeds, caí en la cuenta de que no le había preguntado el apellido de soltera. Si no obtenía ningún resultado, la llamaría para preguntárselo, cosa que seguramente le haría sospechar por dónde iban mis pensamientos. Sin embargo, no resultó necesario. Dejé la hoja impresa en la mesa de Fred.
—A Ellen Leeds la investigaron hace catorce años atrás por un presunto abuso infantil cuando encontraron muerto en la cuna a su primer hijo de ocho meses. La muerte fue atribuida finalmente a causas naturales.
—¿Síndrome de muerte súbita infantil? —preguntó.
—Aparentemente. Según el investigador, ella le dijo que el bebé no se despertó cuando esperaba que lo hiciera, así que se acercó a la cuna y descubrió que no respiraba.
—¿Hasta qué punto es fácil simular un síndrome de muerte súbita?
—No lo sé. El informe del médico forense dice que no había ninguna marca en el cuerpo del bebé. Claro que hubo una mujer de Nueva York que lo hizo en ocho ocasiones.
—Aquello fue en Nueva York.
Puse cara de hacer pucheros.
—Sí, ya sé que te cae fatal ese lanzador tan bocazas que tienen —comentó Fred—. Pero no permiten que los jugadores de béisbol hagan autopsias, ni siquiera en Nueva York. Tienen médicos forenses, lo mismo que nosotros. El caso conmovió al público. Todo el mundo se compadecía de la pobre mujer que había perdido ocho hijos por culpa del síndrome de muerte súbita. Hasta que por fin alguien comenzó a sospechar. Resultó ser que ella disfrutaba con la atención que le dispensaban cada vez que moría uno de sus hijos.
—Me pregunto si no será lo que está pasando en este caso. El chico es demasiado grande para sufrir el síndrome, pero tiene la edad adecuada para que lo pille el coco. Sin embargo, la madre se comporta con mucha discreción. No habla con los periodistas ni aporrea la puerta del alcalde. No parece que esté buscando llamar la atención.
—Quizá se dio cuenta de que se estaba metiendo en un lío muy gordo cuando ya era demasiado tarde.
—En ese caso, tendría bastante con la reaparición de Nathan e inventarse cualquier excusa. Amenazarlo si no le sigue el juego. Puedes hacer que un chico no abra la boca.
—Si aparece, quiero que Spence lo entreviste.
—Yo también.
Cuando volví a mi mesa para recoger el bolso y el arma, parpadeaba la luz roja del teléfono. Mi hija Frannie me había dejado un mensaje. Se había olvidado de llevarse los zapatos de claqué a la casa de su padre y los necesitaba para la clase de la tarde. ¿Podía llevárselos a la escuela de danza antes de las tres?
Me enfadé, pero se me pasó enseguida cuando imaginé cómo sería si ella desaparecía sin más de la faz de la tierra.
El psicólogo del departamento es un finlandés larguirucho llamado Errol Erkinnen. Es atractivo si te gustan los tipos con los huesos a flor de piel y pinta muy nórdica. Su madre era una fan de Errol Flynn, de ahí su nombre aliteral. De todas maneras, lo llamamos Doc. Es muy buen oyente, y le bastó con escuchar los hechos una sola vez para comprender el caso y mis preocupaciones. Nadie lo diría al ver su despacho: era una leonera. Había carpetas y cuadernos por todas partes; no había ni una sola superficie despejada. Las cajas de cartón llenas de expedientes se amontonaban contra una de las paredes. En las estanterías hasta el techo no cabía ni un papel más. Pero nunca tenía ningún problema para aparecer con el papeleo cuando lo necesitábamos. Supongo que tenía una organización mental que la mayoría de nosotros no comprendíamos. Las personas inteligentes son de esa manera. Fue directamente al meollo del tema.
—De acuerdo, lo primero es que, si tienes a una madre que ha hecho desaparecer a su hijo, lo más probable es que te encuentres con algún tipo de enfermedad mental. Una depresión, quizá el síndrome de Munchausen por poderes, pero puede que no sea algo demasiado visible. ¿Recuerdas el caso de la mujer de Texas que ahogó a sus cinco hijos en la bañera, uno tras otro?
—Por supuesto, aunque no había ninguna duda de que estaba loca.
—Sí. Saltaba a la vista, y además se suponía que estaba en tratamiento. Pero su visibilidad la convierte en una excepción. La mayoría lo disimulan. Tendrás que tenerlo presente cuando la entrevistes.
—¿Qué quieres decir? ¿Quieres que sea amable y cariñosa con ella?
—Solo si te da por ahí —respondió con una sonrisa.
Me puse de los nervios.
—Vamos, ya sabes a lo que me refiero.
—Lo sé. Perdona. Quería decir que debes tenerlo presente en las preguntas que hagas y en la manera de hacerlas cuando la entrevistes.
—He leído algo sobre el síndrome, pero no sé gran cosa de él.
—Es un síndrome bastante raro, a pesar de lo mucho que se ha mencionado últimamente en las noticias. En pocas palabras, la madre o la cuidadora —utilizo el femenino porque casi siempre es una mujer, y la mayoría de las veces la madre— disfruta con la atención que recibe cuando tiene un hijo enfermo, así que provoca deliberadamente la enfermedad del hijo para recibir dicha atención. ¿Has visto El sexto sentido?
—Sí.
—La niña era envenenada por la madre, y la mujer acosaba al niño para que relatara su historia y de esta manera salvar a su hermanita; aquel era un caso clásico, ficticio pero muy bien representado, de una madre con el síndrome de Munchausen por poderes. Por supuesto, también hay otros diagnósticos que podrían encajar. La madre puede ser una psicótica, una depresiva, o sufrir alucinaciones. Hay muchísimas condiciones que podrían llevarle a hacer daño o a ocultar a su hijo. Incluso podría darse el caso de que ni siquiera sea consciente de haberlo hecho.
Pensé en lo que me había dicho mientras él se comía el bocadillo.
—Sabes, a mí ella me parece demasiado normal para que sea alguna de esas cosas. Sé que es difícil de decir, pero tendría que haber algunas señales visibles si está loca. Puede que en eso del Munchausen no te des cuenta si no estás muy al tanto, pero otras actitudes tendrías que verlas en su comportamiento, digo yo, vamos.
—No necesariamente. Algunos de los que cometen delitos contra los niños son tipos con un aspecto absolutamente normal. Hay muchísimos pedófilos que se parecen a tu vecino.
Era una verdad como un templo.
—Además no olvides que no la estás viendo en circunstancias «normales». Su hijo ha desaparecido. Es una situación estresante, incluso para una persona que está en medio de un episodio psicótico, incluso si ella es la causante de la desaparición del chico.
—Quizá las cosas vayan por ese lado.
—¿Alguna posibilidad de que el ex esté involucrado?
—Busqué los antecedentes y parece limpio.
—Yo lo entrevistaría inmediatamente. Podrá darte un montón de percepciones muy sutiles, si está dispuesto a hablar. No creo necesario decirte que te ayudará a comprender lo que pasó con la muerte del primero. Con un poco de suerte podrás descubrir si cree que ella lo hizo o no. ¿Está aquí?
—Viene de camino. Llegará dentro de un par de horas.
—Bien. Cuando hables con él podrás verle la cara.
No es que quiera volver a vérsela nunca más. Daniel Leeds tenía en la mejilla una verruga tan grande como para colgarle un tiesto. Me costó muchísimo mirar a cualquier otra parte mientras conversábamos, cosa que hicimos muy poco después de su llegada a Los Ángeles.
Después de haber visto a su ex esposa, que era pequeña y musculosa, jamás los hubiese emparejado. Entró en la recepción como una osa polar embarazada, la piel de un blanco enfermizo, los pliegues de la enorme barriga le desbordaban por encima del cinturón.
Pero era inteligente, se expresaba con claridad con una voz bien modulada, y se le veía muy alterado por la desaparición de su hijo. Antes de entrar en los temas difíciles, necesitaba calmarle y establecer algún tipo de afinidad. Así que después de las cortesías de rigor un tanto forzadas y la expresión de mi solidaridad con sus problemas, comencé la entrevista con una pregunta que no suele plantear dificultades.
—¿En qué trabaja, señor Leeds?
—Soy científico, especializado en cohetes.
Tuve que hacer un esfuerzo para reprimir la carcajada. El tipo no se parecía en nada a la imagen que yo tenía de un científico.
—¿De verdad? —exclamé, como una estúpida.
—Sí. De verdad. La descripción oficial de mi trabajo es ingeniero de propulsión de cohetes. La compañía para la que trabajo desarrolla sistemas de propulsión para armas y aviones de alta tecnología. Los militares son nuestros principales clientes.
—Supongo que debe de estar muy ocupado en estos días.
—Lo estoy.
—¿Tienen otros clientes para esa clase de cosas?
—Lamentablemente, los tenemos.
—Tiene que ser un trabajo muy interesante, y estoy segura de que…
—La verdad es que no puedo hablar de mi trabajo con usted, detective. Hay temas de seguridad de por medio, y las disposiciones de nuestros contratos con el gobierno me prohíben revelar nada de lo que hago.
Se acabaron las preguntas seguras. Me ceñí al caso; no tenía mucho sentido esforzarme en conseguir una mejor relación. Ya habíamos aclarado en una conversación telefónica que él estaba trabajando en Arizona cuando habían secuestrado a Nathan. Con las medidas de seguridad que seguramente tenían en su empresa, casi parecía una ofensa corroborar su declaración. Lo haría, por supuesto, pero no era una de mis prioridades.
—Hábleme de su relación con Nathan, señor Leeds.
Se incomodó un poco, aunque no pude decidir si la silla era demasiado pequeña para su mole, o si la pregunta le había inquietado.
—No le veo con la frecuencia que desearía, por supuesto. Intento mantener una relación que funcione, ser un padre activo y todo eso, pero es difícil desde tan lejos. Es un chico maravilloso. Le echo mucho de menos.
—¿Han tenido algún problema últimamente? Sé que los chicos y los padres pasan en ocasiones por momentos difíciles por mucho que se quieran. A mí me pasa.
—No, nada digno de mención. Le va muy bien en los estudios, todavía es bastante respetuoso, aunque ya comienzo a ver las señales de que está entrando en la adolescencia, así que eso puede cambiar muy pronto.
Sonreí mientras pensaba en Evan y sus respuestas que a veces se pasaban de la raya.
—Es probable. Claro que se puede solucionar si te aplicas.
—No puedo decir que haya notado nada en concreto. Nos llevamos bastante bien. Claro que la distancia también ayuda. Estoy seguro de que si estuviera con él en las trincheras todos los días como está Ellen, tendría un par de cosas que decir sobre la cuestión.
Me había facilitado la entrada que estaba buscando.
—También quería preguntarle por su relación con la madre de Nathan.
Exhaló un suspiro de preocupación.
—Supongo que está dentro de lo habitual entre cualquier pareja divorciada. Intentamos no ponernos las cosas difíciles el uno al otro, si es a eso a lo que se refiere.
—¿Cuál fue la causa del divorcio, si no le importa que se lo pregunté?
Titubeó, y después respondió en voz baja:
—Había otra mujer.
Es una verdad como una casa eso de que sobre gustos no hay nada escrito. Que una mujer pudiera haber codiciado a ese hombre era algo que estaba más allá de mi comprensión. Excepto que era muy inteligente, educado, afectuoso y muy buen padre. Sin embargo, ninguna de estas cualidades hacían que fuese soportable mirarlo.
—¿Hay algún rencor entre ustedes dos por ese tema?
—Lo hubo al principio, pero cuando lo nuestro se desmoronó, ella ya estaba bastante harta de mí. No sé si todavía le ronda por la cabeza. Han pasado casi diez años desde que pasó, y ambos hemos madurado mucho desde entonces.
—¿Ha estado en Arizona durante todos esos años?
—No, me fui allí hace cinco. Alejarme de Nathan fue una decisión difícil, pero la oferta era demasiado buena.
—¿Mantiene un contacto regular con Ellen?
—Más o menos. Ella me mantiene informado de sus actividades; él no dice gran cosa, supongo que por ser como es. Es un chico bastante atolondrado.
Su madre había dicho «soñador».
—Esa es la impresión que me ha dado. ¿O sea que sus comunicaciones con Ellen son generalmente agradables?
—Digamos que cordiales. Quiere que tenga una buena relación con Nathan. Es algo que siempre le he agradecido. Es una buena mujer.
—¿Cómo la ha encontrado últimamente?
—¿A qué se refiere?
—¿Le pareció nerviosa o alterada?
—Vamos, su hijo ha desaparecido. ¿Qué…?
—Me refería a antes de ahora.
—Ah. No, en absoluto.
—Tengo entendido que perdieron un hijo por causa del síndrome de muerte súbita.
—Sí, así es. Antes de que naciera Nathan.
—Lo siento mucho.
—Muchas gracias. Permítame que le diga que fue una experiencia horrible.
—Me hago cargo. Cuando pasaron por aquella experiencia, ¿cómo estaba Ellen?
Se movió de nuevo en la silla. Su expresión comenzó a cambiar a medida que comprendía la intención de la pregunta; el tono de su voz se volvió seco.
—¿Qué quiere decir con eso de cómo estaba ella?
—¿Estaba furiosa, inquieta, resignada, cómo?
—Detective, había perdido a su bebé. ¿Cómo se supone que debía estar?
—No lo sé, señor Leeds. Es una experiencia por la que no he pasado, así que intento comprenderla. También me interesa saber cómo aquella experiencia pudo afectar a su reacción en este caso.
—¿En qué le puede ayudar para dar con el paradero de Nathan?
—Bueno…
Se levantó de la silla con un esfuerzo considerable.
—Escuche, si cree que Ellen tuvo algo que ver con todo esto, está en un error. Quiere a ese chico y ha sido una madre fantástica. Quítese de la cabeza cualquier tontería de que ella pudiera estar implicada. No desperdicie mi tiempo ni el de mi hijo. Si es que todavía le queda a él.
Cuando se presentara en el apartamento de Ellen, le diría que le había formulado unas preguntas que le habían sonado como si sospechara de ella. ¿Por qué, oh, por qué, no podía ser como Spence Frazee, que era suave como la seda y sabía todas las preguntas correctas?