Mamá, aquí en Aviñón, la primavera está bien avanzada. El río desborda con las últimas lluvias y por todas partes hace calor. Toda la tierra se prepara para el glorioso renacimiento de nuestro Señor, y cada día reboso de felicidad cuando me levanto de mi cama, porque tengo muchas cosas que agradecerle a Dios.
Sé que aún debe hacer frío en el norte, pero aquí ya hemos tenido varios días de calor. Anhelo quitarme esta abrigada prenda y vestirme con otras más ligeras.
No había nadie a la vista. Toqué el dobladillo de mi velo y dije en voz alta: «Ay, mi querido hijo, comprendo muy bien tu deseo de desvestirte».
Sus cartas siempre estaban llenas de dulces palabras, gárrulas de una manera íntima, pero pocas veces comunicaban noticias importantes, porque su trabajo requería discreción. Sin embargo, en esta misiva había una maravillosa ampliación de aquello que había escrito previamente:
Todos los días asumo nuevas responsabilidades y resulta evidente que soy merecedor de la más amplia confianza; corren rumores de que muy pronto seré ascendido… Hay momentos en los que no comprendo cómo es que soy merecedor de tan buena fortuna… Una vez más me siento obligado a decir lo muy agradecido que estoy a mi frère de lait Gilles por la ayuda que ha significado su influencia.
Agradecidos servidores de mi señor, ambos; Jean y yo éramos tan parecidos… Mucho más que él y su padre, que era el guerrero que Jean nunca hubiese sido. Pero Étienne y Michel habían sido padre e hijo hasta la médula: en sus maneras, en sus preferencias y desagrados, en sus expresiones. El parecido entre ellos era tan sorprendente como para que mi señor Gilles continuara comentándolo, incluso mucho después de que Michel ya no estuviera con nosotros.
«Mellizos —me decía—, más que padre e hijo, y ambos tan apuestos y hermosos. Tu Michel tenía el rostro de un ángel».
También mi Étienne, pero eso era una cuestión de opiniones. No obstante, no podía estar más de acuerdo con la valoración que hacía mi señor.
Mi querido hijo —le escribí antes de partir—, me siento muy orgullosa de los progresos en tu posición. Pero a mí no me sorprenden ni me pregunto la razón. No pasará mucho antes de que me escribas para decirme que te han hecho monseñor, y mi corazón se anima al pensar en los honores que te aguardan. La influencia de mi señor Gilles fue útil a la hora de conseguir que te llevaran a Aviñón, desde luego, pero todos estos progresos te los has ganado con tus propios méritos, no a través de la influencia de mi señor, que últimamente está decaído.
Hay una intriga aquí en Nantes…
Le informé de lo que había averiguado en la conversación con madame Le Barbier, desde el principio al fin.
Escuché repetir la misma copla que tú escribiste en tu carta anterior, donde se hablaba de comerse a los niños. Su Eminencia me desalienta pero no me ha prohibido que lo haga, y por lo tanto recorreré los pueblos para hablar con la gente y escuchar lo que tengan para contarme.
No dudo que debí parecerle muy extraña a todos aquellos que se cruzaron en mi camino e interrogué hasta la extenuación; una abadesa que recorría los alrededores de Nantes, interesada en saber si habían desaparecido niños. Aunque buscaba aquello que Su Eminencia probablemente volvería a descartar como chismes, estaba segura de que yo misma provocaría muchísimos más.
«Por todos los santos —comentarían al pie de una ventana o delante de algún tenderete del mercado—, la reverenda madre se ha vuelto loca… lo vi con mis propios ojos».
No importaba. Abandoné el convento del palacio del obispo de Nantes el martes de la semana anterior a la Pascua para averiguar si el relato del viajero de Saint-Jean-d'Angély, el que había llegado a Aviñón transformado en copla, era el resultado de un suceso real o la invención de algún pobre lunático, que Dios se apiade de aquellos que están muy influidos por la luna. Me dieron un asno como cabalgadura, no un caballo. «Se apañará mucho mejor con este animal mientras viaje sin compañía», me había asegurado el mozo de cuadra. En otras palabras, nadie intentará robárselo. Esto me hizo pensar; por un momento consideré la posibilidad de quitarme la fina cadena de oro que había heredado de mi madre, que yo llevaba siempre alrededor del cuello. Hasta el momento que ella entregó su alma a Dios, cuando mi Étienne aún vivía, siempre había llevado la cadena en su cuello. Nunca dijo quién se la había dado, si mi padre, o si era quizá una parte de su dote. En los últimos años, cuando parece haberse convertido en una parte de mi cuerpo, me he preguntado si no habrá sido el regalo de alguien que no era mi padre; quizá un leal admirador, o algún pretendiente anterior de quien nunca había hablado. Mi madre siempre fue una mujer hermosa, al menos hasta que la enfermedad le consumió toda la carne y la dejó con el aspecto de un saco de huesos.
Falleció casi sin que nadie se diera cuenta, porque aquel mismo día ocurrió un muy desagradable incidente en el seno de la familia De Rais. La señora Marie de Craon de Laval tenía un perrito faldero con el rabo curvo y el pelaje muy corto color arena, que le había traído como obsequio un mercader desde el otro lado del mar del sur, más allá de Tierra Santa, de un lugar donde la piel de algunos de sus moradores era más oscura que el más oscuro de los moros, aunque yo no daba mucho crédito a una afirmación tan descabellada. Ella lo quería muchísimo, hasta un punto que casi resultaba repugnante. El animal parecía incapaz de ladrar y en cambio emitía unos agudos sonidos plañideros, que desagradaban mucho al señorito Gilles, quien para vengarse, martirizaba al perro sin la menor compasión. Sabía que tenía celos del animal, que recibía muchas más atenciones de la señora Marie que él mismo. Así que cuando encontraron al perro muerto y colgado del rabo, nadie dudó quién era el autor de la fechoría. No se veían marcas en el cuerpo del animal, así que no sabíamos cómo lo habían matado. Pero estaba bien muerto.
«Él lo estranguló», afirmó la comadrona.
¿Cómo podía ella saberlo?
«Mirad debajo del pelo en el cuello; veréis los morados. Los he visto iguales cuando los hombres combaten a mano limpia después de perder las armas».
A menudo me preguntaba por qué madame Catherine Karle parecía observar a mi señor con tanta atención. Era ella quien había llegado tarde a su brusco nacimiento. Tantas veces había dicho que había sido un nacimiento aciago, cargado de terribles portentos.
Por supuesto, la señora Marie estaba absolutamente desconsolada, pero su desconsuelo era por la pérdida del perro, y no por el malvado comportamiento de su hijo. «No es más que un niño», decía a menudo, como si eso pudiera disculpar las viles conductas de que muchas veces hacía gala sin previo aviso. Por ser una concienzuda servidora, asumí por ella la carga de sufrir por su comportamiento, y llegué a la conclusión como cualquier otra nodriza que tendría que haber estado más atenta a su fuerza moral, más firme con sus rabietas, mejor modeladora de su carácter.
«No te corresponde a ti moldear su carácter», me repetía Étienne. Nunca le contradije; era la pura verdad, no me correspondía.
Guy de Laval no hizo nada por castigar a su hijo. Tuvo que intervenir el formidable Jean de Craon para arrancarle la confesión. El joven Gilles temblaba ante la presencia de su abuelo, que no era hombre dispuesto a tolerar las tonterías de nadie. Gritó una razón tras otra para justificar por qué había dejado al pobre animal para que su madre se lo encontrara, con los ojos desorbitados y la lengua fuera de la boca.
«El perro chillaba tanto que se hacía insoportable; el perro no obedecía a nadie; el perro era el mismísimo demonio».
Cuánto deseé escuchar una sola palabra de remordimiento; nunca se dijo ninguna, ni tampoco se exigió a Gilles de Rais que hiciera penitencia por aquel acto de salvajismo. Pero no tuve ninguna ocasión de corregirle en este aspecto: tenía que lavar y vestir el cadáver de mi madre; prepararlo para el descanso eterno. En cualquier caso, dicha lección la hubiese tenido que impartir con mucha discreción, porque el patriarca Jean de Craon no toleraría mi intromisión como tampoco toleraba la de los demás.
La cadena de oro que había cogido del cuello de mi madre golpeaba suavemente contra mi piel al ritmo que marcaba el andar del burro mientras subía el empinado sendero. Ya no me sentía desilusionada por la falta de una montura mejor sino satisfecha porque la bestia con su paso seguro atacaba las subidas y bajadas con gran pericia. Sin embargo, a medida que pasaba el día, mi satisfacción fue decayendo; el burro rebuznaba cada vez más a medida que aumentaban las dificultades del terreno, y a última hora de la tarde sus protestas me habían provocado un fuerte dolor de cabeza.
Así y todo, nunca se me hubiera ocurrido estrangularlo para lograr silencio.
Me detuve en muchas pequeñas aldeas para que la bestia bebiera y darme a mí misma un momento de respiro a tanto bamboleo sobre su lomo. En cada una de ellas encontré un poco, y también una historia digna de ser escuchada.
«Tenía siete años, hermoso como un querubín, hasta que un día desapareció; un chiquillo tan bueno… Nunca dio a sus padres motivo de queja…»
«No sabemos qué se ha hecho de él, si está vivo o muerto, porque no se ha encontrado ningún rastro desde que desapareció».
Yo llevaba en la faltriquera las cartas de Jean de Malestroit, que había sido muy generoso en sus demandas a mi favor, todas las cuales fueron atendidas y en muchos casos sobrepasadas. Había intentado disuadirme hasta el último minuto, con la excusa de los peligros que me acecharían. Pero pocas veces se asalta a las novias de Cristo; ¿qué sentido tenía arriesgar el alma inmortal cuando había muchas otras vírgenes a mano, todas ellas más jóvenes? Las madres de los reyes eran presas fáciles; la propia Violante de Aragón había sufrido el bandidaje de mi señor Gilles en uno de sus momentos más idiotas. Cuando decidió ser su propia «libre compañía» y robarla mientras ella viajaba. Pero una monja, al menos una abadesa, no tenía nada que temer.
En la parroquia de Bourgneuf, no lejos de Machecoul, había un convento que no estaba mal para lo que suelen ofrecer los conventos; me había alojado allí hacía muchos años cuando había formado parte del séquito del barón De Rais en uno de sus viajes. Aunque no era un edificio imponente, lo vi a lo lejos iluminado por el sol poniente. La idea de disfrutar de un cómodo santuario me resultó encantadora, y animé a la bestia con el susurro de unas promesas que pareció comprender.
Una madre superiora sorprendentemente joven me recibió en el patio cuando el sol se ocultaba detrás de los muros. Después de leer mis cartas, se presentó respetuosamente como la hermana Claire, aunque para todos los demás era la Madre. Le expliqué mi misión brevemente, cosa que provocó que apareciera en su rostro una expresión de curiosidad; a mí me pareció que detrás se ocultaba un interés más que casual.
¿También ella había escuchado la historia? Confiaba en tener una charla muy reveladora.
Tal como se esperaba de su parte, me invitó a pasar la noche en el convento. Cuando acepté, ella misma me llevó hasta la sala central de la abadía, de techos abovedados y con vidrieras. No había nadie más aparte de nosotras, porque las hermanas estaban terminando las tareas del día. Desde allí me acompañó a una habitación muy bien arreglada, que tenía más o menos las mismas dimensiones de la mía en Nantes. Le di las gracias.
—Es una habitación muy acogedora.
—No tenemos las comodidades que tenéis en Nantes, pero nos arreglamos bastante bien. ¿Queréis cenar?
—Sí, si queda alguna cosa. Pero no es necesario que me preparen nada especial.
—Tonterías. Los viajeros siempre tienen un plato en nuestro convento.
Una joven novicia, que no pronunció palabra, me sirvió una deliciosa cena consistente en una sopa de nabos bien espesa y pan tierno. La abadesa vigiló cada uno de los movimientos de la muchacha con una mirada de águila, y no dudé en que más tarde los fallos que hubiese cometido al servirme le serían señalados para corregírselos, por supuesto con mucha gentileza. La cena fue seguida por una copa de hipocrás, que desafortunadamente no era de la misma calidad del que servían en la mesa del obispo. Pero lo disfruté de todas maneras y agradecí la relajación que me aportó la bebida alcohólica. Cuando la conversación recayó sobre los motivos de mi viaje, la hermana Claire se mostró muy atenta y no dijo palabra mientras le explicaba la visita a madame Le Barbier.
—¿Por qué cree que este es un asunto que concierne al obispo? —me preguntó la abadesa—. Hay niños que desaparecen. Sobre todo en tiempos tan malvados como los que corren.
—Eso fue precisamente lo que dijo Su Eminencia. Le recomendó que acudiese al magistrado.
—Un sabio consejo, quizá…
—Ella ya había ido a verle —repliqué—, y no consiguió ayuda. El obispo me ha dado su consentimiento para que realice algunas investigaciones en la región, y cuando considere que tengo las informaciones necesarias y suficientes, se las transmitiré para que él decida.
La abadesa se persignó.
—Una de las tareas más desagradables que se puedan emprender.
—Así es, terrible —asentí—. Pero no me importa viajar. —Bebí lentamente un trago del vino con especias, no fuera a ser que se me soltara demasiado la lengua—. Confío en que no tardaré mucho. Tengo otras obligaciones cuyo alcance conocéis muy bien. Espero completar esta averiguación en unos pocos días, y sospecho que lo haré, si tenemos en cuenta que hoy, en cada lugar, me han contado historias de niños desaparecidos.
La abadesa enarcó las cejas al escuchar estas palabras.
—Hubiese preferido que no fuese así, si me hubiesen encomendado la tarea —manifestó.
El vino me hizo más atrevida de lo que era conveniente. Me adelanté en mi asiento y dije con un tono grave:
—La asumí por propia voluntad, casi tuve que rogar. Recibí muy poco apoyo por parte de Su Eminencia.
—Es una tarea que le corresponde al magistrado —señaló la hermana Claire—. Así y todo, no deja de parecer extraño que el obispo no considerase necesario presionarlo. Si lo que habéis escuchado es verdad, y están desapareciendo inocentes… bueno, entonces, habría que hacer algo al respecto.
¡El acuerdo entre hermanas es tan dulce!
—Es lo que creo —afirmé—. En Saint-Jean-d'Angély se cuentan historias de que en Machecoul se comen a los niños, viajeros que se encuentran por casualidad repiten historias parecidas, personas que no se conocen las narran como advertencia, y después aparecen en cartas enviadas desde Aviñón. El pueblo llano le está dedicando una gran atención a este fenómeno, mientras aquellos que estamos en las escaleras del cielo parecemos no hacer el menor caso.
—Quizá sea por las consecuencias si se conociera la verdad. Cosas que por ahora no alcanzamos a comprender en su exacta medida.
De nuevo, ella había manifestado un pensamiento que yo aún no me había atrevido a expresar.
—Con mucho gusto hablaré del tema con los habitantes del pueblo en vuestro nombre si no tenéis inconveniente —me ofreció—. Os evitaría tener que ganaros su confianza. La gente de por aquí es muy suya y se no se fía de los forasteros.
Se trataba de un ofrecimiento muy generoso y lo acepté, agradecida.
—Si no es mucha molestia, ¿podría recibir aquí en la abadía a quienes puedan aportar alguna información referente a los niños desaparecidos?
—Me parece algo muy oportuno y conveniente. —Se levantó ágilmente—. Ahora es hora de ir a acostarse, sin duda estaréis muy cansada.
Lo estaba. La hermana Claire me cogió del brazo, me acompañó hasta mi habitación y se marchó después de desearme un feliz descanso. La cama tenía una gruesa capa de paja fresca y un buen colchón de plumas, y de pronto fui muy consciente de mi agotamiento después de viajar todo el día. Por muy protegidas que tuviera las nalgas, las consecuencias de montar durante horas se hacían notar; por la mañana, estaría rígida, al menos durante un rato, y todavía me quedaban por lo menos otros dos días de lo mismo.
Junto a la pared había una silla y un poco más arriba un ventanuco por el que entraba la luz de una luna casi llena. Tuve mucho cuidado en evitarla mientras me sentaba en la silla para quitarme mi calzado cubierto de polvo, no fuera a ser que me trastornara como había hecho con tantos otros. Me quité el velo y el hábito, y me quedé solo con la camisa de lino blanco. Encima de la cabecera de la cama había un crucifijo de plata, como un recordatorio del lugar donde me encontraba, aunque no necesitaba la cruz para recordar el motivo por el que estaba allí.
«Señor, Dios mío —recé, casi con sinceridad—, permite que todo esto no sean más que suposiciones y habladurías».
Me acosté en la cama, me tapé con el hábito, y me dormí profundamente. En algún momento de la larga noche, mi reposo se vio interrumpido por un sueño del perro colgado de la señora Marie, pero ahora se había transformado en Cerbero, el guardián de las puertas del infierno, que me obligó con sus furiosos ladridos a cruzar la laguna Estigia y seguirlo. Comprendí que no tenía otra elección.
El desayuno fue más que abundante: leche caliente, pan tierno, manzanas, y unas peras muy dulces que sacaron de la despensa para agasajarme. La conversación entre nosotras fue muy cándida y amistosa si se tiene en cuenta que apenas si nos conocíamos. Lo atribuí en parte a los efectos de una maravillosa bebida que me ofreció la abadesa, una muy aromática y deliciosa infusión preparada con las hojas de unas plantas traídas de Oriente. La había endulzado con miel para contrarrestar su sabor natural, que a ella le parecía un tanto amargo. A mí me pareció muy agradable al paladar, y disfruté con su efecto tonificante.
—Una bebida poco habitual y mundana —comenté.
Se escuchó el roce de la tela de su hábito en la madera de la mesa cuando estiró la mano para servirme otro trozo de pera en mi plato.
—En un tiempo fui una mujer de mundo —replicó con una cálida sonrisa—. Quiero decir, cuando era joven.
Entonces, me correspondiera o no, le pregunté:
—¿Sois viuda?
—Oh, no. —Soltó la carcajada—. Tomé los hábitos siendo una solterona.
—¿Por vuestra propia decisión?
—No me lo pareció en su momento —contestó después de una muy breve pausa—. Fui prometida en casamiento cuando era una niña, un excelente compromiso en opinión de mi familia, algo muy ventajoso para todos nosotros. Excepto que mi prometido resultó ser el hombre más aborrecible que puso Dios en esta tierra. Una bestia repugnante con los hábitos más despreciables. Hubiese preferido morir antes que traer a sus hijos a este mundo.
¿Era posible que esa sinceridad y el hablar sin tapujos fueran la consecuencia de beber hipocrás a una hora tan temprana? Me dije que no y que seguramente los efectos de la reconfortante tisana con miel le habían soltado la lengua.
—Entonces, ¿decidisteis que os convenía más venir aquí?
Me sonrió con una expresión conspiradora.
—¿Fue decisión vuestra ir a Nantes?
Era una pregunta muy íntima, planteada sin ambages, y supuse que ella ya conocía la respuesta.
—No —respondí—. Había fallecido mi esposo y mi primogénito es un sacerdote que no podía mantenerme.
—Ah, sí. Cuántas veces ocurre eso. No obstante, encuentro que las hermanas que ingresan en el convento después de haber vivido en el mundo real son mucho más sabias y más útiles que quienes toman el velo cuando son unas jóvenes vírgenes.
No podía estar más de acuerdo con ella.
—Cuando llegué aquí todo esto era mucho menos —hizo un amplio gesto con la mano mientras buscaba la palabra adecuada— cómodo. Mi padre intentaba hacerme comprender las consecuencias de rehusar al casamiento que me había concertado, así que me envió al peor de los lugares posibles. Pero me había educado bien, y no tardé en destacar entre las demás novicias. El convento estaba casi en ruinas; cuando me hicieron abadesa me ocupé de la restauración.
—Un trabajo realmente magnífico —afirmé mientras echaba una ojeada. Las paredes de piedra revocadas se veían impecables, y todas las superficies de madera habían sido aceitadas con mucha diligencia; relucían suavemente y el olor que desprendían resultaba muy agradable. No se apreciaba ni una mota de polvo en los vitrales. Si bien los edificios que albergaban las abadías y los conventos de Nantes eran todos mucho más grandes, no había ninguno que se pudiera comparar con este en mantenimiento y pulcritud. Había utilizado sus capacidades mucho mejor de lo que yo lo había hecho en mi abadía.
—La sumisión y la lealtad me han servido mucho y bien —añadí—, pero cada vez que intento ser inteligente, parece volverse en mi contra.
—Aquí no tengo a ningún obispo que me incordie.
—Ah, muy cierto —exclamé.
—Su Eminencia Jean de Malestroit es un hombre bien conocido por su terquedad.
—Otra gran verdad —murmuré—. Así y todo, me permitió emprender este viaje, a pesar de que iba en contra de su criterio. Claro que si tenemos en cuenta que también es canciller, quizá hizo esta concesión porque podría favorecer a sus intereses, o a los del duque Jean.
—Una explicación lógica —afirmó la hermana Claire. Se inclinó un poco para susurrarme un consejo—. Debéis observarle y descubrir qué impulsa sus acciones en este asunto; así encontraréis la manera de conseguir que os conceda lo que deseáis. En este sentido, todos los hombres, incluso los sacerdotes, son como los maridos. —Se rió discretamente y añadió—: Al menos es lo que me han dicho, dado que nunca he tenido ninguno.
La abadesa había enviado a una novicia a primera hora de la mañana, mucho antes de que desayunáramos. La joven había ido directamente a la aldea más próxima y junto al pozo, como hubiese hecho cualquier buen pregonero, anunció que yo buscaba información sobre los niños desaparecidos. Era una muchacha del pueblo y resultó ser la mejor de las emisarias posible, porque no había pasado ni una hora cuando se presentó una mujer. A mí me pareció incluso menos, quizá porque la abadesa me sirvió otra taza de su maravillosa infusión, que tenía el curioso efecto de hacer que me sintiera mareada pero no ebria. Creo que había dejado una huella en el suelo de piedra después de varios viajes de ida y vuelta a la letrina, pero me sentía muy animada a pesar de lo penoso de mi misión y recibí a mi visitante con entusiasmo.
—Marguerite Sorin —la presentó la abadesa cuando hicieron pasar a la mujer—. Madame es una doncella. Algunas veces trabaja en la casa unida al convento, y también para varias de las familias más importantes del pueblo.
Madame Sorin me saludó cortésmente y se sentó. La abadesa, mi soeur en Dieu, se volvió con la intención de retirarse.
—Madre, por favor quedaos, si os apetece.
Pareció complacida al escuchar la invitación, y volvió a sentarse. Me dirigí a la mujer que había venido para hablar conmigo.
—Madame Sorin, le agradezco mucho su presencia.
La mujer asintió casi con ansiedad.
—No podía dejar de hacerlo después de lo que dijo la joven hermana.
Solo podía imaginar los adornos que la novicia había agregado al pregón.
—¿Tenéis una historia que contarme referente a algún niño desaparecido?
—Sí, madre, así es.
En primer lugar le pregunté el nombre del niño. No tenía mayor importancia, pero me dije que me sería más sencillo imaginármelo si conocía su nombre.
—Bernard le Camus —respondió—. No es, o era, porque mucho me temo que ese sea el caso, un chico del pueblo. Es, era, no sé cómo decirlo, de Bretaña. Vino aquí el año pasado desde Brest, donde vive su familia, para alojarse con el señor Rodrigo. Lo enviaron para que aprendiera francés, porque solo hablaba bretón, y su padre decidió que sería una gran desventaja hablar una sola lengua, y más todavía si era esa. Tenía grandes ambiciones para su hijo, o al menos eso es lo que hemos sabido desde entonces.
—Un padre muy sabio, al menos en esa decisión. —Hablar bretón no le hubiese servido de nada a su hijo si pretendía prosperar—. ¿Qué edad tiene el muchacho?
—Trece años cuando desapareció, según el padre. Vino aquí el año pasado en busca de su hijo, quizá al cabo de un mes de la desaparición. Por lo tanto, calculo que ahora tendrá catorce, aunque no se me ocurrió preguntarle al padre el día y el mes del nacimiento. El pobre hombre lo estaba pasando muy mal la última vez que hablamos.
Era algo que comprendía perfectamente.
—¿Cómo y dónde conoció al muchacho?
—El señor Rodrigo había contratado mis servicios para que atendiera al chico durante su estancia en el pueblo. Yo iba todas las mañanas para servirle el desayuno, vaciar el orinal, lavar y remendarle la ropa, todas esas cosas que hubieran hecho su madre o su nodriza, y naturalmente nos hicimos muy amigos. Su conocimiento del francés todavía era escaso, pero progresaba rápidamente. Nos entendíamos bastante bien. No tengo hijos, aunque sí muchas hijas, así que para mí fue un cambio muy agradable.
—Da toda la impresión de que habíais llegado a cogerle un gran cariño y que os preocupabais mucho de su bienestar.
—Le cuidaba lo mejor que podía. Pero no podía estar allí a todas horas para vigilarlo. —En su rostro asomó una expresión de profunda pena y remordimiento.
Conocía muy bien aquellos sentimientos e hice todo lo posible por consolarla.
—Por supuesto que no, hija mía. No debéis reprocharos nada. Dios no espera una vigilancia perfecta.
—No es Dios quien lo espera, sino yo —replicó, muy apenada—. Un día vi a Bernard que hablaba con un extraño; tuvo que ser en agosto, aunque creo que hacia finales de mes. Las cigüeñas se mostraban inquietas y se preparaban para remontar el vuelo. Era un hombre de aspecto extraño, aunque hombre no parece la palabra más adecuada; era de constitución menuda y con una silueta casi femenina. En un primer momento creí que era una mujer vestida con ropas de hombre, pero, Dios mío, ¿quién haría semejante cosa, excepto en las fiestas y en los torneos, donde a veces es moda entre las personas de alta cuna? Más tarde me enteré del nombre de aquel personaje; se llama Poitou, si bien también me han dicho que ese es el nombre de la ciudad donde nació, que su verdadero nombre es Corrilaut. Me inquietó mucho verle con Bernard, porque me pareció que lo toqueteaba de una manera demasiado amistosa para mi gusto. Y el chico era tan puro, de muy buena naturaleza, y muy complaciente. Le hubiese resultado muy fácil a cualquiera aprovecharse de Bernard. Así que cuando se marchó Poitou, le pregunté al chiquillo: «¿Qué quería ese hombre?».
—¿Y él le respondió…?
—Nada —contestó la mujer, con gran desencanto—. Ni una palabra. Solo que Poitou le había advertido que no comentara con nadie lo que hablaron en el encuentro. Se lo volví a preguntar, con mayor vehemencia que antes, que me dijera de qué habían hablado, pero así y todo, Bernard no abrió la boca. Le advertí que muchas veces los extraños hacen tentadoras ofertas para engañar a los niños y que no debía creer en grandes promesas, porque casi nunca eran verdad. Una vez más, no me hizo caso y no descubrió nada. No volví a tener otra oportunidad para preguntárselo, porque aquella fue la última vez que le vi.
La abadesa y yo intercambiamos una mirada pesimista.
—¿Cuándo os disteis cuenta de que el muchacho había desaparecido?
—No fui yo quien se dio cuenta, sino el señor Rodrigo. A última hora de la tarde fue a buscar al chico a su habitación y se encontró con que las prendas de abrigo y los zapatos estaban allí, pero ni rastro de Bernard.
Me recliné en la silla y me pregunté en voz alta:
—¿Dónde podría ir un chico sin sus zapatos?
Fue la abadesa quien respondió a mi pregunta.
—¿A qué lugar sino a uno donde le habían prometido darle unos nuevos? Para un muchacho con pocos recursos, un par de zapatos no es un regalo insignificante. —Exhaló un sonoro suspiro y añadió—: Si no eran zapatos, entonces sería otra cosa; se dejó seducir por algo que no podía tener de ninguna otra manera, al menos hasta no labrarse una posición.
Poitou. El nombre sonaba en mi cabeza como una campana.
—Madame, me estáis diciendo que no visteis al muchacho marcharse con Poitou, pero que adivinasteis nefastas intenciones de su parte hacia Bernard. Me pregunto cómo habéis llegado a esa conclusión.
—Fue algo bastante obvio, madre —respondió con un tono más alto—. Por la manera desvergonzada que toqueteaba al chico. ¿Qué otra cosa podría querer de aquel inocente? No puedo más que creer que abrigaba malas intenciones y pretendía hacerle algún daño. Las mujeres nos damos cuenta de esas cosas.
Es así, aunque resulte del todo incomprensible. Insistí con mucho cuidado para no intranquilizarla todavía más.
—¿No creéis posible, madame, que Bernard sencillamente decidiera escapar de casa? Es algo que suelen hacer los chicos a esa edad. Sobre todo cuando son animosos, como parece el caso de este jovencito.
—Todos los que pueden acaban por regresar, madre, después de haberse divertido. Es un mundo cruel cuando uno decide aventurarse solo.
Cuánta razón tenía.
—¿Quizá aborrecía los estudios y no quería enfrentarse con su padre si los abandonaba?
La mujer sacudió la cabeza con mucha vehemencia.
—A menudo hablaba de lo mucho que le gustaban sus estudios. También quería aprender latín. Si el padre tenía grandes ambiciones para él, Bernard no le iba a la zaga.
—¿Podría haber algún otro motivo para su súbita desaparición? ¿No podría ser que el señor Rodrigo le tratara con crueldad, o fuera demasiado estricto en las normas de su casa?
—El señor Rodrigo es el hombre más bondadoso y cortés de todo el pueblo. Le profesaba un gran cariño y era generoso a más no poder con Bernard, y sufrió mucho con la desaparición del muchacho.
Le formulé unas cuantas preguntas más, sin que ninguna de ellas consiguiera aportar algún dato importante. No llegamos a ninguna conclusión sobre la desaparición del muchacho. Le di las gracias a la señora Sorin por habernos contado su relato, y la mujer se marchó después de saludarnos con mucho respeto.
La entrevista me había agotado. El cansancio debió reflejarse en mi rostro, porque la abadesa se apresuró a ofrecerme un tentempié; sobre todo, otra taza de su infusión.
—También hay galletas si os apetecen —dijo.
Decliné el ofrecimiento.
—Ahora mismo tengo el estómago un tanto revuelto.
—Os aconsejo que aprovechéis para comer y beber algo ahora que tenéis la oportunidad.
—Es que ahora mismo no tengo hambre —protesté.
—La tendréis, o, por el otro lado, quizá no os apetecerá probar ni un bocado.
Acababa de plantearse un nuevo misterio.
—¿Por qué?
La hermana Claire unió las manos.
—Hay algunas personas que esperan para veros.
—¿Algunas personas?
Después de exhalar un suspiro, me dijo cuántas. Me persigné para no desmayarme.