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Ellen Leeds había dicho roja, y esa cazadora tiraba más a marrón con la luz que teníamos, así que intenté no excitarme demasiado. Estaba muy satisfecha con la formación básica en temas de investigación que actualmente recibían todos los agentes, porque a este no se le había ocurrido recogerla. Esto fue algo muy importante en este caso; cuando me puse de rodillas y miré de cerca con luz de la linterna, vi un pequeño trozo de papel arrugado encima de la cazadora.

Una pequeña tira de papel; quizá un recibo. Quizá lo había arrastrado el viento hasta allí, pero como apenas si soplaba parecía poco probable. Eché una ojeada al entorno para medir la brisa; no se movía ni una hoja a lo largo de toda la acera. El pequeño trozo de papel se balanceaba precariamente en una de las mangas, cerca del codo. Si el viento lo había traído hasta allí, lo más lógico hubiese sido que se adhiriera a alguno de los pliegues o entre la prenda y el suelo. Pero estaba colocado sobre una parte lisa de la tela. Si había llegado hasta ese punto después de la cazadora y si se trataba de un recibo, como sospechaba, tendría impresa una hora.

Lo dejamos en el lugar. Uno de los agentes caminaba con la rueda de medir y cantaba las medidas. Me pegué al suelo y tomé un par de fotos, mientras rogaba que fueran útiles. Algo se escabulló cuando se produjo el destello. Hice un bosquejo en mi libreta, donde apunté la distancia desde dos puntos fijos: una boca de incendio y una farola, dos objetos que difícilmente serían movidos en el próximo par de días. Cuando todo quedó debidamente registrado, recogí las dos cosas, las guardé en sendas bolsas de plástico y escribí las etiquetas. Excepto por unas pocas ramitas y hojas que no se desprendieron cuando la recogí, la cazadora se veía limpia y en perfecto estado.

El trozo de papel, tal como había supuesto, era un recibo. La impresora necesitaba un cambio de cartucho, porque apenas si se leía lo escrito. Por un instante me pregunté si estaría allí desde mucho antes y la brisa lo habría arrastrado hasta la cazadora. Pero con un esfuerzo conseguí leer las letras y los números: era por la compra de una caja de leche y un paquete de cigarrillos en una tienda que no estaba ni a una calle del lugar, hecha aquella mañana a las ocho y dos minutos, hora a la que con toda probabilidad la cazadora ya estaba en el suelo.

No encontré gran cosa en los bolsillos, al menos nada que me permitiera identificarlo como perteneciente a Nathan Leeds. No había ningún nombre cosido o escrito en la tela; a los doce ya no estaría dispuesto a tolerar que su madre hiciera tal cosa, como mi propio hijo, Evan, que a la misma edad casi me crucificó cuando me descubrió con un rotulador en una mano y su cazadora nueva en la otra.

«Mamá, ¿qué haces? Ya no soy un crío… La madre de Jeff dejó de marcarle la ropa hace dos años».

Saqué dos envoltorios de chicles y tres monedas. No estaba el billetero; seguramente lo guardaba en la mochila. Mientras los agentes continuaban con la búsqueda por la zona, regresé al coche para guardar las bolsas con las pruebas y echarle otro vistazo a la foto que me había dado la madre de Nathan. Era una foto de exteriores, y no recordaba lo que llevaba puesto. No era la cazadora en cuestión, sino una camiseta. El dibujo de esta mostraba la silueta malvada de una bestia de afilados colmillos, en un círculo formado por las palabras La Brea Tar Pits. Tenía un aspecto que asustaba.

Ahora mismo estaría muy asustado. Si es que continuaba vivo.

Llegaron más coches patrulla y los agentes acordonaron la escena. Algún pobre novato se pasaría toda la noche sentado en un coche al final de la cinta que marcaba la zona para evitar que los curiosos tocaran nada. Lo primero que haría por la mañana sería presentarme con un equipo que recorrería el sector palmo a palmo con la luz del sol. Hubiese podido pedir que trajeran una batería de luces de gran potencia, pero no hay nada como la luz del sol para una búsqueda a fondo, porque nunca ves las mismas cosas con la luz artificial. Y el secuestro, si es que de eso se trataba, se había producido hasta donde sabía a la luz del día. Se pueden aprender muchísimas más cosas, quizá intuir sea la palabra más precisa, cuando se pueden reproducir las condiciones en las que se cometió un delito.

Era la una de la mañana y sabía que la madre de Nathan estaría despierta, probablemente sentada junto al teléfono. Eso es lo que yo hubiese hecho de haber estado en su lugar. Olí el olor del tabaco cuando Ellen Leeds abrió la puerta. Una muy delgada columna de humo ascendía perezosamente del cigarrillo que tenía en la mano izquierda. Se apresuró a esconder la mano a la espalda. Quizá yo había fruncido la nariz sin darme cuenta.

—No suelo fumar en el piso —se disculpó.

—Ahora mismo yo estaría fumando como una chimenea si estuviese en su lugar.

Hizo un gesto con la mano libre para invitarme a pasar y cerró la puerta en cuanto entré; volví a escuchar el ruido del cerrojo y la cadena.

—Sé que es muy tarde —le dije para justificarme—, pero pensé que querría que le avisaran inmediatamente si surgía cualquier cosa.

No podía ver la bolsa de plástico con su contenido. Estaba metida en un bolso de lona que llevo en el coche. No me gusta ir exhibiendo las pruebas de un delito delante de todo el mundo; procuro mantenerlas fuera de la vista si es posible.

La esperanza que iluminó su rostro le quitó varios años de encima.

—¿Lo han encontrado?

—No, lamento decirle que no hemos dado con su paradero. Sin embargo, hay una prueba que quisiera enseñarle.

Los años reaparecieron con saña.

—¿Qué clase de prueba? —susurró, temerosa.

—Una cazadora.

Cerró los ojos muy fuerte y permaneció en silencio durante unos segundos. Luego los volvió a abrir y preguntó:

—¿Hay manchas de sangre?

—No. Al menos no que se vean a simple vista. Un examen más a fondo podría descubrir alguna cosa, y la llevaremos al laboratorio para que la analicen, pero a mí me parece que está limpia. Por supuesto, es tan solo una primera impresión.

Intentó coger la bolsa. La aparté y la mantuve cerrada.

—Lo siento. No puedo permitir que la toque, porque si la contamina perderá valor como prueba si hay que presentarla en un juicio. No obstante, necesito que la identifique como una prenda de Nathan si es que puede.

Descorrí el cierre de plástico de la bolsa y le mostré un trozo de la cazadora. Como no podía ser de otra manera, inmediatamente acercó la mano, pero se contuvo y la apartó.

—Necesito ver la etiqueta —dijo—. La cazadora de Nathan es de la marca Harmony. Tendría que llevar una etiqueta negra con unas notas musicales y la palabra Harmony. Creo que las puntadas son de hilo azul.

Lo eran.

Tres horas de sueño no es mucho para aguantar, pero entre mis hijos que a veces me tienen levantada toda la noche y mi trabajo —que me saca de la cama o me impide que me acueste con una regularidad que llega a ser molesta— supongo que me he acostumbrado. Evan dormía como un lirón, y Frannie casi nunca tenía problemas para dormir. En cambio Julia no pegó ojo hasta cumplir los cinco años. No lloraba, pero quería jugar, y hablaba sin cesar desde su camita hasta que alguien se despertaba. Lo único que deseaba era compañía, pero a su padre no se le ocurría ni por esas levantarse para ir a jugar con ella. Tenía que ser yo. Claro que cuanto mayor me hago, más me cuesta recuperar las horas de descanso perdidas. Para la hora en que regresé a la comisaría, escribí todos los informes necesarios, envié un par de teletipos y describí la etiqueta de la prenda, estaba tan despierta y alerta como si me hubiese bebido una cafetera yo sola.

A las siete de la mañana ya estaba de nuevo en el lugar de los hechos, una hora antes de mi horario de llegada habitual a la comisaría. Los tipos de pruebas aún no habían llegado, pero el agente de guardia seguía allí. Le mostré la placa al chico y le dije que yo era la responsable. Me indicó con un ademán que podía pasar, como si necesitase su permiso.

Cada escena del crimen tiene su personalidad propia. Me gusta situarme en el centro de mis escenas y captar sus matices. Algunos de los muchachos creen que estoy loca, pero mi promedio de solución de casos es superior al de todos los demás en la división, así que tampoco dicen mucho más.

La calle era una discreta mezcla de casas pequeñas y tiendas. No había mucha actividad, ni siquiera cerca de la zona acordonada. La mayoría de las tiendas eran de las que abrían tarde: una charcutería para gourmets, un salón de peluquería, una bodega. Me hubiera gustado ver una tienda de donuts y así tener la posibilidad de que alguien hubiese visto algo. Delante mismo del lugar donde habíamos encontrado la cazadora, había un viejo cine con la entrada tapiada y un cartel que anunciaba que estaban haciendo obras de remodelación. Pasaron unas cuantas personas camino de sus trabajos, pero solo una de ellas se detuvo para preguntar qué había pasado. Se lo dije y le pregunté por el vecindario.

—La mayoría son gente trabajadora, no se meten en problemas, y todos nos ocupamos de nuestros propios asuntos.

—¿Sabe usted a qué hora se marcha la mayoría?

No lo sabía. Pero yo estaba allí más o menos a la misma hora que habían secuestrado a Nathan, y el lugar aparecía casi desierto. Era muy probable que nadie del vecindario hubiera visto nada.

Cuando regresé a la comisaría eran las ocho, y ya me sentía agotada. Había dormido muy poco y había tenido la pesadilla habitual: estoy en mitad de la calle y hace tanto frío que se me congelan los mocos. Voy calzada con sandalias y mi única prenda es un top pero la nieve me llega a las rodillas. Me abro paso entre la nieve rumbo a Dios sabe dónde; nunca sé cuál es mi destino. Solo corro, y siento cómo arrastro las piernas en la nieve. Esta vez monto en un caballo que parece un mutante sacado de La guerra de las galaxias, como la bestia que despanzurra Luke Skywalker para meterse dentro y mantenerse caliente mientras espera a que Han Solo venga a rescatarlo. Juro que en el sueño olí el hedor pútrido del animal.

¿Dónde está George Lucas cuando lo necesitas? Aquella mañana me hubiesen venido de perlas unos cuantos efectos especiales. Las enormes ojeras, el pelo hecho un asco. Funcionaba a base de adrenalina y no tenía bastante. Cuando me levanté para explicar el caso en la reunión informativa de la mañana, tenía la sensación de que iba a vomitar en cualquier momento. Uno de los muchachos me dijo después:

—Tienes una pinta espantosa.

—Vale. Tú debes ser detective.

De allí me fui directamente al despacho del teniente Fred Vuska para darle un informe más detallado. Fred es un buen hombre que hace de defensor de los intereses de la gente de la división ante sus superiores, que a veces se comportan como unos auténticos cretinos. Pero el pobre tipo tiene que aguantar muchas presiones políticas. Siempre le toca hacer de puente entre las personas que hacen el trabajo —nosotros— y las personas que teorizan sobre cómo tendríamos que hacerlo, conocidos por los demás como «ellos». Lo que menos necesitaba ahora de mi parte era una solicitud para disponer de más personal para realizar una búsqueda exhaustiva de Nathan Leeds.

—Todas las patrullas estuvieron buscando al chico durante la noche. Nadie lo vio. En cualquier caso, tampoco sabes a ciencia cierta que lo hayan secuestrado. Todavía puede ser que se escapara de su casa.

—Encontramos su cazadora.

—Quizá se le cayó, o la tiró porque no le gustaba. No tienes idea de la cantidad de cazadoras que pierden mis hijos.

—Tengo el presentimiento de que el chico no se escapó.

—¿Basado en qué?

Me hubiese gustado responderle: «En esa cosa que tenemos las chicas y vosotros no, eso que llamamos intuición». Pero hubiese sido una respuesta irrespetuosa y sexista, y hubiese tenido que aguantar toda una exhibición de machismo.

—Vi la casa, hablé con la madre…

—¿Has hecho más entrevistas?

—Solo una con una vecina, pero fue algo muy rápido y la mujer no tenía nada que decir.

Me miró con una expresión de incredulidad.

—Lany, ve y haz tus entrevistas. Si encuentras alguna cosa más que te haga creer que no se escapó, ven a verme y le echaremos otra ojeada.

—Por amor de Dios, el chico tiene doce años.

Ahora salió el cínico.

—¿Quieres ver algunos chicos de doce años? Venga, te llevaré a dar una vuelta por la playa de Venice, y les preguntaremos a todos aquellos vagos que rondan por allí cuántos años tienen. Saca el culo de aquí y ve a ver qué averiguas.

Las nuevas normas no parecían haber calado en Fred.

No sé qué hubiese dado por tener una llave de la entrada del edificio de Ellen Leeds. Podía tocar el timbre y pedirle que abriera, pero esperaría que subiera a su piso para ponerla al día, y por el momento, estaba demasiado nerviosa como para tratarla con diplomacia. Así que esperé a que apareciera alguien, le mostré mi placa, y entré en el vestíbulo.

Tardé unos segundos en orientarme y decidir cuáles eran los pisos que me interesaban. Eran los situados en la esquina a partir de la tercera planta; todos los demás eran demasiado bajos o tenían la orientación equivocada. Esto me simplificó la tarea; no tendría que visitar toda el ala oeste del edificio.

Llegué al lugar sobre las nueve y media, así que no encontraría a muchos en sus casas. Tendría que conformarme con lo que encontrara y rogar que surgiera una pista. El primer piso que probé estaba vacío, así que escribí: «Por favor, póngase en contacto conmigo» en una de mis tarjetas y la pasé por debajo de la puerta. El ocupante del cuarto piso estaba en casa cuando toqué el timbre, pero se enfadó mucho porque trabajaba en un turno de doce de la noche a ocho de la mañana y acababa de meterse en la cama. Afirmó que el día anterior había llegado a su casa alrededor de las nueve y media, hora para la cual el secuestro (si se trataba de un secuestro) probablemente ya se había cometido y el secuestrador hacía rato que se había ido. Anoté su nombre y el de su empresa para verificarlo, luego le di las gracias y me disculpé por haberlo despertado.

Tampoco había nadie en el quinto piso, y dejé otra tarjeta. En el sexto, ya me disponía a escribir otra tarjeta cuando finalmente abrió la puerta una mujer muy mayor, cuyo perfume tremendamente dulzón me devolvió inmediatamente a los años sesenta. Iba muy bien vestida y llevaba sus cabellos azules arreglados en un peinado impecable. Ya se había puesto sus perlas y lápiz de labios, mucho más del que yo usaba. Unos pequeños restos de rojo se extendían por las arrugas que tenía sobre su labio superior.

—Pase, pase —dijo al ver mi placa. No le había mencionado el motivo de mi visita, pero me di cuenta de que no le importaba. Un visitante es un visitante, y yo era una policía, por lo tanto alguien seguro. Los viejos y los niños piensan de esa manera.

—¿Puedo ofrecerle una taza de café o té?

—Oh, no, muchas gracias, señora. —Aún no le había preguntado el nombre. Me observó mientras me acercaba al ventanal. La calle que me interesaba ver apareció ante mi vista sin ningún obstáculo. En una mesa de centro cerca de una butaca con muchos cojines había unos prismáticos del tipo de los que usan los observadores de pájaros.

—Tiene usted una vista muy bonita —comenté.

—Sí, así es. Por eso alquilé este piso.

La razón de Ellen Leeds había sido muy diferente.

—Creo que fui la primera inquilina —añadió—. Eso fue hace, oh, déjeme ver, veinte años. Están esperando a que me muera para poder alquilarlo a alguien más joven por muchísimo más dinero.

No pude evitar la sonrisa.

—No lo dudo —afirmé. Cogí los prismáticos—. ¿Es aficionada a observar los pájaros?

—Lo hago, pero no en serio. Tenía un amigo, murió hará unos diez años, a quien le encantaba. Los prismáticos eran suyos.

Los volví a dejar en la mesa con mucho cuidado.

—Ahora la mayoría de las veces solo miro lo que pasa en el mundo exterior.

«Por favor, por favor, por favor», supliqué para mis adentros.

—Señora…

—Señora Paulsen.

Anoté el nombre en la libreta.

—Me pregunto si ayer por la mañana alrededor de las siete y media o un poco más tarde estaría usted mirando a través de su ventana. Un chico que vive en este mismo edificio se ha perdido, y la última vez que le vieron fue cuando salía para ir a la escuela.

Enarcó muy poco las cejas.

—Así que esa es la razón de todo aquel jaleo.

—Sí.

—Bueno, tendré que hacer un poco de memoria. —Se sentó en su butaca con mucha decisión—. Déjeme ver, ayer por la mañana… Me levanté a la hora habitual, las seis y cuarto, y me di una ducha. Luego tomé mi café y abrí el periódico; hay un chiquillo que me lo trae hasta la misma puerta, y leí las noticias, hasta las siete. Encendí el televisor para ver Today, me encanta Al Roker.

Continuó describiendo las minucias de su rutina matinal. Sonaba tan agradable, que se me pusieron los dientes largos.

—Estaba en la ventana a esa hora. Recuerdo a los niños que iban a la escuela. Hay una niñita que siempre va muy arreglada; su madre la viste de maravilla, y ella va saltando por toda la acera; me recuerda mi manera de caminar cuando iba a la escuela. Siempre llevábamos vestidos, y no como ahora en que apenas si se tapan.

—Dice que tenía puesto Today en la tele; ¿recuerda de qué hablaban o hacían mientras estaba usted en la ventana y vio a los chicos?

—Sí, por supuesto. Estaba esa señora que sale con las telas y los adornos, y explica cosas de decoración.

Martha Stewart. Llamaría a la emisora y pediría que me dijeran la hora exacta de la transmisión del espacio. Saqué la foto de Nathan Leeds y su madre de mi cartera y se la entregué.

—¿Vio usted a este niño cuando iba a la escuela?

Observó la foto durante unos segundos.

—Sí, lo vi. Pero ayer no fue caminando hasta la escuela como hace siempre.

«Oh, por favor, por favor». Mi corazón comenzó a latir un poco más rápido.

—¿A qué se refiere, señora Paulsen?

—Verá, ayer subió al coche cuando estaba a media manzana, delante de la pequeña casa blanca.

Precisamente donde habíamos encontrado la cazadora. Pero había dicho «el» coche, no «un» coche.

—Descríbame el coche, por favor.

—Oh, no hace ninguna falta. Puede bajar al garaje y verlo usted misma. Por supuesto, tendrá que esperar hasta tarde. Los días que ella sale, no suele regresar hasta la hora de la cena.

¿Ella? No lo comprendía.

—¿Quiere decir que alguien de este edificio lo recogió en la calle?

—No alguien, querida. Su madre.

No sé por qué estaba tan furiosa. Ella tendría que haber figurado entre los primeros sospechosos. Sencillamente no me había parecido que encajara en el tipo.

Pero Susan Smith tampoco, al menos para el mundo exterior. Andrea Yates… bueno, ¿qué se puede decir de ella? Smith al menos estaba cuerda. Montó todo un numerito. Un ladrón de coches negro, y una mierda, pero los polis que llevaron el caso eran muy buenos y la calaron. Leí que los investigadores comenzaron a sospechar de ella al día siguiente de la desaparición de sus hijos. «La historia era demasiado perfecta», comentó uno de ellos. Lloraba, pero no cuando debía. A mí me parece que ha de ser muy retorcida, muy malvada, una madre que le haga daño a sus propios hijos. Para matarlos tiene que convertirse en algo así como un monstruo alienígena.

Había un artículo sobre la Smith incluido en una de nuestras clases sobre perfiles de los sospechosos. Un loquero dedicó no sé cuántas horas a entrevistarla y a analizar por qué había hecho algo tan inimaginable como encerrar a sus hijos en un coche y después despeñarlo mientras los chiquillos chillaban y lloraban; el tipo tenía toda clase de teorías sobre mandatos genéticos y pulsiones psicológicas profundamente arraigadas. La mujer mató a sus hijos, explicó, porque el hombre con quien quería casarse no tenía ningún interés en cuidar de ellos. Solo quería cuidar los propios.

El loquero añadió que aquel era el «comportamiento biológico natural» por parte del hombre; esas fueron sus palabras exactas, las recuerdo porque me puse hecha una fiera. Los machos, proclamó, tienen la «necesidad reproductiva de eliminar a los rivales» y así disponer de cosas que pueden necesitar sus propios hijos. Comentó que si la madre tenía hijos de otro hombre, ella continuaría dedicándoles su atención en detrimento de cualquier otro hijo que pudiera tener con el nuevo hombre, y esto podría poner en peligro la supervivencia de su propio material genético.

¡Y una mierda! Los hombres son mejores. Y al menos el tipo fue sincero con ella. Claro que una rata sincera sigue siendo una rata, y él no tendría que haberse liado con una mujer casada y con hijos pequeños, porque lo único que encontraría serían problemas. En cuanto a la propia Susan Smith no tengo palabras para calificar a nadie que cometa un infanticidio.

Sin embargo, tendré la oportunidad de hablar con Ellen Leeds, y encontraré las palabras. Montones y montones de palabras. Y a paseo con las clases, no serán comprensivas ni respetuosas.