Tres

Han transcurrido muchos años desde el día cruel en que mi Michel sencillamente desapareció en la flor de su belleza y vigor juvenil, y solo he conseguido adormecer en parte —a través de una casi constante flagelación de mi alma— el dolor de la pérdida. Uno nunca olvida la agonía de perder a un hijo; únicamente puede confiar en que los recuerdos se borrarán con el tiempo. Así es como debería ser; el espíritu del niño perdido debe permanecer para siempre en el corazón de aquellos que le querían, para que allí se mantenga vivo. A menudo me he preguntado por qué Dios decidió encomendarme este trabajo, el de que la esencia del niño que fue Michel La Drappière me fuese encomendado para preservarlo. ¿Cómo se puede preservar la dulce inocencia, la adorable curiosidad, la creciente profundidad de su carácter? Ni siquiera tengo un retrato, salvo aquel que pasa todos los días por mi memoria mientras estoy despierta para dirigirse a mi corazón que sueña. Es alto y delgado, pero sus miembros muestran la promesa de la fuerza que tendrán. Tiene los ojos del mismo color del cielo claro de abril. ¿Cómo se guarda su ternura, el cariño de su abrazo, el humor de su voz que se quiebra? Son innumerables los momentos en que he sentido que sencillamente no tengo las fuerzas necesarias.

Al principio madame Le Barbier se asombró cuando se lo dije; luego soltó los más ácidos insultos; me apretó las manos con tanta fuerza que temí por los huesos de mis dedos. La harapienta mujer me abrazó con una violencia inusitada mientras lloraba con lágrimas de una pena indescriptible, por mí, por ella misma, por nuestros hijos perdidos, por la tortura inacabable que yo había conocido y que ella padecería. Sufrió un vahído tan fuerte que comencé a creer que perdería el conocimiento. La ayudé a entrar y la senté en un banco tapizado, donde se apoyó en mi hombro mientras sucumbía a los más amargos sollozos. Cuando por fin se agotaron sus lágrimas, descansó la cabeza en mi regazo y continuó hipando hasta que se quedó adormilada.

Sabía, aunque quizá otros no lo sepan, que no había palabras para mitigar su dolor, ninguna expresión de consuelo para calmar el sufrimiento que había comenzado en el momento de la pérdida y que, si mi propia experiencia había revelado alguna verdad, nunca se acabaría. Madame necesitaba que alguien se sentara en silencio a su lado mientras se entregaba a vaciar el alma de sus pesares, algo que le parecería un esfuerzo absolutamente inútil durante mucho tiempo. Una bondad similar me había ofrecido en mis horas de desesperación, aunque parezca una ironía, una novia de Cristo que había entrado en el convento (aunque fuera voluntariamente, lo que no fue mi caso) cuando falleció su marido. Era muy conocida por su generosidad y lo demostró dedicándome tanto tiempo sin juzgarme en ningún momento; cuando a las demás damas del castillo se les agotó la paciencia para soportar mis llantos y lamentaciones, cuando incluso la tolerancia de Étienne iba desapareciendo, ella era la única en cuya presencia podía encontrar alivio. Me animó a entrar de nuevo en la luz que tanto amaba por el sencillo procedimiento de negarse a permitir que me desvaneciera en la dulce y tranquilizadora oscuridad que me llamaba tras la desaparición de Michel. Entonces me había parecido que vivir en la luz sería demasiado; sentí que siempre llevaría la marca de una vergüenza incalificable, que me separaría del compañerismo y la amistad de aquellos que no estaban marcados como yo.

Me había convencido a mí misma más allá de cualquier duda de que la desaparición de Michel había sido la consecuencia de alguna falta que yo había cometido, algún terrible fallo, y que la tragedia se hubiera podido evitar si yo hubiese estado más alerta, más atenta, hubiese sido mejor madre, un halcón que vigila a su polluelo. Creer que había sido sencillamente una cosa fortuita, que Dios por alguna razón había perdonado a mi señor Gilles y en cambio había puesto la mano sobre mi hijo, era algo demasiado terrible de soportar, porque me arrebataba toda esperanza de seguridad en este mundo. Resultaba mucho más consolador decirme a mí misma que existía una razón y que mi fracaso a la hora de cuidar a mi hijo era la causa. Después de todo, siempre necesitamos encontrar a alguien para que cargue con la culpa. Pero mi querida hermana en Dios me hizo comprender que aquello que Él pone en marcha no se puede alterar, a pesar de nuestros desesperados esfuerzos por torcer Su voluntad con nuestras buenas acciones. Con el tiempo, he sido capaz de perdonarme hasta cierto punto, pero ha sido algo terriblemente lento.

Mi mano descansó en la cabeza de madame; casi esperaba sentir las mismas recriminaciones a través de sus cabellos. Estaba decidida a hacer por ella lo que habían hecho por mí tantos años antes, dado que éramos dos eslabones en una larga e ininterrumpida cadena de dolor. Permanecí sentada mientras ella dormía con la cabeza en mi regazo, y pensé que aún había días en que mi dolor me parecía absolutamente vivo, aunque fuera viejo para todos los demás.

Cuando finalmente abrió los ojos y se sentó, su rostro mostraba las huellas de las lágrimas y sus ojos estaban hinchados y enrojecidos. Con una punta de su delantal, le enjugué el resto de las lágrimas. Me miró mientras lo hacía, y sus ojos me rogaban que le respondiera a su muda pregunta: «¿Esto se acabará alguna vez?». Deseé poder contestarle que sí. Pero hubiese sido una mentira.

Se levantó del banco y comenzó a pasearse por la habitación. La observé en silencio aunque había muchas cosas que quería decirle y preguntarle. Cuando finalmente habló, su voz era temblorosa, aunque eso no me preocupó mucho; tuvieron que transcurrir muchos meses después de la muerte de mi hijo para que mi voz volviera a sonar con la fuerza suficiente para ser escuchada más allá de mis oídos. Étienne siempre me decía que hablara más alto, algunas veces con un tono mucho más brusco del que yo esperaba. Parecía como si él, gracias a las características naturales de su sexo, se hubiera rehecho mucho más rápido que yo, si bien noté cierta dureza en él después de la muerte de Michel. Yo tenía la sensación de que nunca conseguía atravesar del todo la coraza que a menudo se ponen los hombres para protegerse de las profundas emociones que no les sirven en las tareas que se les requiere que hagan, sobre todo en las muy desagradables tareas de la guerra. ¿Cómo puede un hombre sentir pena por el guerrero cuya cabeza debe cortar y no obstante descargar el golpe mortal? Sería imposible.

—Vuestro hijo, ¿cómo se llamaba? —la escuché susurrar.

—Michel —contesté—. La Drappière.

Esperé; no dio muestra alguna de conocerme. Después de unos momentos le pregunté:

—No me recordáis, ¿verdad?

Me miró con atención.

—No —respondió—. Lamento decir que no. ¿Nos conocemos, madre?

Era lógico que ambas hubiéramos cambiado tanto; trece años dejan sus huellas en el orden natural de las cosas. Dios no quiere que seamos atractivas como las viudas jóvenes, que todavía pueden parir hijos y que han de ser las primeras en reclamar a los hombres que no se han llevado las guerras.

—Nos veíamos con bastante frecuencia cuando mi marido servía en Champtocé, y yo con él —añadí.

Aunque mis dedos todavía estaban entumecidos por el apretón de madame Le Barbier, me quité la toca. La dejé sobre la mesa de la modista y me acomodé algunos cabellos sueltos.

Me miró, y poco a poco apareció en su rostro una expresión de reconocimiento.

—Madame La Drappière —susurró—. Por supuesto.

—Sí, soy yo. Hubo un tiempo en que me llamabais Guillemette.

—Nunca… yo nunca hubiese creído que…

«… fuera capaz de tolerar una vida de servicio en la iglesia», pensé para mis adentros. Por curioso que parezca, el sentimiento me pareció un cumplido.

—No es una vida escogida del todo voluntariamente. —Cerré y abrí varias veces la mano para estimular la circulación en los dedos—. Mi marido murió como consecuencia de las heridas sufridas en Orleans. —No tuve necesidad de explicar nada más.

Madame Le Barbier movió la cabeza adelante y atrás lentamente mientras se sorbía los mocos.

—Al menos estáis provista.

—Eso sí —contesté—, y no estoy tan sola como estaba en mis últimos días al servicio de mi señor. Todos aquellos a los que conocía y apreciaba allí habían desaparecido. La abadía es un lugar agradable, donde soy útil; gozo de la confianza de Su Eminencia, que depende de mí en algunas cosas menores.

—Así es. Lo observé anoche.

Me sorprendió saber que había observado alguna cosa en su estado de desesperación, pero una vez que su memoria se vio incitada por el reconocimiento, comenzó a recordar también otras cosas.

—Recuerdo a vuestro hijo… —manifestó—, pero era mayor de lo que creía.

—Estáis pensando en mi primogénito, Jean —le dije—. Él es, era, mayor que Michel. Ahora es sacerdote. En Aviñón.

—¿Sacerdote? —Su sorpresa fue notable—. ¿Lo permitieron?

«De ninguna manera —había dicho Étienne cuando Jean manifestó por primera vez su deseo de entrar en el sacerdocio—. No te tomarán en consideración. Tú serás un soldado como yo. Deja que tu hermano, Michel, entre al servicio de Dios, como le corresponde por ser el menor».

—No tenía ninguna aptitud para las artes de la guerra —añadí—, ni el más mínimo interés…

«Michel está más que dispuesto a empuñar las armas. Te lo suplico, Étienne, por el bien de nuestros hijos, deja que Jean vista los hábitos».

—Fue una tarea colosal, pero conseguí prevalecer sobre mi marido para que permitiera a Michel, en lugar de a nuestro primogénito, que aprendiera el manejo de las armas. Con el tiempo llegó a comprender que era lo más conveniente para ambos. Michel acababa de comenzar con la práctica de las armas cuando él…

Habían pasado tantos años y aun así apenas si podía decirlo.

—… él desapareció —susurré.

Mi voz me abandonó por unos momentos, durante los cuales la modista se unió a mí en un reconfortante silencio.

—Así que Jean está en Aviñón… —comentó finalmente—. Dicen que es una bonita ciudad, donde hace buen tiempo. Pero está tan lejos…

—Nunca he viajado allí, aunque Su Eminencia ha tenido muchas audiencias con el Santo Padre durante mi servicio. Dice que es una ciudad muy bonita y acogedora, sobre todo el palacio donde vive Su Santidad. Echo mucho de menos a Jean, pero él parece feliz con su trabajo, y además tengo planes para ir a visitarlo dentro de unos pocos meses, cuando Su Eminencia viaje a Aviñón.

Vi una expresión de sincero placer en su rostro.

—¡Qué maravilla es saber que hará ese viaje! Aunque será un viaje arduo.

—Nunca he tenido miedo a recorrer mundo; es más, siempre lo he considerado como algo placentero. Aquello que me espera al final del camino hace que las dificultades del viaje en sí parezcan una minucia. —Di una palmada en la faltriquera—. Me escribe a menudo; llevo las cartas conmigo hasta que me las aprendo de memoria. Pero no es lo mismo, madame, que tender la mano y acariciar su mejilla.

—Por favor, me llamo Agathe. —Sonrió con amargura—. Somos hermanas, n'est-ce-pas? Con algo tan fuerte como las almas de nuestros hijos para unirnos, tendríamos que ser íntimas.

Se echó a llorar una vez más. La abracé hasta que cesó el llanto.

—De acuerdo, Agathe —asentí—. Debes decirme todo lo que sepas de lo que le sucedió a Georges.

Se mordió el labio inferior.

—Ah, madre…

—Guillemette —le corregí.

—Guillemette. —Intentó sonreír, pero sin alegría—. Hay momentos en los que me es imposible no hablar de lo ocurrido, pero ahora mismo es como si me acabara de pedir que caminara hasta Tierra Santa y regresara en una semana.

No dije nada y le acaricié suavemente la mano para consolarla. Se sorbió los mocos una vez más, y luego comenzó su doloroso relato.

—Mi patrón, el sastre Jean Peletier, un hombre muy respetado, todavía viste a la señora Catherine de vez en cuando, aunque la mujer tiene todo el aspecto de un fantasma. Algunas veces, cuando se presenta la ocasión, también viste al señor Gilles, si bien ya no le hacemos tantas prendas desde que mi señor se ha aficionado tanto a los viajes.

Los relatos de sus periplos eran legendarios; se hablaba de lujosas caravanas, de multitud de acompañantes y sirvientes, todos vestidos con las más caras ropas.

—Nunca parece dispuesto a quedarse durante mucho tiempo en alguno de sus castillos —comenté—. Llama la atención su tendencia a la vida nómada. Nunca dio ninguna muestra de ello en la infancia.

—Ah, pero pudo observarla en su padre. No dejábamos de confeccionar prendas al barón Guy para uno u otro viaje. Por qué se estropeaban tanto sus atuendos de viaje es algo que nunca entenderé. Pero ahora mi señor Gilles pasa largas temporadas en Champtocé, o al menos eso dice monsieur Peletier; lo ha sabido por boca de un sastre que conoce allí. Nosotros solo le servimos cuando está en Machecoul. —Vaciló un instante y luego añadió—: Tenemos algunas dificultades para cobrar lo que debe, así que ya no buscamos servirle.

Gracias a Dios no había sido responsabilidad mía enseñarle al joven Gilles cómo administrar su dinero; no quiero imaginar las peleas que hubiéramos tenido. Aquella desagradable tarea recayó en Jean de Craon, que aterrorizó con una consumada crueldad a su nieto para que le obedeciera en todo, pero así y todo no consiguió inculcarle ni una pizca de sensatez en la administración del dinero. Casi escucho a Jean de Malestroit cuando decía: «Si le das un pescado a un hombre, se lo comerá y luego volverá a tener hambre, pero si le enseñas a pescar, nunca más volverá a estar hambriento». Esto no podía ser más cierto en lo referente a la riqueza de mi señor, que le fue entregada sin ninguna tutela; por lo tanto, cuando llegó a la mayoría de edad y no se le pudo contener, fue todo lo manirroto que se podía ser.

—Quizá todos sus viajes sean para escapar de aquellos con quienes está en deuda —señalé.

—Sin ninguna duda. Sin embargo, monsieur Peletier aún consiente en hacer algún trabajo para mi señor de vez en cuando; dice que así mostrará sus productos ante los ojos de la nobleza y bien podría ser la manera de atender a aquellos que sí pagarán. Lo considera una inversión razonable. Mi Georges es…

Se interrumpió en mitad de la frase y contuvo el aliento como había hecho yo cuando hablaba de Michel, y luego soltó la respiración lentamente antes de continuar, esta vez con un mayor cuidado en la elección de las palabras.

—Monsieur Peletier tomó a Georges como aprendiz, antes de…

De nuevo, tartamudeó en busca de las palabras correctas.

—En cualquier caso, el chico le acompañaba en sus visitas al castillo de mi señor aquí en Machecoul. Las cosas que me contaba eran inquietantes: fantásticos relatos sobre el trato que le daban en el castillo, algunas veces el paje llamado Poitou, y en ocasiones el barón Gilles en persona. El hombre no paga sus deudas, pero vive a todo lujo y trata a sus invitados, incluso a los plebeyos, como si fuesen miembros de la realeza. En cuanto a por qué tanto interés en un mero aprendiz…

Ella no recordaba aquel día, tantos años atrás, cuando mi señor le arrebato a su bebé Michel.

«Vamos, ángel mío, ¿de qué tienes miedo?»

Me guardé mis recuerdos y respondí:

—Estoy de acuerdo en que no parece muy apropiado.

—Georges comenzaba a hablar con envidia de todo el lujo que veía. Yo no lo aprobaba, y le dije que debía aceptar agradecido su posición. Por supuesto, no hizo el menor caso de mis consejos, pero ¿qué podía hacer yo? Era un aprendiz. Casi un hombre. Fuera de mi control.

—Cuando se es un trabajador, resulta difícil no ambicionar una vida como la que tiene mi señor.

—Yo también lo veía todo, y sin embargo siempre supe cuál era mi lugar. Pero los jóvenes de hoy en día parecen haber olvidado que la prosperidad llega a través del trabajo honesto y la diligencia. —Se encogió de hombros con una expresión de cansancio—. ¿Qué sabe nadie a esa edad que esté más allá de sus propios deseos? Se dejará conquistar por el primer ofrecimiento. Desde luego estaba muy influenciado por el tal Poitou, una persona que no me atrevo a describir, excepto para decir que me provocaba inquietud en la piel, como si mil arañas estuviesen corriendo sobre mi cuerpo. Georges regresaba a casa y hablaba de las promesas de grandes beneficios que el paje le había hecho en nombre de mi señor, de las compensaciones que recibiría si le confeccionaba las prendas, a pesar incluso de que a mi hijo le faltaba mucho para dominar el oficio. De los materiales, de las agujas, de las mejores y más caras tijeras; me parecían cosas demasiado inverosímiles como para aceptarlas de buena fe. La última promesa que le escuché repetir fue que le darían un caballo.

—¿Un caballo? —Sí que era una promesa de poco fiar—. Un regalo verdaderamente excepcional.

—Oui, mère, lo es. Excesivo a todas luces. Naturalmente estaba entusiasmado.

—Como lo hubiese estado cualquier joven.

—Le dije que debía desconfiar de una generosidad inmerecida. Pero de todas maneras fue al castillo, contra mis deseos, para tomar posesión del animal el día señalado. De esto hace quince días. Antes de que se marchara le di un par de calzones para que los entregara de paso y le rogué que los cobrara. Se echó a reír y me respondió que iría a entregarlos con su caballo, que a partir de entonces sería un placer realizar dichas tareas y que las haría con mucho gusto para mí. —Bajó la cabeza y una lágrima rodó por su mejilla—. Es un buen chico. Siempre ha sido un buen hijo.

No quise perturbar los buenos recuerdos que había conseguido salvar de su desaparición, así que permanecí en silencio durante unos momentos. Cuando me pareció apropiado hacerlo, le pregunté:

—¿No se ha encontrado ningún rastro de él desde entonces?

—Ni uno solo.

—¿Preguntaste en el castillo?

—Mi marido no me permitió que lo hiciera. Dijo que le correspondía a él como padre del muchacho. Fue a Machecoul pero volvió únicamente con las palabras de que Georges no se había presentado a recoger el caballo y que el animal se lo habían dado a otro.

—¿Se sabe quién le dijo tal cosa?

—Una vez más fue el tal Poitou, el paje de mi señor.

—¿No le hizo ninguna pregunta más?

—Mi marido consideró que no era conveniente sospechar de nadie más aparte de su propio hijo.

Su resentimiento era evidente. No solo había perdido a su hijo, sino que también había perdido la confianza en su marido; una situación lamentable.

—¿Has preguntado si alguien más le vio aquel día?

—Claro que sí, madre. Por supuesto.

Esta vez nada de Guillemette, o el más familiar mère, sino madre. Nuestra incipiente intimidad ya comenzaba a resentirse por la agudeza de mis preguntas. Qué tonta había sido por haberle hecho la pregunta; yo misma había perseguido a todos en Champtocé con la misma pregunta hasta que llegaron a aborrecerme más que a la peste.

—André Barbé me dijo que había visto a Georges recogiendo manzanas a primera hora de la tarde. Le vio detrás de la casa donde vive la familia Rondeau; allí tienen un huerto. A él no le gustan mucho las manzanas. Cuando me enteré, llegué a la conclusión de que las había estado recogiendo para el caballo.

—¿Nadie más mencionó haberle visto?

—Nadie más.

¿Cuántas veces había rastreado las últimas horas de Michel a partir de lo que me habían dicho otras personas? Demasiadas para contarlas.

—Este hombre, el tal Barbé, ¿te comentó alguna cosa más aparte de que había visto a Georges?

—Eso fue todo. No vio a Georges marcharse del huerto. Tampoco lo vio nadie más. Se lo he preguntado a muchas personas. Pero Barbé me dijo algo más. —Se llenó los pulmones como si quisiera armarse de valor—. Me dijo que se había encontrado con un hombre, un forastero, en el camino entre Machecoul y Nantes. Cuando Barbé le comentó que era de Machecoul, el forastero pareció inquietarse y le recomendó que vigilara a sus hijos, porque corrían peligro de ser raptados. Le canturreó una copla que había escuchado Dios sabe dónde; las palabras decían: «Sur ce, l'on lui dit, en se merveillant, qu'on y mangeout les petits enfants».

Me quedé boquiabierta. Era la misma frase que me había escrito Jean en su carta, las palabras que al recordarlas habían estimulado mi atención por su caso, las mismas que había escuchado vagamente del nervioso desconocido que me había indicado cómo llegar hasta aquí. Pero Georges tenía dieciséis años; no era un niño pequeño, desde luego no tan pequeño como para que se lo comieran. Pero no todos los chicos de dieciséis años tienen el tamaño de un hombre.

—Agathe —pregunté en voz baja—. ¿Georges era corto de talla?

—Aún no había llegado a desarrollarse del todo.

—¿El tal Barbé te dijo de qué ciudad venía el forastero?

—De Saint-Jean-d'Angély.

Una distancia considerable. Pero las noticias sorprendentes viajan deprisa, sobre todo por las carreteras oscuras.

Me quedé con Agathe Le Barbier durante otra hora más porque insistió, aunque quedaba muy poco que decir sobre el asunto que me había traído a su casa. Necesitaba de mi consuelo, y hubiese sido un insulto no ofrecérselo. En el período de mi dolor más profundo por la desaparición de Michel, caminar diez pasos me había parecido algo imposible hasta que alguien me forzó a que lo hiciera. Madame Le Barbier había caminado desde el pueblo, a través del bosque, hasta la iglesia de la abadía; se había presentado, mal entrazada, ante el obispo y ante mí para contar un relato mal recibido. Luego había vuelto a encontrar el camino de regreso a casa en la vil oscuridad. Hoy había soportado los aguijonazos de mis preguntas. Esta era una mujer con un gran temple que merecía mi más absoluto respeto.

Ahora me tocaba a mí mostrar el mismo temple. Mientras caminaba deprisa a través del bosque cada vez más oscuro en mi camino de regreso a la abadía, entre sombras, baches y ramas amenazadoras, mantuve mi terror a raya con una distracción del todo diferente: ¿Qué forma asumiría la magnífica ceja de Jean de Malestroit como expresión de su desagrado cuando le repitiera las palabras de la modista?

—… alguien le contó, asombrado, que allí se comían a los niños. —¿Tú lo escuchaste?

—Sí, en una coplilla, Eminencia, de boca de un hombre que me indicó el camino. También me lo comentó otra persona a quien se lo habían dicho previamente, que lo había escuchado de otra…

No le mencioné la participación de madame Le Barbier en esta cadena de noticias, ni tampoco la de Jean; me parecieron superfluas y solo le distraerían del meollo del asunto.

—Pero eso mismo fue exactamente lo que me dijo el hombre, sin que ni una sola palabra fuera distinta de las que me dijo, o así al menos jura el testigo…

—Guillemette, te he dicho infinidad de veces que no debemos hacer caso de las murmuraciones…

—Esto no es un chisme —repliqué con firmeza, aunque me temblaban las rodillas—. Me lo dijeron en el curso de mis averiguaciones. —Por fin me decidí a sacar de la faltriquera la carta de Jean y la abrí, con más violencia de lo que era necesario—. Mirad, aquí está, directamente desde Aviñón, escrito de puño y letra de mi querido hijo. Todo está relacionado íntimamente con el propósito por el que fui hasta allí.

No pude reprimir una exclamación. Me había delatado. Una sonrisa casi perversa apareció en el rostro del obispo.

—Entonces sin duda lo entendí mal —comenté—. Creía que habías ido a Machecoul para comprar hilos y agujas.

Pillada en la mentira, intenté encontrar alguna excusa.

—Así es, Eminencia. Ese fue el propósito original.

—Guillemette, no tienes motivos para mentirme. No soy un hombre tan poco comprensivo como para que una mujer deba recurrir a la mentira.

Por todos los santos, si ese hombre casi te invitaba a mentir al ser tan estricto. Pero no era el momento de hablar de este tema; eso solo se podía hacer en un momento más relajado, cuando él quizá se mostraría más receptivo a una crítica útil. Agaché la cabeza en una actitud sumisa y confié en que me sacaría del apuro.

—Por favor, os pido disculpas, Eminencia, por mi falta de confianza en vuestra equidad. Confieso que deseaba hablar de nuevo con madame Le Barbier, y que hubiese tenido que decíroslo.

Su expresión se suavizó.

—Sí, tendrías que habérmelo dicho.

—No obstante, necesitaba todas aquellas cosas, y dado que iba a Machecoul, me pareció que bien podía aprovechar la ocasión para interesarme en este otro asunto.

Él miró mis manos vacías.

—Entonces, ¿has guardado los paquetes antes de venir a verme?

«¡Virgen santa, sálvame!»

—No…

—¿Dónde están?

—¡No hay ningún paquete! —exclamé, impaciente—. No encontré nada que fuese de mi agrado. No sé por qué hoy tenían muy poco que ofrecer en el mercado.

La ceja volvió a hundirse por una esquina.

—¿Ningún paquete?

—Ninguno —respondí dócilmente.

—Vaya. Quizá todos los vendedores estaban hoy aquí, en Nantes; es una pena. A menudo vuelves de tus visitas al mercado con más compras de las que deseabas hacer. Y cuando vuelves te pasas horas hablando de las maravillas de tus compras, algo que he llegado a atribuir a tus esfuerzos para justificar los desembolsos de nuestra tesorería. Unos esfuerzos que debo confesar muchas veces espero con gran contento, porque resplandeces y es un placer comprobar lo imaginativa que llegas a ser a la hora de encontrar uso para las cosas que compras. Hoy has regresado con las manos vacías y sin historias, excepto unos descabellados rumores de gente que come niños.

—Al menos no le han costado…

—… nada porque tampoco tienen valor alguno.

Por un instante me pregunté asombrada si Étienne me había conocido tan bien como parecía hacerlo este hombre.

—Debo confesar que el asunto del muchacho desaparecido me distrajo un poco. Pero al menos no desperdicié ningún dinero.

—No, solo tiempo. Y un poco me parece una expresión muy suave para describir tu distracción de hoy. Solo me queda confiar en que no te verás dominada por ella.

—Eminencia, atendí mis obligaciones antes de marcharme. Admito que uno de mis propósitos prevaleció sobre todos los demás a medida que avanzaba el día. Sin embargo, debéis aceptar que este es un tema que vale la pena averiguar; han desaparecido unos niños y no se ha encontrado explicación. Niños. Acepto que no son hijos de nobles, pero…

—Solo sabemos con certeza de la desaparición de uno.

—Los rumores que hablan de la desaparición de otros no cesan. —Mi voz sonaba tan aguda que hasta a mí me resultó molesta—. Vos sabéis todo lo que ocurre aquí. No dudo de que vuestros consejeros os han hablado del tema.

—Exageras. Hay muchas cosas que no sé. Y mis «consejeros» como tú los llamas con tanta amabilidad, no me han dicho ni una palabra.

Un hombre con tanto poder como él, con tantas cosas que proteger, sin duda contaría con una amplia red de espías para mantenerlo informado de todo lo que ocurría en su diócesis. Se enteraría de lo que necesitaba y quería saber sin excesivas dificultades.

—No entra en el orden natural de las cosas que desaparezcan unos niños —repliqué—. No dudo que podréis descubrir qué ha pasado con ellos.

—Hermana, ¿estás sugiriendo que les ha sucedido algo antinatural, si de verdad hay un plan preconcebido? Tendría mucho más sentido pensar que estos jóvenes se han fugado o que han desaparecido debido a alguna desgracia y que sus restos aún no han sido encontrados. Además, hablamos de unos pocos niños, no de docenas. Si se tratara de docenas, la situación sería muy diferente.

—Quizás haya una docena. Sería una medida de prudencia determinar su número antes de descartar las desapariciones como algo que no se aparta de lo normal.

—Oh, bah, una pérdida de tiempo.

Dejé pasar unos momentos de frío silencio antes de decir:

—No opinaríais lo mismo si se tratara de vuestro hijo. —Miré los objetos del culto que estaban preparados en una bandeja—. Vuestros preparativos están completos. Con vuestro permiso, Eminencia, me retiraré a mi habitación. Para mis oraciones. Creo que quizá el viaje me ha trastornado un poco.

Sin esperar a su respuesta, agaché la cabeza y caminé hacia la puerta. Entonces sentí su mano sobre mi hombro. Me volví para mirarle con una expresión furiosa.

—Me disculpo, Guillemette. —Era la viva imagen de la contrición, al menos en aquel momento—. Tienes razón, estoy mal preparado para comprender tus sentimientos en este tema.

Una sonrisa de gratitud pugnó por asomarse a mi rostro, pero la reprimí y aproveché la ventaja que me había dado en este momento estratégico; ni la doncella de Orleans lo hubiese hecho mejor.

—Eminencia, permitid que averigüe si hay más, y si los hay, entonces pediré vuestra bendición para seguir con mis averiguaciones.

Su arrepentimiento quizá no llegaría al extremo de aprobar una petición tan atrevida.

—¿Es necesario que te recuerde las obligaciones que tienes aquí?

—No es necesario.

—Tendrías que recorrer la campiña; es algo sin duda peligroso.

—Soy una abadesa. Nadie me hará ningún daño.

—Una abadesa es una mujer. Hay hombres capaces de abusar de la Santísima Virgen, si se les presentara la ocasión.

—Iré, de todas maneras —insistí, con una aparente valentía—. Y si me lo prohibís, me quitaré esta toca, y entonces no me podréis prohibir absolutamente nada sino los sacramentos.

—Que Dios te maldiga por tu obstinación.

—Al contrario, Eminencia. Dios me recompensará por mi valentía. Ya lo veréis.

—Solo Él sabe si le complacen cualquiera de esas características. Haz como te plazca, Guillemette, porque lo harás de todas maneras. —Luego añadió con cierto reparo—: Si consideras que esto es digno de tu tiempo, entonces supongo que deberé confiar en tu juicio. Pero, por favor, sé discreta. No queremos provocar un revuelo innecesario entre la gente.

Era un regalo, pero que tenía un precio, porque después de bendecirme con su permiso, sencillamente tenía que rematarlo con una severa advertencia.

—No permitas que esto te consuma.

—Haré todo lo posible. —Me incliné en señal de despedida, dispuesta a marcharme, pero Jean de Malestroit me sujetó suavemente por el brazo para impedírmelo.

—A Dios le complacería que le rezaras aquí más que en tu habitación.

Sí, Dios y qué más. Era Su Eminencia quien me quería allí. Asentí con toda la dignidad de que fui capaz.

—Bien —dijo Jean de Malestroit. Cogió la bandeja y dio un par de pasos hacia la puerta, pero volvió atrás y la dejó de nuevo sobre la mesa. Exhaló un suspiro—. Algún día Dios me hará pagar por mis fallos de memoria. Hay una carta para ti. De Aviñón. —Sacó un rollo de pergamino.

Jean. Mi corazón me dio un brinco en el pecho mientras mi mano se apresuraba a coger la misiva. Su Eminencia estaba en lo cierto. Nunca podría comprender mi pasión.