Es curioso cómo algunas palabras suenan exactamente como lo que significan.
Dirrrrrrgggggggge.
La triste marcha fúnebre «Scotland the Brave» sonaba en mi cabeza, con tambores y bombos. Notaba las primeras señales de un dolor de cabeza. Pero ahora nuestro compañero detective Terry Donnolly estaba ante las puertas azules del cielo de los policías, hasta donde le habían acompañado los sones de la banda en este excepcional día gris en Los Ángeles. Todos estaban de acuerdo en que era el tiempo más apropiado para un funeral. Gracias a Dios, porque desde mi punto de vista el sol hace que un funeral no tenga el menor sentido.
Los asistentes se habían desbandado y la mayoría se encaminaba hacia los coches patrulla aparcados en los estrechos caminos del cementerio. Benicio Escobar estaba a mi lado; sacudía la cabeza. Pasamos lentamente junto a un grupo de jefes muy apiñados que compartían algo muy secreto que solo conocían aquellos que ocupaban los más altos cargos.
Las únicas palabras que escuchamos de sus susurros fueron «él mismo». Se lo había bebido todo y más.
—Hacen que parezca que se hubiera suicidado. No lo hizo. Lo mató el trabajo.
—Venga, Ben… No hagas esto. No cambiará nada.
Le habían realizado la autopsia casi en el acto. Las muestras de tejidos y fluidos habían sido recogidas y catalogadas con mucho esmero, y los resultados llegaban deprisa.
—Tuvo un infarto, por amor de Dios. Eso está muy claro.
La noticia había circulado rápidamente por la división cuando se produjo. Le habían mantenido con respiración hasta que llegó a la unidad de cuidados intensivos, donde uno de los médicos le había abierto el pecho sin perder ni un segundo.
Le había estallado el corazón. La lesión era tremenda, y, respirara o no, estaba muerto en el instante que ocurrió. Murió por un corazón roto imposible de reparar.
—Sabes, odiaba a ese gigante irlandés cuando nos emparejaron, pero se hizo conmigo. Nos hicimos amigos, buenos amigos.
Toqué el brazo de Ben para consolarlo.
—Déjalo pasar.
Escobar se sorbió los mocos y se enjugó unas lágrimas con las puntas de los dedos.
—Quizá si Terry hubiese dejado pasar unas cuantas cosas aún estaría hoy aquí.
Para eso no tenía respuesta.
Caminamos al ritmo del eco de las gaitas. Los gaiteros ya habían guardado los instrumentos y se habían marchado, pero su música flotaba en el aire. Cuando llegamos al coche, conseguí apagar «Scotland the Brave», aunque tan pronto como desapareció fue reemplazada por «Minstrel Boy».
Fue necesario que «She loves you» sonara en la radio para borrarla de una vez por todas. Me fui a mi casa e intenté relajarme antes de comenzar mi turno a las seis.
Cuando entré en la sala de la división, reinaba una calma poco habitual. No sonaban los teléfonos, no se escuchaban chistes ni la estática de las radios o el pitido agudo de los móviles. Sucede a menudo cuando se regresa de un acto oficial triste; por alguna razón desconocida, los pervertidos se quedan en casa, como si fuera en contra del espíritu deportivo meterle mano a un chico mientras todos los miembros de la división de Delitos contra la Infancia están en un funeral.
La calma no duró mucho. Sonó el teléfono en la mesa de Terry Donnolly. Escuché gritar al sargento de la mesa de entrada:
—¿Quién está allí?
Eché una ojeada. Escobar estaba en los lavabos, y no había nadie más a la vista.
—Dunbar —respondí, muy a pesar.
—Pues será mejor que atiendas la llamada, Pandora.
Me gustaría que no me llamaran así. Pero lamento decir que no es una broma; por lo visto estoy condenada a pillar los casos que cargan con todos los problemas del mundo. Así que miré el teléfono y pensé: «No toques esa cosa, te meterás en un lío de cuidado», una idea absolutamente estúpida porque en esta división la gente no llama solo para decir: «Hola, ¿qué tal estás?». Tienen que pasar primero por los filtros de rigor: los polis de calle, los detectives, quizá un par de sargentos, y después escuchas: «Me han robado el coche y mi bebé está en el asiento trasero»; o «Están cocinando algo que huele fatal en la casa del vecino y tienen un niño de cuatro años»; o «Alguien está usando al crío como un saco de arena». Nunca es: «Buenas tardes, señora, ¿cómo está usted? ¿Le gustaría probar nuestra nueva aspiradora de gran potencia durante noventa días, sin ningún compromiso?». Siempre es algo que no es agradable.
Además, resultaba siniestro que el teléfono sonara en la mesa de Donnolly, precisamente cuando acabábamos de enterrarlo.
—Delitos contra la Infancia. Habla la detective Lany Dunbar.
—Mi hijo no está.
Problemas.
—¿Qué quiere decir no está? —le pregunté a la mujer.
—Desaparecido. No está.
Detesto decirles lo que solemos pensar cuando escuchamos «mi hija, mi hijo, ha desaparecido» y aborrezco decirles cuántas veces las escuchamos. Los chicos se van por multitud de razones, y no siempre lo hacen únicamente los problemáticos. Montones de buenos chicos absolutamente normales se escapan, y lo hacen por los motivos más extraños que puedas imaginar. Por eso mismo, no entramos en acción hasta que descartamos primero las posibilidades más comunes.
Le pedí a la interlocutora que me diera su nombre.
Me lo soltó como un latigazo.
—Ellen Leeds.
Me hice cargo de que podía sentirse un poco tensa en esas circunstancias.
—Señora Leeds, ¿ya se ha presentado en su casa algún agente?
—No, llamé al 091 y me pasaron directamente con usted.
Tendría que tratarse de algún telefonista nuevo.
—Por favor, dígame su dirección y número de teléfono.
Me dio la información.
La mesa de Escobar era la más cercana. Necesitaba una hoja de papel; su lugar de trabajo siempre es un caos. Pero, en contra de todas las probabilidades, es sorprendentemente productivo. Anoté la dirección y el teléfono, y luego le dije:
—Tendrá que esperar un momento. Enseguida estaré con usted.
Llamé al sargento de la comisaría de su barrio y le pedí que enviara un coche patrulla a aquella dirección con orden de que me esperara. La llamada le daría unos segundos para tranquilizarse, pero no quería hacerla esperar demasiado. Tendría que responderme a una serie de preguntas bastante ofensivas destinadas a descartar todas las tonterías. «¿Cuándo fue la última vez que castigó físicamente a su hijo?» es una que a todos les encanta.
Mi propia mesa estaba penosamente ordenada. Cuando necesitaba un lápiz sabía exactamente dónde meter la mano, y si no tenía punta guardaba un sacapuntas eléctrico en el cajón derecho. Solía tenerlo en una esquina de la mesa pero me desapareció un par de veces. Solo porque soy una detective se me ocurrió buscarlo en la mesa de Frazee.
Tenía un montón de libretas nuevas en el segundo cajón de la derecha, que ya no chirriaba porque había puesto aceite en las guías el día anterior. El placentero sonido que produjo cuando se deslizó por las guías me hizo sonreír.
Aquella fue quizá la última vez que sonreí.
Con la libreta abierta y el lápiz afilado, apreté el botón del teléfono para restablecer la comunicación.
—Señora Leeds, lamento haberla hecho esperar.
—Detective Dunbar, mi hijo está en alguna parte, solo y asustado. Cada segundo es precioso.
Cosas así todavía me duelen, pero tenemos que seguir el procedimiento, sobre todo en estos casos, porque la triste verdad es que casi siempre hay algún amigo o algún íntimo —ya no podemos decir «pariente» porque las estructuras familiares han cambiado notablemente— detrás de la desaparición de un chico.
—Comprendo perfectamente la angustia que padece en estos momentos. Lamento decirle que debo hacer una serie de preguntas, algunas de las cuales pueden molestarla. Pero confío en que usted comprenderá que debemos aclarar inmediatamente algunas cosas para poner en marcha la búsqueda de un desaparecido. Nos evitará un montón de papeleo.
—Pues adelante, pregunte. Sin embargo, le puedo decir ahora mismo que alguien se lo llevó. Así, sin más.
Adiós al procedimiento.
—¿Qué le hace pensar tal cosa?
—No es de la clase de chicos que se escapan.
Nunca lo son.
—Estoy segura de que es así, pero tenemos que eliminar esa posibilidad. Así que, por favor, tenga un poco de paciencia. Solo tardaremos unos minutos y después pasaremos a los detalles específicos. ¿Su hijo vive con usted?
—Nathan. Sí, vive conmigo.
—¿Qué me dice de su padre?
—Estamos divorciados. Él vive en Tucson.
—¿Algún otro hijo?
Titubeó unos segundos antes de responder.
—No.
—¿Algún otro adulto en la casa?
—No. Solo nosotros dos.
—¿Qué edad tiene Nathan?
—Cumplió los doce años en julio.
—¿En qué curso estaba en la escuela?
—Séptimo.
—Dice que está usted divorciada. ¿Cómo son las relaciones que mantiene con el padre de Nathan?
—Tolerablemente cordiales.
Le habían hecho la misma pregunta antes y tenía la respuesta preparada. Me pregunté quién se lo había preguntado, y anoté en mi libreta un recordatorio para averiguarlo.
—¿Qué hay de la relación de Nathan con su padre?
—Se adoran el uno al otro.
—¿Con qué frecuencia se ven?
—No muy a menudo. Quizá una vez al mes. Mi ex viene en avión todas las veces que puede. Nathan pasa las vacaciones en Arizona.
—¿Cuándo fue la última vez que se vieron?
—Hace una semana. El padre de Nathan vino aquí.
—Necesitaré que me diga cómo y dónde ponerme en contacto con él antes de acabar esta conversación.
—Por supuesto.
Inspiré profundamente antes de formularle la siguiente pregunta. Estoy segura de que ella me escuchó.
—Señora Leeds, ¿tiene usted un compañero habitual de cualquier tipo?
Siempre detesto esta pregunta. Mi primer impulso es decir amigo o novio, pero eso es algo que ya tampoco podemos hacer. Cada vez es más ridícula la forma en que debemos hablar. Frazee recibió una vez una llamada sensacional: una voz femenina dijo: «Mi amante ha desaparecido». Después de la habitual tanda de preguntas, Frazee le pidió la descripción. Tardó veinte minutos en deducir que la denunciante era un travesti, y que el amante desaparecido era en realidad una mujer pero descrita como un hombre; lo que refleja esta historia es que no siempre puedes dar por sentadas cosas por el aspecto que tienen las personas o por lo que dicen: la gente hace y dice todo para mostrarse diferente de como es en realidad.
—No tengo un novio, si es a eso a lo que se refiere. Salgo con alguien de vez en cuando, pero no hay nadie en especial o importante. Y nadie que haya tenido contacto alguno con Nathan.
—Por lo tanto, no es posible que se marchara con alguien sin decírselo.
—No, al menos que yo recuerde. —Entonces se puso tensa de verdad—. Detective, ¿no cree que ya he agotado todas las demás posibilidades?
Dejé pasar el comentario sin ninguna reacción.
—¿Cuándo comenzó a sospechar que algo no iba bien?
—Hace un par de horas. Esta mañana se marchó a la escuela a la hora habitual; esa fue la última vez que lo vieron. Suele encontrarse con otro par de chicos en la esquina de casa, pero no siempre. Cuando lo hacen, van juntos hasta la escuela. Solo está a tres calles de aquí.
Cuando me dio la dirección recordé que era un edificio de apartamentos en una de las mejores zonas del barrio. Habíamos tenido un caso de suicidio en aquella casa un par de años antes de que yo entrara en la división, y yo había sido la agente que había llegado primero al lugar de los hechos.
Conozco el edificio —dije, sin darle más explicaciones—. Bonito y en una buena zona.
—Y segura; al menos eso creía —señaló Ellen Leeds.
Pero no lo bastante segura.
Así comenzó la búsqueda de la proverbial aguja, aquella que tiene la desagradable costumbre de meterse en el pajar en el momento menos oportuno. La descripción de Nathan se transmitió inmediatamente a todos los coches patrulla y a las comisarías. Varón adolescente, de un metro sesenta y tres de estatura, complexión delgada, cabellos rubio oscuro, ojos azules. Probablemente vestido con una cazadora roja o marrón y vaqueros. Zapatillas, pero todos llevan zapatillas; hubiese sido algo destacable si hubiese calzado alguna otra cosa. Los polis que hacían las rondas por la ciudad escucharían la descripción en sus radios, y durante un par de horas estarían atentos y vigilantes en la búsqueda del chico. Luego llegaría otra llamada, se enviaría la descripción de otra aguja y la imagen de Nathan comenzaría a confundirse con las de todos los otros adolescentes desaparecidos. Pasaría a formar parte de aquella masa informe de niños no encontrados, aquellos niños cuyas imágenes felices en los envases de leche hacen que nos sintamos tan ufanos de nuestro éxito a la hora de criar a nuestros hijos.
Estábamos a punto de acabar nuestra primera conversación telefónica cuando Ellen Leeds me preguntó:
—¿Cuánto tiempo cree usted que tardarán en encontrarlo?
—No hay manera de responder a esa pregunta hasta que lo encontremos. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance.
Responderle cualquier otra cosa hubiese sido una desagradable mentira, aunque la probable verdad tampoco era precisamente agradable.
Durante todo el trayecto hasta su barrio le di vueltas al tema; algunas veces tenemos suerte y los encontramos; algunas veces regresan a casa sin más después de pasar toda la noche fuera y recibimos una llamada de disculpa de los padres, que no solo están furiosos sino también muy avergonzados por no haber interpretado a tiempo las señales de lo que su hijo estaba a punto de hacer. Claro que también son muchas las veces que nadie nos avisa cuando vuelven a sus casas, y nosotros continuamos dedicando esfuerzos, tiempo y dinero a la búsqueda de un pobre pichón extraviado que ya ha regresado al nido. Eso es algo que me irrita de verdad.
Pero cuando las cosas van en serio, nuestro promedio de éxito es humillantemente bajo. Las posibilidades de que encontráramos a Nathan Leeds si él no quería que lo encontraran —o si su secuestrador no quería que lo encontráramos— eran muy pequeñas. Sencillamente no tenemos los recursos para la clase de búsqueda que acabe dando con el paradero de un chico secuestrado si es que todavía está vivo, y recalco el todavía. Los voluntarios son la mejor carta, pero hay que organizarlos y para eso hace falta disponer de personal, que es lo que no tenemos.
Había un par de coches patrulla aparcados delante del edificio de apartamentos de Ellen Leeds. Hablé un momento con los agentes; conocía a uno de ellos, pero el otro era nuevo. Cuando yo era agente tenía un montón de razones para vincularme con mis hermanos y hermanas de armas. Los vestuarios eran un lugar magnífico para confraternizar. Pero los inspectores visten de paisano, así que casi nunca voy por allí.
Había unas cuantas personas delante del edificio, atraídas por la presencia de los coches de la policía. La seguridad era buena; había que pasar dos timbres para entrar en el vestíbulo. El piso de la señora Leeds estaba en el quinto, en la parte de atrás, así que imaginé era el lado tranquilo, dado que la calle que pasaba por detrás era de una sola dirección.
Había un cartel de bienvenida pintado a mano en la puerta, uno de esos carteles alegres y hogareños. La mujer que atendió a mi llamada era sorprendentemente pequeña y delgada, cosa que me llevó a pensar si sería la misma mujer que había hecho la llamada. La voz había sonado como si perteneciera a alguien más grande.
—¿La señora Leeds?
—Sí.
—Soy la detective Dunbar. —Le entregué una de mis tarjetas. Ella se apresuró a cogerla pero no se molestó en mirarla.
—Pase.
Entré en el piso; estaba inmaculadamente limpio y decorado con colores cálidos. Muy hogareño y seguro. Cerró la puerta, y escuché el chasquido de un cerrojo y cómo se deslizaba una cadena de seguridad. Era una mujer precavida.
—Veo que la seguridad es buena en el vestíbulo y aquí también —comenté.
—Preferiría que pusieran un guardia en la entrada, al menos durante la noche. En parte me decidí por este edificio por la seguridad. Pedí un piso por encima de la segunda planta para evitar que alguien entrara y se llevara a mi hijo por alguna ventana.
Era una irónica y amarga referencia al famoso secuestro de Polly Klass, una niña de doce años que se habían llevado por la ventana mientras las tres compañeras que pasaban la noche con ella lo presenciaban horrorizadas. En aquel momento la madre dormía en una habitación vecina; ¿se imaginan los cojones del delincuente? Nunca existió ninguna duda de lo que le había ocurrido: no se trataba de que hubiera decidido tomarse un respiro de «nada de videojuegos hasta que hayas terminado de hacer los deberes». Sus padres eran personas importantes y muy bien relacionadas, y de inmediato dedicaron a la búsqueda una gran cantidad de efectivos. Lo lamentable de todo el asunto es que probablemente aún estaba con vida y a no más de cuarenta metros de la casa cuando una pareja de policías interrogaron al secuestrador que había tenido una avería en el coche. Un cabrón con suerte. Al final lo pillamos. Demasiado tarde para Polly, pero lo pillamos.
Así y todo, si Leeds creía que la desaparición de su hijo provocaría el mismo tipo de respuesta, tendría que desengañarla.
Me señaló un sofá y me ofreció algo de beber, que rehusé cortésmente. No podemos ser demasiado sociables, porque es difícil tener el control si te comportas como un visitante o un invitado, sobre todo si eres una mujer. Nos sentamos en butacas opuestas y abrí la libreta.
—Por favor, cuénteme la secuencia de los hechos.
La observé mientras hablaba. Algunas veces puedes saber si las personas están mintiendo; sus miradas se vuelven esquivas y se le tensan los músculos faciales. Nos preparan para estar alertas a la aparición de determinadas señales cuando hacemos las entrevistas. Una persona que no esté diciendo toda la verdad a menudo desviará la mirada, porque es difícil mirar a alguien a la cara y mentirle con todo descaro a menos que seas un psicópata, y en contra de creencia general, estos no abundan.
Pero en los padres cuyos hijos han desaparecido, aparece otro factor: se culpan a ellos mismos, sea o no con fundamento; el sentimiento de culpa oscurece el cuadro. Ellen Leeds se miró las manos mientras hablaba, cosa que hacía más difícil analizar sus expresiones.
—Volví a casa del trabajo a la hora de costumbre. Nathan tiene un compañero y me turno con su madre para ocuparnos de los chicos. Hoy le tocaba ir a casa de George. Su madre y yo tenemos coordinados los horarios de forma tal que siempre una de las dos esté con los chicos por la tarde. Gracias a Dios ambas podemos trabajar desde casa. Los chicos no necesitan una vigilancia directa, solo tener a un adulto disponible por si pasa algo. Era un buen acuerdo y funcionaba estupendamente, hasta ahora.
—¿Cómo vuelve Nathan a casa desde allí?
—Él llama y yo voy a buscarle. Por lo general alrededor de las seis y media o las siete, porque la cena está incluida en el arreglo.
—Tiene sentido.
—Sí. —Sacó un pañuelo de papel de una caja que estaba en la mesa de centro entre las dos butacas y se sonó la nariz—. Es agradable saber que no tienes que volver corriendo a casa para improvisar la cena.
Me entraron ganas de sonreír y decirle: «Sí, lo sé», porque era exactamente lo que hacía todos los días, cuando trabajaba en turno normal. La semana anterior me habían pasado provisionalmente al último turno porque habían enviado a un gran número de inspectores a un curso sobre terrorismo biológico, y necesitaban alguien para el turno de noche. Así que mis hijos estaban ahora con su padre y le tocaba a él volver a casa corriendo a preparar la cena, para variar. Era agradable saber que a él le tocaría escuchar la cantinela: «No me gustan el pastel de carne ni las escalopas de pollo con queso». Ver comer a Evan te pone de los nervios; no le gusta nada. Frannie se come todo lo que ve, pero nada que sea bueno para ella. En lo que se refiere a Julia, todavía no he descubierto cuáles son las cosas que le gustan. Afortunadamente ninguno de ellos es alérgico a ningún tipo de comida, porque si no creo que me hubiera vuelto loca.
No era el momento más adecuado para pensar en mis propios problemas.
—Ya van a dar las ocho —escuché que decía la señora Leeds.
—¿Solía llamarle antes de esa hora?
Una expresión culpable apareció en su rostro mientras asentía, cosa que complicó todavía más el análisis de sus reacciones.
—No llamé porque estaba disfrutando de la tranquilidad. Como trabajo en jornada completa, tengo que descuidar muchísimas cosas. No tengo tiempo para hacer ninguna de las cosas que me hacen feliz. Cogí el bordado y me senté a bordar por primera vez en meses.
Pobre mujer; probablemente no volvería a bordar nunca más.
—No obstante, cuando vi que se hacía tan tarde decidí llamar, y la madre de George me dijo…
La emoción la ahogó durante unos segundos. No hice ni dije nada, solo la observé.
—Me dijo que George le había dicho que Nathan no había ido hoy a la escuela.
—¿Por lo general le avisan cuando sucede eso?
—No. No suelen hacerlo. Me refiero a que si el niño no va a la escuela, dan por hecho que está en casa enfermo y que los padres lo saben.
Era un error que lamentaría durante el resto de su vida.
—De acuerdo —asentí en voz baja—. Tendremos que establecer un horario para todos los que vieron hoy a Nathan y para todos aquellos que esperaban verlo y no lo hicieron.
—Llamé al director de la escuela en cuanto acabé de hablar por teléfono con Nancy, la madre de George. Él llamó a la maestra de la clase de Nathan y su respuesta fue que Nathan no había ido a la escuela.
—¿No la tienen informatizada?
—Todavía no.
«Director, maestra», anoté en mi libreta.
—Tendremos que hacer una lista de contactos. Continúe, por favor.
—Eso es todo. Sencillamente no se presentó donde tenía que estar.
—¿La escuela no tiene establecido ponerse en comunicación con los padres cuando se presenta una de estas situaciones?
—No.
Era difícil de creer, pero la reglamentación no lo obligaba. Yo misma me ocuparía de que estuviera en vigor a partir del día siguiente.
Ellen Lees me guió por la ruta que hubiese seguido Nathan para ir a la escuela. Necesitaba recorrerla con ella para saber cuál era; luego la llevaría a su casa y volvería a recorrerla sin que ella me vigilara. Solo se tardaba un par de minutos en coche, durante los cuales no dejé de espiar de reojo a la señora Leeds para ver si reaccionaba de alguna manera ante cualquier cosa en particular. Todo lo que vi fue una tremenda expresión de angustia.
Cuando aparqué el coche delante de su edificio me preguntó:
—¿Volverá a subir conmigo al piso?
Era casi una súplica.
—Ahora mismo no. Tengo que ocuparme de algunas cosas. Pero me pondré mañana en contacto con usted, mientras avancen las investigaciones. —Evité decir si avanzan—. La llamaré para pedirle más detalles.
—¿Qué hará usted ahora mismo, mientras mi hijo está Dios sabe dónde, quizá herido, o quizá en las manos de algún monstruo?
«Estaré rascándome la cabeza y preguntándome qué hacer».
—Señora Leeds, por favor no saque conclusiones apresuradas. —Por desgracia, era una conclusión lógica—. Ya he enviado una foto de Nathan. Dentro de unos minutos la tendrán en los ordenadores de todos los coches patrulla junto con una descripción. También la enviarán a los departamentos de las comunidades vecinas. Todos los policías estarán alerta por si ven a su hijo.
—¿No van a organizar una búsqueda de verdad?
Me tomé unos momentos para preparar la respuesta.
—Por la mañana, cuando sea más práctico, organizaremos algo si las pistas que encontremos esta noche lo justifican.
—Me gustaría ir a la comisaría con usted. Quiero ayudar en todo lo que sea posible.
«No, no, no».
—Señora Leeds, no creo conveniente que lo haga.
—Pero si surge alguna cosa y me necesita, ya estaría allí y…
—La llamaré y enviaré un coche a recogerla si surge alguna cosa. Probablemente no le gustará escucharlo, pero lo mejor que puede hacer ahora mismo es volver a su piso, intentar relajarse y descansar.
—¿Cree usted que seré capaz de dormir?
No lo creía.
—Sé que esto es difícil, señora Leeds. Pero por ahora no puede hacer otra cosa que esperar.
—Solo esperar.
—Sí. En el caso de que llamara Nathan… —Me interrumpió.
—Por lo tanto se supone que debo volver a mi piso, donde mi hijo vive conmigo, y se supone que debo esperar allí a que él llame o se presente.
—Señora, me volveré a poner en contacto con usted lo más pronto posible. Pero hay algunas cosas que debo hacer para conseguir que esta investigación se ponga en marcha correctamente.
Salió del coche, pero antes de cerrar la puerta, se volvió para mirarme con una expresión acusadora.
—¿Puede decirme qué se supone que debo hacer ahora mismo? ¿Debo subir a mi piso, y mirar mi casa donde nada me parecerá lo mismo, porque todo ha cambiado?
—Señora Leeds, lo siento, de verdad, pero tenemos unos procedimientos que seguir…
Cerró de un portazo. Corrió hacia la entrada principal del edificio. La observé mientras abría la primera puerta del vestíbulo, luego la segunda. El gran edificio moderno se la engulló.
Era medianoche. Demasiado tarde para llamar a mis hijos al piso de su padre para decirles que los quería con locura. Su padre, Sam Kevin, estaría en su perfecto derecho de sentirse indignado, y la creencia general de que mamá estaba un poco trastornada se vería reforzada. Así que hice la segunda cosa más satisfactoria que podía hacer: me puse a trabajar.
Llamé a dos unidades para que se reunieran conmigo en el aparcamiento. Dejamos los coches allí y, linternas en mano, buscamos en las dos aceras de la primera calle. No sé exactamente lo que buscábamos; si había alguna minúscula prueba o manchas de sangre, no las veríamos hasta que se hiciera de día. Así y todo, sabíamos que la escena del delito no sería mejor de la que teníamos ahora, si es que aquello era una escena del delito. Volvió a dominarme la sensación de estar buscando una aguja en un pajar. Era como recorrer el universo para encontrar un asteroide en particular. Siempre me hacía sentirme pequeña y estúpida.
Sin embargo, teníamos que empezar por alguna parte. Recogimos un montón de trozos de papel, aunque ninguno de ellos parecía tener relación alguna con un alumno de séptimo, ninguna notificación escolar, nada que pudieran parecer hojas de deberes. De todas maneras metimos los papeles en una bolsa de pruebas, porque nunca se sabe. Un buen detective es casi siempre una rata que lo guarda todo; yo desde luego lo soy, aunque me fijo en lo que recojo.
Durante el día casi no había soplado viento; gracias a Dios era demasiado pronto para los vientos de Santa Ana,[2] pero de todas maneras nos quejábamos. Ahora mismo agradecía que el aire estuviera en calma; de lo contrario cualquier cosa que pudiera haber acabaría arrastrada por el viento.
Doblamos por la segunda de las tres calles. Desde donde nos encontrábamos veía las dos terceras partes superiores del edificio de donde había salido Nathan aquella mañana. Eso significaba que quizá había alguien que hubiese visto alguna cosa.
Esta calle era más residencial que la primera: verjas, setos, aceras más anchas. Dividimos el terreno y nos separamos. Metí la linterna entre los arbustos y aparté ramas mientras miraba en aquellos lugares donde las ardillas suelen ser las únicas observadoras. Me dolía la espalda de agacharme tanto, pero me resistí al dolor y me concentré. Un par de veces vi el resplandor de unos ojos rojos. Se escuchaban unos ligeros ruidos mientras una variedad de diminutos cuadrúpedos buscaban refugio. El súbito canto de un grillo acabó con la leve pátina de calma que había conseguido mantener. Aparté las hojas secas de palma que invariablemente acaban amontonadas debajo de los arbustos; lo hice con mucho cuidado, porque tienen los bordes afilados como navajas. Sonaron como cáscaras de cacahuete.
Se hizo un profundo silencio cuando uno de los agentes gritó:
—¡Aquí hay algo!